La Guerra Fría en Hollywood: Cine de Propaganda y Paranoia a la Carta (1947-1959)


Por Leonardo L. Tavani       
Después de un largo desvío, este blog vuelve a sus objetivos iniciales (presentar un variado panorama acerca de historia del cine, bio-filmografías y filosofía del séptimo arte) y se enorgullece en introducir a nuestros lectores en un tema fascinante, la paranoia política y cultural que dominó el cine norteamericano de la década de los ‘50s. Desde productos pensados para la más descarada propaganda anti comunista, que harían sonrojar a Göebbels, hasta sinceras cintas fruto del más genuino temor al holocausto nuclear, las pantallas americanas del período reflejaron las profundas tensiones internas de una sociedad que despertó subrepticiamente a una realidad innegable, que muy lejos de tratarse de la contienda bélica que —a diferencia de la primera (1914-’18)— ‘realmente’ acabaría con todas las guerras, había resultado en la promesa casi segura de una devastación global. Vayamos al encuentro de este período tan rico de la historia del cine.

       
Stalin, Roosevelt y Churchill en Teherán.
La Guerra Fría, o sea, la continuación del conflicto a través del espionaje internacional, la diplomacia “subterránea”, el sabotaje y la infiltración ideológica, fue el inevitable resultado de la mecánica de la propia victoria aliada. La invasión a Normandía, por medio del desembarco naval más grande de la historia registrada, aseguró la definitiva derrota de las potencias del Eje, pero esto —tal vez— no hubiera sido posible sin la intervención de EE UU en el conflicto. Pero es un hecho que la nación americana tenía gran parte de sus recursos, tanto humanos como armamentísticos, subsumidos en el frente del Pacífico, donde el imperio japonés libraba una guerra furiosa y sin cuartel. No era el único frente, sin embargo, que habría de atenderse. Las tropas inglesas, por sí solas, no podían contra el “Áfrika Korps”, el aceitado ejército de tanques y tropas germanas destinadas en todo el norte del continente negro. La heroica victoria británica en la larga batalla aérea sobre su territorio, así como el doloroso costo en vidas humanas previo al cuasi milagroso “rescate” de sus tropas de las costas de Dunquerque, dejaron a Inglaterra en situación de inferioridad numérica ante los eventos que se avecinarían. Para que ingleses y americanos (sumados el resto de aliados) pudieran con todos los frentes, era indispensable algún tipo de acuerdo con el inestable Stalin. El acuerdo se logró al fin (en la conferencia de Teherán, donde se selló además el destino de la operación Overlord, y cuyos detalles el lector podrá consultar en otras fuentes bibliográficas), y la Unión Soviética, con la apertura de su tan deseado “nuevo” frente, avanzó a paso firme hacia el oeste. Estamos simplificando “in extremis”, por supuesto, dado que esta es apenas una introducción al tema propuesto. Alcanza, empero, para establecer el hecho de cómo la URSS fue tomando el control tanto político como territorial de las regiones de Europa del este que iba invadiendo y liberando. Por “liberando”, se entiende, queremos decir ‘liberar’ los campos de concentración y exterminio que iban encontrando en su camino (aunque varios de ellos, como Auschwitz-Birkenau, ya habían quedado librados a su suerte, dado que los nazis habían huido de los soviéticos como de la peste, abandonando allí a gran parte de los judíos sobrevivientes), y por supuesto, tomando el control administrativo de dichos gobiernos. Como nota al margen, recordemos que Hitler y Stalin sellaron un pacto de no agresión ni intervención poco antes del estallido del conflicto global, el que el Führer —evidentemente— no pretendía cumplir. Numerosos historiadores dudan que los soviéticos hubieran avanzado hacia Europa si los alemanes no los hubieran invadido, mientras que otros aseguran que, ante el primer signo de desintegración del Tercer Reich, los comunistas se habrían lanzado inexorablemente a la aventura de la anexión político-ideológica. Teorías contrafácticas todas ellas, los hechos históricos demuestran que los aliados no tenían manera alguna de invadir o atacar a la vez desde ambos frentes europeos; sólo podían hacerlo desde las costas de Francia e Italia, y por otra parte, los rusos tenían incluso el derecho de perseguir —a través de los territorios ocupados— al enemigo invasor, ese al que habían logrado repeler a un coste de vidas humanas genuinamente escalofriante.         
Juicios de Nüremberg
Esta parte de la historia es harto compleja y amerita un amor por el detalle que este artículo no puede permitirse. Sin embargo, casi sin margen de error, puede decirse que la guerra fría propiamente dicha comenzó hacia el final de los Juicios de Nüremberg, en octubre de 1946, cuando Stalin dejó en claro que no respetaría su compromiso de permitir elecciones libres en los países ocupados por el Ejército Rojo. El término “guerra fría” fue acuñado por el periodista y ensayista norteamericano Walter Lippmann en su libro así titulado, aparecido en 1947. A partir de entonces, la paranoia por la avanzada soviética sobre occidente alcanzó proporciones desmesuradas, las que se unieron al temor atómico que se desató luego de Hiroshima y Nagasaki. Hollywood, siempre se ha dicho, fue un reducto de excelencia para la comunidad judía norteamericana. Con absoluta certeza, casi todos los dueños de los grandes estudios, los magnates de la industria y los mismísimos distribuidores eran miembros de dicha colectividad. Allí habían encontrado un refugio en gran parte libre de persecuciones y odios. No es de extrañar, pues, que el cine bélico —en su vertiente furiosamente anti-nazi— fuera moneda corriente desde el mismo momento en que Hitler desató la Blitzkrieg (“guerra aérea relámpago”) sobre Polonia, allá por septiembre del ’39. Pero para el inicio de la década de 1950 las cosas, el cariz político, estaban cambiando. En febrero del ’46, apenas 9 meses después del armisticio, se interrumpió la desmovilización del Ejército Rojo y el nuevo Plan Quinquenal en marcha puso el acento únicamente en la producción de armamento e insumos militares varios, en detrimento de la producción de alimentos, algo que el pueblo —hambreado hasta la náusea— reclamaba a gritos. Poco después, apenas comenzado 1947, se disolvió el Comintern y se creó el Cominform (Oficina de Información Comunista), reforzando exponencialmente el sistema de espionaje soviético sobre las naciones occidentales. Había nacido formalmente la Guerra Fría. Pero era una contienda que, sin lugar a dudas,  se libraba también en suelo norteamericano, lo que motivó una rápida y certera ola de histeria masiva. 

En ese momento el gran ganador en el lupanar de la paranoia fue un casi desconocido senador por Wisconsin, el siniestro Joseph McCarthy. El 9 de febrero de 1950, en el Club de Mujeres Republicanas de Wheeling (West Virginia), pronunció un feroz discurso en el que afirmó contar con un listado de 205 empleados del Departamento de Estado, de los que Dean Acheson (el entonces Secretario de Estado) aseguraba eran miembros activos del Partido Comunista. Ni McCarthy ni Acheson pudieron demostrar jamás sus acusaciones, pero no tuvieron necesidad alguna de hacerlo. Vivían en una nación desesperadamente necesitada de creerles. Menos de dos meses después, el funesto senador se hacía con el control político del Comité de Actividades Antinorteamericanas, organismo del Senado creado a principios de 1947, cuando —según acabamos de demostrar— principió la Guerra Fría. Si al inicio las actividades del Comité, y las de sus organizaciones “hermanas”, no pasaban de ridículas y/o patéticas, tales como vetar una marca de goma de mascar porque traía, entre sus envoltorios didácticos, uno que simplemente mencionaba población, capital y principales ciudades de la Unión Soviética; o como la prédica de la señora J. White, presidente del Comité Para Los Libros de Texto de Indiana, quien recomendaba furiosamente vetar todo texto que siquiera mencionase a Robin Hood, ya que su práctica de robarle a los ricos para repartir el botín entre los pobres “es una clara línea comunista, la de la destrucción del la Ley y el Orden, destinada principalmente a corroer las mentes de nuestros niños”; luego, en cambio, las cosas comenzaron a tomar un cariz decisivamente siniestro.
El Senador McCarthy burlándose de un artículo en su contra
            Las primeras acciones del Comité contra Hollywood fueron, como en los casos anteriores, meramente formales. Durante 1947 los vetos eran más una cuestión de “sugerencia”, los que el mayor o menor servilismo de los ejecutivos de turno convertía en realidad de acuerdo a sus conveniencias. En enero de 1948, por ejemplo, el director Leo McCarey le confiaba a la revista “Variety” que en su recién estrenada película, Good Sam, la actriz Ann Sheridan había reemplazado a la primera elegida, Katharine Hepburn, debido a sus “dudosas” posiciones políticas cercanas a la izquierda. McCarey parecía ignorar que la actriz, el gran amor de Spencer Tracy, no podía distinguir “izquierda” de un cartel de “silencio, Hospital”, pero ello parecía importarle bien poco. Es que el clima reinante en el país, y la atmósfera respirable en Hollywood durante el bienio 1947-48 eran furiosamente anti comunistas. Los “rojos” parecían estar escondidos debajo de cada baldosa. Pero en 1949 llega la noticia de que los soviéticos habían detonado con éxito su primera bomba atómica. La histeria subsiguiente no tuvo parangón similar en la historia. Hollywood decidió que era el momento preciso para demostrar que tenía las manos limpias y se lanzó a una carrera en la que no sólo intentó purgar sus propios estudios de posibles elementos pro soviéticos, sino que dio inicio a una serie de filmes de pura propaganda y paranoia desembozada.
Los 10 de Hollywood van a la Corte Federal (1950)
 El célebre Darryl F. Zanuck, entonces mandamás creativo de la Fox, dio el puntapié inicial produciendo la primera de las películas “de la Guerra Fría”, The Iron Courtain (1948, La Cortina de Hierro, William A. Wellman), aburrida cinta inspirada en hechos reales, la deserción del empleado de la embajada Soviética  en Ottawa, Igor Gouzenko, quien entregó a las autoridades canadienses innumerables documentos clasificados acerca de secretos militares rusos. Ironías del destino, el guión del filme había sido escrito por Milton Krims, otrora simpatizante de izquierdas, quien 9 años antes ya había desertado de ellas al redactar el guión de Confessions of a Nazi Spy (Anatole Litvak), la primera película claramente antifascista de Hollywood. The Iron Courtain no tuvo demasiado éxito debido, sobre todo, a la errónea elección de sus protagonistas. Ni la bellísima Gene Tierney (como la esposa del funcionario) ni el lacónico Dana Andrews —quienes en 1943 habían arrasado en la taquilla como la pareja protagónica de la inolvidable Laura, filme noir de Otto Preminger— daban siquiera por lejos con el phisyque-du-rol de sus personajes ni con el estilo actoral necesario para ese tipo de historias. En 1949 la MGM se apresuró a imitar a su competidora con The Red Danube (George Sidney), espantoso y patético filme patriotero, mal escrito, mal actuado y mal dirigido. El resumen siguiente de su trama tal vez les brinde una idea acabada acerca del corrosivo espanto que causa verla: Walter Pidgeon interpreta (¡es un decir!) a un oficial del ejército británico completamente agnóstico, quien se entrega a un absurdo y sin sentido debate teológico con una monja (Ethel Barrymore), cuyo eje está en el destino del alma de una hermosa bailarina (Janet Leigh) a la que los rusos intentan capturar en Viena. El ayudante de Pidgeon (Peter Lawford) se enamora locamente de la corista, dificultando las cosas, y al final Pidgeon descubre que su ateísmo ha sido castigado por dios a través del catártico asesinato de la joven, el que lo lleva a abrir los ojos ante la aberrante amenaza roja. ¡Otra que Shakespeare, queridos amigos! Y si esto les parece poco, piensen que incluso la Republic, habitual productora de seriales de aventuras, se lanzó a la ruta con otro esperpéntico ejemplo de cine “serio”, The Red Menace (1949, R. G. Springsteen), pastiche cargado de estereotipos absurdos, tales como Molly (Hanne Axman), la vampiresa que recita permanentemente doctrina marxista-leninista, o como Solomon (Robert Rockwell), el intelectual judío que se suicida arrojándose por una ventana cuando descubre el antisemitismo en el Partido Comunista. Por increíble que parezca, el guión original indicaba que la cinta habría de finalizar con un plano general de la estatua de la Libertad, la que mediante un simple truco fotográfico debía parecer cantar “God Bless America”. Por fortuna, alguien con un mínimo de sensatez impidió tamaña atrocidad.

            Mientras Hollywood intentaba hacer buena letra, en 1949 el diputado republicano Richard Nixon lograba que se condenara por espionaje a Alger Hiss, ex Secretario de Estado, y a un buen número de políticos de ambos partidos. Junto a esta movida presentó una lista, tan fraudulenta como la de su colega McCarthy, en la que desenmascaraba a miembros de la cultura, las artes y las letras. Entre 1949 y 1951 florecieron centenares de Comités que se dedicaban a pescar contenidos comunistas en cualquier cosa impresa, fotografiada o filmada. Viñas de Ira (The Grapes of Wrath), la novela de John Steinbeck, fue clasificada como protocomunista, y su célebre versión fílmica, realizada por el gran John Ford en 1940 (protagonizada por Henry Fonda), fue vetada por una razón más peligrosa todavía: dado que se estaba proyectando en distintos países del área comunista con gran éxito, sus detractores locales veían en ello la inconfundible marca marxista en su orillo. Zanuck se las vio en figurillas para, otra vez en un reportaje aparecido en Variety, demostrar que los soviéticos habían reeditado y alterado el filme para que pareciera que la de los humillados viñateros de la trama era la situación real de todos los agricultores americanos.
Bogart y Bacall a la cabeza de una protesta en favor de los 10 detenidos de Hollywood
  En 1950, a inicios de la década que estamos estudiando, el presidente del Comité del Senado para las Actividades Antinorteamericanas era el Senador Karl Mundt, directamente asistido por McCarthy. Pero su presidencia duró poco, apenas unos meses, y ese cargo pasó por dos manos consecutivas, las de los senadores J. Parnell Thomas y John Wood respectivamente. Cada uno de ellos incrementó la intensidad y violencia del ataque hacia la colonia artística, los guionistas y productores.  Parnell Thomas, incluso, acabó en la cárcel por incluir falsamente en las listas negras del Congreso a parientes directos a quienes detestaba, como así también a ciertos colaboradores políticos de los que deseaba deshacerse. Bajo la presidencia de Wood el ataque a los actores resultó feroz: Sterling Hayden, Will Geer, Lee J. Cobb, John Garfield, Gale Sondergaard, José Ferrer, Karen Morley, Larry Parks y Howard da Silva, entre otros más, se vieron forzados a declarar ante el Comité en esa primera etapa. A todos se les exigió cuentas de sus propias simpatías personales y, lo más importante, se les obligó a brindar nombres de colegas que se suponían “rojos”. Algunos de ellos se retractaron de sus “indiscreciones” pasadas, eufemismo institucionalizado para estos fines, y otros se negaron de plano a vulnerar sus derechos personales tanto como los de terceros. McCarthy, por otra parte, estaba dirigiendo otra tanda paralela de investigaciones y liderando más audiencias. Las suyas fueron, por lejos, las más inquisitoriales. Mientras tanto seguían proliferando las películas anticomunistas. En 1949 se vieron cintas tales como Conspirator (Victor Saville), en la que Elizabeth Taylor descubría que su amante, Robert Taylor, era un traidor rojo; pero las cosas se pondrían realmente serias recién a partir de la nueva década, la que debutó presentando I Married a Comunist (1950, Robert Stevenson), abominación cuyo título, por sí mismo, nos exime de cualquier comentario. El filme se produjo bajo la supervisión directa del excéntrico magnate Howard Hughes, quien en ese momento había comprado la RKO Radio Pictures. El millonario venía de cerrar el estudio durante tres meses consecutivos con el fin de realizar su propia cacería de brujas interna con total comodidad, y semejantes credenciales —obviamente— no favorecieron la adscripción al proyecto por parte de gran parte de los realizadores convocados. Trece directores, nada menos, le dijeron que no, y se sabe con certeza que el guión pasó por doce manos diferentes antes de plasmarse en forma definitiva. Todos los que se negaron a participar en el proyecto fueron tildados de comunistas, incluyendo a Nicholas Ray, Joseph Losey y John Cromwell. Tras cancelar su contrato de esclavitud con la RKO, Losey emigró a Inglaterra, donde vivió y trabajó hasta su muerte, incluyendo sutiles y maravillosos filmes para la Hammer, tales como These are the Damned/ The Damned (1962). Pero volvamos por un momento a las actividades del Comité de Actividades Antinorteamericanas.

 Dijimos antes que durante 1947 y 1948 los ataques a los miembros de la industria del cine habían sido algo menos duros de lo esperado. Los abogados de los grandes Estudios, socios todos de los más prestigiosos bufetes de la profesión (quienes solían tener como clientes a muchos políticos y congresistas, entre ellos a varios miembros del Comité), habían logrado obtener una suerte de audiencias de “conveniencia”, cuyos desarrollos estaban previamente pactados: los miembros de este virtual tribunal preguntaban un par de cosas ya pautadas, los testigos respondían lo que estos abogados les habían instruido decir, y por sobre todo, brindaban 4 o 5 nombres de personalidades de la industria que supuestamente tenían simpatías comunistas. Si el testigo había participado de algún mitin de izquierda, aunque ello hubiera ocurrido en su adolescencia, se le instaba a abjurar de sus conductas pasadas, se le hacía jurar lealtad a los EE UU de América y, finalmente, se le dejaba ir con una severa palmada en la espalda y una admonición para que evitara, a futuro, indiscreciones semejantes. Pero hubo casos mucho más complejos, y estos fueron los que desataron la ola de terror que cayó sobre Hollywood en ese entonces. Hacia finales de 1947, concretamente el 20 de octubre, el Comité emplazó a 19 personalidades de la industria a testificar ante el comité. Tanto el tono de las citaciones como su cariz mismo habían cambiado. Las asambleas que acabamos de describir fueron  hasta entonces relativamente pocas, ya que se habían dirigido a personajes que el Comité consideraba venales y banales, quienes coqueteaban con ideas de izquierda más por esnobismo cultural  que por íntima convicción. A estos se los asustaba, a los demás nombrados se los dejaba sin trabajo, y en cuanto al resto, servían de ejemplo y advertencia. Más de pronto, los nombres de estos 19 nuevos citados surgieron de investigaciones que, desde Washington, McCarthy había encargado al FBI.
El Comité en una de sus sesiones
 A ellos no sólo se los creía verdaderamente “culpables” de simpatías comunistas, sino que sus respectivas comparecencias  debían servir como virtuales escarmientos al resto de la industria. Sin embargo, en medio de un escándalo público de proporciones que la prensa se encargó de amplificar, el sorprendido Comité se encontró con la tenaz negativa a testificar por parte de diez de los “sospechosos”. Los bautizados como The Hollywood Ten (Los Diez de Hollywood) fueron los guionistas Alvah Bessie, Lester Cole, Ring Lardner, Jr., John Howard Lawson, Albert Maltz, Samuel Ornitz y Dalton Trumbo; los directores Edward Dmytryk y Herbert Biberman; y el  productor-guionista Adrian Scott. Todos ellos, sumidos en un lupanar de presiones que les llegaban desde todas las partes involucradas, mantuvieron —sin embargo— su valiente postura de negarse a servir de cabezas de turco de una “caza de brujas” inaceptable para una tan cacareada democracia como la suya. Los emplazados invocaron la protección de la 2ª y la 5ª Enmienda, pero todo resultó en vano. En noviembre de 1947 la Cámara de Representantes los declaró en rebeldía y, hacia mediados de diciembre, todos ellos habían perdido sus trabajos sin derecho alguno a indemnización y bajo prohibición explícita de que cualquier empresa de la industria, incluida la televisiva, les brindara contrato alguno. El escándalo siguió, las apelaciones se multiplicaron, y recién entre mediados de 1948 y el primer semestre de 1949 se llevaron a cabo los juicios penales a cada uno de ellos. Todos fueron hallados culpables y recibieron ignominiosas sentencias que iban desde los 3 años de prisión hasta los 6 años. Es de aclarar que la benevolente ley penal “argenta”, que permite mantener al condenado en libertad si su pena es de hasta 3 años —e incluso de más, siempre que se cumplan ciertos ambiguos atenuantes— carece de sentido en el resto del mundo, y en el caso particular de los EE UU, toda sentencia de un Juez, sea esta de simples 48 horas de prisión (para casos sencillos, tales como orinar en un ambiente público) se cumple de manera taxativa e indefectible. Los sentenciados, entonces, apelaron a la Suprema Corte, la que falló en la primavera boreal de 1950 manteniendo todas las condenas, aunque reduciéndolas —según cada caso— a períodos de entre 6 meses a un año de prisión efectiva.
"Los 10 de Hollywood"
            El escándalo de los “10 de Hollywood” repercutió en todos los ámbitos de la sociedad norteamericana. Tinseltown no se mantuvo de brazos cruzados, aunque los magnates de los Estudios estaban verdaderamente aterrorizados. La respuesta vino de los propios generadores de la riqueza que sustentaba (y aún lo hace) a la industria: los actores y actrices. Si nuestro blog tiene como emblema un fotograma del inolvidable Humprey Bogart y la magnífica Lauren Bacall (de hecho, su mujer), no es solamente por causa de nuestra infinita admiración hacia sus figuras y las geniales películas que protagonizaron. Ellos fueron la pareja líder del movimiento de protesta contra el abuso de poder sufrido por los diez condenados. Gracias al enorme prestigio de Bogart y el indudable peso que tenía en la industria, se fueron uniendo a ellos una impactante cantidad de intérpretes, guionistas, directores y productores que realizaron marchas de protesta tanto por las calles de Hollywood, Los Ángeles, Washington y Nueva York. Los periódicos inequívocamente liberales, tales como The Washington Post, The New York Times, Los Ángeles Times, y revistas del prestigio de The New Yorker, Life o NewsWeek mantuvieron viva la llama de los Derechos Civiles y mantuvieron a los injustamente condenados en sus portadas y mejores editoriales, incluso cuando recibieron presiones varias y amenazas de toda índole. Prosiguiendo, entonces, con el objetivo de este artículo, que consiste en ilustrar la descripción histórico-política del período con los filmes más emblemáticos de entre aquellos surgidos del miedo y la paranoia, mencionaremos ahora a uno que se estrenó precisamente cuando casi todos los 10 de Hollywood estaban en prisión.

 Nos referimos a My Son John (1952), un más que lamentable catálogo de prejuicios antiintelectuales, producido, escrito y dirigido por Leo McCarey, paradójicamente un talentoso director. Protagonizada por Robert Walker, el psicópata Bruno del clásico de Hitchcock Strangers on a Train (1951), su rol consistía en el de un inteligentísimo hijo de una idílica familia de clase media, unida, temerosa de dios y americana hasta la médula. Su padre, interpretado por Dean Jagger, era un ferviente anticomunista y antisoviético, quien de pronto sospecha que su hijo se ha vuelto “rojo” debido a su subrepticio uso de palabras altisonantes (¡). La madre (Helen Hayes) llega incluso a obligarlo a jurar sobre la Biblia que no es ni ha sido nunca miembro del partido comunista, pero más adelante su olfato le demuestra que su retoño le ha mentido. Una vez descubierto por esta genuina “madre coraje”, John intentará salvar su alma de la condenación entregándose al FBI y ofreciendo un trato de delación. Claro que sus compinches en esto del espionaje interno lo descubren y acaban asesinándolo en las escalinatas del gigantesco monumento a Lincoln, en Washington D.C. Eso sí, el personaje de Van Heflin halla en uno de sus bolsillos una carta con una declaración de arrepentimiento, cuya solemnidad mueve a risa: “Confieso bajo palabra de honor que he sido un espía al servicio de los comunistas. Que dios tenga piedad de mi alma”. Lo curioso del caso es que la cinta, dramáticamente hablando, funciona; y no sólo eso, sino que al año siguiente fue nominada al Óscar a mejor guión original. Walker estaba espléndido en el papel, aunque no llegó a concluirlo. Con apenas 32 años de edad y dos hijos pequeños murió a causa de una falla respiratoria, inducida por una aparente sobredosis en una inyección de sodio-amital que su psiquiatra le inoculó a modo de sedante. Los últimos planos detalle de su rostro más otros planos generales que se necesitaban fueron tomados, bajo generosa cesión, de —precisamente— Extraños en un Tren, fundamentalmente de los sobrantes de retomas y escenas eliminadas de dicho rodaje. En cuanto a John Wayne, actor que amamos a pesar de cualquier controversia que exista acerca de su figura, es cierto que apoyó públicamente las actividades del Comité, aunque su interés no estaba centrado en las asambleas dedicadas a miembros del show bussiness, sino a las del ala política y gubernamental. Él creía firmemente en la amenaza roja y en su poder de penetración y difusión, así que no tuvo empachos en afirmar que las “leves” condenas a los 10 de Hollywood les servirían de “sincera penitencia” por sus “indiscreciones”, todo lo cual procedió a confirmar produciendo Big Jim McClain (1952, Edward Ludwig), la que estaba formalmente dedicada a los miembros del comité. En el texto introductorio del filme se lee que estos valientes congresistas proseguían sus investigaciones antisubversivas “sin dejarse acobardar por las malignas campañas de desprestigio lanzadas contra ellos”. 

Wayne no estaba solo; Robert Taylor, Gary Cooper y el director Elia Kazan (entre más de 250 personalidades que también lo hicieron) aceptaron testificar libremente y de buena gana. Cuando menos, el “Duque” era ferozmente sincero en sus simpatías políticas: había sido un Republicano ferviente toda su vida (y lo sería hasta el final), un acérrimo anticomunista y un conservador de buena ley. Pero gran parte de los ejecutivos y trabajadores de los grandes Estudios estaban asustados como gallinas, y el resultado del miedo, la hipocresía y el servilismo puede ser casi siempre catastrófico. Así lo fue la esperpéntica Red Planet Mars (1952, Harry Horner), desesperante (y disparatada) sarta de pseudoverdades científicas, religiosas y políticas, escrita por Anthony Veiller y Myles Connolly, quienes deberían arder en el infierno, si es que existe, por acometer este tremendo “cinecidio”. Peter Graves (Mission: Impossible; CBS, 1967-73) era un experto en electrónica que súbitamente entraba en contacto con Marte, y que al difundir los datos que los propios marcianos le han brindado acerca de su avanzada civilización y su sólido sistema económico, causa que toda la economía de occidente se derrumbe. Claro que nunca se explica mínimamente el por qué de tal catástrofe, lo que sí ocurre es que los soviéticos resultan ser los únicos beneficiados con ella. El Departamento de Defensa convence al presidente para atacar a la URSS con armas nucleares, pero poco antes de lanzar la ofensiva los marcianos vuelven a hacer contacto, esta vez transmitiendo un mensaje divino y espiritual, el que es seguido por la milagrosa recuperación de occidente y  la inesperada revuelta de los campesinos rusos que se rebelan contra la tiranía comunista derrocándola. Red Planet Mars significó el punto más bajo de una tendencia para el olvido, que estuvo acompañada, antes y después, por cintas de diversa calidad pero idénticas motivaciones. I Was a Comunist for the FBI (1951, Gordon Douglas) o Split Second (1953, Dick Powell), son ejemplos variopintos acerca de este tipo de producción destinada a alimentar la paranoia, por un lado, pero también a contentar a las autoridades políticas que tenían a Hollywood en la mira. De hecho, sólo en 1950 —a modo de ejemplo— se produjeron 13 filmes estrictamente anticomunistas. La cifra aumentaría en años posteriores; la calidad de los mismos decaería en forma inversamente proporcional.

            Ahora bien, que Hollywood estaba en la mira porque se lo consideraba un ámbito privilegiado para la infiltración ideológica, no caben dudas ni interpretaciones. Inmediatamente después del escándalo de los ’10 de Hollywood’ el Comité, ignorando por completo el revuelo periodístico y social que se agitaba en toda la nación, contraatacó —el 17 de septiembre de 1951— con un segundo llamado grupal a testificar. De estas audiencias se desprendieron dos tipos de listas, las “negras” —que incluyeron a cerca de 500 personalidades—, que impedían todo tipo de trabajo a los contenidos en ellas, y las “rojas”, que llegaron a contar con 350 mencionados, los que eran considerados como personalidades dudosas “posiblemente” recuperables. Estos últimos podían trabajar, pero con menor asiduidad y bajo ambientes muy controlados. Por una cuestión obvia de espacio y paciencia del cyber-lector no detallaremos las tragedias que desató esta injusta e ilegítima guerra hacia los hombres y mujeres de la cultura. Resumiendo, entonces, podemos indicar que a partir de estos eventos se rompieron amistades, se perdieron centenares de empleos jamás recuperados, millares de involucrados se sumieron en la depresión clínica y otros tantos cayeron en el alcohol y las drogas.

Otro saldo trágico fue el de casi 150 suicidios entre miembros de la industria, así como la humillante situación —vivida por centenares de guionistas— de tener que vender sus guiones clandestinamente, bajo pseudónimos y a precio vil. Y ello era posible sólo si se contaba con un “padrino” que impulsara a los productores a aceptar la pantomima, caso del gran Kirk Douglas, quien protegió personalmente a ese gran guionista que fue Dalton Trumbo apenas salió de la cárcel. Douglas, quien también era productor, le dio varios trabajos sin que figurara su nombre en ellos, hasta que, harto de la situación, se jugó a por todo permitiendo que el filme épico Spartacus (Espartaco, 1960; Stanley Kubrick & Anthony Mann) lo tuviera como único guionista acreditado. Otto Preminger hizo lo propio ese mismo año contratándolo para el script de Éxodo (Exodus), basada en la novela de León Uris. La academia de Artes y Ciencias de Hollywood no tuvo la valentía necesaria para siquiera nominarlo por ninguno de los dos trabajos, cuando en realidad lo merecía por ambos. Antes, en 1956, Trumbo había escrito bajo el pseudónimo de Robert Lich un bellísimo filme infantil, The Brave One (Irving Rapper), y la Academia sí se animó entonces a premiarlo con la preciada estatuilla, pero —amparándose en los reglamentos impuestos por resolución del Comité del Senado— no se lo entregó formalmente sino hasta la ceremonia del año 1975 (sí, amigo lector, tal como lo lee), cuando Trumbo estaba a menos de un año de su muerte. Ahora bien, es estrictamente cierto que muchas personalidades del mundo del cine simpatizaban entonces con el partido comunista, lo que —como apuntamos antes— se debía a motivaciones varias: desde simples posturas snob, pasando por sinceras preocupaciones acerca de las falencias del capitalismo, hasta serios compromisos políticos. Pero para 1955, la mayoría de las personalidades del cine y las artes que, o bien estaban afiliadas o bien declaraban públicamente sus adhesiones socialistas, expusieron a la prensa su profunda desilusión con el partido y sus dirigentes. Fue un escándalo de proporciones, dado que millares de respetadísimas personalidades de la cultura afirmaron públicamente que tanto los directivos como los demás afiliados del Partido Comunista Americano eran unos cobardes, algo perfectamente cierto, ya que jamás negaron la pertenencia a su organización de aquellos inculpados que habían sido injustamente sindicados de ello, como tampoco asistieron ni movieron un dedo por los que sí lo eran, y que ahora estaban pagando por algo perfectamente lícito en una democracia republicana. El tema es tan vasto que nos excede, lo repetimos, pero resulta apasionante. La bibliografía, tanto en inglés como en español, acerca de este fenómeno socio-político es numerosa y bien vale la pena echarle un vistazo, especialmente hoy día, cuando el acceso que brinda la web resulta una herramienta de difusión maravillosa.

            A partir de 1953, sin embargo, se produce un cambio en la calidad de las películas anticomunistas. Si Red Planet Mars había resultado el punto más bajo, casi inmoral, de esta movida, Pickup on South Street (Samuel Fuller) significó el primer peldaño de una escalera de crecimiento así en lo temático como en lo dramático. Tanto esta como sus sucesoras tuvieron bastante más éxito comercial, quizás debido al hecho de que eran más oblicuas y matizadas. En ella, Richard Widmark interpreta a un ladrón de poca monta que, por error, roba a un espía rojo un importante microfilm. La sinuosa “conversión” de su personaje hacia un cierto “patriotismo” se debe, sin embargo, a intereses puramente egoístas, y el éxito del filme se debió, sobre todo, a su acción trepidante y a la credibilidad de sus personajes, en detrimento de su propia línea política. Para 1956, de hecho, la tendencia ya permitía alegatos claramente antimacarthistas, tales como la magnífica Invasion of the Body Snatchers, de Don Siegel, la que muchos quisieron interpretar a la inversa, como unos EE UU dominados por el comunismo; o, un año antes, Bad Day at Black Rock (Conspiración de Silencio, 1955, John Sturges) fascinante filme imperecedero, en el que Spencer Tracy se enfrenta a un pueblo abroquelado ante la tiránica opresión de un solo hombre (Robert Ryan), quien  —por motivos que el espectador habrá de descubrir— mantiene comprada y/o “secuestrada” la lealtad de sus habitantes. Antes, en 1952 y en plena cacería de brujas, Fred Zinneman estrenaba el magnífico western High Noon (A la Hora Señalada), alegoría directa acerca de la soledad ante el Estado y la Ley del ciudadano que quiere sostener sus ideales, así como una denuncia del cuerpo social que, acobardado y ávido de mantener sus privilegios, hace caso omiso de la justicia y las necesidades de otros. Lo curioso del filme es que estaba protagonizado por Gary Cooper, un alegre y complaciente colaborador del Comité, como ya lo dijimos.

 A esta tendencia, que por fortuna fue creciendo exponencialmente, debe sumarse otra forma de cine por la paranoia, que fue la de las películas acerca del holocausto nuclear. Al principio, esta temática no pareció atraer demasiado a los productores de Hollywood, quizás por la oscuridad de su temática, quizás por razones menos claras… pero lo cierto fue que poco a poco el terror atómico se adueñó, inexorablemente, de las pantallas. El primer filme que abordó esta problemática se lanzó al mismo tiempo que la Guerra Fría daba sus primeros manotazos, 1947, y fue The Beginning or the End?, de Norman Taurog. Tendenciosa y pseudocientífica, inició una serie de mediocres películas que jamás lograron tratar el tema con un mínimo de seriedad o respeto hacia el drama de una posible devastación nuclear. Hubo excepciones, por supuesto, pero nada mejor para ilustrar los temores que la sociedad americana experimentaba en ese entonces, que citar al periodista Joe Kane, quien escribió en la revista Take One lo siguiente: “La Amenaza Roja, las conspiraciones de los ateos, el temor a los OVNIs y la bomba atómica se unieron en una confusa mezcolanza durante el período de la posguerra, claramente caracterizado por la inseguridad y el miedo, dejando grietas y cabos sueltos en la estructura mitológica global norteamericana, que no se soldaron ni aun después de remitir esa histeria… Primero, por fines de rentabilidad, y luego, por principios, Hollywood se dedicó a investigar las posibilidades de la energía nuclear, aunque siempre lo haría desde un punto de vista negativo hacia ella, presentando pavorosas pesadillas y horribles imágenes de mutaciones nucleares”. Ignoraremos grandes películas acerca de esta temática que se estrenaron en la década siguiente, sencillamente porque escapan a nuestro estudio y porque dicha etapa significó un cambio radical tanto en lo político como en lo cultural para los EE UU. On the Beach (1960, Stanley Kramer) o Dr. Strangelove or ‘How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb’ (1964, Stanley Kubrick) son, cada una en su género, obras maestras que marcan una clara evolución socio-cultural más autoconsciente y racional, bien alejada de la histeria de la década anterior.

EPÍLOGO INPRESCINDIBLE
            El Comité de Actividades Antinorteamericanas cambió su nombre a Comité de Seguridad Interna en 1969, cuando ya estaba muy desprestigiado, y fue definitivamente abolido en 1975. McCarthy estaba entonces completamente arruinado, luego de no poder demostrar severas acusaciones hechas a miembros prominentes de la Casa Blanca. La Academia de Hollywood salió de su ostracismo recién en 1985, cuando quitó de la lista negra a los guionistas —ya fallecidos— Michael Wilson y Carl Foreman, restituyéndoles post mórtem su carácter de miembros de la entidad. Sus respectivas viudas recibieron en la ceremonia de los premios Óscar de dicho año las estatuillas que, como legítimos ganadores de las mismas durante aquel oscuro período, se les habían negado en vida. Esto en cuanto a nuestro específico tema, el del cine de Hollywood durante la caza de brujas y el macarthismo. Sin embargo, es menester que llamemos vuestra atención hacia otro fenómeno que apareció en el cine de la década de 1950, el del mentado “Cine de la Angustia”.
"A la Hora Señalada" Alegato antimaccarthista
 Hablaremos acerca de ello en otro artículo, lo prometemos, pero era necesario citarlo aquí para que el lector desprevenido, que quizás no conoce en profundidad la historia de la cinematografía, sepa que el tipo de producto del que tratamos hasta ahora no fue en modo alguno el único que dominó las pantallas americanas. No fue así. Los años ‘50s vieron surgir una nueva mitología de actores, actrices, guionistas y directores que renovaron por completo la dramaturgia cinematográfica yanqui. Al Este del Paraíso (East of Eden, 1955; Elia Kazan), Edge of the City (1957, Martin Ritt) o The Wild One (El Salvaje, 1953; Laslo Benedek), son apenas un botón de muestra de la transformación que el cine de Hollywood estaba experimentando entonces. Las dos corrientes, entonces, la de la paranoia y la cobardía corporativa —por un lado— y la de una nueva sensibilidad y narrativa por el otro, colapsaron indefectiblemente produciendo una onda de choque que, cual estallido de una supernova, creó un cine completamente nuevo y disruptivo. Como simple ejemplo, digamos que un filme como la brillante El Graduado (The Graduate, 1967; Robert Benton) jamás habría existido sin este germen tan ambiguo como plagado de amargas secuelas. Y antes de concluir, una recomendación extra; una que ilustrará mejor que un filme documental todo lo que hemos expuesto hasta aquí. En 2001, ese magnífico director, productor y guionista que es Frank Darabont (The Shawshank Redemption, 1994 / The Green Mile, 1997 / The Mist, 2008) estrenó la magnífica, emocionante y liberadora El Majestic (The Majestic), filme imprescindible que, en medio de un canto de amor al cine mismo y una elegía —libre de acartonamientos— a la libertad, nos conmueve e interpela.

 Estamos en 1952 y Peter Apleton (Jim Carrey, en el mejor papel de su carrera; muy superior, incluso, al que brindó en The Truman Show), guionista a sueldo de un estudio donde las ideas se escupen como si de trozos de carne se tratara, es suspendido a causa de haber sido señalado como comunista. Borracho, su auto cae de un puente y, al cabo de despertar, descubre que ha quedado amnésico. La corriente lo ha llevado mar arriba, a unos cuantos kilómetros de Los Ángeles, siendo rescatado por un lugareño de un pueblo que ha perdido a gran parte de sus jóvenes en la guerra. Pero el dueño del viejo y clausurado cine Majestic (Martin Landau) cree ver en él a su hijo desaparecido en acción. De pronto, todos en la ciudad concuerdan en que se trata del hijo pródigo que ha vuelto cuasi milagrosamente, y Peter —que no tiene más remedio que creerles, ya que nada recuerda— trata de encajar como puede en esas vidas y esas historias que le son ajenas. Cuando la ex prometida del supuesto muerto regrese al pueblo, todo comenzará a cambiar. Estudiante de derecho ella misma, en homenaje al deseo trunco de su prometido, el idealismo en sus firmes convicciones le servirán de guía al débil Peter cuando el FBI, y sus propios recuerdos, lo confronten de nuevo. Filme imprescindible, las secuencias de la asamblea en el Senado conmueven los cimientos ideológicos y morales del espectador más cínico. Sin golpes bajos, pero con muchas verdades bajo su perfecta trama, El Majestic puede ser, para quienes nunca la han visto, toda una luminosa revelación. Y para los que sí la vieron, una buena manera de reconectarse con esos valores que en ocasiones escondemos debajo de la alfombra de nuestras tan humanas “agachadas” y “negociaciones”. Será tiempo muy bien invertido.- 

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