Por Leonardo L. Tavani
Dos Reinas. Dos miradas.
Dos mundos. Dos formas radicalmente opuestas de entender el cine. Una está
nominada a todos los premios Oscar que se consideran importantes; la otra viene
remando en dulce de leche desde su estreno, aunque gana adeptos con una
velocidad asombrosa. Una consagra la mirada de los críticos de “festivales internacionales”, una caterva
de parásitos —en muchos casos, como en el de nuestra ínsula barataria, chupasangres del Estado, que les financia los
viajes y las estadías en hoteles VIP— entrenados para alabar hasta el desagüe
bucal filmes en los que la cámara sigue por 15 minutos los movimientos de una
mosca y se titulan “La intolerable vacuidad del quiróptero”. La otra, en cambio,
celebra el arte de asociarse con muchas personas creativas para parir —entre
todos— una obra superior y visceralmente genuina. La una fue escrita y
“dirigida” (¡es un decir!) por Yorgos Lanthimos, cineasta neurótico y
narcisista que habitualmente se masturba apenas ve su propio reflejo en la
pantalla apagada del smartphone. La otra, trabajada con amor y respeto hacia
las figuras históricas que retrata, tuvo en Josie Rourke la amorosa guía de
alguien poseedora de una prosa audiovisual que sabe abrazar la herencia
cinematográfica del pasado enriqueciéndola con su propio mundo interior. Son
dos caras de una misma moneda; son dos ejemplos perfectos de hacia dónde va el
cine posmoderno y de la encrucijada vital que enfrenta. Recorramos ambos
caminos.