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AMIA: Treinta Años a la Deriva

 

por Leonardo Luis Tavani        

Este es un sitio acerca de cine y series. Ustedes lo saben. Sin embargo, en ciertas situaciones y ante determinadas circunstancias, he traspasado los límites propios de este espacio para adentrarme en territorios menos felices. Algunos de esos artículos ya no están en el archivo del blog, ya que me pareció innecesario mantenerlos allí; otros, en cambio, aun resisten la tentación del olvido. Ignoro qué caprichos futuros decidirán la suerte del que está ahora frente a sus ojos, pero tengo la íntima necesidad de brindar mi posición acerca del luctuoso aniversario que hoy, jueves 18 de junio de 2024, conmemora el salvaje atentado terrorista que destruyó el edificio porteño de la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA) hace exactamente 30 años.

            No tengo nada nuevo que aportar, ni mucho menos original. Otras plumas, más inspiradas y comprometidas que la mía, lo han hecho antes y mejor de lo que jamás soñaría hacerlo. La cuestión no es la originalidad ni la brillantez en la polémica, sino la obligación moral de fijar una posición. Para asombro del mundo civilizado, el atentado más cruento en la historia sudamericana, este que se cobró 85 vidas de ciudadanos argentinos y más de 130 heridos graves, lleva treinta ignominiosos años de total, completa y repugnante impunidad. Tres décadas de encubrimientos desde el Estado, una Justicia Federal corrupta, impotente y manipulada hasta la náusea por los sucesivos poderes políticos, el homicidio del fiscal especial que mantenía con vida la causa (sí, homicidio con todas las letras), más la “abominación de la desolación” misma, la vomitiva firma del pacto de impunidad entre el gobierno corrupto de la igualmente corrupta ex presidente CFK y el estado terrorista de Irán, en cuyo seno se gestó, planificó, financió y ejecutó el atentado, utilizando para ello el brazo armado de Hezbolláh.

            Estos treinta años, al cabo de los cuales sabemos mucho (quienes, cómo y cuándo) pero no podemos probar casi nada, nos dicen todo —empero— acerca de nosotros mismos. Todo lo que no queremos ver ni escuchar. Podemos celebrar campeonatos mundiales de fútbol como verdaderos posesos, brindando un espectáculo entre patético y asombroso al resto del mundo, podemos habituarnos a convivir décadas con inflación descontrolada y regulaciones comerciales asfixiantes, así como con sindicalistas millonarios y prebendarios, empresarios que pagan sobornos a funcionarios estatales con tanta naturalidad como se afeitan, o presidentes de la Nación que le indican al resto del mundo cómo tienen que conducir sus asuntos internos mientras no ordenan en absoluto los propios. A todo eso nos habituamos como corderitos a la voz de su pastorcillo. Pero también nos acostumbramos a la asquerosa impunidad. A no reconocer que hay algo muy enfermo en una sociedad que no puede conducir con profesionalidad y aptitud una investigación judicial de índole medular.

             Nos acostumbramos, nos habituamos como al café, al apotegma que reza “en Argentina no tenemos cuestiones raciales ni de religión”, el que bien podría ser cierto si no fuera por una única y curiosa excepción, la que se topa de frente con la muralla que engendra la palabra “judío”. Tengo cincuenta y cinco años de vida, y no hay uno sólo en el que no haya habido profanaciones en el Cementerio Israelita de La Tablada o en otros similares; tampoco ha pasado ninguno de ellos sin que haya escuchado decir a alguien “judío de mierda” o criticado a comerciantes de la colectividad por sus aparentes “malas artes” en cuanto a su oficio; en ninguna de estas cinco décadas y media he dejado de soportar las incesantes críticas al Estado de Israel, el único laico, republicano y liberal de todo oriente medio, por intentar sobrevivir a vecinos armados hasta los dientes que quieren exterminarlo y borrarlo de la faz de la tierra. Incluso hoy día, en medio de la llamada tercera ola feminista, las sororas de género vernáculas hacen una mueca de disgusto y olvidan abrir la boca cuando las vejadas, violadas y masacradas son mujeres judías. Es más, nos reímos a carcajadas con Roberto Moldavsky y sus anécdotas del barrio de  Once, nos parece un gordito simpático y entrador, pero cuando se pone serio y habla del dolor causado por el brutal y genocida atentado perpetrado por Hámas en Israel el 7 de octubre de 2023, pues ya saben, leer los comentarios en las redes a esos dichos producen asco e indignación. Somos inclusivos, incluso generosos, pero selectivamente. Aquí somos todos iguales, pero algunos son más iguales que otros.

            Lo confieso, iba a abrir este artículo afirmando algo indecoroso acerca de mi condición argentina, pero comprendí al cabo que sería injusto con muchos conciudadanos honrados y libres de prejuicios, así como resultaría fatalmente petulante. En ningún lado se encuentra la pureza absoluta, en ningún país llueve agua bendita. Somos parte de una vasta tierra de santos y pecadores, y también de tibios. Pero a veces, cuando una tremenda injusticia mueve los cimientos de nuestras creencias, solemos reaccionar con lo más parecido a la justicia y la racionalidad. Pero para esta ínfima porción del globo que bautizamos Argentina, las cosas nunca son ni tan claras ni tan definitivas. Lo racional no siempre triunfa. La ética suele escurrirse de nuestras manos gastadas. Treinta aterradores años de impunidad merecen, apenas, un puñado de bienintencionados artículos de opinión, actos conmemorativos y discursos altisonantes, pero no nos impulsan a mirarnos honestamente en el espejo ni a preguntarnos por qué esa impunidad ha sido posible. Si el dolor, la muerte y la falta de Justicia no nos incomodan hasta hacer temblar los cimientos de nuestra identidad como nación, pues entonces no merecemos vivir como una.

            Este es un blog acerca de cine. En el cine conviven los sueños, una cierta aspiración de justicia, y —a veces— un claro optimismo acerca de nuestro futuro como especie. Quisiera creer que algún día esos conceptos se conjugarán en nuestra tierra y le brindarán algo de paz a los muertos que nos costaron el odio al pueblo judío y el encubrimiento sistemático. No soy optimista. Es más, estoy seguro que nunca habrá Justicia para los 85 muertos de la AMIA. El problema consiste, creo, en nuestra atávica incapacidad para la autocrítica, en nuestra persistente opción por creernos víctimas de un mundo supuestamente obsesionado por cortarnos las piernas, y en la autoindulgente mirada con que “blanqueamos” nuestros defectos más oscuros como sociedad.

            Treinta años sin final. Treinta años a la deriva. Treinta años repitiendo las mismas mentiras piadosas. Treinta años de soledad, silencios y mentiras. Treinta años que deberían darnos vergüenza.

                    

HONRAR LA VIDA SIGNIFICA CONDENAR A QUIENES LA DESTRUYEN

Por Leonardo Luis Tavani      

    Existen únicamente dos bandos, el de la JUSTICIA y el de los HIJOS DE PUTA. Esta mañana del domingo 15 de octubre de 2023, mientras escribo esto, esa división queda definitivamente consagrada. Hace ocho luctuosos días que las bestias inmundas del grupo terrorista anti judío Hamas irrumpieron por aire y tierra en territorio israelí, masacrando de manera aterradora —antihumana— a bebés, niños, adolescentes, ancianos y a cuanto otro ser humano se les cruzó por el camino. Violaron mujeres, violaron cadáveres —a los que de inmediato hicieron desfilar por las calles de Gaza mientras los humillaban hasta lo indecible— y secuestraron civiles inocentes de cuyos destinos es dable perder toda esperanza. La cuestión es, por lo menos en la Argentina, que las víctimas de tanto horror son judías; judías israelíes, para ser más preciso, además de otros extranjeros residentes tanto temporales como permanentes. Y en nuestro país eso es un problema. Porque en los últimos veinticinco años GANARON LOS HIJOS DE RE MIL PUTAS.

            Los HIJOS DE RECONTRA MIL PUTAS odian a Israel y desprecian a cualquier judío que se les cruza. Siempre hay una excusa. La historia y la geopolítica son gelatina para ellos, porque así como lo hicieron con el pasado argentino, reescribiéndolo a placer e inventando héroes dónde en verdad había terroristas subversivos apátridas financiados desde la Cuba castrista, lo hacen ahora con la intrincada historia del conflicto árabe israelí, demonizando únicamente a una de sus partes, la que todos sabemos; la que todos conocemos. La progresía vernácula ve progromos, apartheid y genocidio dónde debería advertir las consecuencias geopolíticas del fanatismo étnico y religioso. Esta misma mañana, leyendo el artículo de John Carlin para el diario Clarín, me encontré con un periodista que respeto y que ha recorrido el mundo en conflicto dos veces y media, quien equivocadamente (quizás a causa de su profundo conocimiento directo del drama sudafricano previo a la asunción de Mandela) juzga la situación de Gaza como un tipo de apartheid. Lo repite varias veces en su nota, pero así como discrepo furiosamente con él acerca de esto, debo decir que Carlin se redime al menos de la hijaputez ‘argenta’ cuando afirma y reafirma a lo largo de todo el artículo que lo perpetrado por Hamas es una monstruosidad genocida. Él lee mal el origen del conflicto, pero cuando menos no duda ni titubea al llamar a las cosas por su nombre y defiende el derecho de Israel a protegerse. Si al menos, durante estos ocho terribles días, yo hubiera advertido esta misma postura en una parte de la opinión pública local, podría haber dormido tranquilo y habría dejado en paz a mis lectores. Pero no. No fue así. Marchas en pro de Palestina y los terroristas frente a la embajada porteña de Israel, dirigentes políticos echándole la culpa a las víctimas por haber supuestamente incitado tal odio asesino, candidatas a cargos públicos con la bandera palestina en sus solapas, etc., etc., etc. No hay dudas entonces. No hay vacilaciones posibles. La misma tragedia que nos ha llevado a una pauperización socio cultural sin parangón histórico, esa que conduce a celebrar a aquellos que se enriquecieron obscenamente con nuestro esfuerzo a cambio de migajas y prebendas, esa que ha trastocado profundamente los valores más íntimos de nuestra sociedad, es la tragedia —repito— que ha delimitado definitivamente a nuestra nación creando dos bandos irreconciliables: el de los hombres y mujeres de bien que aún quedan en esta patria, y el de los MAL PARIDOS HIJOS DE PUTA.

            Los HIJOS DE RECONTRA MIL PUTAS, o sea, los MALPARIDOS, se alegraron con los aberrantes asesinatos en masa del pasado sábado siete de octubre en Israel. Lo gritan a los cuatro vientos y lo justifican de múltiples y variopintas maneras. El resto, los que entendemos de qué lado de la vida hay que estar, solo podemos llorar en silencio y desear la paz eterna para los asesinados y algo de consuelo para sus familiares y deudos. Los que no ponemos EXCUSAS PUERILES para justificar el horror asesino, decimos en voz alta, pero muy alta:

¡PAZ Y CONSUELO PARA EL PUEBLO DE ISRAEL!

¡PAZ, CONSUELO Y RESPETO PARA TODOS LOS JUDÍOS DEL MUNDO!

 

"ANGELYNE" : Una Miniserie casi Perfecta y Una Actriz con un Rol Consagratorio

Por Leonardo L. Tavani

Calificación: MUY BUENA ★★★★


    Si cada episodio de serie que he visto a lo largo de mi vida pudiera canjearse por una milla de “viajero frecuente”, podría embarcarme tres veces seguidas hacia el planeta Neptuno sin tener que pagar un centavo. Y si hago la misma cuenta con las películas que vi, la Federación Unida de Planetas me entregaría la llave de la nave estelar Enterprise sin cargo alguno. Bueno, fantaseaba con estas tonterías unos días atrás, antes de disponerme a ver la miniserie Angelyne, que es una biopic en toda regla, justamente porque es un género del cual he llegado a agotarme de tanto exponente (adocenados, la mayoría) al que me he sometido. Pero, y siempre hay un ‘pero’ —sea para bien como para mal—, Angelyne acabó siendo una auténtica bocanada de aire fresco, una cruza de géneros y estilos que construye una narrativa y una estética personalísimas, y que atrapa al espectador desde la primera toma. Y que tiene, además, una poderosísima arma secreta: Emmy Rossum. Verla en la piel (literalmente, créanme) de la enigmática “proto influencer” de los años ‘80s es un espectáculo fascinante, adictivo e hipnótico. Rossum se adueña tanto del personaje autoinventado como de la persona real detrás del mito, y hace con ambos un constructo mágico y peculiar, poderosísimo en su polisemia y plagado de matices multidireccionales. La actriz y cantante de 36 años ha alcanzo, finalmente, el “nirvana”, su “Casablanca”, ese rol que algunos actores buscan por décadas y que nunca les llega. Arruinarlo, rebajarlo a mera macchietta, era una posibilidad cierta y un riesgo demasiado cercano, pero Emmy Rossum no sólo sale airosa del desafío, sino que transforma su actuación en una genuina lección de arte escénico. Más allá del profuso maquillaje y de las muchas capas de prostética necesarias para avejentarla, sorprende como la actriz logra entregarle carnadura y alma a su criatura sin caer jamás en la caricatura.

UNA REFLEXIÓN A 40 AÑOS DE LA GUERRA DE MALVINAS

 

Por Leonardo L. Tavani 

    Escribo estas líneas al mediodía del día primero de abril. No voy a realizar una introducción histórica (la que sería muy necesaria) porque sencillamente quiero ir al punto. Este blog es mi tribuna, la única que poseo, y no dejaré pasar la ocasión de utilizarla. Mañana se cumplirán cuarenta años de la invasión militar argentina a las islas Malvinas, emprendida ilegítimamente por parte del Estado Mayor Conjunto de las FF AA de entonces, las que tenían el control absoluto de los tres Poderes del Estado desde el golpe militar acaecido el 24 de marzo de 1976. La memoria, esa curiosa y traicionera confidente que el kirchnerismo intenta entronizar como emperatriz de la historia, me ubica a mis trece años (cumplidos el mes de enero de aquel año) y con apenas un mes cursado del primer año de la escuela secundaria. Demasiado joven, demasiado ingenuo, demasiado maleable todavía. No fui a la plaza de Mayo ni a ninguna otra de mi ciudad, pero recuerdo con claridad la excitación mental, ideológica y “viril” que experimenté por entonces. José Gómez Fuentes, el periodista lacayo de la dictadura que oficiaba de vocero oficial desde la pantalla de ATC (Argentina Televisora Color, o sea Canal 7, actual “Tevé Pública”), gritaba cada noche sus proclamas de segura victoria y no cesaba de elevar loas al gobierno de facto del general Leopoldo Fortunato Galtieri. Por la mañana temprano, cada día, escuchábamos en casa a Magdalena Ruiz Guiñazú —la pachamama del periodismo vernáculo y la más valiente y decidida frente a la dictadura— quien no cesaba (a pesar de recibir amenazas diarias por ello) de decir que aquella guerra era una locura y apenas un manotazo de ahogado de un régimen de facto que se caía a pedazos y quería asegurar su supervivencia. Pero era en lo único en que yo difería con ella. Como dije, era demasiado joven para adulto y demasiado adulto para niño, y aquella explosión de chauvinismo nacionalista me hizo olvidar de los secuestros y desapariciones forzadas, de la censura y la represión, y andaba por ahí pendiente de cada noticia falsa que gritaba “¡estamos ganando!”. Pero crecí. Pasó el tiempo y maduré. Me pasaron cosas, experimenté muertes de seres demasiado queridos, perdí sueños y gané frustraciones. Me hice más sabio (¡ojalá…!) y más cínico. Hoy me avergüenzo de haber sido uno más de los que aplaudió a esa dictadura genocida en su vano intento por reescribir la historia. Los sentimientos, y el nacionalismo es el más fuerte de ellos, pueden ser fácilmente manipulables y conducen a la ceguera y la estulticia.

            Un buen día, hará unos 27 años, comprendí algo que pasa desapercibido para casi todo el mundo y que los medios suelen omitir de manera deliberada. Tanto en 1982 como en este 2022, en las Malvinas vivía y vive gente. Personas. Seres humanos. Hijos, nietos y bisnietos de isleños. Tan unidos a su pedazo de tierra como lo estamos nosotros al nuestro. Tan temerosos de sus vecinos como lo estaban hasta hace un mes los ucranianos, quienes ahora ya no temen, sino que sufren, mueren y padecen. El reclamo argentino por la soberanía legítima de las islas es por completo genuino, veraz, ajustado a derecho y concordante (y consecuente) con los hechos históricos registrados y fidedignos. Ha mentido y miente el Reino Unido cuando niega nuestros derechos territoriales, y de algún modo niegan también la evidencia histórica los isleños, quienes optan —en parte conscientemente y en parte por conveniencia— por convalidar los argumentos británicos. Pero hay un hecho ineludible que todos en el continente decidimos también ignorar, y es que ese pedazo de tierra en medio del Atlántico sur está habitado desde hace generaciones por isleños (Kelpers, según su propia lengua y terminología) que antes amaron, sufrieron, trabajaron arduamente, procrearon y murieron; y ahora lo están por sus descendientes, quienes también pasan y pasarán por las mismas penurias, cuitas y alegrías. Aman su pedazo de tierra, aman su horizonte teñido por el océano y aman esos vientos irreductibles que les enseñaron a soportarlo todo de pie. No los odio; no podría. Muchos de ellos nos odian a nosotros, por cierto, o cuando menos odian la idea que tienen de nosotros, pero jamás les pagaría con idéntica moneda. Nos temen y recelan porque les dimos motivos. Y porque nos negamos a aceptar el hecho de ser los agresores y los “canceladores”. Sí, “canceladores”. Porque cada día de estos cuarenta años hemos cancelado a los kelpers sencillamente porque los ignoramos, les negamos derecho a la existencia. Nuestros gobiernos (todos, desde entonces) los llaman “habitantes implantados” y solo aceptan negociar directamente con Londres, como si la autodeterminación y los derechos civiles de los isleños simplemente no existieran. Y nosotros, el pueblo argentino, los ignoramos con idéntico desdén, con idéntico desprecio por sus dignidades personales y por sus derechos humanos, esos mismos que reclamamos ardientemente para casos domésticos en los que su supuesta violación es cuando menos discutible.

            La guerra de 1982 lo cambió todo. Hasta entonces Argentina y las islas tenían relación y trato frecuente. Comercial y educativo. Había en ellas una oficina de LADE (Líneas Aéreas del Estado), una sucursal del Correo Argentino, algunos emprendimientos pesqueros argentino/malvinenses y varias maestras del continente viajaban regularmente a enseñar castellano. La contienda y la muerte, la sangre derramada, barrieron con todo eso. Para siempre. Los que nacieron después de aquella fecha nos odian y nos tienen por un peligro inminente y acechante. Les damos permanentes motivos para creerlo. Y no nos damos la chance como sociedad de repensar Malvinas y recalibrar nuestros objetivos. No queremos —quizás no podamos, tampoco— hacerlo, y no aceptamos bajo ningún motivo considerar siquiera la posibilidad de estar equivocados. Gracias a aquella guerra fútil y oportunista los kelpers llevan cuarenta interminables años viviendo completamente de espaldas a nosotros; no reciben periódicos, ni ven televisión, ni navegan por páginas de internet, ni se permiten ninguna otra actividad en la que la cultura, la política o la sociedad argentina estén en primer plano. Solo reciben, generalmente filtradas por Downing Street, las noticias acerca de las superfluas y contradictorias acciones que el gobierno argentino y su Cancillería emprenden acerca de ellos y las islas. Nada lo cambiará, ciertamente, hasta que nos decidamos a mirarlos a la cara. Hasta que dejemos de ignorarlos y reconocerlos como iguales. Hasta que nos agotemos de tanto prejuicio nacionalista y petulante. Hasta que aceptemos que existen y merecen nuestro respeto. No será fácil. Hasta ahora ha sido imposible, por lo menos.

            Las Malvinas/Falklands ya no son argentinas. Creerlo es otra más de nuestras mentiras con rango institucional. Otro de nuestros mitos fundacionales y populares. Otra de nuestras pedantes, petulantes y chauvinistas mentiras de diván. Quizás, alguna deidad lo quiera, llegue un tiempo en que se pueda llegar a un acuerdo sensato y equitativo, uno que permita cuando menos compartir emprendimientos marítimos, científicos, pesqueros y ecológicos. Uno que permita que nuestra bella pero tan vapuleada bandera ondee cuando menos por debajo de la de las islas, uno que nos permita mirarnos a los ojos y no recelarnos más. 1833 ha quedado atrás, muy pero muy atrás, y alguna bendita vez deberemos empezar a mirar hacia el futuro abandonando para siempre nuestros mitos de pacotilla, nuestras mentiras neuróticas, nuestras eternas y desabridas justificaciones y nuestra petulancia disfrazada de dignidad herida. Porque del otro lado, apenas frente a nosotros, viven, sueñan y mueren otros seres humanos, y por mucho que nos neguemos a aceptarlo, es más que probable que tengamos muchas —muchísimas— cosas en común con ellos. No será nuestra lengua, ni nuestras costumbres, ni mucho menos una historia compartida, pero puede que sea algo mucho más profundo y atávico cuya naturaleza quizás nos sorprenda de repente, probablemente el auspicioso día en que decidamos abrir los ojos a la vez que extendamos nuestra mano derecha. Se requerirá para ello, eso sí, dejar de tener el puño cerrado y crispado, abandonando antes las anteojeras ideológicas y dejando en el baúl de las insensateces el triunfalismo revanchista. No será fácil, porque nada es fácil para nosotros. Reincidimos en los mismos errores continuamente y nos asombramos de cuan mal nos va, y con la cuestión Malvinas no cesamos de repetir dicha conducta. Algún día, empero, deberemos decidirnos a cambiar. Ese día, las islas estarán un poco, un poquito siquiera, más cerca de nosotros. Que así sea.-

 

“LA USURPADORA” (1998) La Telenovela Para Dominarlas a Todas

                                                                               Por Leonardo L. Tavani         Calificación: MUY BUENA ...