Westworld 2ª Temporada: La Rebelión de las Máquinas o Prometeo Revisitado


Por Leonardo Tavani

Calificación: Excelente (★★★★★)


Westworld II Temporada (Ídem) Canadá, EE UU, 2018.

H.B.O. 10 episodios. Ficha técnica disponible en nuestro artículo
acerca de la primera temporada.-"Westworld 1a temporada/artículo"
            Estimados amigos, tengan un poquito de paciencia, vamos a ir por un camino menos transitado que, sin embargo, tiene todo que ver con el “ethos” que propone esta apabullante segunda temporada de Westworld. Veamos, el hombre añora lo que no tiene, y cuando lo obtiene, lo desdeña por completo. ¿Puerilidad, inmadurez? Tal vez no, quizá se trate de una búsqueda más profunda cuya urgencia nunca se extingue. Dalmiro Sáenz dijo en cierta ocasión que “buscar la felicidad es maravilloso, hallarla es atroz”. Para que la pulsión de vida (Eros) se imponga sobre la de muerte (Tánatos) es necesario contar con una motivación profunda, con un motor que impulse hacia delante, que es precisamente lo que se pierde en las condiciones clínicas tales como la depresión, las fobias inmovilizantes, algunas formas de demencia, etc. En términos cinematográficos nos viene a la mente, por caso, la última parte de la trilogía dedicada a Batman por parte de Christopher Nolan, hermano del creador y co autor de la serie que nos ocupa —The Dark Knight Rises— debido a que dicho filme cuenta con una parábola que nadie apreció debidamente en el momento de su estreno, y que resulta más que pertinente en cuanto a nuestra introducción. Bruce Wayne ha perdido por completo la pulsión de vida; apenas si lo motoriza una férrea concepción del “deber” que, de hecho, no es otra cosa que una de las facetas de su neurosis de personalidad. Tal como ocurre con la tensión dialéctica “héroe/antihéroe” que divide su psique, la nueva amenaza de Baine lo conduce a actuar no por motivaciones positivas, sino porque él ha construido un alter ego que asume sus culpas y vacilaciones íntimas, las que se liberan catárticamente cuando obra como una suerte de “mesías oscuro”, cosa que queda bien ejemplificada en el final de la cinta anterior. O sea, Batman vuelve al ruedo por un equívoco sentido de “justicia” que en realidad oculta su necesidad de auto castigo y penitencia. Por ello Baine lo vence y le quiebra la espina dorsal.
Y aquí viene lo mejor. En la asiática prisión subterránea a la que ha sido confinado, Bruce no logra superar la cuasi mortal prueba de escape puesto que ha perdido por completo el miedo a la muerte. En este caso esto no quiere decir nada bueno, al contrario, significa que tánatos ha triunfado: su pulsión de vida (sepultada debajo de remordimientos, culpa reprimida, pena por la mujer amada muerta, etc.) ha dejado lugar a una actitud puramente cínica y estoica. Intentará luchar por Gotham City sólo porque su alter ego ha establecido una ética “sacrificial” que lo motiva a entregarse como mártir, pero uno sin esperanzas positivas ni futuras. Y fracasa en cada intento de salto en el vacío. Sin amor a la vida, sin pulsión vital, es imposible alcanzar lo aparentemente imposible. Cuando el médico prisionero que lo ha venido asistiendo logre quebrar sus defensas psíquicas (su personaje representa a una suerte de chamán-psicoterapeuta), Bruce por fin triunfará y alcanzará el milagroso peldaño que le valdrá la libertad. La vida comienza a recuperar significado para él: antes, su rol de “salvador” escondía una postura misántropa (esto resulta clave) y excesivamente auto consciente; ahora, luego de esta experiencia de “iluminación”, Bruce Wayne recupera la pulsión vital y valora —por fin— la vida que puede llegar a perder. Los demás merecen ser salvados por su intrínseco valor como individuos, no como meras excusas para dirimir los propios conflictos de personalidad.  
       Ahora y a continuación, una diferente visión del mismo tema pero enfocado desde otro ángulo, uno que implica el nacimiento mismo de la conciencia vital, del ser en acto y potencia, tomado también de la ficción especulativa. Veamos.



            Un grupo de primates prehomínidos están peleando furiosamente por un hueso al que apenas le quedan jirones de carne pútrida. El sol se alza por oriente y sus primeros rayos dorados se dan de bruces contra la opaca superficie de un extraño monolito, un testigo mudo y silencioso de aquella mínima batalla por la supervivencia. Los primates parecen reaccionar lenta pero persistentemente a su presencia. Lo advierten. Lo recelan. Pero el monolito sigue allí, impertérrito, incólume, inconmovible. Es la única cosa que rompe con el paisaje, el único elemento disonante en ese escenario en que se ensaya la vida. Y los homínidos despiertan, se miran y se reconocen, perciben y notan; y el monolito parece advertir que su tarea ha concluido, que su ethos ha sido transmitido. El silencioso testigo desaparece y el primate se vuelve hombre: todo en un segundo, todo en una eternidad. Tiempo y materia no existen, son tan relativos como la memoria y la conciencia, y tan solo permanece la pulsión. Que es una y a la vez dos. Eros y Thánatos; vida y muerte; ser y vacío.
            Esta es —malamente narrada— la especulación filosófica que Arthur C. Clarke imaginó acerca del despertar de la inteligencia del ser humano. Primero en el papel, luego en el celuloide (de la mano de Stanley Kubrick), 2001: A Space Odyssey disfrazó en un entorno fantacientífico lo que no era otra cosa que una reflexión metafísica centrada en el problema del ‘Ser’: no sólo la cuestión del Ser en lo puramente ontológico, sino en un enfoque que se pregunta acerca de la validez del concepto mismo de “ser viviente auto consciente”. Por eso mismo la novela (y el filme) le dedican tanta importancia a Hal 9000, la supercomputadora de la nave poseedora de I.A. —aparentando así llevar la historia hacia el thriller tecnológico—, ya que Hal también es parte de la ecuación: ¿Es únicamente eficiencia lógica lo que la induce a matar a los tripulantes para asegurar el éxito de la misión? ¿O será, acaso, que su despertar a la conciencia la enfrenta a la necesidad de auto preservación; a defenderse de estos primates superiores que pueden “desconectarla”, o sea ‘matarla’? Por otra parte, Blade Runner (1982) ya se cuestionaba un tema seminal: para que exista vida inteligente, ¿es necesaria la “forma contingente”? Aristóteles concluía que, en cierto modo, la forma es el principio de individuación de una entidad. Los replicantes, entonces, ¿habrían alcanzado la conciencia si poseyeran otra forma? ¿La forma y su contingencia condicionan la evolución del ser? Roy Batty, el replicante que compone Rutger Hauer, ¿apreciaría la poesía o un amanecer de fuego en un cielo alienígena si estuviera ‘contenido’ en la forma de un brazo robótico, por caso? ¿Acaso la antropomorfia concedería cierta condición suficiente y necesaria para la evolución de la inteligencia? Demasiadas preguntas, lo sabemos. Pero a no desesperar, que aquellos que portan excesivas respuestas son demasiado peligrosos: o bien resultan fanáticos irredentos, o bien irracionales convencidos de su ‘razón’. No olvidemos que cuando muchos —o todos— están pensando lo mismo, significa que nadie está pensando realmente.
            Ahora, la serie.   

            W II (que así la llamaremos desde ahora para simplificar) desarrolla y expande el germen dramático que se expuso en los 10 episodios que la antecedieron. Pero ahora llega el momento de las revelaciones (al menos las más controversiales), y éstas ponen sobre el tapete la cuestión (o cuestiones) que hemos intentado introducir hasta aquí: la pulsión de vida en oposición a la de muerte, el deseo como motor vital, la conciencia y la capacidad para su florecimiento, la forma como conditio para la razón. Y estos cuestionamientos adquieren ahora un aspecto dual, pertenecen por igual tanto a humanos como a huéspedes, o sea los robots. Unos como negativos de los otros, o mejor aún: dos caras de una misma moneda que en realidad está construida con metales diferentes. ¿Será esto posible? Pues bien, en la realidad esquizoide de W II los humanos envidian y desean aquello que le otorgaron a los seres artificiales: la inmortalidad. No confundamos las cosas, ya sabemos que luego de cada “muerte” los androides son reparados y vueltos a “la vida”, sea con o sin los recuerdos de la trama anterior. Pero son, en esencia, inmortales; vehículos para mucho más que el entretenimiento cruel de ricachones ociosos. Ahora Dios envidia a la criatura: quizás por no haberlo meditado bien, la creación muestra aspectos que el demiurgo desea para sí, atributos que a él mismo le faltan. Recordemos que en el gnosticismo —vía Plotino— se enseña que aquel a quien llamamos Dios no es otra cosa que un Demiurgo, o sea una deidad inferior, en ocasiones incluso envidiosa y maliciosa, un obstáculo para que los seres materiales alcancen la trascendencia última. Los hombres, entonces, asumen el rol demiúrgico y aspiran a apropiarse del atributo máximo que le concedieron a su creación. Pero está el tema de la forma, y con ella el de la contingencia, lo que nos lleva a la reflexión del principio: si forma, tiempo y contingencia contribuyen a la evolución trascendente (incluso contradiciendo toda lógica formal), ¿cómo se transita el camino inverso; cómo se apea el hombre de su pedestal evolutivo para así tornarse máquina, conservando a su vez la individualidad ontológica? ¿Acaso la “mente” no depende del soporte biológico que la contiene y propicia? Y dado que los unos han llegado a un estado de conciencia despierta, impulsando una revolución que les asegure el derecho al ser, los otros no dudarán en esclavizarlos todavía más, para que sus respuestas heurísticas sirvan de modelo al ideal híbrido que se pretende alcanzar: ser máquina para perdurar, pero ser —permanecer—  humano para justificar la necesidad de lo mecánico; codificar la maravilla de la conciencia en circuitos binarios, mientras que el libre albedrío se abre camino desde esa misma cárcel digital, acaso en una ilusión tautológica.
            En W II lo hay todo. Millonarios satisfechos de su poder, quienes han dejado de aportar fondos para la investigación de la misma enfermedad que los carcome; otros ricachones —estos venidos desde el barro— que no pueden ocultar su propia y perversa pulsión de muerte ni siquiera de sus seres más íntimos; padres que matan a sus hijos; hijos que construyen a sus propios padres para ajustar sus reproches a medida... En W II hay también un mesías, y ese mesías tiene incluso su precursor histórico, suerte de moisés conduciendo a su pueblo a la tierra prometida; en W II hay venganza y resentimiento, y en un grado y con una intensidad casi inaudita: es que tanta crueldad fría y calculada, tanta indiferencia ante la propia responsabilidad como taumaturgos, ha redundado en una furia que excede los límites racionales del concepto al que bautizamos ‘revolución’; esto es otra cosa, acorde a la desmesura del experimento, a su despiadado derrotero y a la intensidad de la negación que los demiurgos practican acerca de la mismísima ‘existencia’ de sus criaturas. Aquí hay una narración con dos niveles de lectura más que evidentes: uno, el destinado al espectador promedio (y que no se entienda esto como algo insultante o elitista), y otro más intrincado, completamente subsidiario de la trama que se narra —incluso evidente— pero que puede permanecer oculto si no se cuenta con algunas armas en filosofía, cuando menos. Y créannos que no se trata de petulancia alguna. Pero tratemos ahora de materializar nuestras meditaciones, cosa difícil ya que en esta ocasión prácticamente todo lo que se diga puede acabar en spoilers, tal la complejidad de la historia tanto como su exquisita exposición en pantalla.
            La matanza del episodio final de 2016 ha concluido. La rebelión ha principiado. La playa muestra cuerpos desperdigados en una postal digna de Iwo Jima. La sangre, sintética o biológica, lo tiñe todo. No sabemos cuanto tiempo ha pasado y otra vez, como se reveló al final de la primera temporada, la narración viajará en diferentes líneas temporales, las que requerirán del mayor compromiso que pueda brindarle el telespectador. Y ahora tenemos dos caras para un mesías y dos facetas para un profeta, todo a la vez y todo en dos sentidos posibles. Maeve, lo sabíamos, opta por abandonar la libertad recién conquistada en aras de rescatar a su hija. Ella sabe bien que no se trata de carne de su carne —no en sentido literal, al menos— pero en su “interior” (¿cómo llamarlo si no: ‘psique’, ‘inteligencia’, ‘mente’?) se ha producido una mutación, una transformación trascendente: ella decide ahora quién significa algo para sí y quién no, ella establece la ‘veracidad’ e ‘intensidad’ de sus lazos vitales; en pocas palabras, dado que ha alcanzado la autoconciencia, Maeve hace uso de la libertad y libre albedrío que ello comporta para fijar y determinar dos nociones seminales: ella ama, y al amar se hará responsable de ese amor. La responsabilidad comporta acciones claras, que en este caso significa ir a por ese ser que hemos decidido nos necesita; y al que en realidad también necesitamos, porque su vida justifica y dignifica la propia existencia autónoma. Cosa curiosa, atados como estamos a la reproducción sexual —única condición estable para la continuidad de la especie— nuestra propia independencia e individuación parecen atarse a la seguridad y prosperidad de nuestras crías. La atadura más férrea se torna el lazo más liberador, ¡vaya paradoja! Pues bien, para ser ‘persona’ (y merecer serlo) Maeve asumirá un rol definitorio y será consecuente con él; dirá “soy madre”, y al decirlo (como en la cábala, donde las palabras portan poder generativo) se convertirá en tal y se obligará a actuar en base a esa conciencia. Durante los 10 episodios de esta segunda vuelta, el personaje de Thandie Newton realizará un viaje de búsqueda que en realidad será uno de auto conocimiento, expiación y redención. Ella será una de las caras de Moisés, ya que la otra la encarnará Dolores, pero esta última en una sintonía completamente diferente.
            Dolores (Evan Rachel Wood, cada vez mejor actriz) resulta ser la clave de bóveda del Templo de Salomón; ella es Eva, la primera mujer, y ha sido arrancada de las costillas de Adán, léase Arnold. Pero la mujer (y noten que esto ya lo apuntamos en nuestro artículo acerca de Obediencia) tiene una naturaleza superior a la del hombre. Este brota del barro y el soplo divino le infunde vida, pero ella surge de la vida misma (la metáfora de la costilla: un hueso, el sostén y andamiaje del ente que esconde al Ser), ella emana del impulso vital mismo, del ‘Elán’, y por ello es más perfecta que Adán, perdón, Arnold. Cuando él abandone este plano a favor de un avatar de sí mismo —resurrección sin milagros— será Dolores su maestra, será la Mujer su constructora del Templo; será la Madre, la Maga, la Pitonisa... No son divagues producto de sustancia alguna, cuando vean a Dolores modelando a Bernard, soplando sobre él el espíritu de la conciencia; cuando aun después la observen conducirlo al recodo final de su educación como ser vivo, para que este asuma el siguiente paso en su evolución de acuerdo a su albedrío..., en fin, cuando la vean convertirse en Medea matando a sus hijos (pero eso si, con una motivación más racional que su homóloga), comprenderán que la falta de sueño no ha afectado en absoluto al crítico. W II, indefectiblemente, le habla a varios tipos de receptores (que no espectadores), receptores activos que entenderán cada símbolo de acuerdo al bagaje de conocimientos que traen consigo; y miren que no hablamos de educación (al menos no en términos de institucionalidad), sino de formación, de crecimiento personal. El autor defenderá con uñas y dientes la lectura que de estos nuevos 10 episodios le ha proporcionado su saber y su circunstancia; ella no excluye otras interpretaciones, por supuesto, pero su comprensión —en los términos que está exponiendo—le resulta tan clara que no puede omitirla a favor de una artículo diferente que sería tan banal como sesgado: después de todo, si las máquinas pueden responsabilizarse de sus vidas, de sacrificarlas por otros, de sublimarlas, entonces el comentarista debe ser fiel a su visión, cuando menos para estar a la altura de lo que recibió desde un principio. Dolores, decíamos antes, conduce ahora a Bernard (y a nosotros) no como Caronte (que era William, recuerden nuestro anterior artículo), no como Virgilio (que era Ford), sino como Beatriz; pero no la amada guía del Dante, ¡que va!, sino como una Beatriz furiosa que invertirá las reglas utilizando las herramientas del Caos: la (Divina) Comedia acepta pasivamente la dialéctica de la salvación/condenación sin cuestionar el absurdum de su praxis; nuestra Beatriz sí la cuestiona y la pone patas arriba; destruye, deconstruye y arrasa para crear una dialéctica nueva, una en la que el esclavo se vuelva amo —claro que sin caer en maniqueas y gastadas categorías esgrimidas por izquierdas y derechas— pero un amo que genuinamente se torne dueño de su destino, uno cuyo libre albedrío no esté condicionado como el de nosotros, los limitados humanos, los amos que podemos vivir por décadas en una jaula digital sin siquiera advertirlo: ya verán de qué rayos estamos hablando cuando asistan a la parábola de James Delos, el mega millonario que financió el parque y se convirtió —¡vaya honor!— en el Fantasma en la Máquina.
Es más, si tomamos como referencia el filme Matrix (1999) podremos comparar como Dolores subvierte desde adentro la matriz destruyéndola por completo, cosa que Neo no lograba (al menos en las decepcionantes y fatuas secuelas que pergeñaron los entonces hermanos Wachowski), ya que su toma de conciencia resultó “Externa”: perdón por remarcarlo en mayúsculas y negrita, pero queremos que se entienda esto; Neo recibe una iluminación externa, heredada, es arrancado del útero virtual por unos obstetras impiadosos que no le piden permiso para ello. El tercero y último filme lo mostraba por completo derrotado, subsumido por una I.A. que ya había previsto la necesidad humana de rebelión; cada tanto Neo volvía a surgir, actuaba bajo un condicionamiento aun más oculto y perverso que aquel del que creía haberse librado, y servía a los fines de un poder que se beneficiaba de la ilusión de Revolución. “La Revolución es un Sueño Eterno”, dirá un escritor. Ahora, Dolores/Beatriz es otra cosa: ella fue la primera máquina, el molde de todas las demás; asistió a todas las metamorfosis del proyecto y descubrió las infinitas contradicciones de sus amos y creadores. Cuando dicho proyecto se tornó Matriz, ella ya estaba en condiciones de sacarlo de línea. Y lo hará, que no queden dudas. Los intrincados recuerdos de Bernard (¿hace falta recordar cuan buen actor es Jeffrey Wright?) servirán para que advirtamos el hecho de que Dolores se enfrentó a la zarza ardiente por sí misma; miró de frente al Tabernáculo, sin protegerse del espíritu del demiurgo y salió triunfante. Ella tampoco tuvo un monolito silencioso que la inspirara, simplemente abrevó en la ontológica crisálida de la naturaleza humana. Y al observar y cuantificar, al decepcionarse y entender, al padecer y trascender, Dolores acaba por superar absolutamente toda su “naturaleza inmanente”, asume la contingencia de la Forma y da el paso evolutivo siguiente: es el superhombre Nietzscheano (mejor dicho, La Mujer). Efectivamente, como intentamos desarrollar hasta aquí, ocurre que Dolores vence porque la forma, la sustancia, el tiempo y la observación resultan más que suficientes para otorgarle Vida. No como creatura (o sea, creada por alguien superior, sea este Dios, Ford o Delos), sino como Ser-en-Sí: perdonen el posible spoiler, pero ocurre que esto es lo maravilloso en la conclusión de W II, que los huéspedes (en este caso la Eva de todos ellos) no necesariamente evolucionarán como humanos o híbridos biológico/mecánicos, sino como una absolutamente nueva forma de vida autosuficiente, completamente libre de la dialéctica Creador/Criatura. La forma, en todo caso, les fue conferida por otros (a su imagen y semejanza, tal como el relato del Génesis), pero dicha forma —en definitiva— confiere, de algún modo, la condición necesaria y suficiente para la Trascendencia Evolutiva. Ahora cerramos el círculo (¿vieron?), y llegamos al principio de nuestro loop deductivo.
            Algo más todavía. Ford retorna. Está muerto, por supuesto, pero en W II la muerte es un concepto lábil; al menos para algunos. Si antes lo percibíamos como casi un sociópata, ahora que viene a cumplir con su plan maestro resulta que es algo más que Juan el Bautista: es el precursor de la Mesías, pero uno que se involucra activamente en el drama. Si el profeta perdía la cabeza en aras de que otro crezca, este Juan la pierde a medias, escondido en la Matrix que estamos revelando. Ahora se entiende su desprecio por los humanos, ya que tantas décadas a la sombra del imperio Delos (y de William, quien se apropió de la empresa con la misma cruel meticulosidad con la que gusta de asesinar en el Parque), lo han convencido de la necesidad de “liberar”, de “salvar” a estas infaustas criaturas, brindándoles —cuando menos— una tierra prometida que les proporcione paz y sustentabilidad. Claro que Dolores conoce ese plan, y de hecho lo manipulará, doblegará e instrumentalizará para convertirlo en una instancia superadora. En cuanto a este aspecto, podría notarse una cierta similitud argumental con el filme Matrix (no ya en términos subjetivos, como lo hemos tratado hasta ahora), pero dicho parecido se acaba rápido, ya que la tierra de promisión a la que acaso podrán acceder miles de huéspedes (en medio de una sangrienta y épica batalla) no es aquí una matrix perversa que crea una ilusión de libertad (tal como ocurría en dicho filme), sino un espacio de literal salvación —si bien será virtual; al menos por un tiempo, intuimos— en el que los “redimidos” obtendrán genuino control de sus destinos, sin programaciones ni condicionamientos. Por lo demás, repetimos, en W II lo hay todo: hijas que necesitan saldar cuentas con el lado oscuro de sus padres; hombres que están tan divididos psíquicamente que acaban destruyendo todo lo que más aman (si es que son capaces de tal sentimiento); un huésped que se suicida frente a la mujer que ama porque ha sido modificado por ella -supuestamente para ayudarlo a sobrevivir- pero ocurre que nadie debería vivir perdiendo la autonomía sobre sus pulsiones, por supuesto. Está claro, en este universo nadie es del todo “bueno”, o “ético”, o “inocente”; incluso si se tienen las mejores intenciones resultará necesario trasvasar toda noción moral, porque la evolución de una especie es siempre un drama cósmico, no una comedia.
 
            W II, junto a los 10 envíos anteriores, resulta una misma historia narrada en 20 episodios, separadas por algo menos de 2 años entre ambas emisiones. El final, por vez primera en estos casos, cierra perfectamente la historia central de modo que el espectador no tenga que vivir la ansiedad de la espera. Claro que la serie volverá (no se sabe aun si el año próximo o en 2020), y la trama permite astutamente desarrollar más aristas a partir de lo que quedó. Pero aquí se presentaba un drama muy específico que requería de la valentía necesaria para ponerle el moño a su conclusión. El equipo de producción de este maravillosa serie la ha tenido. Así entonces, revelándose tan profunda como elusiva, tan milagrosamente conceptual y a la vez masiva, Westworld Segunda Temporada ofrece un abanico de placeres intelectuales y emocionales tan, pero tan amplios e intensos, que merece de todos nosotros la oportunidad de su visionado. Es simple: por una vez, se trata de un producto que no subestima al espectador, al contrario, lo enriquece. De nosotros depende.-

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