Por Leonardo L. Tavani
Calificación: MUY BUENA ★★★★
En
esta ocasión voy a “darme un permitido”; y a ser patéticamente autorreferencial
en este artículo, por lo que les pediré algo (o bastante) de indulgencia. Este
sitio web trata de historia, análisis y crítica de cine y series —ustedes lo
saben— por lo que las telenovelas, o “culebrones”, no tienen cabida aquí.
Pertenecen a una forma serializada de producir contenidos para la pantalla
chica, y más específicamente para la tevé como se la concebía en la era pre
Youtube y demás plataformas. Aquí en Argentina tuvimos exponentes de lujo en el
género, sobre todo de la mano de la autoría del recordado Alberto Migré, quien
dejó clásicos como Dos a Quererse, Piel Naranja o la ya mítica ‘Rolando
Rivas, Taxista’. Esas eran semanales e iban en horario nocturno, lo que
aseguraba una calidad argumental indiscutible, pero incluso hasta la primera
mitad de la década de los ‘80s, las novelas de la tarde —que eran de frecuencia
diaria— también brindaban guiones casi tan sólidos como sus primitas mayores.
No soy un experto en el género, ciertamente, y debo decir que durante gran
parte de mi vida he sido despectivo con él. No existe una sola telenovela,
cualquiera haya sido su título, horario de emisión o calidad, que yo haya
visto, o que siquiera me haya causado una mínima curiosidad. Pero (recuérdenlo,
siempre hay un “pero”), hubo una vez,
una malhadada o acaso bendita ocasión —ustedes lo decidirán— en que vi una
telenovela. Y no fue argentina, qué va, sino mexicana. De la inmensa factoría
Televisa, para más datos. Por mucho que lo haya ocultado durante estos 26 años
(porque me causa bastante vergüencita admitirlo), pues sí, lo confieso, yo vi La
Usurpadora.
Ahora bien, este sincericidio premeditado no hubiera
ocurrido jamás si el portal Infobae no hubiera informado, creo que en junio
pasado, que La Usurpadora volvería a las pantallas de Televisa, y que se
vería en nuestro país a través de la señal Las Estrellas (o Canal de las
Estrellas). Ignoro qué recuerdos removió la noticia, pero con algo de tiempo
libre se me ocurrió rastrear la telenovela en la web hasta dar con ella. Por
pura nostalgia me dispuse a ver los primeros minutos de su primer episodio,
convencido de que con 10 minutos tendría bastante. Me equivoqué. No pude parar.
Lo que me llevó a recordar —y aquí viene la autorreferencialidad que les
adelanté— que corría 1998 (o eso creo), probablemente durante su segundo
semestre, y mi abuela —que solía ver estos culebrones en el domicilio de doña
Sofía, una vecina y amiga íntima suya—
estaba en casa porque dicha señora se hallaba de viaje. Mi abuela era
algo así como una analfabeta tecnológica, y todo lo que tuviera botoneras
electrónicas le resultaba un galimatías. No sabía utilizar el control remoto
del aparato de tevé que teníamos entonces, así que me pidió que estuviera en
casa a la hora adecuada para encendérselo. Le cumplí, y mientras le daba la
espalda al aparato ocupado en alguna cosa, escuché el inicio de una canción que
me dejó electrificado, a falta de otra palabra mejor. Siempre he sido un tipo
raro, o extraño, que responde a estímulos que a otras personas les resultarían
por completo indiferentes. El desembozado romanticismo de su letra tocó alguna
fibra que ignoraba tener. No les miento ni exagero, porque todavía hoy, cada
vez que la escucho, esa canción interpretada por el grupo Pandora me causa la
misma e idéntica punzada en el corazón, tan fuerte es su impronta romántica: “Un
día llegaré / con un disfraz / distinto el color / la misma faz… / te
desarmaré, / ni cuenta te darás, / para entregarte el corazón…” Jamás
lo podré explicar, pero giré en redondo y me senté detrás de mi abuela,
dispuesto a comprobar si las imágenes estarían a la altura de tal promesa. El
resto es historia. No creo que los primeros episodios de La Usurpadora estén a su
propia altura (no lo están), pero sin dudas había algo en esa Paulina Martínez
que hacía que uno quisiera seguirla, saber más de ella. Y lo mismo pasaba con
la magnética y sensual Paola Bracho, libertina e inescrupulosa, dueña de un
mismo rostro pero con muy diferente moral. No lo pude resistir. No me lo
expliqué entonces, y no logro explicármelo hoy día. Mucho menos cuando, como
acabo de adelantarlo, con toda alevosía y premeditación — y a mis 55 años, para colmo— acabo de verla
nuevamente; enterita. Y no pude parar, también lo confieso. Entonces, ¿qué
diantres tiene La Usurpadora para atrapar todavía hoy a personas tan
diferentes en todo el mundo? Está llena de clisés, lugares comunes, subrayados,
incluso más de diez sinsentidos argumentales que causan rubor al espectador,
por no hablar de la ineptitud actoral de un par de sus intérpretes, que en
nuestro país no llegarían a conseguir trabajo ni como extras figurantes, pero
aun así, o más precisamente a pesar y gracias a todo ello junto, la mágica
alquimia que logra conjurar La Usurpadora la convierte en
adictiva. O dicho en otras palabras, La Usurpadora es la historia más arrolladoramente
romántica que yo haya visto en mi vida. Claro, no tiene la calidad de Cumbres
Borrascosas, La Traviata o, incluso, Orgullo
y Prejuicio, pero su heroína pertenece a esa misma estirpe trágicamente
romántica. Paulina Martínez, completamente sola en el mundo luego de la muerte
de su madre, pobre de toda pobreza, pero honrada y dueña de valores morales
inconmovibles, queda a merced de una malvada e improbable “doble” de sí misma (ambas
ignoran al principio que son hermanas gemelas, separadas al nacer), la
voluptuosa e inmoral Paola Bracho, quien
bajo extorsión la envía a México D.F., a la mansión Bracho, para suplantarla
por un año mientras ella se dedica al ocio erótico y la vida disipada. Esta
heroína trágica, aterrada y obligada a la suplantación, llega a la casa Bracho
y descubre de inmediato que la esposa de Carlos Daniel, tal como lo mostraba el
cariz del propio plan por ella concebido, es un monstruo ególatra y vicioso,
que mantiene a la matriarca de la familia —la abuela Piedad— sumida en el
alcohol para controlar su casa, que se acuesta con su cuñado Willy bajo el
mismo techo en que viven, que trata a todo el personal doméstico con desdén y
desprecio, y que nada le importa más que satisfacer sus propias pasiones.
Odiada por todos, excepto por Carlos Daniel, que solo ve por sus ojos, Paulina
cargará injustamente con ese odio y con todo el desprecio de la familia. Pues
bien, desglosado así el motor de la trama, puede sin dudas parecer una
imbecilidad; y si uno lo piensa detenidamente, lo es. Pero ocurre, y a esto
quería llegar, que aunque este culebrón diste años luz de la prosa cuidada de
los grandes autores clásicos o de su genial inventiva, lo básico de La
Usurpadora consiste en que se trata, ni más ni menos, que del viaje
iniciático de Paulina Martínez. Masticado y pasado por el filtro de una
gran cadena como era y es todavía Televisa, y por cierto que adaptado al nivel
de atención que se suponía que una ama de casa le ponía al televisor a la hora
de la cena, pero ese gran tema —base de las más grandes narraciones de la
historia— está indubitablemente allí. Late en cada secuencia y en cada toma. Me
explico.
¿Qué es El Señor de los Anillos
sino el viaje iniciático de Frodo Baggins? ¿Y La Isla del Tesoro no lo
es acaso del personaje de Jim Hawkins? Y la magnífica Josephine “Jo” March de Mujercitas,
¿no está embarcada acaso en su propia historia de iniciación? Okay, dudo que
los cerebros detrás de Televisa tuvieran entonces aspiraciones tan altas para
con su teleplatea, pero hay algo que es un hecho perfectamente plasmado en
pantalla —y que por fin comprendí ahora, que acabo de finalizar su visionado—, y
es que la extrema ingenuidad y aparente falta de carácter de paulina en los
primeros tres episodios (en el final del tercero arriba a México ya como
Paola), que se manifiestan incluso en su débil y vacilante tono de voz, se
explican “sí y sólo sí” mediante el
recurso del viaje iniciático de vida. La Paulina que conocemos en su Cancún
natal no es tonta, ni débil, ni ingenua. Posee, eso sí, sólidos valores morales
y éticos, pero a pesar de todo ella no se conoce a sí misma. No todavía.
¿Pruebas…? Pues las hay, y muchas. Está comprometida con un auténtico zoquete
que no puede disimular su completa nulidad como hombre, y está ciega a todas
las señales de alarma. En cuanto a la enfermedad de su madre, Paulina se
conforma con pedir adelanto tras adelanto al gerente del club en el que
trabaja, y cuando este le niega el último pedido, nuestra heroína no tiene
mejor idea que recurrir a esa perversa mujer que tanto se le parece y que ya le
mostró las garras noches atrás. Es como si Paulina no tuviera recursos morales
ni ideas para salir adelante por sí sola. Es más, no parece tener mayores
ambiciones que la simple sobrevivencia. Por ello, la forzada suplantación de
Paola, que la pone en constante peligro, así como su encuentro con cada miembro
de la familia Bracho y los subsecuentes sentimientos que ellos le despierten,
irán moldeando su carácter y forjando su próximo destino. Paulina, en la odiosa
piel de Paola, descubrirá, finalmente, quién es ella misma y de qué madera está
hecha. En cuestión de semanas, y por citar apenas uno de sus logros bajo la
piel de Paola, esta chica incapaz de matar una mosca consigue un préstamo
imposible, se pone la fábrica Bracho sobre los hombros y se revela como una
empresaria sagaz. Una historia así no puede fallar; y no falla. Paulina no está
hecha de luz, es luz. Ni siquiera lo sabe, pero donde pone su ojo —o sea, a
quienes alumbra con su poderosa luz interior— todo se vuelve diáfano y
transparente. Conocerá a doña Piedad, trastornada por su alcoholismo, y de
inmediato (contra la opinión de Carlos Daniel, incluso) llamará a un médico
experto en adicciones y la librará del vicio. Pondrá manos a la obra para
convertir a Carlitos, el pequeño hijo de Carlos Daniel, en un muchachito libre
de sus traumas y ansiedades (de hecho, el genuino amor que le dedicará a los
dos pequeños hijos del primer matrimonio de su supuesto marido, causará las
primeras dudas en él), tratará por todos los medios de reconciliar a Estefanía
con Willy, que la odia visceralmente porque sabe del affaire de su marido con
Paola (incluso a despecho de los constantes insultos de la hermana adoptiva de
los Bracho), pondrá paz en las vidas del personal doméstico —especialmente en
la de Fidelina, el ama de llaves leal hasta la muerte con la abuela Piedad, que
no puede creer el radical cambio de Paola—, y como si fuera poco, apenas se
entera de la ineludible quiebra de Cerámica Bracho se carga todos los
prejuicios machistas y hace lo que ya les adelanté. En el caso que nos ocupa, además,
el “viaje” iniciático es literal; como en los ejemplos antes citados, Paulina
se sube a un avión y sale eyectada de su ciudad natal, de su “zona de confort”
(recuerden que el ser humano suele conformarse con su status quo personal,
incluso si este implica las peores condiciones, por mero temor al cambio o a lo
desconocido), para emprender un viaje de ignotas consecuencias.
Ahora bien, todo viaje iniciático
implica una causa primera y un fin al que llegar. ¿Qué motiva a Paulina a
ayudar incondicionalmente a estas personas que, con la sola excepción de la
abuela Piedad y los niños, la odian? Pues el concepto mismo de “familia”.
Paulina está sola en el mundo; si hasta Osvaldo, su novio en Cancún, la
abandona horas antes de la muerte de su madre para casarse en México con una viuda
millonaria. Ella no tuvo jamás un padre, ni abuelos, ni tíos, ni hermanos (que
supiere, claro); y al llegar a la casa Bracho, muy a su pesar —incluso cuando
las cosas distan mucho de ser perfectas allí— se topa con algo que siempre ha
añorado y que la vida le negó hasta entonces. No se trata de dinero, ni de una
mesa lujosa (Paulina debe ser la heroína menos materialista de la historia
audiovisual), sino del vuelco que le da en el corazón cuando se sienta para la
cena y están todos allí, incluso peleándose entre sí. Puede que la odien, por
creerla Paola, pero ella los adoptará en su corazón aun a pesar de sí mismos. Y
va a defender a esa familia, de la que su perversa sosías se burla
despiadadamente, aun a costa de su propia seguridad. No por nada, muchísimos
capítulos después, cuando nuestra heroína caiga en prisión, el Licenciado
Serrano —luego de una áspera reunión con la reclusa, que se niega a ser
defendida— comprenderá cabalmente el por qué se rehúsa a todo auxilio: “sí,
Paulina tiene mucho miedo, pero no de lo que usted cree, ella teme lastimar a
los que ama. Los protegerá incluso a costa de su libertad”, le asegura
el abogado al director del presidio. Algo similar pasa con cada persona y cada
ámbito con que Paulina se topa. Al millonario Douglas Maldonado, sin que se lo
pidan, le hará ver la vida miserable que está llevando y le mostrará un camino
diferente para sí mismo. Lo transforma de tal modo, que este no solo le concede
el préstamo de dos millones de dólares para salvar la fábrica, sino que más
adelante (cuando ya sepa toda la verdad sobre ella) le donará el dinero y su
mansión de Cuernavaca. En la mismísima prisión ayudará a sus compañeras de celda,
se enfrentará al libidinoso y despótico alcaide de la misma, y cuando la
destinen a la enfermería logrará incentivar al anciano doctor Mendive para que
recupere su dignidad perdida. La secuencia en que este llora emocionado ante
Paulina, agradeciéndole por haberle devuelto la fortaleza moral para hacer lo
correcto, está entre las más emocionantes de la telenovela. Paulina lo ilumina
todo, y no puede hacer sino el bien. Pero antes de su llegada a México, previo
a esta usurpación, Paulina no conocía todavía la magnitud de su propia
fortaleza moral. No había sido puesta a prueba. Este viaje iniciático dota a La
Usurpadora de un cariz por completo diferente a todas la telenovelas
anteriores. Es cierto (y esto lo sé apenas por ver publicidades y fragmentos en
aquella época) que otros productos de la factoría, en especial los protagonizados
por Thalía, tenían aspectos en apariencia similares. Ella siempre era pobre al
principio, luego se hacía rica por algún motivo y sofisticaba su apariencia, y
casi seguro que había alguna parada temporal en la cárcel. Pero llámese María
Mercedes, Marimar, o María (la del barrio), el personaje estaba definido
siempre desde sus orígenes. Se refinaba, mejoraba sus aristas e iba logrando
sus objetivos, pero moralmente era siempre un personaje lineal. Los cambios
eran mayormente cuantitativos; y hasta cosméticos, si se quiere. Solo la
Paulina Martínez de La Usurpadora emprende un viaje de autoconocimiento y
desarrollo. Solo Paulina evoluciona y se hace más fuerte, aunque sin renunciar
jamás a su nobleza. Si bien es cierto que las heroínas de telenovelas suelen
ser personajes algo planos, con escasos matices, la Paulina de Gabriela Spanic
supera holgadamente ese lugar común porque —más allá de su bondad y abnegación
a toda prueba— manifiesta constantemente facetas más complejas y sutiles. Algo
de Paola (no la maldad, ciertamente) parece mimetizarse en ella y a cada rato
muestra un carácter y una determinación sorprendentes. Apenas lleva un día en
la casa Bracho y, cuando Carlitos se encapricha hasta el extremo, se dirige a
la cama del niño con toda tranquilidad, lo pone boca abajo y le propina dos
soberanos chirlos en su trasero. Fidelina no puede creer lo que ve. Carlitos se
tranquiliza como si San José en persona lo hubiera calmado. Horas después,
cuando ella decide darle apenas una medida de coñac a Piedad, ya que sufre un
cuadro de ansiedad por abstinencia y hay que calmarla de algún modo, Estefanía
envenena a Carlos Daniel y lo motiva a reprender duramente a su esposa. Pero
Paulina/Paola se enfurece realmente y los echa a los dos de su alcoba, y lo
hace con tanto carácter y altivez que la hermana adoptiva de los Bracho exclama
“¡ya
te tardabas demasiado en volver a ser tú misma, Paola!”. La Paulina de
Cancún no hubiera reaccionado así jamás; la suplantación, y los desafíos que le
plantea esa familia quebrada por causa de una mala mujer, van moldeando
rápidamente a la verdadera Paulina, la que siempre estuvo destinada a ser.
La
otra gran baza de La Usurpadora, probablemente la que aseguró su éxito inmediato
y su permanencia en el tiempo, fue y es su magnífica y portentosa protagonista.
Ambos adjetivos pueden sonar excesivos, especialmente si se aplican a alguien
que debe interpretar un rol con el método declamatorio, tan recargado y
barroco, propio de la industria mexicana televisiva de entonces, pero la venezolana
Gabriela Spanic, en su primer rol protagónico fuera de su tierra natal, compone
al tándem Paola Bracho / Paulina Martínez con una autoridad actoral emocionante,
transformando en “natural” ese mismo estilo y haciéndolo suyo. Como Paulina, lo
transmite todo. Fragilidad, autenticidad y generosidad, a los que va sumando
fortaleza moral, sacrificio y total entrega. Del mismo modo, y a despecho de
unos guiones para el olvido, va transmitiendo la intensidad de su amor por
Carlos Daniel a medida que le va naciendo. Lo que es todo un logro suyo, porque
si nos dejáramos llevar por la trama, sería imposible que esta colosal mujer
cayera en los brazos de ese auténtico pelmazo que es Carlos Daniel Bracho.
Voluble, llevado de las narices por Gema, por la secretaria Verónica o por cualquier
otra mujer que se le cruza, incapaz de hacer algo por salvar su negocio, y
fundamentalmente estúpido (¿cómo demonios puede no darse cuenta que esta es
otra mujer? ¿Cómo diablos no lo advierte cuando le estampa ese tremendo beso,
el del segundo día de Paulina en la casa Bracho, que la hace temblar de pies a
cabeza? ¿O cuando descubre que sabe nadar, y además comprueba que le falta su
lunar característico en la espalda…?), Carlos Daniel es más un antihéroe que un
galán romántico. No se la merece, y el espectador hace un esfuerzo por aceptarlo
por puro amor hacia ella. Luego, como Paola Montaner de Bracho, Spanic logra lo
imposible, ser por completo otra, y serlo de manera diametral y endiabladamente
opuesta. La malignidad de Paola, su ego desbocado y su narcisismo desaforado,
están enrevesados en una personalidad peculiarísima, que la hace atractiva
incluso cuando muestra su más feroz oscuridad. Su cuerpo se mueve diferente,
toda su espalda se arquea como la de una gata en celo, sus gestos
(deliberadamente ampulosos y teatrales) delatan su desdén hacia cualquier
persona que no sea ella misma… en fin, una actuación memorable. Dos ejemplos lo
ilustran a la perfección. Como Paulina, en aquel conmovedor momento con
Fidelina, en los primeros episodios, cuando esta se atreve a encararla porque
cree que han inscripto a Carlitos en un nuevo colegio como pupilo. Fidelina (la
gran actriz mexicana Magda Guzmán, ya fallecida) abre su corazón cuando le dice
a quien cree Paola cómo crió a esos dos niños como propios desde la cuna, a lo
que Paulina/Paola se conmueve y la abraza llorando, culminando con un parlamento
conmovedor, reconociendo la abnegación de la criada y el hecho de que a pesar
de su entrega carece de mayores derechos. Imposible de relatar con propiedad,
la secuencia me volvió a conmover 26 años después, incluso cuando algunos
parlamentos son extremadamente cursis. Todo un triunfo de dos grandes actrices,
ambas en extremos opuestos de sus carreras. El otro gran momento, ahora como
Paola, situado ya en la recta final de la novela, es cuando la malvada señora
Bracho, fingiéndose paralítica, se trenza a insultos con la misma Fidelina,
frente a Elvira, su enfermera y cómplice. Spanic dota a Paola de una ira ciega,
enfermiza, maneja la silla de ruedas como una posesa y se arroja con ella a las
piernas de Fidelina, como si quisiera arrancárselas a dentelladas. Tratada de
mujerzuela por el ama de llaves, Paola/Spanic deja ver —en medio de una furia
muy adulta en su ejercicio— un costado “infantil” en su ira, o sea, el de una
niña a la que de ningún modo se puede contradecir ni a la que se le puede negar
nada, y que se transforma cuando la contrarían. Cuando intenta ponerse de pie
para golpear a Fidelina, cosa que evita Elvira para que no se descubra su
impostura, se percibe la autenticidad del torbellino de sentimientos que azotan
al personaje. Poco antes, cuando masculla ira al advertir que tanto Lalita como
Elvira se están “despegando” de ella —y saben demasiado—, la manera sibilina y
diabólica en que masculla “…no importa, los muertos no hablan”
causa un escalofrío en el espectador. Si
esta telenovela venció al tiempo, a los cambios culturales y hasta a los
mismísimos nuevos usos y costumbres en cuanto a los consumos de
entretenimiento, es porque contó y cuenta con el arma infalible que es Gabriela
Spanic. Bellísima a niveles descomunales (¡cómo se arruinó a sí misma, a fuerza
de inoportunas e innecesarias intervenciones estéticas!), Spanic suma a ese
activo una convicción como intérprete que emociona y atrapa. Pienso —una vez
más con Fidelina como interlocutora— en aquella secuencia durante el fugaz
retorno de Paulina a la mansión, mientras Carlitos se halla extraviado.
Fidelina le confiesa que ya todos saben que es “la usurpadora”, y que están muy
contentos de que así sea. Paulina se lamenta de no ser realmente la señora de
la casa, “por lo que ella representa, o debería representar para esta familia”,
aclara con dolor. Astuta, Fidelina pregunta “¿querría ser usted la esposa de
Carlos Daniel…?” Paulina contesta afirmativamente. Entonces inquiere si
ello lo ama, obteniendo la misma respuesta afirmativa. Entonces, la pregunta
lógica se decanta, “¿y el señor la ama…?” “–No Fidelina, él me odia, me aborrece, pero yo
lo amo, lo amo con toda la fuerza de mi alma, lo amo con un amor que es abnegación
y sacrificio, entrega y renunciamiento, lo amo como nunca amé a nadie… lo amo
aunque nunca sea para mí…” El llanto y el lenguaje corporal de la
actriz mientras recita este parlamento excesivamente recargado es conmovedor.
Spanic transforma en triunfo lo cursi. Y arrastra con su talento a varios
actores que están claramente por debajo de ella. Como se sabe de sobra, el
doble personaje de esta historia iba a recaer nuevamente en Thalía, pero fue
Salvador Mejía Alejandre, el productor general, quien insistió personalmente
ante los directivos de Televisa para conseguir a Spanic. La Usurpadora sería el
segundo trabajo de Mejía para la cadena azteca, quien venía de producir varios
éxitos en Venezuela, en donde conoció a Gabriela Spanic a través del guionista
Carlos Romero, quien había escrito una telenovela para ella en Venevisión. Y si
bien el marcado acento caribeño de la actriz fue un dolor de cabeza permanente
para Beatriz Sheridan, la directora en estudios, sus logros interpretativos
superaron con creces cualquier problema durante la producción.
Ahora
bien, dicho todo lo anterior —y atención, que no me olvidé de elogiar a nuestra
recordada Libertad Lamarque, quien contaba con 90 años al momento de rodar la
novela y realizó una labor encomiable como la abuela Piedad— también es justo
reconocer que los guiones se van deshilachando con una alarmante rapidez, así
como sorprende advertir la cantidad de omisiones que presenta la trama, algo
inexplicable si se piensa en que esto era un culebrón de largo aliento. ¿No
había tiempo ni espacio para ciertas secuencias que uno intuye con claridad que
debieron estar…? Es cierto, también, que La Usurpadora es menos extensa que
la mayoría de sus “hermanas” (102 episodios según la versión internacional, que
hoy es la estandarizada, ya que en 1998 Televisa la estrenó en México con un
total de 120 capítulos, siendo los primeros 35 de media hora y todos los restantes
de 42-45 minutos), pero aun así “pierde” mucho tiempo en tramas secundarias
escasamente interesantes (la del capataz Leandro y su voluble novia; las
desventuras de doña Chabela, el Mojarras y Cenobia, más un largo etcétera), y
no termina de cerrar otras que acaban a la deriva. Y aun así, a pesar de sus
debilidades, La Usurpadora consigue atrapar sin remedio. La trama presenta
algunas lagunas de sentido que mueven a risa, violaciones flagrantes al sentido
común, acciones y reacciones propias de oligofrénicos, y así hasta casi el
infinito. Pero nada importa. Nada. La saga de Paulina Martínez te absorbe por
completo. Su bondad, abnegación y sentido del deber son tan grandes y patentes
que se le perdona todo y se acepta cualquier giro en su pathos, por arbitrario
que sea. La agotadora saga entre Willy y Estefanía, por ejemplo, merecería ser
erradica de la tira, por lo repetitiva, incongruente y hasta disparatada
(¿Willy le dispara a Carlos Daniel y no lo denuncian…? Y aun peor, ¿los médicos
mexicanos no están obligados, como sí lo están en Argentina, a denunciar
pacientes heridos con armas de fuego?); Paola sufre dos graves cuadros de salud
en el extranjero, primero junto a Alessandro Fariña y luego con Douglas
Maldonado, y a nadie le parece oportuno avisar a su verdadera familia; Carlos
Daniel, a pesar de sus infantiles protestas, jamás se pone los pantalones
largos y emplaza a “Paola” para que le explique, de una vez y sin vueltas, el
porqué diantres no le concede relaciones íntimas; Doña Chabela, el Mojarras y
Cenobia dan vueltas y vueltas llenas de absurdos inaceptables, que ni su escaso
nivel intelectual pueden justificar, por lo que nunca jamás hacen lo correcto
con Carlitos, que sería llevarlo de inmediato a una comisaría para que den con
su identidad y con el paradero de su auténtica familia; y la lista sigue, no
vayan a creer. Alguien afirmó, alguna vez, que La Usurpadora es fruto de
lo mejor y lo peor de la factoría Televisa. Y creo honestamente que eso es
cierto. Y que es un elogio, además, porque ese balance ‘sui generis’ (que las
telenovelas argentas no suelen poseer) la convierte y convirtió en imbatible.
Uno se ríe con lo cursi de ciertas secuencias, se asombra con algunos giros
inaceptables de guión, ya pesar de todo no puede despegarse de la pantalla. Hay
que llegar al final y ver a Paulina triunfar, no se puede esperar menos. La
identificación que La Usurpadora logra entre su protagonista y la teleplatea es
inconmovible e indestructible. En lo personal, si me permiten proseguir con
tanta autorreferencialidad, esto está plasmado en la total y completa
indiferencia con que por entonces tomé a otros personajes y productos del
género. Recuerdo ver tantas veces a mi abuela enganchada frente al televisor y
en él a una tal Thalía (y vean, hasta que presentó en Argentina su álbum “En Éxtasis”
yo ignoraba por completo quién era ella), y ni por asomo se me movió jamás un
pelo ni se me ocurrió siquiera detenerme a mirar una secuencia, por breve que
fuera. Ese milagro, esa alquimia, la logró únicamente Paulina Martínez/Gabriela
Spanic con La Usurpadora. Para lo que sirva, supongo que algo debe significar;
y algo dice acerca de los peculiares méritos de esta telenovela singular.
La
Usurpadora, por último, les saca varios cuerpos de
ventaja a sus primas hermanas por la peculiarísima dinámica de su trama. Si
bien, y ya lo he afirmado más arriba, la novela no le escapa a lugares comunes
ni obligados clisés, la acción se desarrolla con no poca celeridad. De hecho,
la estancia primigenia de Paulina en la casa Bracho, impersonando a Paola, es
sorpresivamente breve; llega a su fin mucho antes de lo que uno quisiera y
cuando nadie, excepto la abuela Piedad (que lo supo casi desde el principio) y
Fidelina (que aunque sin estar segura, lo intuyó con claridad), había
descubierto todavía la usurpación. La huída, precedida de la emocionante
secuencia en que Piedad le revela que lo sabe todo y que sus nietos ya están
alertados, se siente tanto desgarradora como algo prematura. En dicha escena,
la actuación de ambas actrices roza la perfección. La falsa Paola, al saberse
descubierta, exclama con dolor “¡qué vergüenza…!”, a lo que acto
seguido se arrodilla y le pide perdón a Piedad en medio de lágrimas. Libertad
Lamarque hace aquí gala de su formación clásica y da forma a una secuencia
antológica, preñada de una emoción arrolladora, en la que es ella quien le da
las gracias a Paulina por haber salvado a su familia, a sus nietos, a la
fábrica y, sobre todo, a ella misma. Quebrada en llanto, concluye: “¡es
absurdo!, pero tengo que darle gracias a esa mala mujer por haberte enviado a
esta casa. Quizás sea lo único bueno que Paola haya hecho en su vida”. Segundos
antes, cuando nuestra heroína susurra “me llamo Paulina, abuela…”,
Piedad/Lamarque saborea el nombre repitiéndolo dos veces, como si toda la
bondad intrínseca de la muchacha estuviera contenida en él. Es imposible, lo
repito por enésima vez, no emocionarse con una secuencia así. Es más, muchos
episodios después, cuando Paulina regresa a la mansión para ayudar a encontrar
al desaparecido Carlitos, el reencuentro entre ambas es igualmente
electrizante. Ella ingresa a la habitación de la abuela y esta la mira con
desdén, creyendo que es la malvada Paola, dándole rápidamente la espalda. Y
entonces nuestra protagonista exclama, con temblor en la voz, “¡abuela
Piedad…!”. La anciana gira de inmediato, y con una repentina esperanza
en su voz, atina a decir “¡Paulina!”, y el abrazo las funde en
un instante eterno. Momentos así están repartidos a través de toda la novela, y
justifican con creces su visionado. Pero les hablaba de la celeridad en la
progresión de la trama, y esto también se patentiza en lo relativamente rápida que
resulta la estancia en prisión de nuestra heroína, lo expeditivo del juicio, la
breve estancia final de Paola en la casa Bracho, etc. Aunque hay algunas idas y
vueltas poco creíbles, ciertas resoluciones absurdas (por ejemplo, Carlitos
recupera la memoria e ipso facto olvida a Chabela y el Mojarras, algo que haría
que cualquier neurólogo con sentido común se arrojara desde la azotea de un
edificio), demasiados comportamientos erráticos de parte de Carlos Daniel, y
algunos cierres de subtramas con sabor a forzado, de todos modos La
Usurpadora consigue abducir la imaginación del espectador, cautivándolo
y obligándolo a seguirla hasta su conclusión. Es adictiva, y lo es porque el
destino de su protagonista se nos antoja de vital importancia para nosotros
mismos. Paulina se convierte en una extensión de nuestra personalidad, en una
suerte de alter ego que nos vindicará de nuestras vidas grises y mediocres. Y Paola
Bracho, la seductora y amoral hermana gemela, nos hipnotiza con sus frases
agudas como estiletes, nos deleita cada vez que pronuncia con desdén “¡queridita!”
y nos obliga a desearla carnalmente, incluso cuando todo en ella nos repele. Insisto,
pues, en un concepto, el de la alquimia. La Usurpadora es como el lapis
lázuli, la piedra filosofal de los alquimistas. Puede haber muchas
impurezas en la retorta que el adepto pone al fuego del atanor, pero a la larga
se obtiene el ansiado polvo de proyección. Si esta crónica, de la que quizás me
arrepienta en poco tiempo, sirve para que alguien más se enamore de Paulina
Martínez, pues me habré de sentir satisfecho. Después de todo, hasta los santos
han sido pecadores, y a nadie se le niega el desliz de un culebrón en su vida.
El mío ya está consumado. Y la penitencia consiste en contarlo. ¿Y el de
ustedes…?.-
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