Por
Leonardo
L. Tavani
El cine es el medio artístico que
más ha influido en la vida cotidiana de las personas desde su nacimiento.
Define modas, impone gustos y crea mitologías. A su vez, posee una capacidad
única para capturar los deseos imaginarios de los espectadores, transformándose
en una suerte de catalizador ‘aspiracional’; y por qué no, también en un
inteligente mecanismo catárquico. Cuando Marilyn entrecierra sus maravillosos
ojos y se jacta de “educar” a Jane Rusell en eso de cazar un marido y sacarle
hasta el último centavo (Gentlemen Prefer Blondes, 1953;
Howard Hawks), las amas de casa que pueblan la sala se permiten soñar con el
hecho de ser ellas las que tengan la sartén por el mango, y no sus atildados
maridos. Y cuando Brando irrumpe en las calles con su moto gigantesca y
ruidosa, imponiendo sus propias reglas (The Wild One, 1954; Laslo Benedek),
los jóvenes perciben que un nuevo tiempo se acerca y que, inevitablemente, otras
formas de la rebeldía están llegando. Con cierto tipo de personajes, caso James
Bond, la identificación pasa por el hecho de que el espectador puede, durante 2
horas, ser y hacer todo lo que la moral y las religiones le impiden, desde
tener sexo con verdaderas conejitas de Playboy hasta matar sin reconvenciones
legales. Si de grandes robos se trata, entonces, el reprimido deseo de que las
cosas se inviertan —ser como Robin Hood, pero quedándonos con el botín— nos
lleva a ponernos decididamente del lado de los “cacos”, para que al final,
justo antes de que la pantalla se funda a negro, le hagamos un justiciero
“corte de manga” al ‘sistema’. Ingresemos, pues, al fascinante mundo de los
atracos en el cine.
El Gran Robo al Tren - Edwin S. Porter |
En nuestro medio, ha sido la
miniserie La Casa de Papel, producción española de Antena Tres Media y
Vancouver Media (asociados luego a Netflix), la que ha despertado el interés
por este subgénero. Pero lo cierto es que los robos en el cine han dado el presente desde el nacimiento
mismo del séptimo arte, solo que debieron pasar muchas décadas para que, luego
de aflojarse las riendas de la censura y los rígidos códigos morales, volvieran
a reinar a sus anchas en la gran pantalla. Veamos cual fue su primer gran
antecedente. The Great Train Robbery se estrenó en 1903, cuando el siglo XX
apenas estaba dando sus primeros berrinches. La dirigió Edwin S. Porter, quien
luego construiría una larga y fértil carrera en el cine mudo e inicios del
sonoro. Usualmente se la considera como la primera película norteamericana de
ficción narrativa, pero aun existe mucha controversia al respecto. Lo cierto es
que se trató de una sofisticada producción de 12 minutos de duración cuyo
sentido del ritmo, el crescendo narrativo y la tensión en pantalla resultan
ejemplares. La cinta, un par de años antes de que lo hiciera Griffith, utiliza
el montaje como método para hacer avanzar la trama, ya que presenta la audacia
de filmar secuencias aisladas que luego se empalmarán en el laboratorio de
revelado y edición. Fotografiada en exteriores, con un auténtico tren a vapor
como protagonista material, los “actores” —en su mayoría— fueron ex convictos y
cuatreros que habían protagonizado, en el agonizante “Far West” de fin de
siglo, idénticas fechorías que las mostradas en pantalla. Cualquiera pensaría,
entonces, que el subgénero de “Robos y Atracos” habría tenido una larga y
fructífera prosapia a partir de tan ilustre antecedente. Pero no fue así. Los
filmes sobre estos “golpes” espectaculares, milimétricamente planificados y
audazmente ejecutados, constituyen una corriente relativamente reciente,
subsidiaria del género policíaco. Las películas de los ‘30s, inundadas de
gángsters y marginales, no prestaban atención al hecho fundamental que constituye
esta variante: el de la planificación, preparación y ejecución de un plan de
relojería, el cual —casi siempre— debe acabar con éxito para los atracadores.
Hubo excepciones, es cierto, pero un par de golondrinas no hacen verano. Al
respecto, el crítico e historiador español Juan Tejero nos aporta otra
perspectiva: “Desde un punto de vista estructuralista, las películas contemporáneas
sobre robos y atracos están estrechamente vinculadas al cine bélico,
particularmente con la variante que presenta a un pequeño grupo de individuos,
muy diferentes entre sí (frecuentemente con orígenes criminales), que se unen
para atacar o asaltar algún edificio o instalación aparentemente inexpugnable,
en el que puede hallarse desde un arsenal secreto hasta los planes de la
siguiente avanzada del enemigo”. Entre estas cintas podemos destacar Los
Cañones de Navarone (The Guns of
Navarone, 1961; J. Lee Thompson), Operation Crossbow (1965, Michael
Anderson), Los 12 del Patíbulo (The
Dirty Dozen, 1967, Robert Aldrich), Attack on the Iron Coast (1968, Paul
Wendkos) y, cómo no, la inoxidable Dónde las Águilas se Atreven (Where Eagles Dare, 1969, Brian G.
Hutton), estelarizada por Clint Eastwood y Richard Burton.
The Lavender Hill Mob |
Muchos de los elementos constitutivos de este
subgénero ya estaban presentes, ciertamente, en los filmes policiales de los
‘40s y ‘50s, pero lo que se requería para su total florecimiento no era otra
cosa que la gradual desaparición de los códigos de producción y censura que, en
el pasado, habían intentado evitar (aunque no siempre con éxito) que los
espectadores se identificaran —o siquiera mostrasen una cierta admiración— con
y por los delincuentes y malvivientes. El siglo XIX implicó el florecimiento de
un tipo de literatura popular, hoy afortunadamente parte del pomposamente
llamado “canon”, que introdujo una serie de antihéroes cuya ética personal —más
sólida que la de muchos ‘héroes’, a pesar de practicar el crimen como forma de
vida— entraba en conflicto con una sociedad corrompida y represiva. Arsène
Lupin, el caballero ladrón creado por Émile Gaboriau; Raffles, surgido de la
pluma de E. W. Hornung; y por supuesto, Fantômas, ideado por Marcel Allain y
Pierre Souvestre, representaban todo aquello que se pretendía poner debajo de
la alfombra. Incluso en su versión revisada de 1956, supuestamente más laxa, el
“Código de Producción de la Asociación
Cinematográfica de América” postulaba que: “El delito no será presentado
nunca de manera tal que los espectadores sientan simpatía por los delincuentes
enfrentados a la ley, ni mucho menos propender al deseo de imitarlos.” (art.
2) y agrega, “Los métodos seguidos para cometer un delito no serán nunca
explícitamente mostrados ni se presentarán con tal grado de detalle que pueda
volver aceptable el crimen o inspirar imitaciones.” (art.4) El
escándalo de proporciones que significó la caza de brujas sobre Hollywood, que
hemos analizado en profundidad en nuestro reciente artículo sobre el tema,
sirvió —a la larga— para que fueran cayendo lentamente los prejuicios
culturales y las barreras legales que impedían el florecimiento de esta
temática. En 1960, por ejemplo, Hitchcock tuvo que lidiar en grande para
estrenar Psycho (Psicósis) sin cortes ni prohibiciones. Pero no era el
Código de Producción su enemigo de entonces, sino la todopoderosa Liga Católica
de la Decencia, una de las últimas organizaciones ultra conservadoras que
mantuvo su poder de veto sobre la industria cinematográfica casi hasta los años
‘70s. Sin embargo, dicho poder de fuego estaba ya declinando y su influencia empezando
a desaparecer, sobre todo por la aparición de nuevos y más jóvenes congresistas
que no estaban atados, ni por familia ni por acuerdos políticos, con dicha
Liga. Por su parte, del otro lado del Atlántico no existían restricciones de
este tenor, pero lo cierto es que a muchas películas inglesas les resultaba muy difícil volverse rentables si no lograban
ser distribuidas en EE UU, lo que contribuyó a que tampoco el cine británico
fuera demasiado proclive a rodar este tipo de historias. Pero para todo hay una
excepción, y los inolvidables Estudios Ealing, con la inestimable colaboración
del magnate y productor Michael Balcon, lanzaron la genial The Lavender Hill Mob (Oro en Barras) en 1951, dirigida por el
talentosísimo Charles Crichton (Los Enredos de Wanda, 1988). El guión de este portentoso filme estaba
dando vueltas por la compañía desde hacía años, pero requería —inevitablemente—
de muchas tomas en exteriores y demasiada logística, algo que la golpeadísima
industria británica de posguerra no podía permitirse sin ayuda financiera. La
asistencia, lo repetimos, consistía sencillamente en los beneficiosos contratos
de distribución en EE UU, de modo que los porcentajes de ganancia que se remitían
a Europa luego de las primeras semanas de exhibición americana, resultaban más
que suficientes para solventar todos los gastos extraordinarios y fungían como
adelantos para próximos proyectos. Pero,
¿se estrenaría este subversivo filme en la tierra de los cowboys…?
Rififi |
The
Lavender Hill Mob trata de Henry Holland (magnífico Alec Guinness), un
gris empleado del Banco de Inglaterra encargado de la supervisión de los
traslados semanales de lingotes de oro. Su rutinario trabajo y la bien ganada
fama de hombre honesto ocultan a un inconformista a punto de explotar, quien
decide torcer su destino y concibe un sofisticado plan para robar uno de los
embarques periódicos. El filme se abre en Brasil, con Henry dándose la gran
vida y contándole su historia a un compatriota, de modo que el espectador sabe
desde el vamos que la cosa acabó bien para el funcionario infiel; sin embargo,
la tensión de la trama y el brillante humor de la misma hacen olvidar muy
pronto este hecho, de modo que el espectador se ve atrapado en su telaraña.
Escrita por esa gloria que fue T.E.B. Clarke (Thomas Ernest Bennett Clarke,
1907-1989), la aceitada campaña publicitaria que la acompañó logró, en parte,
habilitar su estreno americano con, apenas, unos pocos minutos menos. El
impacto del filme fue tan grande que le permitió a Clarke ganar el Óscar a
Mejor Guión Original, además de la muy justa nominación al premio a mejor actor
para Guinness. Pero, insistimos, se trataba de 1951 —plena histeria masiva
anticomunista y clima cultural ultraconservador— y esta maravillosa cinta sería
apenas algo así como un oasis en el desierto. Pero atención, que a pesar de
todo, no estaba sola. En 1954, el
director estadounidense Jules Dassin estrenaría en Francia la mítica Rififi
(Du Rififi chez les Hommes), la
película madre de este subgénero en
toda regla. Dassin (The Naked City, 1948 / Never on Sunday, 1960), quien
también se había negado a declarar ante la Comisión del Senado y había sido
incluido en las listas negras, se exilió en el país galo, de dónde provenía su
familia paterna. Actor, guionista, productor y magnífico director, ya en París
logró financiación para rodar su propia adaptación de la novela de Auguste Le
Breton, quien también colaboró en el guión. Rififi es todavía hoy una
obra maestra, moderna y sofisticada, que contiene una extensa y elaborada
secuencia —la del robo de las joyas, de algo más de 30 minutos— rodada
íntegramente en silencio, casi como una cinta muda. Intensa, dueña de un
larvado humor y absolutamente deslumbrante, la película le valió a Dassin el
premio (compartido) a Mejor Director en el Festival de Cannes de ese año, pero
no pudo estrenarse formalmente en EE UU sino hasta tres años después. Para
evitar las críticas que arreciaban desde Europa, Rififi sería autorizada
únicamente para su exhibición en pocos eventos privados y bajo estricta
invitación. Pero aquí conviene hacer un alto e indicar un par de excepciones
que ameritan una explicación. The Asphalt Jungle (La Jungla del Asfalto, 1950) fue una
cinta impecable del gran John Huston, en la que se mostraba la larga y
cuidadosa planificación del robo a una joyería. Filme Noir en toda regla (ver nuestro artículo sobre el tema), no
pertenece estrictamente al subgénero que nos ocupa por una razón determinante: en
él todo sale mal. Si bien el robo se consuma, serán las complejas
personalidades de cada miembro de la banda las que contribuirán a sus
respectivas caídas. Moralmente, como vimos, el filme cumple a rajatabla con los
cánones de la época: el crimen no paga, siempre concluye en tragedia. Otros
filmes similares, incluso extranjeros (como la francesa Touchez pas au Grisby,
1954), se estrenaron sin problemas en EE UU por idéntica razón, ya que no
endiosaban ni al crimen ni al criminal, sino (supuestamente) todo lo contrario.
Sin embargo, todavía en el marco de la misma década, estaría por llegar el golpe cinéfilo que abriría las puertas
para el universo de los robos y atracos a gran escala.
La Jungla del Asfalto |
Stanley
Kubrick, completamente por fuera de Hollywood y cargando el proyecto sobre sus
hombros, estrena en 1956 The Killing, impactante thriller
acerca del robo a un hipódromo. Narrada por una voz en off al modo de la serie
policial Dragnet, la película (también protagonizada por Sterling
Hayden, como en La Jungla del Asfalto)
comparte con la de Huston el hecho de mostrar un plan de relojería que se va
resquebrajando a cada minuto. Pero aun así, y a pesar de que cada miembro de la
banda acaba de manera violenta, el dinero de la recaudación es efectivamente
robado y no se recupera, un cambio argumental muy radical para la época. Sin
embargo, The Killing mantiene (quizás sin proponérselo) la premisa
básica que implica la derrota final de los malvivientes. Y no sólo eso, sino
que la mayoría de los atracadores resultan ser personas despreciables: uno de
ellos, se lo sugiere con claridad, es un pedófilo.
Five against the House |
En parte, y el director de 2001:
A Space Odyssey lo reconocería recién años después en una entrevista,
el filme surgiría en su mente luego de ver Five Against the House (1955, Phil
Karlson), inteligente cinta acerca del atraco a un gran casino (la primera en
su tipo), la cual —lamentablemente— fue olímpicamente ignorada por la crítica.
Ese mismo año se estrenaría Violent Saturday (Richard
Fleischer), magnífico ejemplo de cine intenso y dramáticamente profundo. Basada
en una novela de William L. Heath, estudiaba en verdad el cómo la llegada de
los atracadores a un pequeño pueblo de Arizona, en dónde se refugian,
repercutía tanto social como psicológicamente en ciertos miembros de esa
cerrada comunidad. El guijarro había sido echado a correr, y —a modo de
avalancha— la década siguiente le daría la bienvenida a un torrente de filmes
sobre robos planificados. El crimen comenzaba a pagar, y resultaba muy
divertido…
The Killing |
EL REINADO DEL
PLAN PERFECTO
La
década de los ‘60s será, pues, la del pleno apogeo de los atracos
cinematográficos y los golpes tipo comando, pero aunque las cosas no siempre le
salgan tan bien a los malvivientes en tales películas, lo que habrá de cambiar
es la “mirada” acerca de estos personajes y la “tolerancia” hacia el estilo de
vida que asumen sus criaturas de ficción. A continuación, trataremos de
clasificar los mejores exponentes del género no en orden cronológico estricto,
sino de acuerdo al tipo y estilo de historia. Veamos.
La
década mágica arrancó con una casi perfecta película, Seven Thieves (1960),
dirigida por el entonces veterano Henry Hathaway (Kiss of Death, 1947), un
artesano en toda regla cuya carrera fue revalorizada en los ‘80s por la crítica
francesa. Protagonizada por Rod Steiger y Edward G. Robinson, consistía en la
planificación y atraco de un lujoso hotel casino de Monte Carlo y estaba llena
de momentos intensos. Años después llegaría How to Steal a Million
(1966), la que —indudablemente— sería una de las primeras en el apartado de
“robos sofisticados”, más concretamente en el rubro “comedia-policial”.
Brillantemente dirigida por William Wyler (Ben-Hur, 1959/ Wuthering Heighst, 1939),
emparejaba a la maravillosa Audrey Hepburn con un jovencísimo Peter O’Toole,
quien debe desenmascarar al padre de ella, un viejo falsificador de arte, pero
—al enamorarse perdidamente de la muchacha— opta por montar un atrevido plan
para robar la auténtica “Venus” de Cellini y salvar así a su futuro “suegro”.
Comedia romántico-policial ultra sofisticada, con las calles de una París de
ensueño como telón de fondo, la secuencia del golpe es una perlita de 5
estrellas. Fue un hit y recaudó mucho, muchísimo más que la cifra del título.
No estaría sola: ese mismo año de 1966 Ronald Neame emparejaría a otro
británico, el siempre competente Michael Caine, con otra norteamericana, esta
vez Shirley MacLaine, en la pícara Gambit, dónde la pieza a robar es
(de nuevo) una costosa escultura. Dos años antes (1964), nuestro ya conocido
Jules Dassin volvería a recorrer los caminos del crimen con Topkapi,
la que si bien tiene más de una seña de identidad con la recién citada “Cómo
Robar Un Millón de Dólares”, abandona los ambientes de la clase alta y
la aute couture para moverse en los bajos
fondos de la frontera turco-griega. Si bien ha envejecido un poco, sigue siendo
una cinta espléndida con un reparto de lujo (Maximillian Schell, Peter Ustinov,
Melina Mercouri, Robert Morlei y Akim Tamiroff), rodada en escenarios naturales
y con un sentido de lo exótico verdaderamente admirable. Ustinov ganó, merecidamente,
el Óscar a mejor actor de reparto por su personaje, el traicionero, cobarde
pero simpático Arthur Simpson.
How to Steal a Million |
El año ’66 parece haber sido un mojón
extraordinario para este subgénero, ya que a las películas mencionadas se les
unieron Dead Heat on a Marry-Go-Round (Bernard Girard) y Assault
on a Queen (Jack Donohue), variante ubicada en alta mar con el
protagónico exclusivo de Frank Sinatra; de hecho, tanto entonces como hoy día resulta
apenas un mediocre vehículo para la gran estrella de la canción. “La Voz” lo
había hecho mucho mejor 6 años antes (1960), cuando protagonizó Ocean’s
Eleven (Doce a la Medianoche;
Lewis Milestone), rodeado de todo el “rat
pack”. Muy influyente en su época, la cinta muestra el intento del ex
convicto Danny Ocean (Sinatra) y su banda por robar un casino de Las Vegas. El
golpe se lleva a cabo con éxito, pero los problemas llegan a la hora de
movilizar y sacar el dinero de la ciudad, que está virtualmente ‘blindada’ por
la mafia. Al final, Danny y los suyos son birlados por el personaje que
interpretaba el enorme Cesar Romero (el inolvidable “Güasón” de la serie Batman
de 1966), por lo que la peli se mantiene inscripta en la “línea de moralidad aceptable”. Quizás no sea necesario recordar que
Steven Soderbergh ha producido y dirigido nada menos que tres secuelas (o
remakes, mejor dicho) de este filme, estelarizadas por George Clooney, Brad
Pitt, Julia Roberts y elenco. En ellas, Ocean y los suyos salen siempre
triunfantes, aunque la oposición se halla dentro del grupo, especialmente entre
Danny y su ex esposa.
En 1967 la calidad
bajaría notablemente con Jack of Diamonds (Don Taylor),
mediocre historia acerca de un supuestamente sofisticado ladrón de joyas que
acaba involucrándose con cada una de sus millonarias víctimas. El cine italiano
tuvo ese mismo año un pobre exponente del género, Ad Ogni Costo, la que sin
embargo se vendió muy bien en el mercado angloparlante debidamente doblada al
inglés. En 1968, finalmente, Norman Jewison (Hechizo de Luna / No me
Manden Flores) dirigirá y producirá The Thomas Crown Affair, filme
rupturista que —sin embargo— no encajará con exactitud en ninguno de los apartados.
Un empresario millonario (Steve McQueen) planifica y encarga un sofisticado
atraco a un banco sólo por diversión y ego. Pero su fachada se irá cayendo
cuando una investigadora de seguros moderna, chic y segura de sí misma
(bellísima Faye Dunaway) le altere los planes. Famosa por su serie de tomas en
“multi-imágenes”, algo muy parecido a lo que hizo Ang Lee con la primera cinta
de Hulk hace unos años, “The Thomas…” no intenta urdir un
“plot” coherente, sino todo lo contrario: escenas desconectadas entre sí, que
sirven para ilustrar como Crown seduce y a la vez es seducido por Vicky
Anderson (Dunaway), y que —en definitiva— pretenden simbolizar la alienación
cultural del momento. Pero el filme, más allá de que el protagonista se sale
con la suya, carece de ciertos elementos clave del género como para pertenecer
al mismo; lo ubica en dicho sitial el novedoso estilo narrativo utilizado y la
disruptiva “amoralidad” que transmite por todo “mensaje”. La remake de 1997,
dirigida por el talentoso Roger Donaldson y con Pierce Brosnan en el rol del
título, deja de lado casi todo el material de la original y construye una
historia atrapante, sexy y divertida, de gran vuelo cinematográfico.
En
cuanto a la vertiente criminal propiamente dicha, el premio mayor lo gana la
espléndida Robbery (1967), impactante filme británico magistralmente
dirigido por Peter Yates (Gorilas en la Niebla / El
Mundo No Basta), que narraba de manera áspera y descarnada el verídico
asalto al tren que transportaba el Correo Real, ocurrido el 8 de agosto de 1963
y cuyo botín ascendió a algo más de 3 millones de Libras. Stanley Baker y
Joanna Pettet protagonizaron esta producción absolutamente subsidiaria del Free
Cinema y la New Wave, dueña de climas hiperrealistas, narración cruda y
actuaciones naturalistas. Mucho después, en 1988 (y también desde Inglaterra),
llegaría la bellísima Buster, nueva versión del mismo
tema, narrada desde la óptica de otro de los ladrones, Buster Edwards
(interpretado por Phil Collins), el único de la banda que, una vez fugado en
Brasil —país que no tenía tratado de extradición con Gran Bretaña— decide
retornar a su patria y entregarse a las autoridades, todo ello por amor a su
esposa e hijos, quienes habían quedado atrás. La cinta explotó, además, gracias
a las dos grandes canciones que Collins estrenó para ella: “A
Groovy Kind of Love” y “Two Hearts (One Mind)”.
De Francia llegaría en 1963
Any
Number Can Win (Mélodie en
Sous-Sol), excelente exponente del género en el que Jean Gabin y Alain
Delon intentaban atracar un banco en la Riviera francesa. Dirigida con mano
maestra por Henri Verneuil, gran artesano del policial, definió un estilo y una
manera muy específica de rodar este tipo de historias. Más tarde, en 1969,
llegaría El Clan de los Sicilianos
(Le Clan des Sicielens / The
Sicilian Clan), magnífico filme también dirigido por Verneuil,
absolutamente desbocado y operístico, en el que se mezclan elementos de ambas
vertientes (cierta sofisticación narrativa, el mundo del robo de joyas y gemas,
los ambientes lujosos, etc.), pero poniendo el foco en el elemento
fundamentalmente criminal. Jean Gabin, Alain Delon (nuevamente), a los que se
sumó el gran Lino Ventura (¿se podrían juntar hoy día tres estrellas de
semejante calibre?) resultaron un trío imbatible que se intentó, sin éxito,
reunir en más de una ocasión. Gabin moriría 7 años después, pero Ventura y
Delon sí coincidirían en un par de filmes posteriores.
El Clan de los Sicilianos |
Ese mismo año el cine
británico retornaría al género con la ya mítica The Italian Job (1969,
Peter Collinson), célebre por la utilización de una docena o más de “Mini-Cooper’s”
en una extensa y celebrada secuencia. Hoy en día se la recuerda más por dicha
escena y por el hecho de contar con un joven Benny Hill en el reparto, en una
de sus escasas apariciones cinematográficas. La remake de principios de este
siglo, con Charlize Theron y Mark Whalberg, mejoró muchísimo la historia
original y mantuvo intacta la inclusión de dicho ejército de automóviles, pero
lo que cambió ahora es el resultado final: en el filme original, Michael Caine
y los suyos se quedaban con las manos vacías, mientras que en la nueva versión
(que además incluye una venganza interna) las cosas le salen mucho mejor a los
muchachos. Ya en los ‘70s encontramos ejemplos como $ (Dollars) (1971), cinta de
Richard Brooks con Goldie Hawn y Warren Beatty; The Hot Rock (1972),
filme de Peter Yates protagonizado por Robert Redford y George Segal; y por
supuesto la genial Charley Varrick (1973), perlita de Don Siegel (Harry
el Sucio) en la que el anciano protagonista (maravilloso Walter
Matthau) roba exitosamente el banco de su pequeño pueblo, Tres Cruces, para
descubrir que los tiempos han cambiado y el dinero que tomó (como el banco
mismo) pertenecen a la mafia y a su operación de “lavado” y “blanqueo”.
Es
cierto que no hay en ella una banda de múltiples miembros, pero por muchas
buenas razones esta excelente cinta es sistemáticamente incluida en este
subgénero. Y por supuesto, no podemos dejar de mencionar The Getaway, el
“clasicazo” de Sam Peckinpah estrenado en 1972, estelarizado por Steve McQueen
y Ali MacGraw. La tensión del filme, la brillantez de las escenas de huida y
persecución, más la perfecta química entre los protagonistas han convertido a
esta obra en una referencia obligada del policial y la aventura. En España, que
estaba experimentando los días finales del franquismo, fue estrenada con un
final alternativo obtenido mediante reedición de escenas, ya que la alta moral
cristiana del régimen impedía que una impúdica pareja de ladrones se saliera
con la suya. La innecesaria remake de los ‘90s, que explotaba el entonces
matrimonio en la vida real entre Alec Baldwin y Kim Basinger, resultó un obvio y
fútil experimento.
Caine y McLaine en "Gambit" |
Y aunque no se trate explícitamente de un robo, la deliciosa
El
Golpe (The Sting, 1972;
George Roy Hill), ganadora de 7 premios Óscars, merece un lugar altamente
destacado en esta lista, puesto que —si no de atracos al menos— sí se trata de
dos geniales pillos intentando (con éxito) estafar al rey de los estafadores.
Inmediatamente después del boom que significara Butch Cassidy & The Sundance
Kid, El Golpe volvió a reunir a Paul Newman y Robert Redford en una
trama (y una realización) que hoy día debería ser enseñada en las escuelas de
cine, a ver si alguien aprende algo de ella. Los años ‘70s, con su gran
libertad creativa y la enorme voluntad de experimentación de los cineastas del
momento, permitieron la aparición de filmes dueños de una gramática y una
semántica cinematográfica fascinantes; y por ello, dentro del subgénero que nos
ocupa no podemos dejar de citar a la inolvidable Día de Perros (Dog Day Afternoon, 1975), una de las
varias obras maestras de Sidney Lumet. Basada en hechos reales, narra las
agobiantes horas que viven tanto los clientes como los atracadores de un banco
neoyorquino, ya que estos últimos (Al Pacino y John Cazale) son en verdad dos
descerebrados sin capacidad ni talento para el crimen, lo que —paradójicamente—
los torna más peligrosos. Nominada para 6 premios Óscar y ganadora del
respectivo a Mejor Guión Original, es una muestra cabal de las polisémicas
variantes que este género puede brindar si se lo propone. Por lo demás, existen
numerosísimos ejemplos más de películas acerca de golpes “perfectos”, claro
está, pero nuestro artículo no pretende volverse exhaustivo ni mucho menos
minucioso, tan sólo busca señalar los exponentes más destacados del género que
han logrado trascender el paso del tiempo.
CONSIDERACIONES
FINALES
Ahora
bien, no resulta para nada casual que todas estas películas estén ambientadas
en la gran ciudad (con pocas excepciones, como el buque “Queen Mary” en la ya
citada cinta con Sinatra), ya que para el imaginario colectivo la urbe
simboliza la cruda lucha por la supervivencia y encarna todo aquello que de
inhumano y alienante tiene el mundo moderno. Como en los ‘filmes noir’ de los ‘40s y ‘50s, la ciudad pasa a ser un personaje
más en ellos, y uno que influye decididamente en el pathos de los
protagonistas. Aunque se fundaron de maneras diferentes y crecieron con
objetivos opuestos, tanto la ciudad de Nueva York como la de Las Vegas pueden
—indudablemente— hundir a un hombre en la desesperación y moverlo al crimen; y
lo mismo vale para una ciudad compleja y polimórfica como Londres, en la que
las diferencias de clase laceran todavía más las almas de sus pobres diablos.
Dix Handley, el personaje que Sterling Hayden interpreta en The
Asphalt Jungle —quien está mortalmente herido—, conduce como puede
hasta su casa natal en el campo y muere rodeado de caballos, tirado en la
hierba, final que lo dice todo. También resulta muy significativo que los
objetivos en casi todas estas cintas sean siempre bancos o casinos, ámbitos que
representan mucho de lo que se desea pero que a la vez se repudia de nuestra
sociedad capitalista. Por otra parte, estos filmes se han entendido muy a
menudo como una suerte de batalla entre el factor humano y lo tecnológico,
debido a la utilización de ultra sofisticados mecanismos que asisten a los atracadores;
pero resultaría altamente erróneo interpretarlas de tal modo: si bien la
tecnología tiene un rol preponderante en estas historias, su eje concreto se
halla siempre en el concepto de “unidad”, de “grupo”. A pesar de sus muchas diferencias
y tensiones, los complotados sólo pueden triunfar si operan como un “todo”, si
cooperan entre sí y de manera harto coordinada. En la excelente The
League of Gentlemen (1960), filme inglés dirigido por Basil Dearden,
estos aspectos del subgénero se leen
con total claridad. Un grupo de veteranos de la 2ª Guerra —desilusionados con
la vida en tiempos de paz y en cómo los trata la sociedad moderna y sus
familias— son reclutados por su antiguo coronel para dar un golpe maestro, y
mientras lo llevan a cabo con método y eficiencia recuperan el auto respeto y
la dignidad.
Mucho de esto está igualmente
implícito en un perfecto thriller reciente, Tower Heist (2013),
brillantemente dirigido por Brett Ratner (Hombre de Familia / X-Men:
The Last Stand) y protagonizado por Ben Stiller, Eddie Murphy y Alan
Alda. Stiller es el gerente diurno de uno de esos carísimos edificios de lujo
neoyorquinos, que brindan un servicio tipo hotelero las 24 hs. Los fondos de
pensión de todo el personal están invertidos en el portfolio del millonario que
interpreta Alan Alda, quien resulta haber estafado a todos sus clientes y acaba
detenido por el FBI. Gracias a la relación que nace entre el gerente y una
agente del Bureau, los empleados se enteran de que existe una caja fuerte
secreta en el departamento en cuestión, y en ella —además de dinero— se
encontraría una libreta clave para el encarcelamiento definitivo del estafador.
Los muchachos, entonces, deciden hacer justicia por mano propia y planifican el
robo al departamento, que está fuertemente custodiado por agentes federales.
Tanto la planificación como la ejecución del plan resultan una delicia para el
espectador, ya que se trata de un filme narrado con pulso ejemplar, pero lo
interesante de su argumento es cómo este grupo de perdedores, que se han
quedado sin jubilación, recuperan la autoestima y se reivindican a través de un
acto que legal y socialmente se considera punible. Cuando este elemento falta,
cuando el objetivo es únicamente la diversión vacía y la sola recaudación de
dinero en taquilla, la diferencia se percibe claramente en pantalla.
Eso es lo
que ocurrió el pasado año con Ocean’s 8, reformulación de la saga
de Steven Soderbergh protagonizada ahora por mujeres. Como los productores no
arreglaron con Clooney ni pudieron convencer al director para encarar una cuarta
parte, se montaron a la “ola feminista” y le inventaron una hermana a Danny
Ocean, personaje a cargo de Sandra Bullock. Ella y su mejor “amiga” (Cate
Blanchett) liderarán la planificación y atraco a la Gala del M.E.T. Aunque el
filme luce suntuoso y bellamente fotografiado, aunque hay talentosas y bellas
damas en pantalla, y aunque se disfrutan (y mucho) un buen puñado de estelares
cameos en la secuencia de la gala, Ocean’s 8 resulta tan vacía como
prescindible precisamente porque no hay nada ni por delante ni por detrás de
ella. Aunque la metáfora parezca absurda, hay que decir que un “mecanismo de
relojería” interesa siempre y cuando, por algún específico motivo, nos importe
el “reloj”; de lo contrario, se trata de una cáscara vacía. En 2006, por
ejemplo, Spike Lee dirigió Inside Man (Plan Oculto), verdadera joyita que narra un plan sencillamente
magistral, ejecutado con total maestría, para robar un banco igualmente
neoyorquino.
Protagonizada por Denzel Washington, Jodie Foster, Christopher
Plummer y Clive Owen, la trama incluye un secreto asociado con la Alemania nazi,
personificado en un revelador objeto que el líder de los atracadores sabe
perfectamente en dónde hallar, y que el millonario propietario del banco
(Plummer) necesita desesperadamente que se mantenga en la sombra. El filme,
absolutamente perfecto, cumple con todas las señas de identidad del género y
agrega novedades que dejan al espectador totalmente sorprendido y admirado. Por
lo tanto, mientras que el cine siga brindando obras como esta o la citada Tower
Heist, los atracos en la gran pantalla seguirán brindando mucha tela
para cortar. Se sabe, es muy bueno aspirar a ser Robin Hood; pero mucho más
lucrativo es volverse “Hood Robin”. Buenas Noches.-
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