Por Leonardo
L. Tavani
Un buen día, hará unos 27 años, comprendí algo que pasa desapercibido para casi todo el mundo y que los medios suelen omitir de manera deliberada. Tanto en 1982 como en este 2022, en las Malvinas vivía y vive gente. Personas. Seres humanos. Hijos, nietos y bisnietos de isleños. Tan unidos a su pedazo de tierra como lo estamos nosotros al nuestro. Tan temerosos de sus vecinos como lo estaban hasta hace un mes los ucranianos, quienes ahora ya no temen, sino que sufren, mueren y padecen. El reclamo argentino por la soberanía legítima de las islas es por completo genuino, veraz, ajustado a derecho y concordante (y consecuente) con los hechos históricos registrados y fidedignos. Ha mentido y miente el Reino Unido cuando niega nuestros derechos territoriales, y de algún modo niegan también la evidencia histórica los isleños, quienes optan —en parte conscientemente y en parte por conveniencia— por convalidar los argumentos británicos. Pero hay un hecho ineludible que todos en el continente decidimos también ignorar, y es que ese pedazo de tierra en medio del Atlántico sur está habitado desde hace generaciones por isleños (Kelpers, según su propia lengua y terminología) que antes amaron, sufrieron, trabajaron arduamente, procrearon y murieron; y ahora lo están por sus descendientes, quienes también pasan y pasarán por las mismas penurias, cuitas y alegrías. Aman su pedazo de tierra, aman su horizonte teñido por el océano y aman esos vientos irreductibles que les enseñaron a soportarlo todo de pie. No los odio; no podría. Muchos de ellos nos odian a nosotros, por cierto, o cuando menos odian la idea que tienen de nosotros, pero jamás les pagaría con idéntica moneda. Nos temen y recelan porque les dimos motivos. Y porque nos negamos a aceptar el hecho de ser los agresores y los “canceladores”. Sí, “canceladores”. Porque cada día de estos cuarenta años hemos cancelado a los kelpers sencillamente porque los ignoramos, les negamos derecho a la existencia. Nuestros gobiernos (todos, desde entonces) los llaman “habitantes implantados” y solo aceptan negociar directamente con Londres, como si la autodeterminación y los derechos civiles de los isleños simplemente no existieran. Y nosotros, el pueblo argentino, los ignoramos con idéntico desdén, con idéntico desprecio por sus dignidades personales y por sus derechos humanos, esos mismos que reclamamos ardientemente para casos domésticos en los que su supuesta violación es cuando menos discutible.
La guerra de 1982 lo cambió todo. Hasta entonces Argentina y las islas tenían relación y trato frecuente. Comercial y educativo. Había en ellas una oficina de LADE (Líneas Aéreas del Estado), una sucursal del Correo Argentino, algunos emprendimientos pesqueros argentino/malvinenses y varias maestras del continente viajaban regularmente a enseñar castellano. La contienda y la muerte, la sangre derramada, barrieron con todo eso. Para siempre. Los que nacieron después de aquella fecha nos odian y nos tienen por un peligro inminente y acechante. Les damos permanentes motivos para creerlo. Y no nos damos la chance como sociedad de repensar Malvinas y recalibrar nuestros objetivos. No queremos —quizás no podamos, tampoco— hacerlo, y no aceptamos bajo ningún motivo considerar siquiera la posibilidad de estar equivocados. Gracias a aquella guerra fútil y oportunista los kelpers llevan cuarenta interminables años viviendo completamente de espaldas a nosotros; no reciben periódicos, ni ven televisión, ni navegan por páginas de internet, ni se permiten ninguna otra actividad en la que la cultura, la política o la sociedad argentina estén en primer plano. Solo reciben, generalmente filtradas por Downing Street, las noticias acerca de las superfluas y contradictorias acciones que el gobierno argentino y su Cancillería emprenden acerca de ellos y las islas. Nada lo cambiará, ciertamente, hasta que nos decidamos a mirarlos a la cara. Hasta que dejemos de ignorarlos y reconocerlos como iguales. Hasta que nos agotemos de tanto prejuicio nacionalista y petulante. Hasta que aceptemos que existen y merecen nuestro respeto. No será fácil. Hasta ahora ha sido imposible, por lo menos.
Las Malvinas/Falklands ya no son argentinas. Creerlo es otra más de nuestras mentiras con rango institucional. Otro de nuestros mitos fundacionales y populares. Otra de nuestras pedantes, petulantes y chauvinistas mentiras de diván. Quizás, alguna deidad lo quiera, llegue un tiempo en que se pueda llegar a un acuerdo sensato y equitativo, uno que permita cuando menos compartir emprendimientos marítimos, científicos, pesqueros y ecológicos. Uno que permita que nuestra bella pero tan vapuleada bandera ondee cuando menos por debajo de la de las islas, uno que nos permita mirarnos a los ojos y no recelarnos más. 1833 ha quedado atrás, muy pero muy atrás, y alguna bendita vez deberemos empezar a mirar hacia el futuro abandonando para siempre nuestros mitos de pacotilla, nuestras mentiras neuróticas, nuestras eternas y desabridas justificaciones y nuestra petulancia disfrazada de dignidad herida. Porque del otro lado, apenas frente a nosotros, viven, sueñan y mueren otros seres humanos, y por mucho que nos neguemos a aceptarlo, es más que probable que tengamos muchas —muchísimas— cosas en común con ellos. No será nuestra lengua, ni nuestras costumbres, ni mucho menos una historia compartida, pero puede que sea algo mucho más profundo y atávico cuya naturaleza quizás nos sorprenda de repente, probablemente el auspicioso día en que decidamos abrir los ojos a la vez que extendamos nuestra mano derecha. Se requerirá para ello, eso sí, dejar de tener el puño cerrado y crispado, abandonando antes las anteojeras ideológicas y dejando en el baúl de las insensateces el triunfalismo revanchista. No será fácil, porque nada es fácil para nosotros. Reincidimos en los mismos errores continuamente y nos asombramos de cuan mal nos va, y con la cuestión Malvinas no cesamos de repetir dicha conducta. Algún día, empero, deberemos decidirnos a cambiar. Ese día, las islas estarán un poco, un poquito siquiera, más cerca de nosotros. Que así sea.-
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