Por Leonardo L. Tavani
Calificación: Buena ★★★
El Misterio
de Soho (Last Night in Soho)
es una película bifronte; aquella que imaginó su director y coguionista, Edgard
Wright (Shaun of the Dead; Hot Fuzz; Baby Driver), y la otra,
la que finalmente vio la luz este último jueves. La vara estaba muy alta porque
el director, guionista, productor y actor británico tiene un don natural para
la ironía y el sarcasmo, un estilo visual muy definido (junto a un sentido
estético admirable, por cierto) y un confeso amor por la década de los ‘60s y
su cultura. Si bien Cruella es una gran película (subvalorada por muchos, pero muy
por encima de las expectativas generales), si Wright hubiera sido su director
habría sido todavía mucho mejor. Es contra fáctico, lo sabemos, pero no deja de
ser un juego especulativo perfectamente válido. Ahora bien, esta cruza entre
thriller psicológico, giallo y horror metafísico ambientado en el mundo de la
moda del Swingin’ London —Carnaby Street con toda su magia sesentona a la
cabeza— debería explotar con toda su locura apenas pasado el primer acto, pero lo
cierto es que nunca lo hace. O lo hace a medias, lo que es todavía mucho peor.
Veamos por qué.
Eloise (Ellie) es huérfana y vive
con su abuela materna en lo que definiríamos como la versión siglo XXI de la
Inglaterra rural, a la que los londinenses desprecian como si se tratara de un gueto
paleolítico. De aquella heredó la pasión por la música y la moda de los dorados
años ‘60s. La película abre magníficamente, con una secuencia antológica que
nos muestra a la jovencita bailando al son de Downtown, por la
inolvidable Petula Clark, luciendo un vestido diseñado por ella misma pero
hecho con papel de periódicos. Cuando la abuela rompe la magia es como si la
misma se quebrara también para el espectador. No es posible saberlo en esos
primeros minutos, pero casi nada estará luego a ese gran nivel inicial. Habrá
momentos, por cierto, algunos aciertos formales y otros parciales, pero Last
Night in Soho resultará indudablemente fallida. Pero prosigamos. La
muchacha obtiene una beca para estudiar diseño de modas en la Academia Real de
Arte, por lo que tendrá que mudarse a la gigantesca y no pocas veces peligrosa
gran capital. Queda claro desde el primer diálogo con la abuela que Ellie posee
algún extraño don (o maldición) que le ha traído un reciente quiebre emocional,
el cual se ilustra ambiguamente con la imagen de su madre reflejada en los
espejos en que se mira la muchacha. La mujer se suicidó cuando ella tenía 7
años, víctima de trastornos siquiátricos que tal vez, solo tal vez, su hija
podría heredar. Es esta interesante ambigüedad la que Wright y su coguionista, Krysty
Wilson-Cairns, optan por desechar a favor de un acercamiento más directo, y
este es ya el primer paso en falso de la cinta. Luego, ya en Londres, la chica
(retraída, indiferente a la moda contemporánea, algo apática) solo consigue
atraer sobre sí las burlas y el bullying de parte de sus compañeras, por lo que
pronto buscará empleo como camarera para solventarse algún cuarto alejado de
sus esnobs “enemigas”. Lo encontrará, por cierto, y allí despertará la
historia.
La enorme casona de Miss Collins,
una solterona anciana bastante amargada (la maravillosa Diana Rigg en su último
papel antes de fallecer), debería ser el último lugar en el que una mujer como
Eloise debería recalar, pero se sabe que si los personajes pudieran advertir
aquello que los espectadores notamos en un santiamén no habría películas, así
que nuestra heroína se instala efectivamente allí. Desde la primera noche Ellie
se ve inmersa en extraños sueños que la transportan al barrio de Soho en
octubre de 1965. Para los ojos atentos la referencia temporal es precisa,
porque apenas comienza el primero de esos “sueños” Ellie se topa con un cine en
que se está presentando Thunderball (Operación Trueno; 1965, Terence Young), cuarta película de la saga
Bond, la cual se estrenó en dicho mes de ese año. Pero a los pocos minutos se
comprende que esto es algo más que un viaje onírico. Más bien parece haberse
convertido en el doppelganger de una misteriosa rubia, Sandy, con quien se
entabla una serie de juegos de espejo que funciona muy bien al principio, pero
que después comienza a deshilacharse. O sea que Eloise entra y sale de estos
sueños/visiones en los que asiste al intento de ascenso y posterior degradación
y caída de Sandy, que acaba prostituida a la fuerza por Jack (Matt Smith),
supuesto mánager que en realidad es un hampón de cuarta categoría. Todo indica
que Sandy acaba siendo asesinada por su amante y proxeneta, pero para cuando
llega esa aparente revelación Ellie ya habrá perdido casi toda su compostura y
no podrá manejar siquiera mínimamente la situación.
Las debilidades del filme comienzan
a partir del segundo “acto” del mismo, cuando la dupla Wright/Wilson-Cairn se revela
incapaz de brindarles una brújula a sus personajes. Y al argumento. Para la
segunda aparición de Sandy (excelente Anya Taylor-Joy) los bostezos comienzan a
hacerse audibles porque no parece haber una trama sólida que enganche a la
platea. La degradación de la aspirante a cantante se muestra con pinceladas
obvias y poco firmes, resuelta con cierta complaciente mirada reivindicatoria.
Cierto que la suya es una parábola acerca de una mujer prisionera de un mundo
todavía al servicio de los hombres, pero no era necesario contarlo con tanta
puerilidad. Hay, empero, algunos aciertos parciales, y todos ellos van de la
mano de la esta actriz más “argenta” que Viggo Mortensen, Taylor-Joy, quien
echa mano de su versátil paleta emocional para transmitir exactamente lo que
quiere con una mirada o apenas un gesto lánguido. Sin ella la película no
merecería más que un visionado sin volumen, apenas para disfrutar de la
soberbia reconstrucción de época. Que es magnífica, insistimos, y se debe al
descomunal talento del diseñador neozelandés Grant Major, amigo y habitual
colaborador de Peter Jackson, responsable del diseño de escenografías en las
monumentales trilogías de El Señor de los Anillos y El
Hobbit. Pero volviendo a la historia, hay que decir que otro de los
problemas del film es la pobre instantánea que ofrece sobre la vida de Eloise,
que no logra jamás ser ni medianamente tan interesante como la onírica y está
llena de subrayados inútiles y omisiones imperdonables. Hay fantasmas que se
aparecen, los propios Jack y Sandy la despiertan bruscamente o la sacan de la
cama tirando de una de sus piernas, pero aun así nada de esto tiene verdadero
peso dramático. Todo está construido de forma que Eloise vaya perdiendo la
razón hasta que la verdad la abofetee en el rostro. Y ciertamente que dicha verdad
es algo así como un ‘tour de force’
que, aunque bienvenido porque le insufla pimienta al relato cuando más lo
necesitaba, no deja de sentirse como un ‘deus
ex machina’ que cae del cielo para justificar la contratación de cierta
veterana actriz. No diremos más en aras de no enojar a los cazadores de
spoilers, pero valdría la pena ser un poquito más explícitos, ya lo verán. La
otra gran falencia de la película tiene que ver con todos (y quiero decir “TODOS”)
los personajes secundarios, incluidos Sandy, Jack y Miss Collins. Son macchiettas
sin alma que sirven para rodear a Ellie y nada más. La diferencia con Baby
Driver (Baby: el Aprendiz del
Crimen; 2017) es notable, porque allí los personajes tenían carnadura y
bastaba con un par de pinceladas para delinearlos con precisión, caso de la
Darling de Eiza González, que tenía tridimensionalidad a pesar de ser a priori
la novia pistolera de Buddy (Jon Hamm). Pero Wright parece haberse olvidado
temporalmente de sus aptitudes y crea una galería de personajes vacíos y
puramente funcionales al relato. Excepción hecha del que interpreta la
recordada Diana Rigg, que en la parte final se adueña de la pantalla y brinda
una genuina lección de actuación y precisión dramática a pesar de tener que
repetir unos parlamentos cuando menos discutibles. Su oficio y experiencia le
permiten tornar creíbles unas situaciones que en otras manos lucirían
ridículas.
Por cierto que Last Night in Soho, a
pesar de lo dicho hasta aquí, resulta más interesante y atractiva que
cualquiera de las basuras que se estrenan cada semana, y eso es porque Edgard
Wright —incluso borracho y drogado— tiene más talento junto que todos sus
mediocres colegas, y además porque la premisa de la trama es atractiva más allá
de que no esté resuelta a la altura de lo que se esperaba de ella. Y si ya
apuntamos que el diseño de producción es brillante y vale la pena el precio de
la entrada, no lo son menos la impactante y sugerente fotografía de Choon
Choon-hung ni la magnífica galería de canciones que incluye a artistas de la
talla de The Kinks, Cilla Black, Burt Bacharach, Sandie Shaw, Dusty
Springfield, The Who, The Walker Brothers y la antes citada Petula Clark, entre
muchos más. Pero las palmas se las lleva, todas juntas, Anya “me-gustan-las-empanadas” Taylor Joy,
quien logra construir un personaje genuino allí donde la realización (esta vez
deficiente) del director la condenaba directamente a la intrascendencia. No
puede decirse lo mismo del recordado “undécimo Doctor”, Matt Smith (The
Crown; Orgullo, Prejuicio y Zombies), quien si bien es un excelente
actor aquí estuvo condenado por el guión a entregar apenas una pintura ramplona
de un hampón que merecía mayor profundidad. Por su parte, Thomasin McKenzie (Jo Jo
Rabbit; Sin Rastro; Viejos) hace lo que puede con un
personaje mal delineado que muestra lo que podía haber sido en la antes
mencionada secuencia inicial, allí en la “zona
de promesas”. Qué pena haberse quedado estancada allí… Last Night in Soho merecía
5 minutos más de cocción.-
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