Por Leonardo L. Tavani
Después de un largo desvío, este
blog vuelve a sus objetivos iniciales (presentar un variado panorama acerca de
historia del cine, bio-filmografías y filosofía del séptimo arte) y se
enorgullece en introducir a nuestros lectores en un tema fascinante, la
paranoia política y cultural que dominó el cine norteamericano de la década de
los ‘50s. Desde productos pensados para la más descarada propaganda anti
comunista, que harían sonrojar a Göebbels, hasta sinceras cintas fruto del más
genuino temor al holocausto nuclear, las pantallas americanas del período
reflejaron las profundas tensiones internas de una sociedad que despertó
subrepticiamente a una realidad innegable, que muy lejos de tratarse de la
contienda bélica que —a diferencia de la primera (1914-’18)— ‘realmente’ acabaría
con todas las guerras, había resultado en la promesa casi segura de una
devastación global. Vayamos al encuentro de este período tan rico de la
historia del cine.
Stalin, Roosevelt y Churchill en Teherán. |
La Guerra Fría, o sea, la
continuación del conflicto a través del espionaje internacional, la diplomacia
“subterránea”, el sabotaje y la infiltración ideológica, fue el inevitable
resultado de la mecánica de la propia victoria aliada. La invasión a Normandía,
por medio del desembarco naval más grande de la historia registrada, aseguró la
definitiva derrota de las potencias del Eje, pero esto —tal vez— no hubiera
sido posible sin la intervención de EE UU en el conflicto. Pero es un hecho que
la nación americana tenía gran parte de sus recursos, tanto humanos como
armamentísticos, subsumidos en el frente del Pacífico, donde el imperio japonés
libraba una guerra furiosa y sin cuartel. No era el único frente, sin embargo,
que habría de atenderse. Las tropas inglesas, por sí solas, no podían contra el
“Áfrika Korps”, el aceitado ejército de tanques y tropas germanas destinadas en
todo el norte del continente negro. La heroica victoria británica en la larga
batalla aérea sobre su territorio, así como el doloroso costo en vidas humanas
previo al cuasi milagroso “rescate” de sus tropas de las costas de Dunquerque,
dejaron a Inglaterra en situación de inferioridad numérica ante los eventos que
se avecinarían. Para que ingleses y americanos (sumados el resto de aliados)
pudieran con todos los frentes, era indispensable algún tipo de acuerdo con el
inestable Stalin. El acuerdo se logró al fin (en la conferencia de Teherán, donde
se selló además el destino de la operación Overlord, y cuyos detalles el lector
podrá consultar en otras fuentes bibliográficas), y la Unión Soviética, con la
apertura de su tan deseado “nuevo” frente, avanzó a paso firme hacia el oeste.
Estamos simplificando “in extremis”,
por supuesto, dado que esta es apenas una introducción al tema propuesto.
Alcanza, empero, para establecer el hecho de cómo la URSS fue tomando el
control tanto político como territorial de las regiones de Europa del este que
iba invadiendo y liberando. Por
“liberando”, se entiende, queremos decir ‘liberar’ los campos de concentración
y exterminio que iban encontrando en su camino (aunque varios de ellos, como
Auschwitz-Birkenau, ya habían quedado librados a su suerte, dado que los nazis
habían huido de los soviéticos como de la peste, abandonando allí a gran parte
de los judíos sobrevivientes), y por supuesto, tomando el control
administrativo de dichos gobiernos. Como nota al margen, recordemos que Hitler
y Stalin sellaron un pacto de no agresión ni intervención poco antes del
estallido del conflicto global, el que el Führer —evidentemente— no pretendía
cumplir. Numerosos historiadores dudan que los soviéticos hubieran avanzado
hacia Europa si los alemanes no los hubieran invadido, mientras que otros aseguran
que, ante el primer signo de desintegración del Tercer Reich, los comunistas se
habrían lanzado inexorablemente a la aventura de la anexión
político-ideológica. Teorías contrafácticas todas ellas, los hechos históricos
demuestran que los aliados no tenían manera alguna de invadir o atacar a la vez
desde ambos frentes europeos; sólo podían hacerlo desde las costas de Francia e
Italia, y por otra parte, los rusos tenían incluso el derecho de perseguir —a
través de los territorios ocupados— al enemigo invasor, ese al que habían
logrado repeler a un coste de vidas humanas genuinamente escalofriante.
Juicios de Nüremberg |
En ese momento el gran
ganador en el lupanar de la paranoia fue un casi desconocido senador por
Wisconsin, el siniestro Joseph McCarthy. El 9 de febrero de 1950, en el Club de
Mujeres Republicanas de Wheeling (West Virginia), pronunció un feroz discurso
en el que afirmó contar con un listado de 205 empleados del Departamento de
Estado, de los que Dean Acheson (el entonces Secretario de Estado) aseguraba
eran miembros activos del Partido Comunista. Ni McCarthy ni Acheson pudieron
demostrar jamás sus acusaciones, pero no tuvieron necesidad alguna de hacerlo.
Vivían en una nación desesperadamente necesitada de creerles. Menos de dos
meses después, el funesto senador se hacía con el control político del Comité
de Actividades Antinorteamericanas, organismo del Senado creado a principios de
1947, cuando —según acabamos de demostrar— principió la Guerra Fría. Si al inicio
las actividades del Comité, y las de sus organizaciones “hermanas”, no pasaban
de ridículas y/o patéticas, tales como vetar una marca de goma de mascar porque
traía, entre sus envoltorios didácticos, uno que simplemente mencionaba
población, capital y principales ciudades de la Unión Soviética; o como la
prédica de la señora J. White, presidente del Comité Para Los Libros de Texto
de Indiana, quien recomendaba furiosamente vetar todo texto que siquiera
mencionase a Robin Hood, ya que su práctica de robarle a los ricos para
repartir el botín entre los pobres “es una clara línea comunista, la de la
destrucción del la Ley y el Orden, destinada principalmente a corroer las
mentes de nuestros niños”; luego, en cambio, las cosas comenzaron a
tomar un cariz decisivamente siniestro.
El Senador McCarthy burlándose de un artículo en su contra |
Las primeras acciones del Comité contra
Hollywood fueron, como en los casos anteriores, meramente formales. Durante
1947 los vetos eran más una cuestión de “sugerencia”, los que el mayor o menor
servilismo de los ejecutivos de turno convertía en realidad de acuerdo a sus
conveniencias. En enero de 1948, por ejemplo, el director Leo McCarey le
confiaba a la revista “Variety” que en su recién estrenada película, Good
Sam, la actriz Ann Sheridan había reemplazado a la primera elegida,
Katharine Hepburn, debido a sus “dudosas” posiciones políticas cercanas a la
izquierda. McCarey parecía ignorar que la actriz, el gran amor de Spencer
Tracy, no podía distinguir “izquierda”
de un cartel de “silencio, Hospital”,
pero ello parecía importarle bien poco. Es que el clima reinante en el país, y
la atmósfera respirable en Hollywood durante el bienio 1947-48 eran
furiosamente anti comunistas. Los “rojos” parecían estar escondidos debajo de
cada baldosa. Pero en 1949 llega la noticia de que los soviéticos habían
detonado con éxito su primera bomba atómica. La histeria subsiguiente no tuvo
parangón similar en la historia. Hollywood decidió que era el momento preciso
para demostrar que tenía las manos limpias y se lanzó a una carrera en la que
no sólo intentó purgar sus propios estudios de posibles elementos pro
soviéticos, sino que dio inicio a una serie de filmes de pura propaganda y
paranoia desembozada.
Los 10 de Hollywood van a la Corte Federal (1950) |
El célebre Darryl F. Zanuck, entonces mandamás creativo
de la Fox, dio el puntapié inicial produciendo la primera de las películas “de la Guerra Fría”, The Iron Courtain (1948, La Cortina de Hierro, William A.
Wellman), aburrida cinta inspirada en hechos reales, la deserción del empleado
de la embajada Soviética en Ottawa, Igor
Gouzenko, quien entregó a las autoridades canadienses innumerables documentos
clasificados acerca de secretos militares rusos. Ironías del destino, el guión
del filme había sido escrito por Milton Krims, otrora simpatizante de
izquierdas, quien 9 años antes ya había desertado de ellas al redactar el guión
de Confessions
of a Nazi Spy (Anatole Litvak), la primera película claramente
antifascista de Hollywood. The Iron Courtain no tuvo demasiado
éxito debido, sobre todo, a la errónea elección de sus protagonistas. Ni la
bellísima Gene Tierney (como la esposa del funcionario) ni el lacónico Dana
Andrews —quienes en 1943 habían arrasado en la taquilla como la pareja
protagónica de la inolvidable Laura, filme noir de Otto Preminger—
daban siquiera por lejos con el phisyque-du-rol
de sus personajes ni con el estilo actoral necesario para ese tipo de
historias. En 1949 la MGM se apresuró a imitar a su competidora con The
Red Danube (George Sidney), espantoso y patético filme patriotero, mal
escrito, mal actuado y mal dirigido. El resumen siguiente de su trama tal vez
les brinde una idea acabada acerca del corrosivo espanto que causa verla:
Walter Pidgeon interpreta (¡es un decir!) a un oficial del ejército británico
completamente agnóstico, quien se entrega a un absurdo y sin sentido debate
teológico con una monja (Ethel Barrymore), cuyo eje está en el destino del alma
de una hermosa bailarina (Janet Leigh) a la que los rusos intentan capturar en
Viena. El ayudante de Pidgeon (Peter Lawford) se enamora locamente de la corista,
dificultando las cosas, y al final Pidgeon descubre que su ateísmo ha sido
castigado por dios a través del catártico asesinato de la joven, el que lo
lleva a abrir los ojos ante la aberrante amenaza roja. ¡Otra que Shakespeare,
queridos amigos! Y si esto les parece poco, piensen que incluso la Republic,
habitual productora de seriales de aventuras, se lanzó a la ruta con otro
esperpéntico ejemplo de cine “serio”, The Red Menace (1949, R. G.
Springsteen), pastiche cargado de estereotipos absurdos, tales como Molly
(Hanne Axman), la vampiresa que recita permanentemente doctrina
marxista-leninista, o como Solomon (Robert Rockwell), el intelectual judío que
se suicida arrojándose por una ventana cuando descubre el antisemitismo en el
Partido Comunista. Por increíble que parezca, el guión original indicaba que la
cinta habría de finalizar con un plano general de la estatua de la Libertad, la
que mediante un simple truco fotográfico debía parecer cantar “God
Bless America”. Por fortuna, alguien con un mínimo de sensatez impidió
tamaña atrocidad.
Mientras Hollywood intentaba hacer
buena letra, en 1949 el diputado republicano Richard Nixon lograba que se
condenara por espionaje a Alger Hiss, ex Secretario de Estado, y a un buen
número de políticos de ambos partidos. Junto a esta movida presentó una lista,
tan fraudulenta como la de su colega McCarthy, en la que desenmascaraba a
miembros de la cultura, las artes y las letras. Entre 1949 y 1951 florecieron
centenares de Comités que se dedicaban a pescar contenidos comunistas en
cualquier cosa impresa, fotografiada o filmada. Viñas de Ira (The Grapes of Wrath), la novela de John
Steinbeck, fue clasificada como protocomunista, y su célebre versión fílmica,
realizada por el gran John Ford en 1940 (protagonizada por Henry Fonda), fue
vetada por una razón más peligrosa todavía: dado que se estaba proyectando en distintos
países del área comunista con gran éxito, sus detractores locales veían en ello
la inconfundible marca marxista en su orillo. Zanuck se las vio en figurillas
para, otra vez en un reportaje aparecido en Variety, demostrar que los
soviéticos habían reeditado y alterado el filme para que pareciera que la de
los humillados viñateros de la trama era la situación real de todos los
agricultores americanos.
Bogart y Bacall a la cabeza de una protesta en favor de los 10 detenidos de Hollywood |
En 1950, a
inicios de la década que estamos estudiando, el presidente del Comité del
Senado para las Actividades Antinorteamericanas era el Senador Karl Mundt,
directamente asistido por McCarthy. Pero su presidencia duró poco, apenas unos
meses, y ese cargo pasó por dos manos consecutivas, las de los senadores J.
Parnell Thomas y John Wood respectivamente. Cada uno de ellos incrementó la
intensidad y violencia del ataque hacia la colonia artística, los guionistas y
productores. Parnell Thomas, incluso,
acabó en la cárcel por incluir falsamente en las listas negras del Congreso a
parientes directos a quienes detestaba, como así también a ciertos
colaboradores políticos de los que deseaba deshacerse. Bajo la presidencia de
Wood el ataque a los actores resultó feroz: Sterling Hayden, Will Geer, Lee J.
Cobb, John Garfield, Gale Sondergaard, José Ferrer, Karen Morley, Larry Parks y
Howard da Silva, entre otros más, se vieron forzados a declarar ante el Comité
en esa primera etapa. A todos se les exigió cuentas de sus propias simpatías
personales y, lo más importante, se les obligó a brindar nombres de colegas que
se suponían “rojos”. Algunos de ellos se retractaron de sus “indiscreciones”
pasadas, eufemismo institucionalizado para estos fines, y otros se negaron de
plano a vulnerar sus derechos personales tanto como los de terceros. McCarthy,
por otra parte, estaba dirigiendo otra tanda paralela de investigaciones y
liderando más audiencias. Las suyas fueron, por lejos, las más inquisitoriales.
Mientras tanto seguían proliferando las películas anticomunistas. En 1949 se
vieron cintas tales como Conspirator (Victor Saville), en la
que Elizabeth Taylor descubría que su amante, Robert Taylor, era un traidor
rojo; pero las cosas se pondrían realmente serias recién a partir de la nueva
década, la que debutó presentando I Married a Comunist (1950, Robert
Stevenson), abominación cuyo título, por sí mismo, nos exime de cualquier
comentario. El filme se produjo bajo la supervisión directa del excéntrico
magnate Howard Hughes, quien en ese momento había comprado la RKO Radio
Pictures. El millonario venía de cerrar el estudio durante tres meses
consecutivos con el fin de realizar su propia cacería de brujas interna con
total comodidad, y semejantes credenciales —obviamente— no favorecieron la
adscripción al proyecto por parte de gran parte de los realizadores convocados.
Trece directores, nada menos, le dijeron que no, y se sabe con certeza que el
guión pasó por doce manos diferentes antes de plasmarse en forma definitiva.
Todos los que se negaron a participar en el proyecto fueron tildados de
comunistas, incluyendo a Nicholas Ray, Joseph Losey y John Cromwell. Tras
cancelar su contrato de esclavitud con la RKO, Losey emigró a Inglaterra, donde
vivió y trabajó hasta su muerte, incluyendo sutiles y maravillosos filmes para
la Hammer, tales como These are the Damned/ The Damned (1962). Pero volvamos por un
momento a las actividades del Comité de Actividades Antinorteamericanas.
Dijimos antes que durante 1947 y 1948 los
ataques a los miembros de la industria del cine habían sido algo menos duros de
lo esperado. Los abogados de los grandes Estudios, socios todos de los más
prestigiosos bufetes de la profesión (quienes solían tener como clientes a
muchos políticos y congresistas, entre ellos a varios miembros del Comité),
habían logrado obtener una suerte de audiencias de “conveniencia”, cuyos
desarrollos estaban previamente pactados: los miembros de este virtual tribunal
preguntaban un par de cosas ya pautadas, los testigos respondían lo que estos
abogados les habían instruido decir, y por sobre todo, brindaban 4 o 5 nombres
de personalidades de la industria que supuestamente tenían simpatías
comunistas. Si el testigo había participado de algún mitin de izquierda, aunque
ello hubiera ocurrido en su adolescencia, se le instaba a abjurar de sus
conductas pasadas, se le hacía jurar lealtad a los EE UU de América y,
finalmente, se le dejaba ir con una severa palmada en la espalda y una
admonición para que evitara, a futuro, indiscreciones semejantes. Pero hubo
casos mucho más complejos, y estos fueron los que desataron la ola de terror
que cayó sobre Hollywood en ese entonces. Hacia finales de 1947, concretamente
el 20 de octubre, el Comité emplazó a 19 personalidades de la industria a
testificar ante el comité. Tanto el tono de las citaciones como su cariz mismo
habían cambiado. Las asambleas que acabamos de describir fueron hasta entonces relativamente pocas, ya que se
habían dirigido a personajes que el Comité consideraba venales y banales, quienes
coqueteaban con ideas de izquierda más por esnobismo cultural que por íntima convicción. A estos se los
asustaba, a los demás nombrados se los dejaba sin trabajo, y en cuanto al resto,
servían de ejemplo y advertencia. Más de pronto, los nombres de estos 19 nuevos
citados surgieron de investigaciones que, desde Washington, McCarthy había encargado
al FBI.
El Comité en una de sus sesiones |
A ellos no sólo se los creía verdaderamente “culpables” de simpatías
comunistas, sino que sus respectivas comparecencias debían servir como virtuales escarmientos al
resto de la industria. Sin embargo, en medio de un escándalo público de proporciones
que la prensa se encargó de amplificar, el sorprendido Comité se encontró con
la tenaz negativa a testificar por parte de diez de los “sospechosos”. Los
bautizados como The Hollywood Ten (Los Diez de Hollywood) fueron los guionistas
Alvah Bessie, Lester Cole, Ring Lardner, Jr., John Howard Lawson, Albert Maltz,
Samuel Ornitz y Dalton Trumbo; los directores Edward Dmytryk y Herbert
Biberman; y el productor-guionista
Adrian Scott. Todos ellos, sumidos en un lupanar de presiones que les llegaban desde
todas las partes involucradas, mantuvieron —sin embargo— su valiente postura de
negarse a servir de cabezas de turco
de una “caza de brujas” inaceptable
para una tan cacareada democracia como la suya. Los emplazados invocaron la
protección de la 2ª y la 5ª Enmienda, pero todo resultó en vano. En noviembre
de 1947 la Cámara de Representantes los declaró en rebeldía y, hacia mediados
de diciembre, todos ellos habían perdido sus trabajos sin derecho alguno a
indemnización y bajo prohibición explícita de que cualquier empresa de la
industria, incluida la televisiva, les brindara contrato alguno. El escándalo
siguió, las apelaciones se multiplicaron, y recién entre mediados de 1948 y el
primer semestre de 1949 se llevaron a cabo los juicios penales a cada uno de
ellos. Todos fueron hallados culpables y recibieron ignominiosas sentencias que
iban desde los 3 años de prisión hasta los 6 años. Es de aclarar que la
benevolente ley penal “argenta”, que permite mantener al condenado en libertad
si su pena es de hasta 3 años —e incluso de más, siempre que se cumplan ciertos
ambiguos atenuantes— carece de sentido en el resto del mundo, y en el caso
particular de los EE UU, toda sentencia de un Juez, sea esta de simples 48
horas de prisión (para casos sencillos, tales como orinar en un ambiente
público) se cumple de manera taxativa e indefectible. Los sentenciados,
entonces, apelaron a la Suprema Corte, la que falló en la primavera boreal de
1950 manteniendo todas las condenas, aunque reduciéndolas —según cada caso— a períodos
de entre 6 meses a un año de prisión efectiva.
"Los 10 de Hollywood" |
El escándalo de los “10 de Hollywood” repercutió en todos los
ámbitos de la sociedad norteamericana. Tinseltown no se mantuvo de brazos
cruzados, aunque los magnates de los Estudios estaban verdaderamente
aterrorizados. La respuesta vino de los propios generadores de la riqueza que
sustentaba (y aún lo hace) a la industria: los actores y actrices. Si nuestro
blog tiene como emblema un fotograma del inolvidable Humprey Bogart y la
magnífica Lauren Bacall (de hecho, su mujer), no es solamente por causa de
nuestra infinita admiración hacia sus figuras y las geniales películas que
protagonizaron. Ellos fueron la pareja líder del movimiento de protesta contra
el abuso de poder sufrido por los diez condenados. Gracias al enorme prestigio
de Bogart y el indudable peso que tenía en la industria, se fueron uniendo a
ellos una impactante cantidad de intérpretes, guionistas, directores y
productores que realizaron marchas de protesta tanto por las calles de Hollywood,
Los Ángeles, Washington y Nueva York. Los periódicos inequívocamente liberales,
tales como The Washington Post, The New York Times, Los Ángeles Times, y
revistas del prestigio de The New Yorker, Life o NewsWeek mantuvieron viva la
llama de los Derechos Civiles y mantuvieron a los injustamente condenados en
sus portadas y mejores editoriales, incluso cuando recibieron presiones varias
y amenazas de toda índole. Prosiguiendo, entonces, con el objetivo de este
artículo, que consiste en ilustrar la descripción histórico-política del
período con los filmes más emblemáticos de entre aquellos surgidos del miedo y
la paranoia, mencionaremos ahora a uno que se estrenó precisamente cuando casi
todos los 10 de Hollywood estaban en prisión.
Nos referimos a My
Son John (1952), un más que lamentable catálogo de prejuicios
antiintelectuales, producido, escrito y dirigido por Leo McCarey,
paradójicamente un talentoso director. Protagonizada por Robert Walker, el
psicópata Bruno del clásico de Hitchcock Strangers on a Train (1951), su rol
consistía en el de un inteligentísimo hijo de una idílica familia de clase
media, unida, temerosa de dios y americana hasta la médula. Su padre,
interpretado por Dean Jagger, era un ferviente anticomunista y antisoviético,
quien de pronto sospecha que su hijo se ha vuelto “rojo” debido a su
subrepticio uso de palabras altisonantes (¡).
La madre (Helen Hayes) llega incluso a obligarlo a jurar sobre la Biblia que no
es ni ha sido nunca miembro del partido comunista, pero más adelante su olfato
le demuestra que su retoño le ha mentido. Una vez descubierto por esta genuina
“madre coraje”, John intentará salvar su alma de la condenación entregándose al
FBI y ofreciendo un trato de delación. Claro que sus compinches en esto del
espionaje interno lo descubren y acaban asesinándolo en las escalinatas del
gigantesco monumento a Lincoln, en Washington D.C. Eso sí, el personaje de Van
Heflin halla en uno de sus bolsillos una carta con una declaración de
arrepentimiento, cuya solemnidad mueve a risa: “Confieso bajo palabra de honor
que he sido un espía al servicio de los comunistas. Que dios tenga piedad de mi
alma”. Lo curioso del caso es que la cinta, dramáticamente hablando,
funciona; y no sólo eso, sino que al año siguiente fue nominada al Óscar a
mejor guión original. Walker estaba espléndido en el papel, aunque no llegó a
concluirlo. Con apenas 32 años de edad y dos hijos pequeños murió a causa de
una falla respiratoria, inducida por una aparente sobredosis en una inyección
de sodio-amital que su psiquiatra le inoculó a modo de sedante. Los últimos
planos detalle de su rostro más otros planos generales que se necesitaban
fueron tomados, bajo generosa cesión, de —precisamente— Extraños en un Tren,
fundamentalmente de los sobrantes de retomas y escenas eliminadas de dicho
rodaje. En cuanto a John Wayne, actor que amamos a pesar de cualquier
controversia que exista acerca de su figura, es cierto que apoyó públicamente
las actividades del Comité, aunque su interés no estaba centrado en las
asambleas dedicadas a miembros del show
bussiness, sino a las del ala política y gubernamental. Él creía firmemente
en la amenaza roja y en su poder de penetración y difusión, así que no tuvo
empachos en afirmar que las “leves” condenas a los 10 de Hollywood les
servirían de “sincera penitencia” por sus “indiscreciones”, todo lo cual
procedió a confirmar produciendo Big Jim McClain (1952, Edward
Ludwig), la que estaba formalmente dedicada a los miembros del comité. En el
texto introductorio del filme se lee que estos valientes congresistas
proseguían sus investigaciones antisubversivas “sin dejarse acobardar por las
malignas campañas de desprestigio lanzadas contra ellos”.
Wayne no
estaba solo; Robert Taylor, Gary Cooper y el director Elia Kazan (entre más de
250 personalidades que también lo hicieron) aceptaron testificar libremente y
de buena gana. Cuando menos, el “Duque” era ferozmente sincero en sus simpatías
políticas: había sido un Republicano ferviente toda su vida (y lo sería hasta
el final), un acérrimo anticomunista y un conservador de buena ley. Pero gran
parte de los ejecutivos y trabajadores de los grandes Estudios estaban
asustados como gallinas, y el resultado del miedo, la hipocresía y el
servilismo puede ser casi siempre catastrófico. Así lo fue la esperpéntica Red
Planet Mars (1952, Harry Horner), desesperante (y disparatada) sarta de
pseudoverdades científicas, religiosas y políticas, escrita por Anthony Veiller
y Myles Connolly, quienes deberían arder en el infierno, si es que existe, por
acometer este tremendo “cinecidio”. Peter Graves (Mission:
Impossible; CBS, 1967-73) era un experto en electrónica que súbitamente
entraba en contacto con Marte, y que al difundir los datos que los propios
marcianos le han brindado acerca de su avanzada civilización y su sólido
sistema económico, causa que toda la economía de occidente se derrumbe. Claro
que nunca se explica mínimamente el por qué de tal catástrofe, lo que sí ocurre
es que los soviéticos resultan ser los únicos beneficiados con ella. El
Departamento de Defensa convence al presidente para atacar a la URSS con armas
nucleares, pero poco antes de lanzar la ofensiva los marcianos vuelven a hacer
contacto, esta vez transmitiendo un mensaje divino y espiritual, el que es
seguido por la milagrosa recuperación de occidente y la inesperada revuelta de los campesinos rusos
que se rebelan contra la tiranía comunista derrocándola. Red Planet Mars significó
el punto más bajo de una tendencia para el olvido, que estuvo acompañada, antes
y después, por cintas de diversa calidad pero idénticas motivaciones. I Was
a Comunist for the FBI (1951, Gordon Douglas) o Split Second (1953, Dick
Powell), son ejemplos variopintos acerca de este tipo de producción destinada a
alimentar la paranoia, por un lado, pero también a contentar a las autoridades
políticas que tenían a Hollywood en la mira. De hecho, sólo en 1950 —a modo de
ejemplo— se produjeron 13 filmes estrictamente anticomunistas. La cifra
aumentaría en años posteriores; la calidad de los mismos decaería en forma
inversamente proporcional.
Ahora bien, que Hollywood estaba en
la mira porque se lo consideraba un ámbito privilegiado para la infiltración
ideológica, no caben dudas ni interpretaciones. Inmediatamente después del
escándalo de los ’10 de Hollywood’ el Comité, ignorando por completo el revuelo
periodístico y social que se agitaba en toda la nación, contraatacó —el 17 de
septiembre de 1951— con un segundo llamado grupal a testificar. De estas
audiencias se desprendieron dos tipos de listas, las “negras” —que incluyeron a
cerca de 500 personalidades—, que impedían todo tipo de trabajo a los
contenidos en ellas, y las “rojas”, que llegaron a contar con 350 mencionados,
los que eran considerados como personalidades dudosas “posiblemente” recuperables.
Estos últimos podían trabajar, pero con menor asiduidad y bajo ambientes muy
controlados. Por una cuestión obvia de espacio y paciencia del cyber-lector no
detallaremos las tragedias que desató esta injusta e ilegítima guerra hacia los
hombres y mujeres de la cultura. Resumiendo, entonces, podemos indicar que a
partir de estos eventos se rompieron amistades, se perdieron centenares de
empleos jamás recuperados, millares de involucrados se sumieron en la depresión
clínica y otros tantos cayeron en el alcohol y las drogas.
Otro saldo trágico
fue el de casi 150 suicidios entre miembros de la industria, así como la
humillante situación —vivida por centenares de guionistas— de tener que vender
sus guiones clandestinamente, bajo pseudónimos y a precio vil. Y ello era
posible sólo si se contaba con un “padrino” que impulsara a los productores a
aceptar la pantomima, caso del gran Kirk Douglas, quien protegió personalmente
a ese gran guionista que fue Dalton Trumbo apenas salió de la cárcel. Douglas,
quien también era productor, le dio varios trabajos sin que figurara su nombre
en ellos, hasta que, harto de la situación, se jugó a por todo permitiendo que
el filme épico Spartacus (Espartaco,
1960; Stanley Kubrick & Anthony Mann) lo tuviera como único guionista
acreditado. Otto Preminger hizo lo propio ese mismo año contratándolo para el
script de Éxodo (Exodus),
basada en la novela de León Uris. La academia de Artes y Ciencias de Hollywood
no tuvo la valentía necesaria para siquiera nominarlo por ninguno de los dos
trabajos, cuando en realidad lo merecía por ambos. Antes, en 1956, Trumbo había
escrito bajo el pseudónimo de Robert Lich un bellísimo filme infantil, The
Brave One (Irving Rapper), y la Academia sí se animó entonces a
premiarlo con la preciada estatuilla, pero —amparándose en los reglamentos
impuestos por resolución del Comité del Senado— no se lo entregó formalmente
sino hasta la ceremonia del año 1975 (sí, amigo lector, tal como lo lee),
cuando Trumbo estaba a menos de un año de su muerte. Ahora bien, es
estrictamente cierto que muchas personalidades del mundo del cine simpatizaban
entonces con el partido comunista, lo que —como apuntamos antes— se debía a
motivaciones varias: desde simples posturas snob, pasando por sinceras
preocupaciones acerca de las falencias del capitalismo, hasta serios
compromisos políticos. Pero para 1955, la mayoría de las personalidades del
cine y las artes que, o bien estaban afiliadas o bien declaraban públicamente
sus adhesiones socialistas, expusieron a la prensa su profunda desilusión con
el partido y sus dirigentes. Fue un escándalo de proporciones, dado que
millares de respetadísimas personalidades de la cultura afirmaron públicamente
que tanto los directivos como los demás afiliados del Partido Comunista Americano
eran unos cobardes, algo perfectamente cierto, ya que jamás negaron la
pertenencia a su organización de aquellos inculpados que habían sido
injustamente sindicados de ello, como tampoco asistieron ni movieron un dedo
por los que sí lo eran, y que ahora estaban pagando por algo perfectamente
lícito en una democracia republicana. El tema es tan vasto que nos excede, lo
repetimos, pero resulta apasionante. La bibliografía, tanto en inglés como en
español, acerca de este fenómeno socio-político es numerosa y bien vale la pena
echarle un vistazo, especialmente hoy día, cuando el acceso que brinda la web
resulta una herramienta de difusión maravillosa.
A partir de 1953, sin embargo, se
produce un cambio en la calidad de las películas anticomunistas. Si Red
Planet Mars había resultado el punto más bajo, casi inmoral, de esta
movida, Pickup on South Street (Samuel Fuller) significó el primer
peldaño de una escalera de crecimiento así en lo temático como en lo dramático.
Tanto esta como sus sucesoras tuvieron bastante más éxito comercial, quizás
debido al hecho de que eran más oblicuas y matizadas. En ella, Richard Widmark
interpreta a un ladrón de poca monta que, por error, roba a un espía rojo un
importante microfilm. La sinuosa “conversión” de su personaje hacia un cierto
“patriotismo” se debe, sin embargo, a intereses puramente egoístas, y el éxito
del filme se debió, sobre todo, a su acción trepidante y a la credibilidad de
sus personajes, en detrimento de su propia línea política. Para 1956, de hecho,
la tendencia ya permitía alegatos claramente antimacarthistas, tales como la
magnífica Invasion of the Body Snatchers, de Don Siegel, la que muchos
quisieron interpretar a la inversa, como unos EE UU dominados por el comunismo;
o, un año antes, Bad Day at Black Rock (Conspiración
de Silencio, 1955, John Sturges) fascinante filme imperecedero, en el que
Spencer Tracy se enfrenta a un pueblo abroquelado ante la tiránica opresión de
un solo hombre (Robert Ryan), quien —por
motivos que el espectador habrá de descubrir— mantiene comprada y/o
“secuestrada” la lealtad de sus habitantes. Antes, en 1952 y en plena cacería
de brujas, Fred Zinneman estrenaba el magnífico western High Noon (A la Hora Señalada), alegoría directa
acerca de la soledad ante el Estado y la Ley del ciudadano que quiere sostener
sus ideales, así como una denuncia del cuerpo social que, acobardado y ávido de
mantener sus privilegios, hace caso omiso de la justicia y las necesidades de
otros. Lo curioso del filme es que estaba protagonizado por Gary Cooper, un
alegre y complaciente colaborador del Comité, como ya lo dijimos.
A esta
tendencia, que por fortuna fue creciendo exponencialmente, debe sumarse otra
forma de cine por la paranoia, que fue la de las películas acerca del
holocausto nuclear. Al principio, esta temática no pareció atraer demasiado a
los productores de Hollywood, quizás por la oscuridad de su temática, quizás
por razones menos claras… pero lo cierto fue que poco a poco el terror atómico
se adueñó, inexorablemente, de las pantallas. El primer filme que abordó esta
problemática se lanzó al mismo tiempo que la Guerra Fría daba sus primeros
manotazos, 1947, y fue The Beginning or the End?, de Norman
Taurog. Tendenciosa y pseudocientífica, inició una serie de mediocres películas
que jamás lograron tratar el tema con un mínimo de seriedad o respeto hacia el
drama de una posible devastación nuclear. Hubo excepciones, por supuesto, pero
nada mejor para ilustrar los temores que la sociedad americana experimentaba en
ese entonces, que citar al periodista Joe Kane, quien escribió en la revista Take
One lo siguiente: “La Amenaza Roja, las conspiraciones de los
ateos, el temor a los OVNIs y la bomba atómica se unieron en una confusa
mezcolanza durante el período de la posguerra, claramente caracterizado por la
inseguridad y el miedo, dejando grietas y cabos sueltos en la estructura
mitológica global norteamericana, que no se soldaron ni aun después de remitir
esa histeria… Primero, por fines de rentabilidad, y luego, por principios,
Hollywood se dedicó a investigar las posibilidades de la energía nuclear,
aunque siempre lo haría desde un punto de vista negativo hacia ella,
presentando pavorosas pesadillas y horribles imágenes de mutaciones nucleares”.
Ignoraremos grandes películas acerca de esta temática que se estrenaron en la
década siguiente, sencillamente porque escapan a nuestro estudio y porque dicha
etapa significó un cambio radical tanto en lo político como en lo cultural para
los EE UU. On the Beach (1960, Stanley Kramer) o Dr. Strangelove or ‘How I Learned
to Stop Worrying and Love the Bomb’ (1964, Stanley Kubrick) son, cada
una en su género, obras maestras que marcan una clara evolución socio-cultural
más autoconsciente y racional, bien alejada de la histeria de la década
anterior.
EPÍLOGO INPRESCINDIBLE
El Comité de Actividades
Antinorteamericanas cambió su nombre a Comité de Seguridad Interna en 1969,
cuando ya estaba muy desprestigiado, y fue definitivamente abolido en 1975. McCarthy
estaba entonces completamente arruinado, luego de no poder demostrar severas
acusaciones hechas a miembros prominentes de la Casa Blanca. La Academia de
Hollywood salió de su ostracismo recién en 1985, cuando quitó de la lista negra
a los guionistas —ya fallecidos— Michael Wilson y Carl Foreman, restituyéndoles
post mórtem su carácter de miembros de la entidad. Sus respectivas viudas
recibieron en la ceremonia de los premios Óscar de dicho año las estatuillas
que, como legítimos ganadores de las mismas durante aquel oscuro período, se
les habían negado en vida. Esto en cuanto a nuestro específico tema, el del
cine de Hollywood durante la caza de brujas y el macarthismo. Sin embargo, es
menester que llamemos vuestra atención hacia otro fenómeno que apareció en el
cine de la década de 1950, el del mentado “Cine de la Angustia”.
"A la Hora Señalada" Alegato antimaccarthista |
Hablaremos
acerca de ello en otro artículo, lo prometemos, pero era necesario citarlo aquí
para que el lector desprevenido, que quizás no conoce en profundidad la
historia de la cinematografía, sepa que el tipo de producto del que tratamos
hasta ahora no fue en modo alguno el único que dominó las pantallas americanas.
No fue así. Los años ‘50s vieron surgir una nueva mitología de actores,
actrices, guionistas y directores que renovaron por completo la dramaturgia
cinematográfica yanqui. Al Este del Paraíso (East of Eden, 1955; Elia Kazan), Edge
of the City (1957, Martin Ritt) o The Wild One (El Salvaje, 1953; Laslo Benedek), son apenas un botón de muestra de
la transformación que el cine de Hollywood estaba experimentando entonces. Las
dos corrientes, entonces, la de la paranoia y la cobardía corporativa —por un
lado— y la de una nueva sensibilidad y narrativa por el otro, colapsaron
indefectiblemente produciendo una onda de choque que, cual estallido de una
supernova, creó un cine completamente nuevo y disruptivo. Como simple ejemplo,
digamos que un filme como la brillante El Graduado (The Graduate, 1967; Robert Benton) jamás habría existido sin este
germen tan ambiguo como plagado de amargas secuelas. Y antes de concluir, una
recomendación extra; una que ilustrará mejor que un filme documental todo lo
que hemos expuesto hasta aquí. En 2001, ese magnífico director, productor y
guionista que es Frank Darabont (The Shawshank Redemption, 1994 / The
Green Mile, 1997 / The Mist, 2008) estrenó la
magnífica, emocionante y liberadora El Majestic (The Majestic), filme imprescindible que, en medio de un canto de
amor al cine mismo y una elegía —libre de acartonamientos— a la libertad, nos
conmueve e interpela.
Estamos en 1952 y Peter Apleton (Jim Carrey, en el mejor
papel de su carrera; muy superior, incluso, al que brindó en The
Truman Show), guionista a sueldo de un estudio donde las ideas se
escupen como si de trozos de carne se tratara, es suspendido a causa de haber
sido señalado como comunista. Borracho, su auto cae de un puente y, al cabo de
despertar, descubre que ha quedado amnésico. La corriente lo ha llevado mar
arriba, a unos cuantos kilómetros de Los Ángeles, siendo rescatado por un
lugareño de un pueblo que ha perdido a gran parte de sus jóvenes en la guerra.
Pero el dueño del viejo y clausurado cine Majestic (Martin Landau) cree ver en
él a su hijo desaparecido en acción. De pronto, todos en la ciudad concuerdan
en que se trata del hijo pródigo que ha vuelto cuasi milagrosamente, y Peter
—que no tiene más remedio que creerles, ya que nada recuerda— trata de encajar
como puede en esas vidas y esas historias que le son ajenas. Cuando la ex
prometida del supuesto muerto regrese al pueblo, todo comenzará a cambiar.
Estudiante de derecho ella misma, en homenaje al deseo trunco de su prometido,
el idealismo en sus firmes convicciones le servirán de guía al débil Peter
cuando el FBI, y sus propios recuerdos, lo confronten de nuevo. Filme
imprescindible, las secuencias de la asamblea en el Senado conmueven los
cimientos ideológicos y morales del espectador más cínico. Sin golpes bajos,
pero con muchas verdades bajo su perfecta trama, El Majestic puede ser,
para quienes nunca la han visto, toda una luminosa revelación. Y para los que
sí la vieron, una buena manera de reconectarse con esos valores que en
ocasiones escondemos debajo de la alfombra de nuestras tan humanas “agachadas”
y “negociaciones”. Será tiempo muy bien invertido.-
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