“La Favorita” y “Mary: Queen of Scots” – Dos Maneras de Concebir el Cine


Por Leonardo L. Tavani
Dos Reinas. Dos miradas. Dos mundos. Dos formas radicalmente opuestas de entender el cine. Una está nominada a todos los premios Oscar que se consideran importantes; la otra viene remando en dulce de leche desde su estreno, aunque gana adeptos con una velocidad asombrosa. Una consagra la mirada de los críticos de “festivales internacionales”, una caterva de parásitos —en muchos casos, como en el de nuestra ínsula barataria, chupasangres del Estado, que les financia los viajes y las estadías en hoteles VIP— entrenados para alabar hasta el desagüe bucal filmes en los que la cámara sigue por 15 minutos los movimientos de una mosca y se titulan “La intolerable vacuidad del quiróptero”. La otra, en cambio, celebra el arte de asociarse con muchas personas creativas para parir —entre todos— una obra superior y visceralmente genuina. La una fue escrita y “dirigida” (¡es un decir!) por Yorgos Lanthimos, cineasta neurótico y narcisista que habitualmente se masturba apenas ve su propio reflejo en la pantalla apagada del smartphone. La otra, trabajada con amor y respeto hacia las figuras históricas que retrata, tuvo en Josie Rourke la amorosa guía de alguien poseedora de una prosa audiovisual que sabe abrazar la herencia cinematográfica del pasado enriqueciéndola con su propio mundo interior. Son dos caras de una misma moneda; son dos ejemplos perfectos de hacia dónde va el cine posmoderno y de la encrucijada vital que enfrenta. Recorramos ambos caminos.

              La Favorita (The Favourite, 2018) (Buena ★★★), una de las nominadas al Oscar de este año, presenta todas las insufribles y habituales neurosis de su director —Yorgos Lanthimos— un diletante que cree estar por encima de cada una de sus películas (y del séptimo arte, claro está). En un panorama diferente, con un Hollywood que estuviera cuando menos un poquitín menos interesado por los números y una Academia que escapara de la autocomplacencia, Lanthimos y sus productos pasarían casi desapercibidos. Pero ahora, cuando llegamos a la abominación de la desolación (léase “nominación para ‘Mejor Película’ de Black Panther”), La Favorita bien puede ganar la ansiada y mayor presea. La cinta pretende indagar en la (supuesta) infantil e histérica conducta de la reina Ana Estuardo (1665-1714), soberana de Gran Bretaña e Irlanda (1702-1714), la última monarca británica de la dinastía de los Estuardo. Nacida en Londres el 6 de febrero de 1665, fue la segunda hija del rey Jacobo II. Su madre fue la primera esposa de Jacobo, Ana Hyde. En 1683 se casó con el príncipe Jorge de Dinamarca. Aunque su padre se convirtió al catolicismo en 1672, Ana siguió siendo protestante y consintió el derrocamiento de Jacobo II en nombre de la revolución anticatólica de 1688, que llevó al trono a su hermana María y al marido de ésta, Guillermo de Orange. Ana se convirtió en reina a la muerte de Guillermo en 1702, y volvió a favorecer a John Churchill, que había caído en desgracia durante el reinado de su predecesor, nombrándole duque de Marlborough y capitán general del Ejército. Marlborough logró varias victorias frente a los franceses en la guerra de Sucesión española (1701-1714), y él y su esposa, Sara, ejercieron una gran influencia sobre la reina en los primeros años de su reinado. Fiel a la Iglesia de Inglaterra, Ana se inclinaba por favorecer a la facción tory, defensora de la Iglesia, que a sus oponentes del Partido Whig, pero, influida por los Marlborough y por el lord tesorero Sidney Godolphin, conde de Godolphin, expulsó a los tories de sus cargos. Sin embargo, posteriormente, su amistad con los Marlborough se enfrió, y en 1710 aprovechó el descontento popular con la facción whig para destituir a Godolphin; Marlborough fue destituido al año siguiente. Durante el reinado de Ana, los reinos de Inglaterra y Escocia se unieron (1707). Murió en Londres el 1 de agosto de 1714, y, al carecer de hijos que la sobrevivieran, le sucedió su primo alemán, Jorge, elector de Hannover, con el nombre de Jorge I. Los hechos que narra la película se atienen a este último período, cuando Lady Marlborough pierde progresivamente su poder e influencia sobre la reina y su marido es llevado al ostracismo. Todo comienza con el arribo a palacio de Abigail, una joven dama educada y harto inteligente, caída en desgracia a causa de un padre jugador y desaprensivo, quien se ve obligada a acudir a la caridad de su prima, Lady Marlborough, para obtener un empleo como criada. Pero pronto, debido a fortuitas circunstancias, la joven llamará la atención de la reina, a la que sabrá manipular con tanta o más astucia que su pariente, logrando casi desplazarla de todas sus posiciones de poder, incluida la cama de la monarca.      
Si algo sostiene a La Favorita, ese algo es la potencia interpretativa de su trío protagónico, liderado por la cada vez más luminosa Emma Stone, una actriz capaz de cualquier desafío. Pensar que este humilde escriba la vio por vez primera en The Help (Vidas Cruzadas, 2009), cuando en realidad ya se había hecho de un nombre. Su Skeeter, un personaje maravilloso y multidimensional, nos cautivó tanto como ella misma, una mujer dueña de unos ojos capaces de hechizar hasta los dólmenes de Stonehenge. Aquí hace gala de una ambigüedad asombrosa, por momentos vulnerable y sensible y en otros despiadada y calculadora. Para razonar habla en voz alta, abstrayéndose de todos, y medita cada acción a emprender con una capacidad de cálculo que sorprende. En una escena, de las mejores del filme, pasa su noche de bodas meditando del modo descrito acerca de cómo golpear más y mejor a su prima. Su flamante marido le reclama estar ‘duro como un garrote’, y por toda respuesta obtiene un trabajo manual hecho a desgano —sin siquiera mirarlo a la cara— mientras sigue planeando a voz en cuello sus maquinaciones. La otra pata de esta mesa se encarna en la magnífica Rachel Weisz, cada vez mejor actriz, una Lady Marlborough fría como el hielo, maquinadora, ambiciosa e incluso masculina en muchos aspectos. La manera en que manipula a la reina, tanto dentro como fuera de su cama, resulta apabullante, y el enfrentamiento abierto con su prima y rival está actuado con una maestría que deja sin habla. A ellas se suma la británica Olivia Colman, quien compone a una Ana de antología, presa de demonios internos que la acosan hasta la náusea y de presiones emocionales que la obligan a traicionarse a sí misma a cada momento. Entonces, y para que se entienda, no se trata de que las actuaciones sean mediocres (es todo lo contrario), ni que la guerra por el alma (y la conciencia) de Ana no resulte atrapante, ni mucho menos que el universo que retrata no luzca cautivador: es que Lanthimos se coloca, una vez más, al frente de su obra; se convierte en el ‘único’ protagonista de la misma, busca ser el objeto de estudio de sus panegiristas por sobre el de la cinta misma. Su desafortunada decisión de rodar casi todos los planos con lente “ojo de pez”, distorsionando la imagen y acentuando los ángulos y curvando las superficies, sólo sirve para resaltar la artificialidad del relato y no permite jamás al espectador creerse el cuento. El efecto de distanciamiento, que sólo las actrices logran vencer, es permanente y molesto. Mientras la veíamos recordábamos unos párrafos de Françoise Truffaut, vertidos en Cahiers du Cinèma en ocasión del entonces estreno francés de El Evangelio Según Mateo, de Pasolini (1966). Decía el director de Jules et Jim (1961) que muy bien podía creerse que el cinematógrafo existiera en tiempos de cristo, pero que por nada del mundo podía aceptar que por entonces ya existiera el “zoom”. Truffaut admiraba al malogrado boloñés, pero en esa ocasión no pudo aceptar la extrema “artificiosidad técnico-estética” que le imprimió a su relato, por considerarlo atentatorio contra la suspensión de la credibilidad y el efecto empático que todo filme debe proveer para funcionar como tal. Y todo ello sin perjuicio de que el crítico y el público lo consideren bueno, regular o malo. Hitchcock, al menos en sus mejores momentos, jamás antepuso el “efecto” —o la “técnica”— por sobre la gramática narrativa de sus cintas: antes bien, sus genialidades creativas sabían insertarse “clandestinamente” en sus ‘pelis’, de modo que el espectador no se hacía consciente de ellas hasta mucho después de salir de la sala, o cuando se las explicaba un crítico y glosista.

            A todo lo anterior se suman otras desafortunadas opciones estéticas: la corte inglesa luce deliberadamente afrancesada, con todos sus miembros varones casi más maquillados que las damas y portando un estilo de pelucas de casi un siglo antes, buscando —si acaso eso es lo que pasó por la mente del director— asimilar ese período con la opulenta decadencia de la corte gala previa a la revolución de 1789. La división en capítulos, presididos por respectivos rótulos sobre fondo negro, se torna aun más artificial que todo el resto, y por causa de las leyendas que se leen en ellos se subraya en demasía ciertos aspectos del relato. En definitiva, La Favorita decepciona precisamente en los aspectos que en realidad deberían sostenerla como producto vívido y sincero, pero triunfa gracias a sus actrices, quienes desde el lodo del artificio más gélido se adueñan de la potencia del relato y lo hacen suyo. Demasiado poco para tanto barullo.

            Y ahora, la LUZ. Mary, Queen of Scots (María, Reina de los Escoceses; 2018) (Excelente ★★★★★), filme no estrenado en nuestro país, resulta una obra mayor, sencillamente perfecta, brillante y magnífica. Rescata la figura de María I Estuardo (1542-1587), reina de Escocia (1542-1567). Hija de Jacobo V y de la segunda esposa de éste, María de Lorena, sucedió a su padre con apenas seis días de vida. Nacida en diciembre de 1542 en Linlithgow, fue criada en Francia por la familia Guisa, a la que pertenecía su madre. En 1558, se casó con el heredero del trono francés, que accedió al mismo con el nombre de Francisco II en 1559, pero murió al año siguiente. María regresó a Escocia en 1561. A pesar de ser católica, aceptó el gobierno protestante que encontró a su llegada. Su jefe de ministros era su hermanastro Jacobo (James) Estuardo, a quien ella confirió el título de conde de Moray. En 1565, la boda de María con su primo, el noble escocés católico Enrique Estuardo, lord Darnley, se llevó a cabo de acuerdo con el rito Romano. El matrimonio despertó los recelos protestantes y fue el inicio de una insurrección, encabezada por el conde de Moray y la familia noble escocesa de los Hamilton, que tenía la esperanza de contar con el respaldo de todo el partido protestante. Sin embargo, sus esperanzas no se cumplieron y la Reina, haciéndose personalmente cargo de la situación, reprimió rápidamente la rebelión. Todavía disfrutaba de su triunfo cuando comenzaron a aparecer las desavenencias con Darnley. Ella le había cedido el título de rey, pero él exigía los derechos regios de por vida y que, en caso de que la Reina muriera sin descendencia, los derechos pasaran a sus herederos. Pero bien, hasta aquí llegaremos en la reseña acerca de su vida, porque a diferencia de su competidora, esta película llega hasta el final de la existencia de su protagonista, y preferimos que nuestros lectores asistan casi ‘vírgenes’ a la totalidad de su magnífico relato, cuyo guión (firmado por Beau Williamon) se basa en el celebrado libro del historiador e investigador Dr. John Guy, titulado “Queen of Scots: The True Life of Mary Stuart”. De hecho, verán cómo varios sucesos que hemos reseñado —deliberadamente de acuerdo a la historiografía tradicional en lengua española— se muestran con notables (e importantísimas) variaciones en el film. El Dr. Guy parece haber descubierto, en una investigación que le tomó más de 20 años, documentos inéditos en poder de familias nobles, e incluso de coleccionistas privados, todos los que echaron una nueva luz acerca de esta magnífica mujer. Pero vayamos al filme.

            Mary, Queen of Scots no es un título ajeno a la historia del cine. Así se tituló en 1971 un filme dirigido por Charles Jarrott y protagonizado por Vanessa Redgrave. Mucho antes, en 1936, el mismísimo John Ford fue encargado de conducir Mary of Scotland, con Katharine Hepburn en el rol principal, pero el rey de los westerns no se sintió a gusto con el género histórico ni el guión valía demasiado. La figura trágica de esta mujer culta, sensible y finamente dotada para el mando, trascendió siempre el marco de los libros de historia para recalar en el teatro, las novelas y el cine. Pero es, finalmente, esta nueva y reciente versión la que hace genuino honor a su memoria y legado. El film de Josie Rourke hace gala de una sobriedad estilística y un compromiso por la Historia (y la ‘historia’) que logra emocionar desde su propia “forma”. Porque si La Favorita se hundía en la ciénaga de la forma y el estilo por sobre la solidez del contenido, ‘Mary…’ se afianza en un guión maravillosamente construido —que hermana astutamente las decisiones de su protagonista con las reacciones de su entorno— y una dirección sencillamente superlativa. María, prima de la Reina Isabel I (Elizabeth) de Inglaterra, es perfectamente consciente de tener mejores palmareses que su pariente para reclamar la corona inglesa, sin embargo, acepta reconocer la autoridad de Isabel si esta le asegura los derechos sucesorios. Inteligente movida que la “reina virgen” capta en su pleno sentido, pero a la que sin embargo se niega a acceder. Entre ambas penden varias cuestiones vitales, y la sucesión —finalmente— puede que no sea una de ellas, mientras que la religión y la supremacía de Inglaterra por sobre Escocia sí lo son.

La película cuenta con varias armas secretas, y la primera de ellas se llama Saoirse Ronan. La joven actriz, revelación en Hanna (2011) y perfecta en Desde Mi Cielo (2013, Peter Jackson), se mete en la piel de su personaje con una pasión y una entrega cuando menos inusual para los intérpretes de su generación. Su María exuda humanidad, es una mujer fuerte y sensible a la vez, vulnerable a las injusticias, refractaria a la crueldad y posmodernamente tolerante con las diferencias. Se sabe despreciada por su sexo, pero convierte ese rechazo en una fortaleza; aunque la traicionen (¡y la traicionan más de una vez!), ofrece su piedad y su profundo amor por los demás para tratar de restañar las heridas; pero por sobre todo, y aunque su realidad tienda persistentemente a desmentirla, ella cree fervientemente en las personas; y es más que probable que esa fe —no en la “humanidad”, sino en cada ser humano— sea la que la conduzca, en una era de absolutismos extremos, a brindar la más absoluta libertad de credos, limitando la fe al fuero íntimo de sus súbditos. Ronan impregna su performance con cada uno de estos aspectos y lo hace con una naturalidad y una intensidad inusitadas: su mirada, por otra parte, es otra cosa, algo de otro mundo. Le imprime una fuerza de tal magnitud, despliega la energía del inabarcable azul de sus ojos con tal arrojo, que en ciertos planos el espectador se amilana ante ella y cae presa de su hechizo. Si nos importa lo que le ocurre, si nos comprometemos con su destino, es primordialmente por el fenomenal despliegue de talento de esta actriz sin techo ni límites. Claro que no está sola, y si todos los secundarios están magníficos, bien cabe destacar tres performances en especial. La primera de ellas es la breve pero muy intensa de David Tennant (Doctor Who/ Jessica Jones), quien compone a un John Knox —el líder protestante escocés— furiosamente contrario a la reina, a la que ve y pinta como una ramera y sirvienta del papado. La segunda es la del australiano Guy Pearce (Priscilla, Queen of the Desert/ L. A. Confidential/ Prometheus), quien carga con la siempre difícil misión de caracterizar al complejo, inaprensible y elusivo William Cecil, barón de Burghley. El célebre concejero, asesor, confidente y brazo ejecutor de la reina Isabel, ha sido siempre retratado con excesivo simplismo, pintándolo como un villano egoísta que manipulaba a la monarca a su antojo. Pero esto no es del todo cierto, y aunque nuestro espacio y objeto no nos permitan profundizar en su figura, sirva de muestra el hecho de que tanto el guión como el trabajo de Pearce apuntan precisamente en ese sentido: la época que le tocó vivir resulta tan compleja como él mismo lo fue, y sus acciones y decisiones tuvieron siempre dos objetivos directrices de los que jamás abdicó: la supremacía de Inglaterra y la total imposibilidad de que un católico acceda al trono. La tercera arma secreta del film resulta casi una sorpresa, si no fuera porque la intuíamos: el rol de Isabel I Tudor recayó en Margott Robbie (Terminal, 2018/ Suicide Squad, 2017), quien finalmente se revela como una actriz sólida y de múltiples recursos. Con un toque de prostética en el rostro (particularmente en su nariz) —que no luce artificial, por fortuna— Robbie escapa de todas las “versiones” anteriores de su criatura (Bette Davis, Vanessa Redgrave, Judi Dench y un largo etcétera), para hacer de ella una creación a la vez muy personal pero fiel a los hechos históricos. La reina no sólo ‘dice’ que se ha convertido en hombre para poder gobernar, sino que lo muestra y encarna; ella no sólo ‘dice’ que envidia a María, sino que en una secuencia juega amargamente con su sombra para parecer que estuviera embarazada: la angustia contenida, la frustración en su rictus, hablan de una mujer que ha renunciado a todo para sostenerse en el poder y al mismo tiempo legitimarlo. Sabíamos que la inglesa tenía buena escuela además de belleza, pero para quienes sólo la conozcan como la Harley Quinn de Escuadrón Suicida, esta actuación los dejará sin habla.

            Mary: Queen of Scots trabaja en tres niveles superpuestos de narrativa. El primero es el humano, que se permite bucear en las luces y sombras de algo más que el corazón de sus personajes, sino en sus propias almas. Un ejemplo de esto es el propio medio hermano de María, quien la traicionará cruelmente a la vez que la ama: su machismo, su concepto androcéntrico del poder, le impiden actuar con honor y en acuerdo con sus sentimientos. El segundo es el político; y cómo ya lo apuntamos, este soberbio filme huye como la peste de los simplismos ideológicos y los maniqueísmos de manual. Estas personas, algunas ordinarias y otras extraordinarias —las que sin embargo se vieron forzadas a confluir en un momento histórico extraordinario— lucharon por sus ideas de acuerdo a su propia naturaleza: unas por profundo idealismo, otras por patriotismo y otras, cómo no, por pura codicia y envidia. Pero la película sabe indicarnos las debilidades y contradicciones de cada una de ellas, recordándonos que, en definitiva, no existen santos, demonios, ni mártires; somos todos seres complejos que a veces, incluso dotados de grandes y nobles dones, podemos caer presas de ellos mismos. En el esperado y demasiado tardío encuentro entre las monarcas, cuando María debe implorar asilo y asistencia de su prima, su alto sentido del “deber” y de la “sangre” (léase “linaje”) la llevan a ofender nada sutilmente a Isabel. Y esta, no sin cierta desazón, le confesará que sentía verdadera envidia de ella, pero que ahora comprende que no había motivo para ello: “Tus mismos dones son tu perdición…”  Y el tercero de los niveles del film es el ideológico; entendido como cosa separada del humano, ya mencionado, puesto que en este micro cosmos la ideología (sea religiosa, sea política) trabaja por fuera de la propia consciencia de las personas: aquí todos son esclavos de lo que creen y son incapaces de cuestionar siquiera un ápice de ello. Knox no puede ver ni la bondad ni la capacidad de María porque lo ciegan dos cuestiones, es ‘mujer’ y católica; y nada lo persuadirá de que ello la convierte en sierva de belcebú. Isabel no logra comprender que su prima es incapaz de conspirar realmente contra ella (a pesar de sus bravatas), y por eso mismo dará crédito a las ‘pruebas’ fabricadas por Cecil y los suyos, porque su convencimiento en el “Derecho Divino” acerca de su trono la obligan a aferrarse a él con uñas y dientes. En definitiva, filme sugestivo, poderoso, dueño de un estilo visual sobrecogedor y una narrativa igualmente conmovedora, Mary: Queen of Scots se transforma en la contracara de la cinta con que principiamos este artículo: al puro artificio (aunque tenga una idea base muy buena), se le opone esta singular muestra de talento y profundidad. Porque los resultados se obtienen gracias al trabajo encarado desde el intelecto y la pasión hermanados, nunca desde el onanismo cultural ni el esnobismo de clase.  Lo dijimos al principio: dos miradas, dos universos, dos formas de entender el cine. Ustedes sabrán elegir. Nosotros tenemos la cama hecha.-




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