"ANGELYNE" : Una Miniserie casi Perfecta y Una Actriz con un Rol Consagratorio

Por Leonardo L. Tavani

Calificación: MUY BUENA ★★★★


    Si cada episodio de serie que he visto a lo largo de mi vida pudiera canjearse por una milla de “viajero frecuente”, podría embarcarme tres veces seguidas hacia el planeta Neptuno sin tener que pagar un centavo. Y si hago la misma cuenta con las películas que vi, la Federación Unida de Planetas me entregaría la llave de la nave estelar Enterprise sin cargo alguno. Bueno, fantaseaba con estas tonterías unos días atrás, antes de disponerme a ver la miniserie Angelyne, que es una biopic en toda regla, justamente porque es un género del cual he llegado a agotarme de tanto exponente (adocenados, la mayoría) al que me he sometido. Pero, y siempre hay un ‘pero’ —sea para bien como para mal—, Angelyne acabó siendo una auténtica bocanada de aire fresco, una cruza de géneros y estilos que construye una narrativa y una estética personalísimas, y que atrapa al espectador desde la primera toma. Y que tiene, además, una poderosísima arma secreta: Emmy Rossum. Verla en la piel (literalmente, créanme) de la enigmática “proto influencer” de los años ‘80s es un espectáculo fascinante, adictivo e hipnótico. Rossum se adueña tanto del personaje autoinventado como de la persona real detrás del mito, y hace con ambos un constructo mágico y peculiar, poderosísimo en su polisemia y plagado de matices multidireccionales. La actriz y cantante de 36 años ha alcanzo, finalmente, el “nirvana”, su “Casablanca”, ese rol que algunos actores buscan por décadas y que nunca les llega. Arruinarlo, rebajarlo a mera macchietta, era una posibilidad cierta y un riesgo demasiado cercano, pero Emmy Rossum no sólo sale airosa del desafío, sino que transforma su actuación en una genuina lección de arte escénico. Más allá del profuso maquillaje y de las muchas capas de prostética necesarias para avejentarla, sorprende como la actriz logra entregarle carnadura y alma a su criatura sin caer jamás en la caricatura.

"EL SEÑOR DE LOS ANILLOS: LOS ANILLOS DE PODER" (episodios 1 a 3) Un Fiasco Decepcionante a la Espera de una Brújula

Por Leonardo L. Tavani

Calificación: REGULAR ★★

    Siempre es complicado cuando hay zapatos difíciles de llenar. Antes que nada y antes que todo está —estaba— El Señor de los Anillos, la monumental novela de John Ronald Reuel Tolkien (1892-1993), una obra superior, profunda, polisémica y sencillamente maravillosa. Como acaba de decir Chato en su canal de youtube (se trata de un ex ejecutivo y productor canadiense que trabajó años para ABC y luego para NBC, que utiliza este seudónimo para diseccionar con mucho humor a la industria audiovisual norteamericana), “siempre se dice ‘El Señor de los Anillos’ de Peter Jackson, pero la verdad es que deberíamos decir ‘El Señor de los Anillos’ de Tolkien”. Y es cierto. El neozelandés creó una trilogía de filmes superiores que ya han entrado por derecho propio a la historia grande del cine, pero todo su arte y todo su oficio serían nada si no estuviera Tolkien detrás. Es un director singular y por demás talentoso, pero cuando quiso traer al siglo XXI su filme favorito de la infancia, King Kong (1933), el resultado fue un completo fiasco. Sé que esta opinión no es ni mayoritaria ni popular, pero tampoco es una opinión, es el resultado del análisis serio de las cualidades cinematográficas de su remake de 2005, las cuales se echan en falta a lo largo de gran parte de su kilométrico metraje. Más nunca es mejor, y algo parecido le ocurrió con su siguiente trilogía basada en la breve novela El Hobbitt, alargada hasta la náusea para “llenar” tres filmes que superaron las 9 horas totales de metraje.

"SAMARITAN" : Una Película que Sorprende con Armas Nobles

Por Leonardo L. Tavani

Calificación: Muy Buena ★★★★

    Hay, por una vez, una buena noticia. Samaritan, el nuevo filme protagonizado por Sylvester Stallone, es muy pero muy digno. Quiero decir, en el panorama deplorable que exhibe el cine hecho en EE UU —el resto de países de habla inglesa no presenta tal decadencia en sus cinematografías— esta es una película que hace las cosas bien y se aplica en contar una buena historia y ambientarla con eficiencia. No es poco. Ahora, y como verán, siempre hay un pelo ensuciando al huevo: Samaritan podría, sin dudas, haber resultado todavía mejor si no estuviera imbuida de un clima de época, de un subtexto, que la atraviesa de cabo a rabo. Y ese subtexto, ese metamensaje, es el que provoca el hecho de contar con cerca de 25 años consecutivos de películas de superhéroes. Es demasiado. Y ya lo dije aquí mismo en varios otros artículos, este subgénero no es ni llega a ser (ni siquiera por aproximación…) el western contemporáneo. Eso lo dijo James Mangold, director de Logan (2017), en ocasión de su estreno. Estaba bien, era una manera de reivindicar el género al que se veía obligado a desembarcar debido a la escasez de oportunidades en Hollywood. Pero no es ni era cierto. El western implicaba una imago mundi con reglas amplias en la que convivían múltiples géneros, en muchas ocasiones más de uno por película. Thriller, drama, política, racismo, todo puede y podía suceder en su universo. El cine superheroico es y está limitadísimo, y para colmo no logra evitar clichés que lo asfixian cada vez más, tales como las historias de orígenes, una más calcada y aburrida que la otra.

Tres Series: "Un Equipo Muy Especial", "The Sandman" y "Slow Horses"

 

 por Leonardo L. Tavani        

    Hay demasiadas plataformas, demasiadas “bocas de expendio”, demasiada oferta para una demanda a veces elusiva. Apenas un aspecto (y no es el único) de un cóctel amargo que desemboca en productos de porquería como A League of Their Own (Un Equipo Muy Especial) (Regular ★★), la insulsa serie que Amazon Prime Video acaba de estrenar. Vampirizando ideas ajenas, que parece ser lo único que una gran parte de la industria yanqui sabe hacer hoy día, este bofe se apropia de aquella ¡MA-RA-VI-LLO-SA! película de 1992 dirigida por la diosa de Penny Marshall (¡cómo te extrañamos Penny…!, a vos y a tu hermano Garry, otro monstruo) y escrita por esos dos genios de Babaloo Mandel y Lowell Ganz. Basada en hechos reales (la liga femenina de béisbol creada durante la segunda guerra mundial debido a la masiva ausencia de hombres destinados al frente bélico), aquella espléndida comedia dramática fue una colección de aciertos, genialidades y viñetas entrañables, dirigida con mano firme y pulso amoroso por Marshall, y actuada como los dioses gracias a una colección de actrices y actores de lujo, como las brillantes Geena Davis, Lori Pety, Rosie O’Donnell, Megan Cavanagh (quien tuvo el rol más complicado de interpretar, siempre al borde de caer en el ridículo, y lo resolvió a puro talento y magia), más la mismísima Madonna; y junto a actores de la talla de Tom Hanks, Jon Lovitz, David Strathairn, Eddie Jones (entrañable como el padre del rol de Cavanagh), Garry Marshall (haciéndole una divertida “gauchada” a su hermana, en el rol del empresario chocolatero que auspició la liga) y Bill Pullman. Se trata de una de las pelis que tengo incluida en lo que podría denominar mi “top ten” personal, el grupito selecto de filmes que veo y reveo desde hace décadas con absoluta y minuciosa regularidad, así que puedo describirla fotograma a fotograma. Acepto que es difícil seducir a un fanático como yo, pero tampoco imposible; de hecho, la reciente secuela de Los Cazafantasmas dirigida por el hijo del desaparecido Ivan Reitman me encantó, aun cuando profeso un amor incondicional por la cinta de 1984 y la considero “sagrada”.

“El Hombre Gris”: Cuando el presente del cine no es gris, sino Negro

Por Leonardo Tavani 

Calificación: Mala

    Podría decirles que estoy enojado, que lo estoy; podría contarles que estoy muy pero muy cabreado, que lo estoy; pero lo que en realidad debo transmitirles es que el cine de EE UU (porque “Hollywood” es hoy un eufemismo) está muerto. Muerto y enterrado. Vi, o más bien padecí, The Grey Man (El Hombre Gris), de los hermanos Russo (los tan sobrevaluados hermanitos Russo, que si siguen así acabarán peor que los otrora hermanos Wachowski, hoy hermanas), y la sensación de asco, abulia y mercantilismo vacío de contenido me causó náuseas. Créanme, estoy harto de que mis actuales 53 años de edad me resulten más una carga que un beneficio, porque ya no se trata de la típica nostalgia por los años de juventud o de esa petulancia tan porteña y tanguera, que vive reivindicando el pasado como un territorio mítico que siempre fue mejor, sino de la constatación amarga y taxativa de que ya no hay ni habrá nada bueno —o siquiera casi tan bueno— como lo que hubo ayer. El cine de acción, de fórmula, cumplía otrora con estándares fijos que nunca fallaban; podía gustarte más o menos el protagonista, o la peli podía ser de mayor o menor presupuesto, pero salvo esas gansadas clase “Z” que producía la Cannon Group de Menahen Golam y Yoram Globus, el resto era siempre una garantía de diversión y digna calidad. Aunque muchos se burlen de él en las redes, me encantaría que pudieran montarse a un imaginario De Lorean y viajar a 1985, para ver (como yo lo hice en La Plata) Código de Silencio (Code of Silence, de Andrew Davis), la mejor película de toda la carrera de Chuck Norris, que a él me refería. Policial urbano de pura cepa, los 37 años transcurridos desde su estreno no han hecho otra cosa que añejarla como a un buen vino. Intensa, seria, magníficamente escrita y aun mejor dirigida (Davis dirigiría unos años después El Fugitivo, con Harrison Ford, la mejor adaptación cinematográfica de una serie que se haya hecho jamás), es una muestra perfecta de la capacidad profesional y el eficaz maridaje entre pretensiones comerciales y logros artísticos.

THE BOYS tercera temporada: episodios 1 al 4. Cuando los planetas se alinean para brindar una propuesta genial


Por Leonardo L. Tavani

Calificación: Excelente ★★★★★

    Se podrían escribir tratados kilométricos acerca de las íntimas razones por las que adherimos a una obra de ficción, y aun así el tema apenas si estaría abordado en su superficie. Si la obra en cuestión es una serie de tevé (o lo que sea que eso signifique en tiempos de streaming), las complejidades serán incluso mayores. Las personas se mueven al vaivén de múltiples pulsiones y es difícil decir cuál de ellas prevalece por sobre otras. Por otra parte, en esta cultura líquida y obsesivamente autorreferencial que es el mundo 2022 discutir la validez del subgénero de superhéroes se ha tornado un imposible. Las infinitas ComicCon, las hordas de cosplayers que lo asaltan todo y la súbita proliferación de una subcultura que se basa en los cómics de superhéroes (desde video games hasta combos de hamburguesas con sus figuras), han consagrado quizás definitivamente su reinado sobre la cultura popular. Y como lo hemos dicho en decenas de otros artículos, tanto los grandes estudios de cine como las cadenas de tevé son hoy día parte importantísima de corporaciones empresariales que nada tuvieron que ver con el arte audiovisual en sus orígenes, y que siguen sin tenerlo incluso ahora que son sus propietarias. Estos holdings poseen medios porque son rentables, y si acaso no lo fueran también le serían útiles, fundamentalmente porque les garantizan controlar una parte del “relato”, o sea de la “opinión pública”, y eso por no citar que además les garantizan publicidad propia y a la carta. Un ejemplo de cada caso: Fox News (hoy propiedad de Disney) manipula asquerosa y repugnantemente la información de todo tipo para ensalzar a su amado Trump y defenestrar al partido Demócrata y al liberalismo en general; y CBS (propiedad de Sony, que también posee los estudios Columbia Pictures), utiliza su estructura para promocionar a los músicos de su sello discográfico, a los filmes del estudio e incluso a los dispositivos electrónicos de la empresa nipona. Como se ve, negocio redondo. Pero a lo que vamos, con todo esto, es que para estas corporaciones los medios audiovisuales sirven para diferentes propósitos que dejan a la industria puramente artística en total desventaja, última en sus agendas. Los superhéroes y los cómics de cualquier otro género son meras herramientas que garantizan audiencias, tickets vendidos, merchandising a granel, publicidad encubierta y —por qué no— manipulación del discurso de época introduciendo (fundamentalmente dirigida hacia la juventud) una astuta agenda de temas como el género y la sexualidad diversa, la ecología (pero sólo la aceptada por cierto “stablishment”) y todo aquello que hoy se adscribe a eso que lábilmente se llama “progresismo”. En definitiva, luchar contra todo esto es una causa perdida. Únete o piérdete.

La Muerte de James Bond: “Sin Tiempo Para Morir” o ‘Réquiem Para Los Nacidos en el Siglo XX’

Por Leonardo L. Tavani

    Les planteo lo siguiente: piensen en una longeva saga cinematográfica, muy lucrativa, que siempre ha despertado pasiones y cuyos filmes son estrenados alrededor del mundo con una regularidad que ya es legendaria. Ahora, y esto es importantísimo, recuerden que la saga de la que hablamos NO PERTENECE ni a la ciencia ficción, ni al género fantástico, ni al terror, ni mucho menos a los cuentos de hadas. O sea que en ella, si algún personaje muere —y mucho más su protagonista— NO VUELVE A LA VIDA EN ABSOLUTO. Los muertos, como en la realidad, muertos están. Entonces, resulta que ustedes van al cine a ver el último estreno de esta saga y llegados al final de la misma ocurre que el protagonista perece. Y no solo muere, sino que vuela en millones de pedacitos, ya que una ráfaga de misiles con “bombas racimo” le cae directamente encima. Es más, en un plano decisivo la cámara se coloca a menos de 35 grados del perfil de este hombre, tomándolo de cuerpo entero, de modo que podamos verlo en plenitud y asistamos a su ordalía. Y allí mismo, al tiempo que el tipo esboza una sonrisa de satisfacción por haber salvado a su mujer e hija, la onda de choque de las bombas arrasa con él en primerísimo plano. O sea, no hay dudas; no hay trampas tampoco. El tipo murió. Tanto, que ni cadáver ha quedado. Se vaporizó. Pues bien, el tipejo en cuestión era James Bond, agente 007 al servicio secreto de Su Majestad. O mejor dicho, era el impostor que había usurpado su nombre y número desde 2006. Y ojo, que nadie se llame a engaño: el hombre que lo interpretó hasta aquí, un tal Daniel Craig, es un actorazo; ni más ni menos. Él no tiene la culpa del atroz mamarracho que le hicieron protagonizar: le dijeron que ahora el espía era un sujeto torturado, autodestructivo y con tendencias suicidas, incapaz de permitirse vivir (cuestionándose todo el tiempo su calidad de asesino al servicio del Estado), y siempre dispuesto a sacrificar todas las cosas por las que vale la puta pena permanecer en esta roca que gira en el espacio. Y lo hizo maravillosamente bien, por cierto. Pero no me quiero ir de tema. Dije que el tipo murió, y punto. Sin embargo, los productores nos avisaron, como siempre, que “James Bond volverá”. No 007, que podría ser cualquiera (la propia Lashana Lynch, de hecho, que aquí interpreta a la nueva 007), sino el mismísimo James Bond. Y así es. Hace rato que están las negociaciones en marcha para elegir al nuevo actor que lo interpretará: Barbara Broccoli declaró hace meses que desea que Cary Fukunaga (director y coautor de este último latrocinio) vuelva a ponerse tras las cámaras del próximo film, y otras cosas por el estilo. Tampoco estará de más que les indique que Felix Leiter, agente de la CIA y posiblemente el único amigo genuino de Bond, también estiró la pata en No Time To Die. Sí señores. Muertito y enterrado. Bahhh, lo de enterrado es un decir, ya que su cadáver se fue hundiendo hasta el fondo del casco de un buque a punto de naufragar, y apenas unos minutos después, cuando el impostor Bond logra escapar y se monta a un improbable bote inflable (igualito al que usaba Bond, el verdadero, en el final de Operación Trueno / Thunderball, en 1965; otro de los ciento y pico de detallitos para fans que la cinta echa por ahí como migajas), dicho buque explota en mil pedazos, vaya uno a saber por qué. Así que tampoco quedan dudas con Leiter: si resucita es pura ficción. Como su amigo 007, que solo lo sobrevivirá media película más, no queda ni cadáver para clonar.

UNA REFLEXIÓN A 40 AÑOS DE LA GUERRA DE MALVINAS

 

Por Leonardo L. Tavani 

    Escribo estas líneas al mediodía del día primero de abril. No voy a realizar una introducción histórica (la que sería muy necesaria) porque sencillamente quiero ir al punto. Este blog es mi tribuna, la única que poseo, y no dejaré pasar la ocasión de utilizarla. Mañana se cumplirán cuarenta años de la invasión militar argentina a las islas Malvinas, emprendida ilegítimamente por parte del Estado Mayor Conjunto de las FF AA de entonces, las que tenían el control absoluto de los tres Poderes del Estado desde el golpe militar acaecido el 24 de marzo de 1976. La memoria, esa curiosa y traicionera confidente que el kirchnerismo intenta entronizar como emperatriz de la historia, me ubica a mis trece años (cumplidos el mes de enero de aquel año) y con apenas un mes cursado del primer año de la escuela secundaria. Demasiado joven, demasiado ingenuo, demasiado maleable todavía. No fui a la plaza de Mayo ni a ninguna otra de mi ciudad, pero recuerdo con claridad la excitación mental, ideológica y “viril” que experimenté por entonces. José Gómez Fuentes, el periodista lacayo de la dictadura que oficiaba de vocero oficial desde la pantalla de ATC (Argentina Televisora Color, o sea Canal 7, actual “Tevé Pública”), gritaba cada noche sus proclamas de segura victoria y no cesaba de elevar loas al gobierno de facto del general Leopoldo Fortunato Galtieri. Por la mañana temprano, cada día, escuchábamos en casa a Magdalena Ruiz Guiñazú —la pachamama del periodismo vernáculo y la más valiente y decidida frente a la dictadura— quien no cesaba (a pesar de recibir amenazas diarias por ello) de decir que aquella guerra era una locura y apenas un manotazo de ahogado de un régimen de facto que se caía a pedazos y quería asegurar su supervivencia. Pero era en lo único en que yo difería con ella. Como dije, era demasiado joven para adulto y demasiado adulto para niño, y aquella explosión de chauvinismo nacionalista me hizo olvidar de los secuestros y desapariciones forzadas, de la censura y la represión, y andaba por ahí pendiente de cada noticia falsa que gritaba “¡estamos ganando!”. Pero crecí. Pasó el tiempo y maduré. Me pasaron cosas, experimenté muertes de seres demasiado queridos, perdí sueños y gané frustraciones. Me hice más sabio (¡ojalá…!) y más cínico. Hoy me avergüenzo de haber sido uno más de los que aplaudió a esa dictadura genocida en su vano intento por reescribir la historia. Los sentimientos, y el nacionalismo es el más fuerte de ellos, pueden ser fácilmente manipulables y conducen a la ceguera y la estulticia.

            Un buen día, hará unos 27 años, comprendí algo que pasa desapercibido para casi todo el mundo y que los medios suelen omitir de manera deliberada. Tanto en 1982 como en este 2022, en las Malvinas vivía y vive gente. Personas. Seres humanos. Hijos, nietos y bisnietos de isleños. Tan unidos a su pedazo de tierra como lo estamos nosotros al nuestro. Tan temerosos de sus vecinos como lo estaban hasta hace un mes los ucranianos, quienes ahora ya no temen, sino que sufren, mueren y padecen. El reclamo argentino por la soberanía legítima de las islas es por completo genuino, veraz, ajustado a derecho y concordante (y consecuente) con los hechos históricos registrados y fidedignos. Ha mentido y miente el Reino Unido cuando niega nuestros derechos territoriales, y de algún modo niegan también la evidencia histórica los isleños, quienes optan —en parte conscientemente y en parte por conveniencia— por convalidar los argumentos británicos. Pero hay un hecho ineludible que todos en el continente decidimos también ignorar, y es que ese pedazo de tierra en medio del Atlántico sur está habitado desde hace generaciones por isleños (Kelpers, según su propia lengua y terminología) que antes amaron, sufrieron, trabajaron arduamente, procrearon y murieron; y ahora lo están por sus descendientes, quienes también pasan y pasarán por las mismas penurias, cuitas y alegrías. Aman su pedazo de tierra, aman su horizonte teñido por el océano y aman esos vientos irreductibles que les enseñaron a soportarlo todo de pie. No los odio; no podría. Muchos de ellos nos odian a nosotros, por cierto, o cuando menos odian la idea que tienen de nosotros, pero jamás les pagaría con idéntica moneda. Nos temen y recelan porque les dimos motivos. Y porque nos negamos a aceptar el hecho de ser los agresores y los “canceladores”. Sí, “canceladores”. Porque cada día de estos cuarenta años hemos cancelado a los kelpers sencillamente porque los ignoramos, les negamos derecho a la existencia. Nuestros gobiernos (todos, desde entonces) los llaman “habitantes implantados” y solo aceptan negociar directamente con Londres, como si la autodeterminación y los derechos civiles de los isleños simplemente no existieran. Y nosotros, el pueblo argentino, los ignoramos con idéntico desdén, con idéntico desprecio por sus dignidades personales y por sus derechos humanos, esos mismos que reclamamos ardientemente para casos domésticos en los que su supuesta violación es cuando menos discutible.

            La guerra de 1982 lo cambió todo. Hasta entonces Argentina y las islas tenían relación y trato frecuente. Comercial y educativo. Había en ellas una oficina de LADE (Líneas Aéreas del Estado), una sucursal del Correo Argentino, algunos emprendimientos pesqueros argentino/malvinenses y varias maestras del continente viajaban regularmente a enseñar castellano. La contienda y la muerte, la sangre derramada, barrieron con todo eso. Para siempre. Los que nacieron después de aquella fecha nos odian y nos tienen por un peligro inminente y acechante. Les damos permanentes motivos para creerlo. Y no nos damos la chance como sociedad de repensar Malvinas y recalibrar nuestros objetivos. No queremos —quizás no podamos, tampoco— hacerlo, y no aceptamos bajo ningún motivo considerar siquiera la posibilidad de estar equivocados. Gracias a aquella guerra fútil y oportunista los kelpers llevan cuarenta interminables años viviendo completamente de espaldas a nosotros; no reciben periódicos, ni ven televisión, ni navegan por páginas de internet, ni se permiten ninguna otra actividad en la que la cultura, la política o la sociedad argentina estén en primer plano. Solo reciben, generalmente filtradas por Downing Street, las noticias acerca de las superfluas y contradictorias acciones que el gobierno argentino y su Cancillería emprenden acerca de ellos y las islas. Nada lo cambiará, ciertamente, hasta que nos decidamos a mirarlos a la cara. Hasta que dejemos de ignorarlos y reconocerlos como iguales. Hasta que nos agotemos de tanto prejuicio nacionalista y petulante. Hasta que aceptemos que existen y merecen nuestro respeto. No será fácil. Hasta ahora ha sido imposible, por lo menos.

            Las Malvinas/Falklands ya no son argentinas. Creerlo es otra más de nuestras mentiras con rango institucional. Otro de nuestros mitos fundacionales y populares. Otra de nuestras pedantes, petulantes y chauvinistas mentiras de diván. Quizás, alguna deidad lo quiera, llegue un tiempo en que se pueda llegar a un acuerdo sensato y equitativo, uno que permita cuando menos compartir emprendimientos marítimos, científicos, pesqueros y ecológicos. Uno que permita que nuestra bella pero tan vapuleada bandera ondee cuando menos por debajo de la de las islas, uno que nos permita mirarnos a los ojos y no recelarnos más. 1833 ha quedado atrás, muy pero muy atrás, y alguna bendita vez deberemos empezar a mirar hacia el futuro abandonando para siempre nuestros mitos de pacotilla, nuestras mentiras neuróticas, nuestras eternas y desabridas justificaciones y nuestra petulancia disfrazada de dignidad herida. Porque del otro lado, apenas frente a nosotros, viven, sueñan y mueren otros seres humanos, y por mucho que nos neguemos a aceptarlo, es más que probable que tengamos muchas —muchísimas— cosas en común con ellos. No será nuestra lengua, ni nuestras costumbres, ni mucho menos una historia compartida, pero puede que sea algo mucho más profundo y atávico cuya naturaleza quizás nos sorprenda de repente, probablemente el auspicioso día en que decidamos abrir los ojos a la vez que extendamos nuestra mano derecha. Se requerirá para ello, eso sí, dejar de tener el puño cerrado y crispado, abandonando antes las anteojeras ideológicas y dejando en el baúl de las insensateces el triunfalismo revanchista. No será fácil, porque nada es fácil para nosotros. Reincidimos en los mismos errores continuamente y nos asombramos de cuan mal nos va, y con la cuestión Malvinas no cesamos de repetir dicha conducta. Algún día, empero, deberemos decidirnos a cambiar. Ese día, las islas estarán un poco, un poquito siquiera, más cerca de nosotros. Que así sea.-

 

A MI HERMANO

El cuerpo de un hombre muerto yace en un puente destruido junto a autos abandonados dejados por personas que huían de la ciudad de primera línea de Irpin, región de Kiev, Ucrania. Foto: EFE/EPA/ROMAN PILIPEY
Hombre muerto en un puente de la ciudad de Irpin. (fuente:www.Clarín.com)

    Él podría ser yo. Cualquiera puede verme cada día recorrer mi barrio en bicicleta; cualquiera puede verme ir de negocio en negocio, a la farmacia o al rapipago en mi bici. Y más tarde, cada día, salir a ejercitarme con ella, por puro placer. Él podría ser yo. Hay, empero, una diferencia abismal, aterradora, entre ese cadáver deshilachado y mi propia humanidad. Yo podría caer como él, ciertamente, y quizás ese destino me aguarde en el recodo de alguna esquina, sólo que mi muerte estaría marcada -indudablemente- por un pueril accidente de tránsito, por una fatal distracción que acabe con todo. Él, en cambio, murió asesinado por la demencial locura de un chacal de Estado, Vladimir Putin; una rata encerrada en la torre alucinada de su megalomanía criminal. Un hombre solo, aislado de todos y de la realidad, que ha decidido que la historia no merece servir de faro alguno y ha tomado, como un cruel niño sin límites, el caramelo que tanto desea. Así es la locura del poder. Del poder absoluto, por cierto. Así era en 1705, o en 645 a.e.c., en 1939, y -cómo no- en 2022. El mito del eterno retorno no es tal. Todo vuelve sin remedio. Porque lo dejamos retornar. Porque nos negamos a aprender. Porque sí, quizás. O porque no.

    No hay mucho más que decir. Otros hablan y escriben hasta agotar nuestras consciencias, como si sus palabras cambiaran algo, como si pudieran parar las muertes. A mí, únicamente, me importa esta foto. Este ser humano muerto por el odio, la ambición, la locura y la mentira. Este hombre al lado de su bicicleta. Este hombre al que nadie nunca más podrá esperar, ni acariciar, ni extrañar siquiera. Y todo por un sueño colectivista y autocrático. Todo porque una parte de la humanidad -que no Putin en soledad, sino muchos otros más como él, que aman a esos líderes tóxicos y fuertes- no tolera convivir con la libertad de los otros. Unificar vidas y pensamientos, regular desde el deseo hasta la vida pública, ponerse bajo el paraguas de instituciones religiosas que no dejan nada librado al libre albedrío..., todo eso, indudablemente, atrae como el néctar a un número gigantesco de personas huérfanas de autorespeto que luchan denodadamente por hallarlo en la guía del o la líder carismática. Así acaba. Así prosigue.

“LA BESTIA ESTELAR”: Doctor Who celebra su 60 aniversario recuperando toda la magia Perdida

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