Por Leonardo L. Tavani
En este inesperado regreso a mi blog
trataré de ser lo más breve y conciso posible. La noticia, cortesía de la
página web del Diario La Nación (https://www.lanacion.com.ar/espectaculos/cine/como-es-el-dracula-romantico-de-luc-besson-quien-es-su-gary-oldman-y-el-invento-del-conde-que-atrae-nid11082025/),
es clara y escueta: el próximo jueves 14 del presente mes de agosto se
estrenará en los cines locales la nueva peli del francés Luc Besson, “Drácula:
A Love Tale”, nueva e IN-NE-CE-SA-RIA adaptación de la fantástica e inmortal novela
de Bram Stoker (ver mi artículo acerca de “Drácula en el Cine” https://elcineporasalto.blogspot.com/search?q=dracula+en+el+cine).
Ahora bien, convirtiéndola en un cuentito moral y, por sobre todo, en una
historia de amor cruzada por el horror, Besson afirma sin ruborizarse que
releyó esta vez la novela con mayor atención que nunca (nótese, dice “releyó”),
y que ello lo llevó a advertir que era una historia profundamente romántica, en
la que el monstruo chupasangre en realidad espera 400 años para reencontrarse
con su esposa muerta, Elizabetta. Repito, y espero ser claro: tal como se
afirma en el artículo cuyo enlace incluí, Besson repite varias veces esta
BESTIALIDAD, asegurando que ello se encuentra en el texto de Stoker. Pues bien:
¡¡¡NNNOOOOO!!!
En el magistral texto del irlandés Abraham ‘Bram’ Stoker Jamás, pero absolutamente Jamás (jamás de los jamases, decía mi madre cuando yo tenía cerca de cuatro añitos) se menciona —ni por casualidad— a esposa alguna, descendencia o siquiera alguna prometida olvidada. Las dos primeras noches en el castillo, las únicas en que Jonathan Harker dialoga con el conde por horas sin sentir el peso del peligro inminente en el que se sabrá muy pronto, el siniestro anfitrión relata con lujo de detalles las hazañas de su estirpe en las constantes batallas contra los turcos, habla con orgullo y petulancia acerca de los Drácula, y en ningún pasaje, ninguno en absoluto, deja caer tal cosa como una referencia a alguna vida marital pasada. Ni a hijos, por supuesto. He leído esta novela, sistemáticamente, una vez al año desde 1984, el año en que llegó a mis manos a través de una edición española que, bajo el sello editorial Editors, S. A., reproducía íntegramente el texto y el extenso prólogo de Félix Llaugé Dausá para Ediciones Dalmau Socias. Desde entonces, me he dedicado a coleccionar diferentes ediciones y traducciones, todas leídas más de una vez, y jamás he hallado discrepancia alguna en este punto.
Es más, si bien el Conde oye hablar de Mina Murray a Harker, quien le explica que se trata de su prometida, ella le es completamente indiferente al anfitrión, y si finalmente (muy avanzada la novela) la ataca, es porque toma mayor conocimiento de ella a través de su siervo Renfield, el demente recluido en el asilo mental del doctor Seward, donde ella y el grupo están viviendo temporalmente. Se trata del tramo de la historia en que finalmente todos los involucrados en el drama se conocen cara a cara, descubriendo que Mina (ahora Harker) lleva un diario en mecanografía y otro en taquigrafía acerca de todo lo sucedido a su marido durante la funesta excursión a Transilvania, lo cual el profesor Van Helsing halla como invaluable a la hora de reconocer cual fue el “agente” que causó la muerte y posterior transformación vampírica de Lucy Westenra, prometida de Lord Godalming. Todos ellos se juramentan destruir al conde, que gracias al diario de Harker se descubre que su guarida a horas de Londres no es otra que la vecina Abadía de Carfax, adyacente al manicomio y morada del doctor Seward. Ellos pretenden destruirlo allí mismo, pero la astucia del conde lo lleva a atacar a Mina infligiéndole el bautismo del vampiro, que consiste en forzarla a beber unas gotas de su propia y maligna sangre, de modo que, más allá de que al cabo de su vida mortal se convertiría inmediatamente en una vampiro, eso le brinda al monstruo una ventaja estratégica más inmediata y acaso pueril: puede invocarla tanto en el sueño como antes del atardecer y el amanecer para leer su mente y así adelantarse a los planes de sus enemigos y poder darles esquinazo. Como se ve, Mina, inteligentísima y pieza clave para ordenar todo el rompecabezas que Van Helsing apenas vislumbraba en un principio, no es más que un peón para Drácula, una simple pieza de ajedrez que le sirve para vengarse y atacar íntimamente a sus cazadores, a la vez que para obtener información vital para evadirlos. Ella le importa un rábano, ni la ama ni podría hacerlo jamás. Es más, aquella insidiosa frase del conde al principio del libro, cuando Harker cae en las garras de las tres vampiras del Castillo, “yo también sé amar…”, no es más que una ironía demoledora, toda vez que se la dice a las arpías al mismo tiempo que les lanza una bolsa que contiene —nada menos— que a un niño pequeño vivo, el cual les entrega para que sea su “cena”. Si ese monstruo puede amar, la definición de amor debería alterarse para siempre en nuestros diccionarios. Por lo demás, aclarado ya este punto, cabe preguntarse acerca de la presunta originalidad de la visión que adopta Besson para acercarse a esta historia. Veamos.
La primera vez que el cine adaptó la novela incluyendo esta peculiar premisa, que Mina Murray-Harker sería una especie de reencarnación de la esposa muerta del entonces todavía mortal Vlad Dracul, fue en la más que excelente película del director, productor y guionista Dan Curtis (el creador de Sombras Tenebrosas y The Night Stalker/Kolchak, entre tantas otras), Dracula (1974), telefilme británico que, debido a su alta calidad, acabó por estrenarse en salas de cine. Protagonizada con sorprendente solvencia por el americano Jack Palance en el rol del Conde, el guión del novelista Richard Matheson (Soy Leyenda) presenta esta novedad junto a una trama intimista y sólida. Luego sería retomada por Francis Ford Coppola en esa abominación de la desolación titulada Bram Stoker’s Dracula, verdadera carne de críticos lameculos y descerebrados (incluyendo a Quintín y todo el staff de la vieja revista El Amante, quienes contribuyeron, con su habitual soberbia intelectual desbocada, a elevarla al estatus de culto en nuestro país), delirio kitsch de 1992 sin sentido ni norte narrativo, que traicionó a la novela en todas las maneras posibles, más allá de algunos pequeños y aislados aciertos formales que, como la frase “he atravesado océanos de tiempo para encontrarte”, causaron que varios críticos de la época se mojaran en la cama.
Por lo demás, ver cualquiera de los tráilers disponibles evidencia sin necesidad de palabras la desvergonzada clonación de la estética, vestuario y absurdos peinados del filme de Coppola. El guión, claro está, se diferencia en otros aspectos (como que la acción principal se desarrolla en París, por caso), pero está más que claro que Luc Besson no leyó jamás la novela, o es un mentiroso descarado. Si lo primero, acaso haya ocultado su ignorancia creyendo, a lo largo de estos más de treinta años, que por el solo hecho de titularse como lo hizo, el filme del director de El Padrino era realmente fiel a la novela; si lo segundo, entonces mintió descaradamente para evitar la ola de críticas que ya habrá caído sobre él en Francia desde el estreno en los últimos días de julio pasado, por causa de las similitudes ya mencionadas con la cinta de Coppola. Si no fuera más que esto, lo uno o lo otro, el fin de mi presente artículo estaría cumplido. Ya he advertido a los lectores que la idea argumental de base NO EXISTE EN LA NOVELA, les he brindado un breve panorama de ciertos pasajes que explican lo imposible que ello sería, y por último nos reímos un poco de la brutal ignorancia (o necedad, o estulticia, o truco publicitario) de Luc Besson. Sin embargo, y como es costumbre en mis humildes trabajos, existe todavía un subtexto, una subtrama en todo este asunto, que me encantará ofrecerles para su consideración; y este sí, entonces, será el tramo final.
Diga lo que diga el “bruto” de Besson (que como sugiero más arriba, sospecho sí leyó la novela, pero prefiere hablarle a una generación de burros y asnos criados a puro Youtube y Tik Tok, quienes no leerían la novela aunque los encañonaran con una Magnum .44), la verdadera motivación para construir esta nueva película del modo en que eligió hacerlo, no es otra que la de haber sido cooptado por la ya no tan nueva moda de “deconstruir” a todos los villanos y monstruos de la literatura, el folclore popular, los cómics y el propio cine clásico. Para la moral burguesa de las sociedades abiertas occidentales, el mal ha dejado de existir. Temerosa de sí misma, culposa y creyéndose el cuentito de la sociedad opresiva blanca y patriarcal, la Europa post segunda guerra mundial, cuya sociedad abierta y liberal derramó la democracia republicana a borbotones, cayó en la trampa de los enemigos internos que ya Karl R. Popper había advertido y vaticinado. Una de esas claras muestras es la ola de antijudaísmo feroz y el odio a Israel desatados desde el atentado genocida de Hámas del 7 octubre de 2023. Niños vivos puestos a cocerse en hornos microondas, y filmados por los yihaddistas al compás de carcajadas y vítores no conmueven a nadie. Israel, hoy, es para Europa, EE UU y muchos imbéciles de países como el nuestro, una nación “blanca”, de opresores blancos y patriarcales (y colonialistas, no lo olvidemos), por lo tanto, todo lo que esté del lado opuesto —por muy terrorista, genocida, anti derechos u homofóbico que sea— tiene que ser “bueno”, o más bien “víctima”, por necesidad y decreto. Este delirio que la izquierda woke y el progresismo post era “Me Too” y demás yerbas ha propagado a mansalva, se ha colado en la narrativa general decretando el fin del “mal” o la “maldad” tal y como la conocíamos. Ahora, todo villano o monstruo lo es porque ciertas circunstancias opresoras y opresivas, determinadas injusticias o prejuicios, lo han llevado a transformarse en un enemigo de la sociedad hipócrita y egoísta. Olvidan que el mal, o Mal (las minúsculas y mayúsculas no son baladíes), es algo real, tangible, que existe. Sea desde el plano meramente racional y filosófico, o desde el religioso y metafísico, el Mal y el Bien son más que meros conceptos, sino más bien “entidades” que existen positivamente, que hemos experimentado antes, lo hacemos hoy día y lo haremos mañana. El Mal no necesita explicación ni justificación, y lo vemos cada día, por mucho que nos hagamos los tontos. Nicolás Maduro, Vladimir Putin y Daniel Ortega/Rosario Murillo son prueba tangible de Ello. Viktor Orban, también, por caso. Y eso apenas en el plano político. Centenares de personas pulcras y atildadas, cultas y bien educadas (como Jeffrey Dahmer) han sido crueles asesinos en serie, caníbales, necrófilos, etc. Lo hemos vivido a cada paso de nuestra vida. Líderes de supuestos cultos religiosos han llevado a la muerte por suicidio masivo a millares de sus feligreses. El mal, le guste o no al Luc Besson modelo 2025, existe, y se pasea de lo más campante por los jardines de nuestra quisquillosa sensibilidad progresista y biempensante. Por eso es que su Drácula tiene que ser una víctima del amor trunco y la traición, porque si abraza el mal no será porque este anide en su alma, sino porque algún estamento de nuestra asquerosa civilización occidental lo habrá llevado a la desesperación y la locura. Desde Joker (2019) para acá, el truco ya no sorprende a nadie. A Pinocho se le ven los hilos. Los espectadores, satisfechos de su moral posmoderna y sensibilizada, saldrán del cine felices de comprobar que al fin de cuentas, Adolf Hitler sí tenía redención. Videla, también. ¿O no…?.-
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