"EL SEÑOR DE LOS ANILLOS: LOS ANILLOS DE PODER" (episodios 1 a 3) Un Fiasco Decepcionante a la Espera de una Brújula

Por Leonardo L. Tavani

Calificación: REGULAR ★★

    Siempre es complicado cuando hay zapatos difíciles de llenar. Antes que nada y antes que todo está —estaba— El Señor de los Anillos, la monumental novela de John Ronald Reuel Tolkien (1892-1993), una obra superior, profunda, polisémica y sencillamente maravillosa. Como acaba de decir Chato en su canal de youtube (se trata de un ex ejecutivo y productor canadiense que trabajó años para ABC y luego para NBC, que utiliza este seudónimo para diseccionar con mucho humor a la industria audiovisual norteamericana), “siempre se dice ‘El Señor de los Anillos’ de Peter Jackson, pero la verdad es que deberíamos decir ‘El Señor de los Anillos’ de Tolkien”. Y es cierto. El neozelandés creó una trilogía de filmes superiores que ya han entrado por derecho propio a la historia grande del cine, pero todo su arte y todo su oficio serían nada si no estuviera Tolkien detrás. Es un director singular y por demás talentoso, pero cuando quiso traer al siglo XXI su filme favorito de la infancia, King Kong (1933), el resultado fue un completo fiasco. Sé que esta opinión no es ni mayoritaria ni popular, pero tampoco es una opinión, es el resultado del análisis serio de las cualidades cinematográficas de su remake de 2005, las cuales se echan en falta a lo largo de gran parte de su kilométrico metraje. Más nunca es mejor, y algo parecido le ocurrió con su siguiente trilogía basada en la breve novela El Hobbitt, alargada hasta la náusea para “llenar” tres filmes que superaron las 9 horas totales de metraje. Lo que pretendo decir es que aunque haya buenas intenciones detrás, e incluso buenos cineastas y guionistas abocados a un proyecto dado, si se trata de una adaptación de una obra de otro medio hay que saber enfrentarse a ella con humildad conceptual, lo que no quiere implicar “humildad” en cuanto al proyecto logístico en sí (la obra de Jackson, en términos “industriales”, fue una locura propia de un megalómano, inusual para un país insular que tenía hasta entonces una cinematografía pequeñísima y dependiente de Australia; y estuvo muy bien que así fuera), de modo que se pueda permitir que la obra “hable” por sí misma y permita de ese modo ser adaptada de forma efectiva. Ese movimiento tóxico que hoy se denomina “fandom” no logra entender este concepto básico y parece creer que una adaptación tiene que ser siempre una  fotocopia del original. Craso error. Artes diferentes, reglas diferentes. La fuente de base es eso mismo, una fuente, y no debe resultar un corsé para la nueva obra que la adapta. Trasladar dicha obra a otro medio significa explorar aspectos y aristas que están en ella en forma embrionaria, pero que su autor o autores trataron de modo lateral por razones perfectamente válidas para él o ellos. Ahora, traicionarla es otra cosa; y la línea entre una y otra situación es muy, muy delgada. Tener y No Tener (To Have and Have Not, 1944), esa joya dirigida y producida por Howard Hawks, surgió de una apuesta entre este y su gran amigo Ernest Hemingway. El genial novelista le apostó que era imposible sacar una buena película de una mala novela, y Hawks le aseguró todo lo contrario, que era bien posible potenciar lo bueno en una trama mediocre hasta transformarla en un buen filme. Hemingway le cedió casi gratis los derechos de la que consideraba su peor novela, y en cuestión de meses Hawks estrenaba una cinta sencillamente perfecta, un clásico del cine y un hito del Hollywood de la era dorada. La trama fue cambiada de época, se agregaron personajes, se podaron escenas enteras, pero lo esencial fue —más allá de la opinión que el novelista tuviera de su obra— que tanto el director como sus guionistas (Jules Furthman y el premio Nobel de literatura William Faulkner) supieron extraer de ella los mejores elementos a partir de una actitud de humildad y reverencia hacia el trabajo de otra persona; siendo una adaptación libre fue, empero, profundamente fiel al ethos de la historia original.

             Pues bien, hecha esta introducción, debo decir que The Lord of the Rings: The Rings of Power es, por lo menos en estos primeros tres episodios, más un lustroso ejercicio visual que otra cosa. Tolkien no dejó demasiado material acerca de la llamada segunda edad de la Tierra Media por la sencilla razón de que no le hizo falta; no escribió ningún relato completo ambientado en ella. Erudito como pocos, tanto los apéndices como las notas del autor fueron su forma de enriquecer las historias a través de jugosos detalles que otorgaban verosimilitud y densidad “histórica” al mundo que había creado. Los creadores de la serie afirman que se basaron en ellos para desarrollar esta historia, pero lo cierto es que dichos apéndices (e incluso los cuadernos privados del autor, dados a conocer por su hijo Christopher) saben a poco —¡y lo son!— como para servir de base a una serie que se lanzó con la promesa de extenderse por cinco temporadas. Y serían demasiado poco incluso para una sola. Sin embargo, nobleza obliga, este no es el problema real de la serie; The Rings of Power falla desde su misma concepción, que es moldear una trama coral, estructurada en segmentos bien definidos, los cuales confluirán —se supone—en algún momento futuro, cuando los anillos de poder ya hayan sido forjados y cada reino posea uno o varios de ellos. Tanto en la novela El Hobbit como en la más adulta y compleja El Señor de los Anillos el protagonismo está claro desde el principio y no ofrece ningún lugar para dudas: Bilbo Baggins en la primera y Frodo Baggins en la segunda. Ciertos personajes secundarios comparten gran parte de dicho protagonismo porque eso es connatural a una buena narrativa, y además se trata de aquellos que sirven de contrapunto y también de espejo para el o los protagonistas, de modo que cuando todos se separan la carga dramática en cada “bloque” narrativo está soportada en el peso del segmento a cargo del protagonista y su “compañero”. Todo funciona y avanza porque unos deben cubrir las espaldas del héroe creando una distracción, otros deben viajar a otras comarcas en busca de aliados y ayuda, y así por el estilo. Pero en esta nueva producción las cosas no funcionan de ese modo. Es cierto que a priori una joven Galadriel es quien aparenta motorizar la trama, pero esto es más un cliché narrativo que otra cosa, algo así como la respuesta lógica a la necesidad de que haya una figura que hilvane las diferentes subtramas (y que además las encadene con las películas citadas), porque lo cierto es que esta es una historia demasiado coral —cuyos principales protagonistas son totalmente inventados— en la que no queda para nada en claro cómo entrará a jugar la forja de los dichosos añillos y el hecho de que esa será una trampa de Sauron para dominarlos a todos. Y lo peor del caso, muchas de esas subtramas lucen a priori tediosas.

            Ahora bien, si el caso es que no se llega a seducir eficazmente al espectador no fanático (lo que sería deseable para todas las franquicias similares a esta), tampoco se acierta a delinear personajes con el calibre y el magnetismo de los creados por Tolkien. Tanto Arondir, “Nori”, e incluso Celebrimbor (el futuro forjador de los anillos), así como un par más entre ellos, son personajes apenas correctos, pero fundamentalmente insustanciales y sin tridimensionalidad. Y sus circunstancias también lo son. No poca importancia tiene el hecho, además, de posicionar a las mujeres de la trama por encima de todos los varones y de remarcar esto de todas las formas posibles. Una serie, y muy especialmente una como esta, no puede estructurarse en base a ideologismos de época —los que al cabo resultan innecesarios y pueriles— ni mucho menos traicionar el delicado equilibrio ético que aportaban los personajes de cada sexo en Tolkien. Me explico: el autor narró acerca de un tiempo y una época (y un lugar mitológico, por cierto) cuyas raíces éticas, políticas, raciales e incluso “religiosas” estaban moldeadas en base a la alta Edad Media Europea, y ningún guionista puede alegremente ir a contramano del ethos y el pathos de dicho mundo sociocultural. Las dos mujeres del Señor de los Anillos, Arwen y Eôwin, rompían los moldes de los corsés culturales que se les imponían como herencia social, pero eran al mismo tiempo exponentes magníficos del mundo al que pertenecían y no destruían su lógica ni dinámica social con sus respectivas conductas. Eôwin triunfa sobre el siniestro rey brujo de Angmar, matándolo, precisamente por ser una cabal mujer de su tiempo; se supone que ningún hombre podía hacerlo, por lo que el rey brujo baja indolentemente la guardia, pero ocurre que ella no “era un hombre”, sino una mujer yendo más allá de lo esperable a causa del amor y la lealtad. Arwen también va más allá de todo por ambas cosas, y eso no sería ni lógico ni factible para alguien que no crea ni comparta los valores de su tiempo. Lo disruptivo, entonces, brota de lo “normativo”. Sin “norma” no hay rebeldía. En esta nueva producción, en cambio, los principales personajes femeninos no están diseñados en base a esta sana lógica, sino como modelos de la actual cultura ultra feminista que se pretende imponer a toda costa, la que no tiene nada de malo per se (por lo menos en algunos casos), pero no sirve a efectos de imbuir de realismo y profundidad ética a un producto como este. Créanme que en ocasiones temo sinceramente meterme en estas honduras, sobre todo porque la lectura on line se efectúa muy “por arriba”, someramente, casi siempre con la persona rodeada de otros estímulos simultáneos, y esto no ayuda a la cabal comprensión de lo que realmente quiere decir el autor; y también porque el clima de época al que aludo estimula la cancelación casi automática de toda opinión que pueda parecer divergente de la norma aceptada. Así que aclaro: desde que tengo memoria amo absolutamente a los personajes femeninos fuertes y decididos, así como a aquellas increíbles actrices que los interpretaron, pero eso no quita que algo huela mal cuando se violenta la lógica en la dinámica de las normas socio parentales y/o culturales de cada época. Cuando veo a la Eugenia “Skeeter” Phelan de Emma Stone en The Help (Vidas Cruzadas, 2011; Tate Taylor) me topo con un personaje absolutamente bien definido, profundo y elaborado en base a un total sentido común. Skeeter vuelve a Jackson, Mississippi, luego de años en el Este y con una conducta propia de las clases ilustradas liberales con las que se siente identificada, y aunque nunca se utilice el término feminismo en pantalla ella es claramente una auténtica feminista, y más que eso, una rebelde. Lo era en su adolescencia y lo es ahora. Eso no evitará que cuando comience a entrevistar a las criadas negras para su libro se tope con recriminaciones y destratos, porque ella es parte de una familia tan racista como las otras y además rica, por lo que conoce la pobreza apenas de oídas. Pero ella tiene sensibilidad y sentido común, y quiere romper sinceramente con el molde cultural heredado, por eso triunfa y acaba dotando con un pequeño triunfo moral a todas las criadas negras humilladas de su Jackson natal gracias a su libro. Pues bien, si se me disculpa la digresión, aquí tienen un personaje femenino fuerte y decidido, profundamente disruptivo y renovador para su época (la trama transcurre a principios de los ‘60s), pero por sobre todo REALISTA. No hay subrayados ni excesos en Skeeter, ella es hija de un tiempo en que una chica curiosa y culta —que se dejó seducir por autores y polemistas diferentes a los permitidos en su entorno natal— podía abrir su consciencia y buscar un método mejor para convivir en sociedad. Los invito a ver el filme, si no lo hicieron hasta ahora; es magnífico. Sin embargo, recientemente Viola Davis, su coprotagonista, deploró haber actuado en ella porque fue dirigida por un hombre blanco. Cualquier comentario a este desatino se los dejo a ustedes.  

Bien, okay, me extendí demasiado en esto, lo sé, pero nada mejor que un ejemplo claro y preciso para hacerme entender con transparencia. Ahora que lo hice espero que se comprenda lo que quiero decir; por lo menos en lo referente a estos tres episodios emitidos, Los Anillos de Poder otorga a sus personajes femeninos un peso específico, una gravitación, una conducta y una ética que no se condicen con la época ni con el tipo de sociedad en que se mueven. Son, en cambio, personajes forjados al calor de la cultura woke dominante, ni más ni menos. Lamentablemente, si se me permite un sarcasmo más, los millones de chicas y niñas vendidas a adultos en la India y traficadas por sus propias familias, no tienen visibilidad alguna ni consiguen ni conseguirán que se las rescate de ello gracias a que una serie presente personajes femeninos fuertes, o transgénero, o no binarios o “como gustéis”. Afganistán es ahora mismo una prisión y una cámara de torturas para las mujeres que no pueden escapar de las garras de los monstruosos talibanes, pero Hollywood cree que si mete con fórceps un personaje no “binarie” en Star Trek Discovery todas las afganas se liberarán mágicamente del yugo islámico patriarcal. Bueno gente, no funciona así. Pero volvamos a la serie. Decía que junto a este aspecto que me pareció importante destacar, existe también otro que es incluso mucho más decisivo: Los Anillos de Poder es, hasta aquí por lo menos, mortalmente tediosa. Vuelvo en mi mente a The Lord Of The Rings: The Fellowship of the Ring, a su extenso segmento en Hobbiton, antes, durante y después de la fiesta de cumpleaños de Bilbo, y compruebo que todo ello sigue resultando interesantísimo y al espectador le resulta imposible salteárselo; porque en el cine no todo es acción vertiginosa ni —como decía Oaky— “tiros, líos y cosha golda”. Pero aquí la cosa es distinta, y uno no termina por dilucidar el para qué de ciertas secuencias ni el motivo detrás de la morosidad de las mismas. La serie adolece de petulancia respecto de la herencia que pretende continuar, pero no se ocupa por hacer honor a ese defecto poniéndose a la altura de dicha herencia.

    The Lord Of The Rings: The Rings of Power es, entonces, hasta ahora un producto lastrado por una falta de norte narrativo, una gran confusión en lo respectivo al carácter y el rol sociocultural de ciertos personajes, una dirección apenas discreta (el español J. A. Bayona, en los dos primeros envíos, no acertó prácticamente en nada) y —lo que es peor— que nos genera una preocupante inquietud tanto sobre ella como sobre otros productos afines: ¿no será que Hollywood vuelve a las andadas (de las que las series venían escapando) y comienza a producir sólo en base al rédito económico? Si pensamos en la anterior apuesta de la misma plataforma (Amazon Prime) vemos que la adaptación de la genial obra de Isaac Asimov, Fundación, resultó un fiasco estrepitoso, incluso indignante; no sea cosa que Tolkien acabe desapareciendo no ya en los fuegos del Monte del Destino, sino en la fría vacuidad de una planilla de cálculo. Sería una auténtica pena.- 


 

 

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