Por Leonardo L. Tavani
Les planteo lo siguiente: piensen en
una longeva saga cinematográfica, muy lucrativa, que siempre ha despertado
pasiones y cuyos filmes son estrenados alrededor del mundo con una regularidad que
ya es legendaria. Ahora, y esto es importantísimo, recuerden que la saga de la
que hablamos NO PERTENECE ni a la ciencia ficción, ni al género fantástico, ni
al terror, ni mucho menos a los cuentos de hadas. O sea que en ella, si algún
personaje muere —y mucho más su protagonista— NO VUELVE A LA VIDA EN ABSOLUTO.
Los muertos, como en la realidad, muertos están. Entonces, resulta que ustedes
van al cine a ver el último estreno de esta saga y llegados al final de la
misma ocurre que el protagonista perece. Y no solo muere, sino que vuela en
millones de pedacitos, ya que una ráfaga de misiles con “bombas racimo” le cae
directamente encima. Es más, en un plano decisivo la cámara se coloca a menos
de 35 grados del perfil de este hombre, tomándolo de cuerpo entero, de modo que
podamos verlo en plenitud y asistamos a su ordalía. Y allí mismo, al tiempo que
el tipo esboza una sonrisa de satisfacción por haber salvado a su mujer e hija,
la onda de choque de las bombas arrasa con él en primerísimo plano. O sea, no
hay dudas; no hay trampas tampoco. El tipo murió. Tanto, que ni cadáver ha
quedado. Se vaporizó. Pues bien, el tipejo en cuestión era James Bond, agente
007 al servicio secreto de Su Majestad. O mejor dicho, era el impostor que
había usurpado su nombre y número desde 2006. Y ojo, que nadie se llame a engaño:
el hombre que lo interpretó hasta aquí, un tal Daniel Craig, es un actorazo; ni
más ni menos. Él no tiene la culpa del atroz mamarracho que le hicieron
protagonizar: le dijeron que ahora el espía era un sujeto torturado,
autodestructivo y con tendencias suicidas, incapaz de permitirse vivir
(cuestionándose todo el tiempo su calidad de asesino al servicio del Estado), y
siempre dispuesto a sacrificar todas las cosas por las que vale la puta pena
permanecer en esta roca que gira en el espacio. Y lo hizo maravillosamente
bien, por cierto. Pero no me quiero ir de tema. Dije que el tipo murió, y
punto. Sin embargo, los productores nos avisaron, como siempre, que “James Bond volverá”. No 007, que podría
ser cualquiera (la propia Lashana Lynch, de hecho, que aquí interpreta a la
nueva 007), sino el mismísimo James Bond. Y así es. Hace rato que están las
negociaciones en marcha para elegir al nuevo actor que lo interpretará: Barbara
Broccoli declaró hace meses que desea que Cary Fukunaga (director y coautor de
este último latrocinio) vuelva a ponerse tras las cámaras del próximo film, y otras
cosas por el estilo. Tampoco estará de más que les indique que Felix Leiter,
agente de la CIA y posiblemente el único amigo genuino de Bond, también estiró
la pata en No Time To Die. Sí señores. Muertito y enterrado. Bahhh, lo de
enterrado es un decir, ya que su cadáver se fue hundiendo hasta el fondo del
casco de un buque a punto de naufragar, y apenas unos minutos después, cuando
el impostor Bond logra escapar y se monta a un improbable bote inflable
(igualito al que usaba Bond, el verdadero, en el final de Operación Trueno / Thunderball, en 1965; otro de los ciento
y pico de detallitos para fans que la cinta echa por ahí como migajas), dicho
buque explota en mil pedazos, vaya uno a saber por qué. Así que tampoco quedan
dudas con Leiter: si resucita es pura ficción. Como su amigo 007, que solo lo
sobrevivirá media película más, no queda ni cadáver para clonar.