Por
Leonardo
L. Tavani
El cine es el medio artístico que
más ha influido en la vida cotidiana de las personas desde su nacimiento.
Define modas, impone gustos y crea mitologías. A su vez, posee una capacidad
única para capturar los deseos imaginarios de los espectadores, transformándose
en una suerte de catalizador ‘aspiracional’; y por qué no, también en un
inteligente mecanismo catárquico. Cuando Marilyn entrecierra sus maravillosos
ojos y se jacta de “educar” a Jane Rusell en eso de cazar un marido y sacarle
hasta el último centavo (Gentlemen Prefer Blondes, 1953;
Howard Hawks), las amas de casa que pueblan la sala se permiten soñar con el
hecho de ser ellas las que tengan la sartén por el mango, y no sus atildados
maridos. Y cuando Brando irrumpe en las calles con su moto gigantesca y
ruidosa, imponiendo sus propias reglas (The Wild One, 1954; Laslo Benedek),
los jóvenes perciben que un nuevo tiempo se acerca y que, inevitablemente, otras
formas de la rebeldía están llegando. Con cierto tipo de personajes, caso James
Bond, la identificación pasa por el hecho de que el espectador puede, durante 2
horas, ser y hacer todo lo que la moral y las religiones le impiden, desde
tener sexo con verdaderas conejitas de Playboy hasta matar sin reconvenciones
legales. Si de grandes robos se trata, entonces, el reprimido deseo de que las
cosas se inviertan —ser como Robin Hood, pero quedándonos con el botín— nos
lleva a ponernos decididamente del lado de los “cacos”, para que al final,
justo antes de que la pantalla se funda a negro, le hagamos un justiciero
“corte de manga” al ‘sistema’. Ingresemos, pues, al fascinante mundo de los
atracos en el cine.