“ANNA”, de Luc Besson – Una Crítica y un Breve Ensayo Acerca del Director y su Obra


Por Leonardo L. Tavani
Calificación: Excelente ★★★★★

Anna (Ídem) Francia – EE UU, 2019.
Dirección y Guión: Luc Besson – Fotografía: Thierry Arbogast –  Elenco: Sasha Luss, Helen Mirren, Cillian Murphy,Luke Evans . EuropaCorp, 119 min.-

Abandonaremos por una semana nuestra declamada intención de volver al corazón temático de nuestro blog, para retornar con una crítica enriquecida por una reflexión acerca de las usualmente negadas cualidades de “creador” de su director y autor, Luc Besson. Nos impactó de tal manera el filme, estrenado hace poco más de 2 meses atrás en nuestro país, y víctima de la más obtusa negación de sus valores por parte de los críticos de los grandes medios, que no tuvimos más remedio que volver por nuestros fueros. Les molesta y les molestará (a dichos críticos) que Besson no pueda ser clasificado como un autor en el estilo de los clásicos de la “Nouvelle Vague”, pero ocurre que el parisino lo es realmente, además de poseer una portentosa mente ‘comercial’ que busca sostener viva una “industria” sin la cual no habría cine en absoluto. Y esa astucia comercial, unida a su estética hija del universo “pop” de los ‘60s, es la que odian sus detractores, los mismos que —en un filme de Tarantino, por caso— celebran a viva voz las idénticas señas de identidad que flotan en sus cintas. “Anna”, sin embargo, supera holgadamente a todas las últimas realizaciones de su director y presenta un subtexto tan claro como deliciosamente subterráneo, invisible para los espectadores que sólo aman la acción y el suspenso. Esta maravillosa dualidad nos devolvió al ring. Acompáñennos.

Las heroínas de Luc Besson comparten una característica definitoria, están alienadas. Alienadas y despersonalizadas. A veces por la sociedad, otras por una familia disfuncional, en ocasiones por las drogas…y, fundamentalmente, por una desesperante incapacidad para el autoconocimiento. En el clímax del filme, Anna dice: “No sé quien soy debajo de tantas capas de mí misma. Soy como esas muñecas rusas, una dentro de la otra; pero, cuando llego a la última, la más pequeña, no la reconozco. Por primera vez quiero saber realmente quien soy”. La traducción es nuestra y sólo hemos recortado un párrafo intermedio del monólogo, pero su sentido es claro como el agua. El conocimiento de sí no suele ir de la mano de la arrogancia, y las ideologías, las religiones y los dogmas son astutas formas de la arrogancia. Por ello, nos dice Besson, hemos construido esta sociedad nuestra tan cargada de violencia, contradicciones y desamor. Por arrogancia; que es más fácil de asumir que la dificultosa aceptación de nuestra mediocridad. La mujer, para el director galo, es claramente superior al varón, pero sufre de despersonalización e instrumentalización. Veamos. Nikita estaba alienada por las drogas para no oír el apabullante silencio del desamor, por ello mismo no pudo escuchar el sonido del disparo con que mató al policía. En la Sección 5, Amande y Bob —con métodos diferentes y objetivos disímiles— le enseñarán a escuchar su propia voz. Será un arma de doble filo: apenas empiece a conocerse se volverá capaz de amar, y ello la tornará menos eficaz como asesina. La preadolescente Mathilda, por su parte, trata de sobrevivir como puede a una familia despreciable, en la que la única identificación posible consiste en la cosificación, la abulia y el egoísmo más primal. Un asesino a sueldo analfabeto le brindará un mínimo de atención, salvando su vida a regañadientes, y ella será capaz de todo por ese patético ser que se ha dignado reconocer su “otredad”. Ángela, un arcángel destinado a intervenir en casos extremos, osa romper las sacras reglas divinas a favor de un hombre moralmente quebrado —sin rumbo ni guía— simplemente porque este la reconoce como un ser afín, como mujer y hembra, y no sólo como su “salvadora”. Lucy, por último, tan fracasada y desperdiciada como el resto de su generación, se transmuta en el ‘superhombre’ nietzscheano no tanto por el milagro químico que la droga ultra secreta produce en su sistema nervioso, sino porque el desprecio supremo hacia su humanidad que muestra el gángster chino y sus hombres, le devuelve la capacidad de “ver”, de “reconocerse” a sí misma y de “aprehender” al mundo en su cruda realidad. Las otras mujeres de Besson, desde la Leelo de El Quinto Elemento, pasando por esa acorralada Juana de Arco enfrentada al mundo de la duda metódica, hasta la dirigente política birmana Aung San Suu Kyi, encarcelada por su fidelidad a la idea de libertad (en el filme biográfico que aquí pasó sin pena ni gloria), presentan también las mismas características: no pueden verse a sí mismas sino a través del prisma que la cultura androcéntrica les ha impuesto sobre sus ojos. Pero como todas estas mujeres son profundamente sensibles, inteligentes e iconoclastas, pueden ver más allá de sí mismas únicamente cuando dejan de estar abrumadas por la violencia de quienes las reducen a cosas y les impiden reconocerse. Anna es otra más en esa galería de mujeres fuera de serie que tan bien sabe interpretar Besson, pero no una del montón, qué va, sino una capaz de cualquier sacrificio para alcanzar la última y más inaccesible mamoushka, esa en la que, supone, se halla atesorada la verdadera mujer que estaba destinada a ser.

            Anna, como casi siempre en el cine de Luc Besson, disfraza y disimula sus intenciones en el oropel de la violencia y bajo una tensión ilimitada, de una manera como solo el creador de Azul Profundo (Le Grand Bleu; 1988) sabe hacerlo. Pero en esta ocasión, este hombre ahora maduro (nació el 18 de marzo de 1959) ha logrado el equilibrio perfecto entre mensaje y entretenimiento, entre lo superficial y lo esencial. Entre estética y contenido. Anna parece ser una vibrante historia de espionaje, traiciones y supervivencia, pero es mucho, muchísimo más. La protagonista, heroína trágica, apenas sobrevive con el recuerdo de una infancia luminosa, la cual —demasiado pronto— se esfuma con la trágica muerte de sus padres. Sola en el mundo, “prisionera” en un país autoritario cuyo régimen se está desmoronando de a jirones (la URSS), Anna crecerá como pueda y, como lo adelantamos, acabará alienada, sorda ante la voz interior que debería guiarla. No sabremos mucho acerca de este período de su vida. Besson nos brinda flashes, polaroids del pasado que sirven de guía e intuición para el espectador. Anna es portentosamente inteligente, astuta, fría en la adversidad; decidida. Pero ninguna de estas cualidades le sirve para sobrevivir. Cuando no te conoces a ti mismo, cuando no te valoras ni te aceptas, es como si esos recursos ni siquiera existieran. Se es una sombra, una fotocopia del ser humano posible. Luego de un prólogo intenso que finaliza  con una escena escalofriante, ubicado en Moscú en 1985 (a cuatro años de la caída del Muro de Berlín), pasamos a la misma ciudad pero en 1990, en los definitivos estertores del viejo régimen. Allí conoceremos a Anna, y desde ese momento la narración se moverá en círculos concéntricos, yendo de adelante hacia atrás y de atrás hacia adelante para que, en una forma alternativa a la manera de narrar de Kurosawa en Rashomon, accedamos a los hechos desde ángulos diferentes de cada situación, obteniendo información vital que se nos escamoteó en la primera ocasión. Besson, precisamente, juega a las mamoushkas (las muñecas rusas), pero cada vez que abre una nos impide ver la totalidad de la misma. Porque la trama de Anna es un puzzle deliberadamente caótico que simboliza el estado de la mente y el espíritu de su protagonista. A partir del primer ‘retroceso’, porque en verdad no se trata de flashbacks propiamente dichos, accederemos a las circunstancias previas al reclutamiento de Anna. Adicta, humillada por su pareja, un delincuente sociópata y brutal, la mujer ni siquiera reconoce un atisbo de humanidad en sí misma. Cuando se le haga la propuesta que podría reencauzar su vida, su respuesta será cortarse las venas de la muñeca con una cuchilla. “No me gusta tu oferta. He visto tu cara, así que, o salgo de aquí contigo, o no saldré en absoluto.” “¿Lo ves…?”, replica el agente, “eres demasiado inteligente. Deberías sopesar mejor tus opciones”.

            Anna no puede entenderse sin la obra anterior de su autor y director. Especialmente Nikita (1990; en EEUU “La Femme Nikita”), magnífico filme que Besson parece reescribir ahora de una manera más cínica aunque también más humana. Es como si el cineasta hubiera comprendido aspectos de la complejidad humana que se le escapaban en el pasado; y sin dudas que su mirada acerca del mundo y el universo femenino se ha refinado con los 29 años transcurridos desde entonces, y Anna —por ello mismo— es algo así como Nikita pasada por el tamiz de un artista de 60 años, más sabio y más escéptico. Como en el filme que tan maravillosamente protagonizara Anne Parrillaud (durante casi una década esposa de Besson), aquí hay una mujer marginal y corrompida por el medio cruel en que se desenvuelve. Sin embargo, como su antecesora, se trata de una joven llena de recursos y potencialidades que no sabe —ni puede— explotar en su propio beneficio, dado que está saturada de negativas, desprecio y subestimación. También aquí, un momento crítico en su vida la pondrá en el camino de una posible redención, aunque no exenta de espinas y peligros. Pero Anna, como su homóloga, desprecia la fría máquina de matar en que la han convertido; y aunque en un principio cumpla con sus asignaciones con una despiadada efectividad, la espía percibe claramente que con cada homicidio se pierde a sí misma sin remedio. 

El filme, aunque sostiene un ritmo endiablado, contiene —sin embargo— tan solo dos auténticas escenas de acción. Se trata de sendas secuencias que son un genuino ballet de violencia, poesía visual impregnada de sangre, furia y desenfreno. Los créditos finales revelan que el director de 2ª unidad de Anna es Olivier Megaton, preferido de Besson y director, entre otras, de El Transportador 3, Colombiana y Búsqueda Implacable II y III. Su mano se nota en dichas escenas, debido al estilo frenético y desembozado de las mismas, pero también se advierte la correa, las riendas de Besson. El parisino no quiere una cinta de acción, no al menos en el estilo lúdico y autoparódico de las citadas (todas producciones suyas, usualmente coescritas con su colega y amigo, Robert Mark Kamen, guionista de la inolvidable Karate Kid /1984), sino una película en la que estas escenas representen la violenta y cruenta lucha de la protagonista por alcanzar la libertad tanto interior como exterior. Por otro lado, aunque Sasha Luss (Anna) es una genuina bomba sexy, el director no abusa jamás de su belleza ni la explota en clave masturbatoria; Anna debe usar su cuerpo como un arma y como un elemento distractivo (cierto es), pero Besson no quiere que nos distraigamos con ello, antes bien, busca que nos identifiquemos con la angustia interior del personaje. Hay detalles muy significativos dispersos aquí y allá, y uno de ellos es el siempre iconográfico uso del cigarrillo: a diferencia de lo usual en el género, que consiste en mostrar a los personajes femeninos fumando de manera ultra sexy y altamente sugestiva, las pocas veces que Anna fuma en pantalla lo hace de manera ordinaria y por completo funcional al pretendido “realismo” que la trama busca transmitir en cada uno de esos momentos. Su personaje, por otra parte, mantiene una relación lésbica con otra modelo, compañera suya en la agencia para la que trabaja, a modo de tapadera pública. El director tampoco se regodea con escenas eróticas entre ambas, aunque no resulta difícil creer que haya estado altamente tentado de hacerlo. Pero Anna película, y Anna personaje, erotizan al espectador a pesar de sí mismas, y no a propósito. Gran mérito de un filme que, sin renegar del hecho de intentar entretener y sorprender, pretende indisimuladamente hablar de otra cosa. Besson, lo ha dicho públicamente, creció viendo los filmes de la Nouvelle Vague y el British Free Cinéma, pero siempre ha pensado que una película sin una historia potente, sin un argumento atractivo, no sirve como vehículo eficaz para otras sutilezas. Anna, ciertamente, es fiel a ese credo.

            Ahora bien, el rubro actoral de la cinta merece un apartado especial. Nuestro amor incondicional por la portentosa Helen Mirren se ve acrecentado ahora por la absoluta perfección con que construye a su Olga, segunda en la línea al mando de la inteligencia soviética. Criada desde la juventud en este mundo de mentiras, apariencias y lealtades divididas, Olga se ha vuelto una mujer seca por fuera y árida por dentro, pero —paradójicamente— dueña de una desencantada mirada acerca de su propia existencia y la ideología que la sustenta. Decir más sería traicionar lo que el director ha intentado construir con su milimétrico guión. Olga también es como una mamoushka, y llegar hasta la última muñeca que la revela será tarea del espectador. Por su parte, tanto Luke Evans como Cillian Murphy están ‘okay’ en sus roles, precisos y ajustados, pero ciertamente que los laureles se los lleva Sasha Luss, una revelación en toda regla. Tan bella que abruma, su performance es tan perfecta que logra distraernos de su angelado aspecto para así conducirnos al interior de su criatura. Luss domina la pantalla en todo momento, nos engaña cuando el director lo requiere, nos compromete cuando muestra algo de su mundo íntimo y se apropia de la impronta gráfica del propio filme. Queremos decir que cuando está en pantalla, especialmente en las secuencias en que la vemos ejecutar enemigos uno tras otro, la tensión iconográfica que resume la actriz en su figura resulta ‘impresiva’ e impresionante. No es una novedad en Besson, esto de lanzar a la fama modelos o aspirantes a actrices con un auténtico talento innato: Milla Jovovich es la prueba viviente. Luss, a no dudarlo, tendrá una carrera tan sólida como la de su predecesora.

            Y antes de finalizar, unas apreciaciones más acerca de Luc Besson. Lamentablemente, la crítica afiliada al stablishment comunicacional suele denostar a Besson. Si a su apellido le agregáramos apenas una letra y lo transformáramos en Bresson (Robert Bresson), se les aflojarían los esfínteres de la emoción. Añoran un cine y una narrativa que ya no existe, pero, por sobre todo, pretenden que el tiempo no pase para ciertos directores y que filmen igual a como lo hacían Truffaut, Antonioni o Godard. Es imposible. Eso es arqueología del cine, al menos en el sentido que Foucault le daba al término “arqueología” aplicado a las ciencias sociales. Casablanca (1942) o Laura (1943) son filmes estilística y estéticamente anticuados, pero furiosamente “modernos” en cuanto a su narrativa: funcionan a pesar del tiempo transcurrido. Cortina Rasgada (Torn Curtain, 1966), a pesar de estar rodada por el Maestro Hitchcock y de ser un cinta “moderna”, ha envejecido tremendamente y no funciona para nada; sólo se rescatan secuencias aisladas, debidas a la maestría visual del gran director inglés, pero hay poco más para disfrutar. Cortina Rasgada y Anna son filmes de espionaje, pero pretender que el ethos de sus tramas y el pathos de sus respectivos desarrollos sean idénticos, es un signo claro de demencia. De haber nacido ‘apenas’ 20 años antes, Besson filmaría diferente. Es inevitable. Pero, como buen hijo de su tiempo, es un hombre que ha consumido cómics, ha visto deliciosos filmes bizarros, ha crecido con la edad de oro de la tevé (los ‘60s y primeros ‘70s), etc, etc. Ese tipo de hombres crea personajes como Nikita, Alice o la presente Anna. Spielberg (que en absoluto es el genio que todos pretenden; sí, en cambio, un muy buen director con un par de obras superiores y varias pifiadas en su haber) nació en diciembre de 1947; o sea, es 22 años mayor que Besson: por ende, y además de las obvias diferencias culturales existentes entre un americano y un francés, ¿no es esperable, pues, que el menor de ambos dirija con una estética y un anclaje en la cultura pop mayor que la del nacido en Cincinnati? Pero, volviendo al punto, nuestros críticos de manual alaban hasta el agotamiento una basura como Rescatando al Soldado Ryan, asquerosamente chauvinista, vacía de contenido y “tribunera” (neologismo preferido por uno de dichos críticos, él sabrá reconocerse), cuyo único logro son sus impactantes escenas bélicas —ciertamente perfectas—; pero, en cambio, denostan con acritud cualquier filme de Besson, como su Juana de Arco, sincero intento por explorar la lucha interior de su protagonista, dividida entre su fe y la duda acerca de la “autenticidad” de la “voz” pretendidamente divina que la impulsa.

Besson ha construido una  carrera unida con un sutil hilo invisible que liga a sus personajes femeninos (tema que tratamos al inicio), con sus hombres necesitados de validación y sentido (el violento personaje de Jean Reno en Azul Profundo; el Corven Dallas de El quinto Elemento; etc.), más esos peculiares villanos que nunca son hombres unidimensionales ni carentes de profundidad, antes bien, son siempre individuos que pretenden sobrevivir en una sociedad corrupta y despiadada de la única manera en que saben hacerlo, siendo igualmente corruptos y despiadados. La Familia (2012), ese peculiar filme suyo tan infravalorado, resulta modélico al respecto. El ‘pater familias’, Robert De Niro, un gángster en el programa de protección de testigos, está vacío por dentro y carece de toda motivación para vivir. Huyendo por toda Francia de las largas garras del Capo neoyorquino al que traicionó ante la justicia, su verdadera penitencia consiste en tener que fingir ser alguien que no es. Cuando un plomero maleducado y petulante lo saque de sí, lo molerá a golpes hasta casi matarlo. No será porque le faltó el respeto o porque quería cobrarle de más, sino porque fue criado en la creencia de que la Ley y las Autoridades aplican sólo para los ‘pezzonovantes’, léase la gente común, y los miembros de una “Familia” crean sus propias reglas y establecen sus propias leyes para protegerse de las arbitrariedades del Estado y de los abusadores. No sentirse amparado por dicha estructura paralela lo despersonaliza y a su vez lo vuelve más agresivo cuando algo le recuerda cuán lejos está de esos privilegios. Su mujer, Michelle Pfeiffer, está tan alienada y carente de norte como su marido (y como las demás mujeres de Besson, lógicamente). En la estructura mafiosa era “alguien”. Si su marido organizaba una ‘barbacoa’, ella era la mejor anfitriona de Brooklyn, superior, incluso, a la esposa del Capo; pero ahora, para recuperar un poco de sí misma, se conforma cocinando la mejor pasta para los dos agentes del FBI que los acompañan y vigilan. Cuando uno de ellos exclama “tu pasta es la mejor del mundo; ojalá mi mujer cocinara como tú”, ella se hincha de orgullo. Su identidad se afianza cuando menos por unos minutos; es “alguien” para “otros”. Otra secuencia brillante es aquella en que va a un mini mercado y pide mantequilla de maní. Una clienta se burla de ella ante el dueño del lugar, preguntándose cómo es posible que los yanquis consuman esa crema de porquería. Ella los escucha, y a modo de venganza provoca una explosión en el depósito. La crítica a sus gustos culinarios, referida a los hábitos del propio país, la indigna y enoja porque la despersonaliza, le quita una parte esencial de su identidad.

 El hijo menor, por su parte, pasa en un santiamén de ser víctima de bulliyng a líder de la nueva escuela. ¿Cómo? Simple, se acerca al nerd más repudiado por todos, indaga en los gustos, necesidades y debilidades del resto de sus compañeros, y rápidamente se convierte en el “facilitador” de la clase. En dos semanas los tiene a todos comiendo de su mano. Otra vez la identidad como consecuencia del entorno. También Mathilda, en El Perfecto Asesino, querrá convertirse en una asesina a sueldo para emular (para crearse así misma una identidad) la profesión del único hombre que le ha brindado algo parecido al afecto. Si todas estas no son señales de una obra coherente y con sello personal propio, entonces no sabemos de qué diablos estamos hablando. Como Brian De Palma antes, Besson ha ejercido una cinematografía personalísima y a la vez altamente popular, descreyendo de las añejas categorías que definían qué cosas conformaban un cine de calidad y cuáles no, ya que cree firmemente en atraer al público a una sala de cine para maravillarlo y sorprenderlo, y no en expulsarlo y aburrirlo. Como productor y cofundador de un Estudio, EuropaCorp, ha llevado adelante una política que colaboró radicalmente en potenciar la industria francesa, que hoy pasa por su mejor momento. Pero en fin, todo lo que suene a masividad, todo lo que huela a industria, todo lo que se disfrace de cultura pop, es repudiado por estos críticos de pacotilla como si de la peste se tratara. Exceptuando a Tarantino, claro está, al que se le elogia todo filme como si nos revelara la ubicación del santo grial. Nos gusta Quentin, por supuesto, pero tuvo la suerte (y la maldición) de ganar la Palma de Oro del Festival de Cannes en 1994, por Pulp Fiction, y desde entonces se lo incorporó al canon de los bendecidos por la Aute Couture internacional, sin que importe lo que haga (o el cómo). Besson, prejuicios aparte, no cuenta con tales ventajas. Ustedes vean Anna, y pregúntense si no tiene una segunda lectura como la que hemos intentado develar. Y revean parte de la obra del director, si es que gustan de hacerlo, y traten de seguir las pistas que les hemos indicado. Si, como nosotros, detectan con claridad dicho “hilo de Ariadna”, será que no estábamos tan errados. Y le haremos burla, por fin, al esnobismo cultural. Que no será poco.-      
           

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