Por Leonardo L. Tavani
Calificación: Excelente ★★★★★
Antes que nada, y primero que todo, la totalidad del equipo creativo de The Penguin apostó por un concepto más que arriesgado, que consistió en alejarse por completo del universo comiquero de origen para abrazar, con fiereza y mucha pasión, una historia de género dramático policial pura y dura. Tiene algo de filme noir (mucho, más bien), muchísimo también del americanísimo subgénero del policial urbano, y por sobre todo, toneladas de drama familiar gangsteril. Defino de esta manera, muy pobre por cierto (sorry, mis exprimidas neuronas no dan para más), a toda historia acerca del crimen organizado vista desde la perspectiva humana de las personas que se mueven entre ese rígido submundo familiar, sus códigos de conducta y lealtad, y la manera en que estas estructuras van destruyendo a sus miembros, por mucho que prosperen en lo material. Acababa de ver el impactante primer episodio cuando vinieron a mi boca estas palabras: "esto es El Padrino". Y en efecto, lo es. No una copia, no un robo descarado, sino una historia de traiciones, ascenso en el submundo del crimen, pasiones truncas y vínculos paterno filiales muy, pero muy enfermos. Todo lo que ocurre en El Pingüino podría perfectamente haber salido de las páginas de Mario Puzo, y eso la hace realmente fascinante. La otra gran baza de la miniserie, su enorme fortaleza, consiste en el ethos sociológico y político de la misma. La única forma de explicar correctamente a qué diantres me refiero, es comparándola con The Joker (2019). Escribí poco y breve acerca de la cinta protagonizada por Joaquin Phoenix, pero por si no quieren buscar en este mismo blog aquella crítica, se las resumo de esta manera: fue una cinta bien hecha, con todo lo que eso implica, lo que explica en parte su éxito; pero el auténtico problema estribaba en su mensaje (que es TODA la peli: se trata de un producto hecho por y para transmitir una idea acerca del mundo y la sociedad), que consiste en la muy kirchnerista ideología que proclama que todos nacemos inocentes y puros, pero luego la puta burguesía, la puta clase media, la puta clase alta, la puta sinarquía internacional, el puto sionismo, el puto liberalismo, el puto capitalismo y los putos demás demonios republicanos, NOS TRANSFORMAN EN MONSTRUOS SEDIENTOS DE REVANCHA, VENGANZA Y RESTITUCIÓN. Es, con total exactitud, la ideología que mueve a un imbécil, inútil y canalla como Axel Kiciloff, que finge gobernar una provincia dominada por el narco, el delito y la inacción policial, en la que cualquier excusa sirve para liberar a los criminales encarcelados y pedirles de paso perdón por la molestia. Si la primera excusa fue el Covid-19, la próxima será el dengue. O la pediculosis, lo mismo da. Y si acaso lo están pensando, pues no, no estoy mezclando las cosas; son exactamente así. Y la pseudoideología de los progres de izquierda, plenamente insertada en el mundo de las artes audiovisuales —wokismo incluido— ha hecho el resto del trabajo. Eso sí, en este punto abriré un paréntesis y aclararé, por si hiciera falta, que lo opuesto a lo que critico no está representado en Milei ni en ninguno de sus enanos fascistas; me repugnan. Listo. Prosigo. Aquel panfleto foucaultiano autocomplaciente, hecho para el consumo de audiencias mentalmente anestesiadas (pero que se autoperciben como recién bajadas de la Sierra Maestra), no solo se cargaba toda la historia comiquera del gran némesis de Batman, sino que también daba de baja a esa petit obra maestra que fue La Broma Asesina (Batman: The Killing Joke; 1988), comicbook escrito por el gran Alan Moore (Watchmen; V for Vendetta), trama que le brindaba por vez primera una historia de fondo al Güasón, un nombre y un posible disparador para su locura asesina, pero ojo al piojo: dije “un disparador”, nada más. Moore, maestro de la sutileza y conocedor de la complejidad del alma humana, muestra sin ninguna vacilación —ni mucho menos dudas— que la maldad de este tipo siniestro es pura y taxativamente suya, que está y estuvo siempre dentro de él. Sus primeros pasos como payaso y el destino de su infortunada esposa no son otra cosa que excusas y máscaras adaptativas heredadas de y por la sociedad que el filme de Phillips tanto criticaba. O sea, Moore nos relata cómo este tal Arthur Fleck se va quitando, paso a paso, todos los controles (o frenos) sociales y culturales hasta que su demencia queda totalmente al descubierto, siendo el justiciero Batman la aparente “causa” de este disparador. El vengador encapotado “justifica” a Fleck para liberar sus demonios interiores; de algún modo, lo crea. Todo fuerza arrolladora engendra otra análoga pero opuesta, nos dice Moore. Y por sobre todo, que el “Mal” es una cosa inmortal, inmanente e imposible de erradicar. The Killing Joke es una obra profundamente nihilista que se da el lujo, además, de mostrar a Batman como otro desquiciado más, quizás más que Fleck/Joker, pero que canaliza su locura de manera diferente y hacia otros objetivos.
Pues bien, The Penguin discurre felizmente por andariveles totalmente distintos. La verdadera crítica que propone esta historia no está dirigida al capitalismo salvaje, ni a la clase alta, oligarquía o cómo quieran llamarla; les pega algunos golpecitos, cómo no, pero no son su blanco. Esta Gotham City arrasada por las acciones terroristas de El Acertijo en el filme The Batman, que derramó todavía más miseria en los barrios tradicionalmente bajos, es reflejo de las NATURALES e INEVITABLES diferencias económico sociales que surgen del modelo de civilización urbana. Los guionistas nos dicen algo mucho menos ideologizado (pero más sensato), precisamente porque su discurso se halla en la médula de nuestra deriva antropológica. Esto es, siempre habrá pobres y excluidos, siempre existirán desafortunados y marginales; y no porque malignas fuerzas del “mercado” le quiten a unos para dar a otros, sino porque sencillamente, en nuestro modelo de civilización, en nuestras grandes ciudades —hiper tecnologizadas pero tambien hipertrofiadas— sólo los que se atreven a “tomar lo suyo” prosperan. Repito, el discurso de El Pingüino es que, sencillamente, las grandes urbes no están pensadas ni diseñadas para favorecer a todos. Es técnicamente imposible. Si un moderno Robin Hood robara TODOS los bienes de los ricos de Gotham y los repartiera entre los pobres, pues no pasaría absolutamente nada. La dudosa bonanza duraría hasta que cada menesteroso se hubiera agotado el dinero recibido. Ahora, si naciste con una deformación fisica, si toda tu vida te han menospreciado, pero tienes “hambre”, mucha hambre, si haces lo que tienes que hacer para obtener lo tuyo, pues la misma urbe te lo dará. Se rendirá a tus pies. Esta trama, claro está, se narra desde la perspectiva de los delincuentes, de los inmorales, de los que se permiten sufrir hasta mutilaciones por lograr sus propósitos, así que nuestra moral judeo cristiana se ve azuzada en grado sumo con cada episodio. Pero atención, que muy pero muy sutilmente, la miniserie nos dice que también se puede triunfar de manera más honesta y moralmente aceptable, aunque pagando algún tipo de precio por ello. Solo que no todos pueden lograrlo de dicha forma, y lo único que se requiere es —sencillamente— desearlo tan firmemente que se esté absolutamente decidido a hacer lo que sea que haya que hacer. Incluso, si un lazo afectivo te debilita, pues lo eliminas. Así de sencillo. En The Penguin el mal sí que existe, sí que es parte de nuestra alma, y lo abrazamos con total libertad y decisión con el único objetivo de lograr nuestras metas. O mejor dicho, estas criaturas así lo hacen. Porque hay cosas inexorables. Como los destinos, por ejemplo.
Tres
personajes construyen la tríada que sirve como juego de espejos deformantes en
esta miniserie, Oswald “Oz” Cobb (no Cobblepot, como siguen escribiendo por
ahí), soberbiamente interpretado por Colin Farrel, eterno subalterno en la
familia Falcone que intenta transformarse en el rey del bajo mundo de Gotham,
el joven Víctor Aguilar (Rhenzy Feliz, una grata sorpresa), quien sobrevive en
las calles robando sin mucho entusiasmo, luego de perder a su familia en el
atentado, y que pasa a convertirse en mano derecha de Oz; y por último —last
but not less— la temible y siniestra Sofía Falcone, “la ahorcado”, encarnada
con escalofriante pasión por la gran, enorme y monumental revelación de esta
serie, Cristin Milioti, quien ya pasó a ser una de mis tres actrices favoritas.
Entre ellos se juega, dinámicamente, el póquer de lealtades divididas,
traiciones cruzadas, cuentas pendientes de variado tipo y ambiciones
irrefrenables que construyen este fresco asfixiante acerca del crimen
organizado y sus raíces en la misma sociedad que lo repulsa. No hay historias
de origen en esta trama, cosa que se agradece en grado sumo, apenas si algunos
flashbacks oportunos y reveladores que servirán para contarnos quién es
realmente este Oz Cobb y cuáles son los fantasmas que él mismo invocó para que
lo atormenten; y por cierto, el disruptivo, sorprendente y aterrador cuarto
episodio, ese que ingresa demencialmente en la tragedia personal de Sofía, esa
que la transformará en la peligrosa y envenenada mujer que ahora es. Es más,
aunque a simple vista podrían divisarse posibles señas de identidad entre Joker
y el brillante producto que nos ocupa, nada está más alejado de la realidad. El
pathos vital de los personajes en cada una es radicalmente diferente, y por
supuesto que también lo es su ethos. Las circunstancias de vida, el medio en
que se mueven estas criaturas, son tan malas como en la cinta de Todd Phillips,
incluso en su inteligente juego de espejos: si Ozz, sus hermanos y su madre
provienen de los barrios bajos, donde aprendieron a sobrevivir de cualquier
manera, la rica y sofisticada Sofía solo tiene dinero; descubre que su padre es
un sicópata homicida que asesinó a su propia madre, haciéndolo pasar por un ahorcamiento
suicida, y acaba de manera que evitaré espoilear, y que tan magníficamente se
ilustra en el citado episodio cuatro. Por mucho que ambos personajes hayan
sufrido, ninguno ha sido víctima de una sociedad inescrupulosa ni del
capitalismo salvaje. Hay, sí, muchísima hipocresía a su alrededor, y mucha
infamia; pero la suerte de ellos, a la que se suma la de Víctor, está marcada
por las acciones y decisiones de sus seres más cercanos. Por sus demonios
privados, sus ambiciones o sus cuentas pendientes. Víctor, en cambio, sufre por las acciones de otro, el terrorista
que conocimos en el filme de donde brota esta historia, un perfecto desconocido
para él, y una vez más la alegoría es prístina en su discurso, que la locura,
el mal y la demencia no brotan ni de la sociedad ni de la urbe podrida (ambas
lo están, por cierto, pero no envenenan a los puros per se), sino de la propia
alma de individuos que no encajan en ningún molde aceptable, que llevan el mal
en sí mismos, y que utilizan coartadas morales para justificar su ira criminal
insaciable; pero son solo eso, coartadas. Si pongo el acento en este aspecto de
The
Penguin es porque pasó desapercibido para casi todo el mundo y porque
creo, justificadamente, que está en la médula de esta producción. Es como si
productores y guionistas hubieran caído en la cuenta, finalmente, que tanto
capitalismo como comunismo, cristianismo, islam, budismo y shintoísmo, y cuanto
“ísmo” más se les ocurra, no han logrado resolver ni la locura social ni la
personal, ni las diferencias socio económicas ni las de pura clase, ni han
evitado la corrupción general. El mal, el germen, está en otro lado. Y nuestra
forma de vida gregaria, en conglomerados urbanos de variados tipos y tamaños,
parece ser una de sus matrices (no la única, eso sí). En una de estas urbes, ni
más ni menos corrupta y envilecida que otras, la ambición de un oscuro
lugarteniente de grandes capos mafiosos desata terremotos tan grandes como la
demencia de El Acertijo.
La ejecución narrativa de cada uno de los ocho episodios es verdaderamente perfecta. Cinematográfica, y en un sentido que la propia gran pantalla viene perdiendo hace rato. La constante relación entre cuadro, campo y diseño visual es un lujo para el espectador; los colores y filtros, el vestuario y la iluminación, todo está íntimamente relacionado para transmitir y reforzar una idea dramática precisa. Para los conocedores (y con mi mismo rango etario), es algo parecido a lo que Peter Greenaway llevaba brillantemente hasta el extremo con su magnífica El Cocinero, el Ladrón, su Mujer y su Amante (1989). La trama está construida con una prefección dramática verdaderamente inusual; avanza con perfecta naturalidad y es como un nauseabundo descenso a los infiernos de la ambición ilimitada, la venganza igualmente sin límites y la locura como motor y —a la vez—justificación. No hay inocentes en El Pingüino, ni siquiera las víctimas. Algunos poseen método, astucia y audacia suficientes. Otros medran de lo que de ello les sobra a esos unos. Y el resto peca por omisión o simplemente complicidad. Otro gran acierto, sin dudas, es la astuta complicidad que se crea entre Oz y el espectador. Los guionistas lo humanizan, por cierto, pero si tuviera que ejemplificar el cómo lo hacen sería casi exclusivamente comparándolo con el Adolf Hitler de La Caída (Der Untergang; 2004, Oliver Hirschbiegel), magistralmente protagonizada por el recientemente fallecido Bruno Ganz. Hitler, aunque epítome histórico y mundial de la maldad en estado puro, era, empero, un ser humano; quizás por eso mismo fue capaz de desatar tamaña masacre demencial. Porque los seres humanos somos nuestro peor enemigo, el hombre como “lobo del hombre”, según Thomas Hobbes, pero ni el peor de entre nosotros se diferencia, en lo común y ordinario, del más gris de los mortales. El Arthur Fleck de Güasón, lo repito hasta la saciedad, era humanizado a MODO DE VÍCTIMA EXCLUSIVA DE LA SOCIEDAD, disolviendo así (“agüando”, diría el paisano) su propia y primaria maldad. Era, como negarlo, una película anti “trumpista” (se estrenó en las postrimerías del primer gobierno del tío Donald, y el Hollywood actual, tan maniqueo y “wokista”, escupió durante esos cuatro años un montón de productos que atacaban sus políticas ultra conservadoras, xenófobas y aislacionistas), como también lo fue La Forma del Agua (The Shape of Water; 2017, Guillermo del Toro), solo que gracias al talento y sensatez de su director y también co guionista, esta última escapaba del destino de puro panfleto ultra liberal que acechaba a la de Todd Phillips. En El Pingüino, insisto, todo esto está superado con holgura y feliz acierto. Su personaje, ambicioso, rencoroso y cruel, es también harto capaz de amar a su madre y cuidarla a su muy peculiar manera, puede traicionar sin mosquearse a Sofía, pero no por eso humillarla u odiarla porque sí. Nada lo detendrá, ni siquiera los afectos que construyó durante estas semanas febriles que coronarán su criminal ascenso, pero aun así nadie es culpable de ello. Sólo él mismo, lo que —paradójicamente— lo vuelve una criatura todavía más peligrosa y siniestra que el mamarracho de Arthur Fleck. Mamarracho que acaba de culminar, cómo no, cantando (horriblemente, además) y bailando al lado de Lady Gaga. Justicia poética, que le dicen.
En cuanto a los desempeños actorales, esta miniserie presenta un cast inmejorable. Desde sus protagonistas hasta los más fugaces secundarios. Pero Cristin Milioti, francamente prodigiosa como Sofía, se lleva todas las palmas. El año próximo debería llevarse el Emmy a mejor actriz sin ninguna duda. Le brinda a su criatura toda clase de matices, transmite hasta con las pestañas (si se me permite tamaña sandez), y a pesar de su complexión menuda —o quizás a causa, precisamente, de ella, y de su descomunal talento— se apodera del cuadro y del campo visual como si fuera su todopoderosa reina. En algunos episodios el espectador realmente experimenta miedo a sus posibles reacciones. Alejadísima de toda macchietta, su Sofía Falcone está viva y respira verdad por cada poro. No es un personaje originario de un cómic, sino uno trágico y desventurado, que desciende hacia infiernos de abismos insondables cual Macbeth moderno. La actriz desaparece en su criatura y la dota de una carnalidad asombrosa. Es imposible desprenderse de ella cada vez que finaliza cada uno de estos intensos ocho episodios. Y aunque ella lo eclipsa todo, hay que reconocerle a Colin Farrell, este irlandés de 48 años que a partir de The Banshees of Inisherin (Martin McDonagh; 2022) ha reencauzado felizmente su talento y su carrera, que compone a un Oz Cobb vibrantemente humano, real en cada fibra a pesar de tantas capas de prostética y maquillaje, contradictorio y sagaz, ambicioso y rencoroso, sibilino y letal. Oz lo quiere todo, y a pesar de las limitaciones que le ha impuesto la vida, es capaz de soportar cualquier golpe, dejar atrás a quienes más parece amar y construir cada peldaño de su sacrificada escalera con sangre, jirones de su piel y hasta su dignidad, si hace falta. Lo que se vio de él en The Batman fue apenas un aperitivo, y no le hace justicia a las espectaculares cotas que alcanza esta miniserie impecable. Como dije al principio, a despecho de quienes hacen de la cultura geek y del fandom un estandarte de vida, The Penguin se ganó, a pulso y por derecho propio, el mérito de su existencia. Y lo mejor, repito, lo absolutamente mejor que le pasó a esta historia, es que Batman no aparezca en ella ni por casualidad. Amén.-
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