“OBEDIENCIA”: Un Drama Acerca de dos Mujeres Mutiladas por la Fe y las Tradiciones


Por Leonardo Tavani

Calificación: Muy Buena (★★★★)

 

Obediencia (Obedience) Inglaterra, 2017.

Dirección: Sebastián Lelio – Guón: Lelio y Rebecca Lenkiewicz - Elenco: Rachel Weisz, Rachel McAdams, Alessandro Nivola y Allan Corduner. – Universal, 105 min.
 

La obediencia, aunque necesaria para el funcionamiento de las instituciones más férreamente verticalistas creadas por el hombre —tales como las órdenes religiosas, la monarquía y la milicia— no es un concepto que deba (necesariamente) extenderse a otros aspectos de la sociedad. Incluso en términos jurídicos es correcto decir que “acatamos” las leyes, no las obedecemos. Estas son parte de un marco regulatorio que, por medio de pactos y acuerdos, se dan los individuos a sí mismos, tendiente a asegurar el bienestar de todos los miembros de una sociedad. La obediencia, en cambio, implica casi siempre la sumisión absoluta a la voluntad de un superior —o a los principios abstractos que lo inspiran— sea este inmaterial (la divinidad, la “Patria”) o material (un Abad, un General, un Papa, etc.), y absolutamente siempre —en cualquiera de sus formas— dicha ‘obediencia’ anula la libertad del individuo. Su libertad y su voluntad, claro está. Para que exista Obediencia se requiere aceptar la idea de un poder superior que sabe perfectamente qué cosa es mejor para todos los miembros de un grupo o colectividad dados, y sus representantes inmediatos ejercen dicho poder con total discrecionalidad y sin cuestionamientos.
Pero son las religiones (y ciertas monarquías) las instituciones que más explotan el concepto de obediencia, porque la necesitan como el aire para sobrevivir y sin ella serían cáscaras vacías a punto de la extinción. La tradición judeo-cristiano-islámica ha trasladado dicho concepto a la dinámica —que debería ser siempre flexible y en perpetua transformación— de la familia, de modo que el amor fraterno quede subsumido ante ese férreo captor de voluntades que obliga a acatar sin cuestionar, y peor aun, que en muchos casos llega hasta el dominio total sobre el cuerpo, la sexualidad, la educación y la vida misma de las hijas. Las hijas, claro está, porque para ciertas religiones el misterio femenino es tan poderoso, la energía transformadora de la mente y el espíritu de la mujer les resulta tan atemorizante como amenazante, que se les ha vuelto una necesidad ancestral el domeñarlas hasta lograr su absoluta sumisión, tanto como su total nulidad en cuanto seres con libre albedrío. La metáfora de Malala, la niña islámica baleada por apenas pretender asistir a la escuela (hoy es una mujer que recorre el mundo invitada a contar su historia para evitar más de estas atrocidades), es el mejor ejemplo de este temor atávico hacia la mujer y su universo, sin contar con la supuesta pérdida de poder que todo sistema patriarcal cree desesperadamente que experimentará si acepta o permite la libertad ontológica del ser femenino.
 Nada menos que Henricus Cornelius Agrippa, quien estaba rodeado por la más férrea cultura represiva católica europea, escribió en 1529 —en su libro “De la Nobleza y Preeminencia del Sexo Femenino”— lo siguiente: “La mujer fue creada tan superior al hombre porque el nombre que recibió es superior al suyo. Porque Adán significa ‘tierra’, pero ‘Eva’ se traduce como ‘vida’. Y puesto que la vida está por encima de la tierra, la mujer está por encima del hombre”. Aunque creyente, Agrippa era un esoterista —o sea un gnóstico, un estudioso de los antiguos textos herméticos y de toda la cultura maliciosamente llamada ‘pagana’— y por lo tanto, cuando se refiere al valor del nombre está hablando de la antigua cábala hebraica y de ciertos textos del Talmud, cuyo estudio detallado revela al iniciado la influencia de la Shekináh (o aspecto femenino de Yawéh/Dios, usualmente traducido como su “sabiduría”), la que al momento de la creación (que fue verbal, o sea, un acto de la voluntad divina expresado por medio de la palabra creadora) insufló su propia esencia en todo lo creado —y especialmente en la criatura humana— de modo que las palabras (los nombres) contienen potencia, función y esencia en sí mismas, expresando no solo al ser, sino al “ser-en-acto-y-potencia”, concepto difícil de entender para la mentalidad occidental. Agrippa señala que Dios (en el paraíso) le concede al hombre la potestad de nominar a todo lo demás creado, como a los animales y las plantas (de modo que al hacerlo les confiere su propia esencia y función; o sea que cuando bautiza ‘cerdo’ al cerdo —por ejemplo— no hace otra cosa que estatuir su esencia y funcionalidad vital), pero cuando se enfrenta a la mujer, misterio máximo, la llama con un nombre que es más poderoso que el suyo propio, que la ubica en el pedestal superior de la creación. 


            Pues bien, antes que nada pedimos sinceras disculpas por esta extensa introducción, pero ocurre que  el autor considera a este blog como un vehículo original para intentar reflexionar con sus posibles cyberlectores, para escapar —un poco, al menos— de la mediocridad general y para demostrar que el cine (más allá del escapismo y la pura diversión) alcanza siempre niveles superlativos de profundidad cuando se decide a bucear en nuestra propia naturaleza. Arrancamos así este artículo, tan inusualmente, puesto que Obedience (2017) realmente nos voló la cabeza por su profunda capacidad sugerente, por todo lo que transmite a partir de una narración poderosa y descarnada —que no le hace concesiones a nadie— y mucho menos al colectivo religioso al cual retrata (sin juzgarlo, eso sí, ya que ello sería bajar línea, y eso no es de buen cine). Pero este crítico se vio sobre todo embargado por la extraña fascinación que el propio título representa (signo, símbolo y significante en cuanto a la semántica de la película), el que al cabo del visionado del filme no solo alcanza plena comprensión, sino que moviliza al espectador para efectuarse algunas preguntas acerca de la libertad de elección, y como esta se da de bruces con la institucionalización dogmático-jerárquica de toda fe. La película se abre con un anciano Rabino que está dando una maravillosa lección acerca de la creación y el cómo la obediencia resultaría la primera forma de demostrar el amor a Dios —por parte de sus criaturas, claro— y el temor reverencial hacia sus preceptos. De inmediato el anciano se desvanece y todos los presentes corren a asistirlo. Ha muerto, y sus últimas palabras, llenas de emoción y devoción, estuvieron dedicadas no al amor incondicional o a la fraternidad entre los hombres, sino a recalcar la necesidad de la obediencia como condición sine qua non para alcanzar el favor divino. Claro que la imposición de la obediencia no se aplica por igual a hombres y mujeres, sino que se espera de estas últimas una mayor dedicación, una entrega silenciosa y sin cuestionamientos (sobre todo esto último) y una total negación de la propia naturaleza y sus pulsiones. Por todo ello, y por muchos enriquecedores aspectos que a continuación pasaremos a detallar, es que  principiamos esta review de la manera que lo hicimos. Esperamos no haberlos aburrido, antes al contrario: deseamos involucrarlos en la maravillosa (pero áspera) experiencia que representa Obediencia, un filme indispensable.


            El Rav, o sea el líder de esta sinagoga ubicada en las afueras de Londres, acaba de morir. Se trata de una comunidad bastante cerrada, ultra ortodoxa, que en un radio de pocas manzanas concentra casi toda la vida comunitaria judía: escuela, comercios propios, cocina kosher, club deportivo, etc. Ahora comienza el proceso de su sucesión, que culminará —luego de unas extensas y muy ritualísticas exequias— con la entronización de su hijo varón, al que ha preparado y adoctrinado durante toda su vida para ello. Pero hay un pequeño detalle, y ese detalle vive en Nueva York. Se trata de su hija Ronit (conmovedor trabajo de Rachel Weisz), una fotógrafa artística que recibe un mensaje de Europa con la triste noticia. Con evidente tensiones internas, parte sin embargo hacia casa y al arribar, luego de un agotador viaje en clase turista (sutil referencia a su condición económica), todo le indica —y nos lo indica a nosotros— que aquí se ha convertido en poco menos que una extraña. Llega a una hermosa casa en la que es recibida con sorpresa y una cierta frialdad por parte de su hermano Dovid, rabino y futuro encargado de la sinagoga. De los presentes recibe también diferentes reacciones, desde absoluta indiferencia hasta algún saludo forzado. Está claro que Ronit no es realmente bienvenida allí, que carga con algún secreto —o pecado— que la alejó de su riguroso padre pero que también la segregó de toda la comunidad. Dovid parece reaccionar de a poco y acaba por entender que ella tiene derecho a despedirse de su progenitor. No se la pondrán fácil. En un rincón hallará, por caso, un ejemplar del periódico local, en el que un extenso artículo señala a Dovid como el único vástago del afamado rabino fallecido. Ronit se topará a cada momento con ese tipo de desprecio, algunos más disimulados, otros más desenfadados. Y de pronto se cruzará con Esti, quien resulta haberse convertido en la esposa de Dovid, pero también la amiga más querida y cercana de su pasado. Interpretada con abrumadora entrega por Rachel McAdams, Esti refleja en su rostro una pena, una tristeza infinita que abruma al espectador desde el primer vistazo. Tensa, apocada, con un evidente sufrimiento que reprime con dispares resultados, la esposa del rabino es la que más parece renegar de la presencia de su vieja amiga y ahora cuñada. La invitación a quedarse en el altillo, que Dovid cursa con cierta vacilación, deja a Ronit aun más turbada de lo que ya está, sin saber qué diablos tiene que hacer con su dolor, al que parece que no puede dejar escapar sin ser acusada de hipocresía. Peor todavía, todos le reprochan el estar allí, como si hubiera perdido todo derecho al duelo, no ya a cualquier otra manifestación de carácter más pública o material.


            Todo lo anterior, ilustrado en un estilo minimalista, austero y casi documental, se complementa con otras secuencias muy cuidadas en donde la carga simbólica de la “pertenencia” a la comunidad se torna tan asfixiante como angustiante. En una cena de Shabat en casa de su tío materno, a la que resulta invitada a regañadientes, recibirá verdaderos insultos para nada velados, cuestionamientos a su soltería voluntaria y ásperos reproches por (supuestamente) haber dejado solo a su padre. Parece ser, por otra parte —y de acuerdo a lo que se ve en pantalla— que en esta vertiente del judaísmo se dan ciertas cuestiones de tradición que indefectiblemente deben cumplimentarse. Por caso, dado que el hijo varón tiene casa propia, está casado y además es el rabino sucesor, la casa del fallecido padre debe ir a manos de su hija. Sin embargo, el eminente hombre de fe cambió el testamento poco antes de morir y ha legado la propiedad a la sinagoga, dejando a su hija sin herencia alguna. Nada parece indicar que hubiera algo de piedad o perdón hacia Ronit en el corazón de este hombre tan venerado por su comunidad, y esa misma actitud se refleja en todos los conocidos y parientes de la fotógrafa. Ella se siente más sola que nunca, más desamparada, completamente incapaz de hacer las paces con su progenitor ni de despedirlo con un mínimo de paz interior. Y de repente, en medio de tanta frialdad, del desprecio larvado y los chismorreos maliciosos, un hecho conmociona tanto a Ronit como al espectador. Ella y Esti van a buscar algunas pertenencias en la casa del padre muerto, y de pronto la cuñada se echa en brazos de Ronit besándola apasionadamente. Es como si por debajo de su apariencia reprimida y gris hubiera aflorado una mujer diferente. Pero es Ronit quien se sorprende y pone fin a la situación. Sin embargo el guijarro ha echado a correr y la avalancha no tardará en abalanzarse sobre sus vidas. Este era el secreto que la hija del rabino portaba, su pecado privado, pero de cuya supuesta culpabilidad es, de hecho, inocente: Esti (quien vive su religiosidad con sinceridad y compromiso, aclarémoslo), ha sido toda su vida lesbiana y lo ha reprimido y negado como pudo, aunque jamás ha logrado ocultar que su único y gran amor ha sido y aun es Ronit. Cierta vez —se sabrá después— el Rav las halló a ambas en una ambigua situación, lo que causó el anatema que acabó con la virtual segregación de la hija díscola. Por alguna razón, tal vez por su postura de genuino compromiso y por su fragilidad personal, Esti se vio perdonada y reencauzada en la comunidad, mientras que la sana rebeldía de Ronit le valió el exilio en todos sus sentidos posibles.


            De aquí en más, al tiempo que las tensiones intrafamiliares aumentan, la relación entre ambas mujeres crece hasta estallar en otra de las más bellas y conmovedoras secuencias eróticas que la pantalla haya obsequiado en los últimos tiempos. Juntas, debiendo escapar hasta un hotel en el downtown londinense, la cámara de Sebastián Lelio las acuna con evidente ternura, brindando una escena de poderosa e intensa autenticidad. Ronit y Esti se han encontrado desde un principio y se aman desde lo más profundo de sus almas, lo han reprimido por diferentes razones y han debido darse la espalda para no destruir lo poco que habían construido en sus vidas, pero este reencuentro impensado enciende todas las brazas de una pasión que se creía extinguida. Sin embargo, desde ahora las cosas no harán más que empeorar. Antes, cuando se besaron clandestinamente en un parque público, una mirada indiscreta le valió a Esti una denuncia en la escuela hebrea en la que es docente. Todo se complica; sus antecedentes la condenan y el joven rabino recibe una reprimenda por no poder poner las cosas en orden en su casa. Mientras tanto, a pesar de su aparente fortaleza, la sensibilidad de Ronit la sume un una desesperación creciente. Parece, muy al contrario de su deseo, lastimar a todos aquellos a quienes ama, incapaz de hallar consuelo en nada ni en nadie, ya que todos la señalan y la condenan. Y Esti está definitivamente atrapada en una lógica perversa; ella tiene una perfecta fe, una necesidad genuina por el ritual y la palabra de Dios, y por el otro lado sabe que si se arroja en brazos de la pasión lo perderá todo, tanto su vida en la comunidad de fe como su propia subsistencia material.


                  Hasta aquí llegamos en cuanto a la descripción dramática de la trama. Era necesario avanzar tan lejos, en esta ocasión, dado que el filme no se basa en la sorpresa ni el shock —de hecho, el trailer que puede verse en la web está disponible desde hace meses y es lamentablemente demasiado explícito— sino en una exposición lenta y minuciosa de las personalidades y contradicciones de sus protagonistas. Por ejemplo, las escenas de la intimidad del matrimonio Dovid-Esti resultan abrumadoramente patéticas, casi desgarradoras en su aséptica simplicidad: la esposa usa peluca permanentemente y sólo puede quitársela en la intimidad de la alcoba (no hemos podido todavía recabar datos acerca de esta vertiente del judaísmo, que no nos resulta familiar. El autor pide disculpas por la omisión, que espera sea temporal); su ropa interior es un caso aparte, casi una versión moderna del medieval cinturón de castidad; los esposos tienen habilitadas las  relaciones sexuales únicamente los viernes por la noche y con determinadas limitaciones. De hecho, cuando Esti le confiesa a Ronit el cómo debió aprender a tolerar y aceptar el coito con un hombre, uno siente un escalofrío en la nuca que se transforma rápidamente en ira levantisca, tanto que dan ganas de atravesar la pantalla e ir a salvar a esa mujer de sí misma y de su entorno represivo. La otra arista de esta historia es el personaje de Dovid. La actuación de Alessandro Nivola camina sobre una delicada cornisa por la que derrapa bastante a menudo. Resulta correctísimo en cuanto a mostrar la frialdad tanto conceptual como conductual que la íntima convicción de sus dogmas le otorga, pero no acierta a ilustrar correctamente la tensión interior que lo domina, mezcla de duda, culpa y sumisión al ‘deber’. Para ser un rabino que aceptó casarse con una mujer que él sabía perfectamente que tenía una orientación sexual diferente —y que para colmo deseaba a su propia hermana— su performance resulta cuando menos intrascendente. Luego sabremos que el matrimonio fue idea del propio padre, quien de seguro creyó que así reeducaba a la ingenua Esti, pero Nivola tampoco transmite las múltiples tensiones que esta situación debería traerle, habida cuenta que la llegada de Ronit ha servido como un catalizador que encendió la mecha de una bomba tan invisible como poderosa. Se reivindica actoralmente cerca del final, en una secuencia fundamental de la que nada diremos, pero aun así uno siente que resulta el eslabón más débil de una cadena interpretativa que tiene en las dos protagonistas a sus absolutas ganadoras.


            Basada en una novela de Naomi Alderman, la cinta de Sebastián Lelio (el chileno nacido en Argentina, director de la nominada Una Mujer Fantástica) transita por caminos poco usuales en la cinematografía actual. Trata (y lo logra) de desaparecer detrás de su cámara, de no imprimir —obsesivamente— un sello propio que lo ponga en primer plano de la narración. Con su estilo seco, distanciado y minimalista logra, sin embargo, lo contrario: tornarse en genuino autor de su obra sin contaminarla con manierismos innecesarios. El filme conmueve por su honestidad intelectual y su absoluta falta de golpes bajos; no necesita apelar a ellos porque se construye sobre una paradoja que le es afín (de alguna u otra manera) a casi todas las personas, la de cómo conciliar máscara social con esencia personal, sujeción al deber o aceptación de los propios deseos, fe y carnalidad, ser o parecer, libertad o esclavitud. Pero aun así, ello podría resumirse en un festival de subrayados y apuestas por el efectismo que empobrecerían la propuesta, cosa que el director sudamericano evita a toda costa permitiendo que la pureza simbólica del drama adopte la forma de la simpleza más absoluta, la de la vida misma. Gran logro que debe apuntársele sin dudarlo, habida cuenta que es también co autor del guión, lo que viene a confirmar su seguridad y competencia a la hora de asumir sus propias herramientas como director. Si acaso ustedes se sorprenden por el hecho de que nuestra calificación numérica le resta un puntito a su perfección, no es porque el filme no lo merezca (después de todo, reducir la magia y calidad de una cinta a un simple número no deja de ser una banalidad subjetiva, por mucho que el crítico se empeñe en ello), sino porque la intensidad del dilema moral de Dovid se resuelve —para nuestro gusto— demasiado abruptamente, sin que el filme le permita mostrar al espectador cómo ha llegado a este punto en sus convicciones. Eso y su poco lograda performance le impiden a nuestra honestidad intelectual conceder las cinco estrellas que de todos modos merece, ya que la cinta crece a cada minuto en intensidad y belleza arrasando con cualquier mínimo defecto que presenta. Ese es el signo de las grandes obras, que logran ser más que las sumas de sus partes y pueden superar holgadamente sus pequeñas imperfecciones. Después de todo, lo perfecto es enemigo de lo bueno; no resulta inútil recordarlo.


            Así pues, con dos protagonistas de excelencia que despliegan un talento embriagador, una historia tan necesaria como polémica, y una realización integral de sorprendente calidad, honestidad y buen hacer, Obediencia se eleva por encima de la mediocridad general e invita a los espectadores a comprometerse con su poderosa historia, una parábola que —quizás de otras formas y con diferentes características— nos resulta un poco familiar a todos. No la dejen pasar.-

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