Por
Leonardo L. Tavani
El cine nació en Francia. Los
hermanos Lumiére lo dieron a luz. Por mucho que los norteamericanos protesten,
el “pícaro” de Edison (que fue un genio, quién lo duda, pero también un vivillo
que patentaba como propios los inventos de sus “empleados” en Menlo Park,
primero, y West Orange después) no inventó el cinematógrafo, por cierto, como
tampoco —si de ese ingenio mecánico se hubiera tratado— lo hizo antes que los
hermanos galos. Como sea, y a pesar del maravilloso, sorprendente y poderoso
desarrollo de Hollywood al filo mismo del nuevo siglo, fue la patria de Víctor
Hugo la que experimentó primero que nadie con el nuevo y apasionante medio de
expresión. Hoy vamos a dar un breve pero cariñoso repaso por la vida y la obra
de un absoluto genio; y uno que lo era a pesar del escepticismo que ostentaba
acerca de sí mismo. Se consideraba apenas un “comerciante” que buscaba hacer
dinero y “complacer al público”, y decía odiar con tesón a los cultores del
“cine arte”; empero, su obra integral revela una personalidad fascinante y
compleja, un hombre enamorado de lo onírico, lo fantástico y todo lo
considerado tabú. Fue uno de los pioneros del cine y el creador —ya nadie lo
duda— del “serial cinematográfico”. Se llamó Louis Feuidalle, y los invitamos a
penetrar en su atractivo universo.
Feuillade nació el 19 de febrero de
1873 en Lunel, cerca de Montpellier, Francia. Cursó todos sus estudios en el
seminario católico de Carcassonne, en el mismo corazón de la antigua “herejía”
cátara. Toda su vida fue un ferviente católico y un incombustible partidario de
la monarquía. Para él, la República era sinónimo de infierno. Apenas llegado a
París, en 1898, trabajó para la Maison de la Bonne Presse, la célebre editorial
católica. Se quedó allí hasta 1902, cuando se interesó vivamente por el
periodismo, al punto de fundar su propia revista, “La Tomate”, publicación satírica que persistió apenas 3 meses. Al
cabo de ellos logró un cierto reconocimiento público debido a un extenso ensayo
histórico, “La Génesis de un Crimen
Histórico”, el que escribió y publicó en “Revue Mondiale”. Se trataba de una tesis en la que aseguraba que un
muchacho —que podría haber sido Luis XVII— había muerto durante la Revolución
Francesa manteniéndose su verdadera identidad en secreto por razones de Estado.
Era un tema que le obsesionaba, este del intercambio de personalidades, los fraudes
históricos y las huídas inverosímiles. Aseguraba que durante su infancia dos
genuinos descendientes del delfín habían visitado Lunel, idea que le inspiró,
tiempo después, dos filmes históricos que dirigió en 1910 y 1913
respectivamente. Siempre se ha explicado su firme afición por el misterio y las
conspiraciones, tan persistentes en su obra, con estos intereses suyos que
realmente le obsesionaban y provenían de su primera juventud. El naciente
cinematógrafo —mundillo al que accedió gracias a un amigo y colega, periodista
de “espectáculos”— lo concitó muy pronto, en 1905, cuando es contratado por la
entonces joven compañía Gaumont, que aun existe. De hecho, trabajó para Lóuis
Gaumont durante 20 años, 18 de los cuales fue director artístico y jefe de
estudio. Dirigió entre 500 y 700 películas (no hay acuerdo pleno acerca de la
cifra exacta, pero se halla estrictamente entre ambos números), aunque apenas
un puñado de ellas fueron basadas en guiones propios. Sus guiones, sin embargo,
eran dirigidos —casi siempre— por otros directores del estudio.
Lóuis Gaumont, fundador de la compañía que aun hoy lleva su nombre |
Feuillade, en
aquellos primeros meses, se limitaba a entregar un determinado número de scripts
al departamento de producción, pero rápidamente, debido a su ambición y
competencia, pasó a dirigir comedias ligeras y dramas. Hacia octubre de 1906 la
jefa del estudio, la más que notable Alice Guy (la primera mujer directora de
la historia, y pionera como productora ejecutiva) se casa con el director de
fotografía inglés Herbert Blaché, marchándose con él a Berlín para inaugurar y
poner en funcionamiento la filial alemana de la Gaumont. Poco después haría lo
mismo para lanzar la filial de Nueva York. Los directivos de la empresa,
entonces, querían que Albert Capellani la reemplazase en París, pero ella misma
los convenció para que le dieran esa oportunidad a Feuillade. El 1° de febrero
de 1907, pues, nuestro hombre se convertía en el nuevo director artístico de la
Gaumont, con un sueldo de 125 francos a la semana más un porcentaje sobre las
ventas. Infatigable, elevó el número de producciones del estudio a más de un
centenar y medio al año, de entre las cuales, una 80 cintas estaban dirigidas
por él mismo. Su primer serial, y quizás el primero de la historia del cine,
fue Le
Film Esthétique (1910), compuesto por 15 episodios.
una de las primeras cintas de Feuillade |
En 1911, los serios problemas
financieros que aquejaban tanto al país como a la empresa llevaron a Léon
Gaumont a exigir un severo programa de recortes y austeridad. Osado como
ninguno, Feuillade respondió con un magnífico serial, La Vie Telle Quélle Est (1911-13).
Se trató de una serie continuada de 18 largometrajes basados en el manifiesto
realista, rodados a muy bajo coste y a una velocidad asombrosa. Feuillade
transformó en virtud la carencia y, en su manifiesto, afirmaba que sus
películas intentaban “llevar la realidad a la pantalla por primera
vez, mostrando a las personas y las cosas tal como son, y no como deberían ser”.
El público, por contrapartida, no se mostró demasiado entusiasmado con tanto
realismo, por lo que la saga contó con una muy pobre acogida por parte de los
espectadores, así que el productor pronto se vio forzado a incluir temas más osados
y polémicos. En La Souris Blanche (1911), por ejemplo, dos solterones heredan
una casa de citas y, sorprendidos por lo rentable que puede llegar a ser el
negocio, se ponen al frente de la misma con un encomiable entusiasmo.
Igualmente entusiastas fueron sus detractores, quienes acusaron a Feuillade de
promover la pornografía y las malas costumbres, pero —paradojas del destino—
tanto denuesto no impidió que el público, ahora sí, acudiera en masa a verla. Lóuis
Gaumont comprendió que su entusiasta jefe de producción no era ningún tonto y
le dio carta blanca para cualquier temática futura. Con la censura y los
detractores tratarían él y sus abogados, mientras que Feuillade debería
abocarse únicamente a producir dividendos (o películas, conceptos
intercambiables para el dueño del estudio). Su empleado no lo defraudaría.
Entre 1910 y 1916 lanzó dos nuevas series populares con estrellas infantiles.
La saga Bebé estaba interpretada por el niño Clément Abélard, del que
se dice era un verdadero prodigio como actor; mientras que la serie Bout-de-Zan
trataba del travieso niño del título, un muchacho al que Feuillade utilizaría
después en Judex para el personaje de Le Môme Réligisse (el niño regaliz).
Por otra parte, en esos años Pierre Souvestre y Marcel Allain habían logrado
enorme popularidad con su serie de novelas policíacas protagonizadas por el
genio del crimen, Fantômas. Cuando ya se habían publicado 32 relatos de
Fantômas —todos exitosos— la Gaumont consigue comprar los derechos de
adaptación por 6000 francos, toda una fortuna. Feuillade rodó el serial con una enorme libertad creativa y
la colaboración directa de los propios autores. Cuentan las crónicas de la
época que tanto Souvestre como Allain se comportaron en el set como niños en un
parque de diversiones, fascinados con el hecho de que sus novelitas se
plasmasen en pantalla. Se llevaron de maravillas con Feuillade y le aportaron
todo tipo de sugerencias, e incluso le echaron más de una mano en las
innumerables improvisaciones surgidas durante el rodaje.
Pero aunque fue
concebido y vendido como un serial, Fantômas no lo fue en rigor de
verdad, ya que estuvo conformado por una serie de episodios auto conclusivos e
independientes que se fueron estrenando a lo largo de todo un año (de otoño a
otoño, entre 1913 y 1914), y cuya duración oscilaba entre tres y cinco bobinas.
Fantômas
fue el nacimiento, el bautismo, del
verdadero Feuillade, y aunque en su época resultó un producto vigoroso y
fresco, en la actualidad pierde mucha de su fuerza por un buen par de razones.
Restaurados y remasterizados todos sus episodios por la Cinemateca Francesa a
principios de los ‘90s, cuando se la lanzó en el ya desaparecido formato VHS, se
la editó como una única película, lo que provoca que tanto sus continuas
repeticiones (típicas del cine en episodios) como los clímax dramáticos resulten
molestos y fuera de lugar. El producto no fue pensado para verse en una sola
emisión, y su protagonista (René Navarre) carece del carisma, sentido del humor
y presencia en pantalla necesarios para darle peso a su criatura. Sin embargo,
la película sigue siendo tan admirable como rupturista para la época. En ella,
el realismo y la fantasía se imbrican de una manera que no se verá sino hasta
muchísimas décadas después, y aunque parezca raro en un católico devoto como su
director, el mal (o los villanos, si se quiere) se desarrolla, medra y se
multiplica exponencialmente en su trama, y esto casi sin restricciones ni
reconvenciones morales, algo típico en todos los productos posteriores de
Feuillade. Es cierto que al final se derrota al criminal y se castiga el “pecado”,
pero el espectador percibe inconfundiblemente que esto no es necesariamente
cierto, que la ética del producto resulta, como mínimo, ambigua.
"Barrabás", de Fantomas |
Tras la serie Fantômas, Feuillade se
vio afectado, como gran parte del continente, por la enorme tragedia que
significó la Primera Guerra Mundial. En 1914, año de inicio del conflicto, sólo
produjo Fantômas Contre Fantômas y Le Faux Magistrat, más otros cortos
de escaso valor artístico. Citado por el ejército casi desde un principio,
hasta ser movilizado (lo que ocurrió en marzo de 1915) se dedicó a rodar
pequeñas farsas, algunos dramas históricos y un par de filmes patrióticos, como
si psicológicamente le fuera imposible acometer las temáticas que realmente le
importaban. Quizás para su bien —y el de la posteridad— Feuillade no llegaría a
completar 4 meses en el frente, ya que en julio del mismo año sería dado de
baja por razones médicas. Al retornar a París se encontró con una ciudad
radicalmente diferente a la que abandonó, a pesar del poco tiempo transcurrido.
La mayoría de los actores y técnicos estaban en el frente, lo que dificultaba
enormemente rodar con la intensidad anterior a la guerra. Además escaseaba el
dinero y el gobierno requería que no se malgastase la electricidad; sin
embargo, como ha pasado frecuentemente en la historia del cine, estas
limitaciones acabaron contribuyendo a la creación de su absoluta obra maestra,
por la que es y será eternamente recordado mientras el cine exista: Les
Vampires (1915-16).
escena de Les Vampires |
Los Vampiros sí era un serial en el
sentido cabal del concepto, o sea una única historia dividida en 10 magníficos
episodios. Su título hacía referencia al nombre que se daban a sí mismos los
miembros de una peligrosa banda delictiva que dominaba los bajos fondos
parisinos. Contaban con un jefe, el Gran Vampiro, quien a su vez respondía a la
auténtica inspiradora de la banda, la temible Irma Vep (anagrama de Vampire),
inmortalmente protagonizada por la actriz y bailarina Musidora, cuya imagen,
enfundada en un ajustado y primitivo catsuit negro, abonó las fantasías
masculinas de generaciones de espectadores. Debido al estado de todos los
estudios de París, completamente desatendidos por la guerra, Feuillade optó por
rodar íntegramente en escenarios naturales, lo que se convirtió en el gran
acierto, la gran fortaleza del serial. El productor y director convirtió a los
sombríos barrios parisinos en ominosas y amenazantes estrellas protagónicas de
la obra. Dice al respecto Leonard Maltin: “Las calles grises con sus empedrados de
granito, las sórdidas fábricas, los melancólicos descampados, los transeúntes
dispersos y algún que otro coche que pasaba de cuando en cuando, bañados todos
por la luz gris de la aurora o por un amenazador crepúsculo, constituyeron el
perfecto telón de fondo del drama de Feuillade entre el precario y débil bien,
y el exultante mal en estado puro”.
Por increíble que parezca, la trama
se fue improvisando a medida que se filmaba. Cuando un actor no era requerido
en el frente, su personaje aparecía en el episodio, cuando lo era, desaparecía
con alguna explicación lógica. Un día, Jean Ayme, quien encarnaba al gran
vampiro, llegó tarde al rodaje, por lo que Feuillade lo mató en la trama del
capítulo en filmación. Un episodio después, el actor Louis Leubas aparecía como
un nuevo gran vampiro sin que medie explicación alguna para ello. Sin embargo,
aunque pueda pensarse lo contrario, la trama fluye perfecta y sin agujeros,
como si todo hubiera estado perfectamente planificado desde un principio. La
obra basaba su enorme eficacia en el hecho de que resultaba completamente
imposible predecir lo que habría de suceder en cada siguiente episodio, además
de poseer una profunda frescura, espontaneidad y —por sobre todo— contener un olímpico
desprecio por la ley, el orden, la moral y el sentido de lo “normal”.
Estos
últimos aspectos consiguieron la devota adhesión de todos los miembros del
movimiento surrealista, tanto que sus portavoces y líderes, Louis Aragón y
André Bretón, escribieron en un artículo aparecido en 1928: “Las
grandes realidades de este siglo deben buscarse en “Los Vampiros”. Más allá de
la moda. Más allá del buen gusto”. Por otra parte, siempre ha
sorprendido lo bien actuado que está este serial, lo que se debe, fundamentalmente,
a que Feuillade había logrado reunir un elenco estable de actores y actrices
con poca o nula experiencia teatral, ya que fue él el primero en darse cuenta
que el estilo ampuloso y operístico del teatro no cuadraba con las necesidades
de la interpretación en pantalla, necesariamente más contenida y minimalista.
Si algo les enseñó, precisamente, fue sobriedad y autocontención, por lo que su
forma naturalista de mostrar las acciones, paradojalmente enrevesadas y
fantasiosas (unidas a estas ascéticas performances), dotan a la película de
verismo y gran poder de convicción.
Judex |
La siguiente obra cumbre de
Feuillade será el inolvidable serial Judex (1916-17), genialidad en la
que su protagonista —por vez primera— está del lado de la ley, lo que tal vez
le reste algo de irreverencia, cierto es, pero aun así (sin duda alguna) sigue
siendo una obra rica en sutilezas y llena de emoción, profundamente evocativa. Los
Vampiros había sido retenido diez semanas por un censor, al que sólo
Musidora en persona —apelando a todos sus encantos— pudo convencer de liberar
para su exhibición. Así que ahora Feuillade prefería caminar sobre seguro,
optando por un personaje menos subversivo. Los críticos consideraron a Judex
como inferior a su predecesora, pero el productor trabajaba para los
espectadores, que la amaron, y —como escribió alguna vez Juan Tejero— “para el
futuro, aunque él mismo lo ignorase”. Y el futuro, claramente, celebró a Judex
como una obra soberbia, magistralmente realizada. Francis Lacassin, biógrafo de
Feuillade, escribió de él que, mucho antes que Antonioni, “Feuillade supo comprender que no
hay nada más bello que esa poesía urbana que surge de las calles desiguales y
sombrías, de los barrios pobres, silenciosos y desiertos, de los solares vacíos
con extraños edificios recortados en silueta a la distancia”. El
protagonista, interpretado por René Crest, es un justiciero que se niega de
plano a utilizar armas, y cuyo antagonista es el ‘villanísimo’ banquero
Favraux. También aparecerán en el serial Musidora, como la siniestra Diana
Monti, y el célebre cómico Marcel Lévesque como el inspector Cocantin. De aquí
en más, la obra de este magnífico creador no pararía de crecer en calidad y
sutileza. Por caso, el filme Tih Minh, de 1918, resultó una
fantasía entre surrealista y romántica, ambientada en una gótica mansión para
locos ubicada en Niza.
La cinta presenta imágenes perturbadoras y de una
poética desgarradora, y está actuada con un sentido estrictamente moderno del
oficio del actor. Incluso el arte gráfico de los carteles cinematográficos, hoy
reconocido como una variante de las artes plásticas, tuvo en Feuillade a un
cultor obsesivo, quien se ocupaba, entre tantas otras cosas, de sugerir diseños
y aprobar la totalidad de ellos. El cartel de L’Oubliette (1912),
perteneciente a la serie Le Détective Dervieux, es una clara
muestra de su portentoso sentido de lo onírico, lo terrorífico y lo fantástico.
Este último aspecto de su personalidad creativa, indudablemente, surge del
hecho de que, además de todo, fue también un magnífico publicista, capaz de
venderle una fotografía a un ciego.
Póster de Lóubliette, pensado por Feuillade |
De aquí en más, nuestros lectores
podrán libremente consultar sitios como www.imdb.com,
en los que podrán encontrar un exhaustivo listado de la obra completa de
nuestro biografiado. Citar cada obra sería una tarea ciclópea, dada la cantidad
abrumadora de sus producciones, y nos alejaría del sentido de este artículo,
que consiste en rescatar la figura de un auténtico pionero y verdadero creador
de la industria cinematográfica como Feuillade. Gracias a los esfuerzos de los
tres organismos franceses que se dedican a la conservación, protección y
restauración del patrimonio cinematográfico nacional, una parte importante del
legado de Louis Feuillade se conserva en aceptables condiciones, mientras que
muchos otros filmes y cortos suyos se han perdido irremediablemente. En 1924,
ya muy enfermo, escribió y dirigió 4 filmes de largometraje, siendo el último
de ellos en estrenarse Pierrot, Pierrette. El 25 de febrero
de 1925, en su casa de París, expiró rodeado de su familia, dejando tras de sí
una obra inconmensurable plagada de fantasía, lírica visual, poesía narrativa e
irreductible surrealismo. Sostuvo al cine francés en el momento en que este más
lo necesitaba, precisamente cuando la Gran Guerra lo sume en una crisis cuasi
infinita, etapa en la cual la
cinematografía italiana le arrebata la supremacía continental.
Además, mantuvo
en alto y con firmeza la bandera de lo fantástico, la aventura y la sátira como
estilos irrenunciables, a los que defendió como estilos tanto o más válidos que
el drama puro y lacrimógeno. Los historiadores del cine han sabido leer en
obras como Pulp Fiction (1994, Quentin Tarantino) o Matrix (1999, ex Hermanos
Wachowski) las inconfundibles huellas de Feuillade y su profunda imaginería
temática y visual. Especialmente por esa voluntad tan suya de incomodar al
espectador violando, de manera bien calculada, las propias reglas del juego
narrativo. El cine estaba en pañales y Feuillade, sin escrúpulos ni pudores,
osaba jugar con él hasta convertirlo en algo diferente. Volver a hablar de él y
rescatar, cuando menos en un artículo tan humilde como este, algo de la
vastedad de su obra, sirve más que nunca para recordarnos que el cine requiere
de dos componente básicos: audacia e imaginación. El dinero, por mucho del que
se disponga, no puede suplantarlos. Louis Feuillade pudo haber sido nada más
que el hijo de un gris comerciante de vinos de Lunel, devenido periodista y
redactor, pero su osadía y pasión lo colocaron en un sitial de honor en la
historia del séptimo arte. A celebrarlo. A no olvidarlo.-
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