"ANGELYNE" : Una Miniserie casi Perfecta y Una Actriz con un Rol Consagratorio

Por Leonardo L. Tavani

Calificación: MUY BUENA ★★★★


    Si cada episodio de serie que he visto a lo largo de mi vida pudiera canjearse por una milla de “viajero frecuente”, podría embarcarme tres veces seguidas hacia el planeta Neptuno sin tener que pagar un centavo. Y si hago la misma cuenta con las películas que vi, la Federación Unida de Planetas me entregaría la llave de la nave estelar Enterprise sin cargo alguno. Bueno, fantaseaba con estas tonterías unos días atrás, antes de disponerme a ver la miniserie Angelyne, que es una biopic en toda regla, justamente porque es un género del cual he llegado a agotarme de tanto exponente (adocenados, la mayoría) al que me he sometido. Pero, y siempre hay un ‘pero’ —sea para bien como para mal—, Angelyne acabó siendo una auténtica bocanada de aire fresco, una cruza de géneros y estilos que construye una narrativa y una estética personalísimas, y que atrapa al espectador desde la primera toma. Y que tiene, además, una poderosísima arma secreta: Emmy Rossum. Verla en la piel (literalmente, créanme) de la enigmática “proto influencer” de los años ‘80s es un espectáculo fascinante, adictivo e hipnótico. Rossum se adueña tanto del personaje autoinventado como de la persona real detrás del mito, y hace con ambos un constructo mágico y peculiar, poderosísimo en su polisemia y plagado de matices multidireccionales. La actriz y cantante de 36 años ha alcanzo, finalmente, el “nirvana”, su “Casablanca”, ese rol que algunos actores buscan por décadas y que nunca les llega. Arruinarlo, rebajarlo a mera macchietta, era una posibilidad cierta y un riesgo demasiado cercano, pero Emmy Rossum no sólo sale airosa del desafío, sino que transforma su actuación en una genuina lección de arte escénico. Más allá del profuso maquillaje y de las muchas capas de prostética necesarias para avejentarla, sorprende como la actriz logra entregarle carnadura y alma a su criatura sin caer jamás en la caricatura. Sea como Angelyne, o como la elusiva Rachel Goldman —a quien ella ha enterrado tan profundo como para no volver a sentir el dolor que arrastra— Rossum huye de los típicos lugares comunes del caso y abraza una forma de desmesura que calza como un guante en la propia desmesura vital del personaje real. Así, la entendemos, la comprendemos, la vamos descubriendo de a capas (como con una cebolla), hasta que todo el make-up, el látex o el alucinado vestuario se metamorfosean en ella, en Angelyne. Lo artificial se torna real. El personaje muta en persona, y el otro personaje —el de esta ficción en particular— acaba traspasando la pantalla y tomando cuerpo en la vida real. Al final del quinto y último episodio, mientras transcurren los créditos finales, las breves imágenes de la Angelyne auténtica resultan indistinguibles de la Angelyne de Rossum, y no porque resulten idénticas (que lo son), sino porque la actriz logra la proeza de transformar a su criatura —de por sí un personaje tan extremo y caricaturesco que aleja toda pretensión de seriedad a la hora de aprehenderlo— en una mujer a la que podemos finalmente comprender. Y lo más importante, compadecer. Lo genial del caso, además, es que tanto la actriz como los responsables de la miniserie se permiten el lujo de no juzgar a su criatura ni tampoco elevarla al estatus de ícono feminista, esto último muy en boga. La Angelyne de Emmy Rossum, en sintonía con la astuta construcción de guionistas y realizadores, no es ni buena ni mala; ni mejor ni peor que ninguno de nosotros. Es una mujer compleja, con una vida y un pasado complejos, que ha construido una ficción con su propio ‘yo’ para escapar del dolor y trascenderlo de alguna manera. Que sus métodos sean poco ortodoxos y que para alcanzar dicha meta haya debido “usar” a algunas personas de modo poco altruista, no la transforma en absoluto en villana; sólo en alguien que ya no quiere ser víctima.       


    Ahora bien, si Emmy Rossum es el gran trofeo que corona “Angelyne”, no es menos cierto que la otra gran baza de esta magnífica producción consiste en su inteligente plasmación en pantalla. A priori parece un falso documental, y en gran parte del tiempo lo es, pero la verdad es que en todo momento juega a boicotear ese aserto y se aboca a cruzar géneros y estilos con total acierto. Angelyne no es un pastiche, como podría parecer, sino una meritoria hibridación de fantasía, quiebre selectivo de la “cuarta pared”, docu drama y comedia satírica. Con todo ello, y basándose muy libremente en un artículo de investigación periodística, la miniserie logra desentrañar en gran parte el misterio vital de su personaje, pero manteniendo —a a vez— una saludable aura mítica que impide aprehenderlo por completo. Ruego se preste detenida atención a los instantes finales del último episodio, cuando realidad y fantasía quiebren sus reglas y los límites entre ellas se difuminen, porque será allí —en medio de un surrealismo infrecuente para las pantallas norteamericanas— cuando la genuina declaración de principios de la obra se haga patente y le “cobre” peaje intelectual a sus espectadores. Súbitamente, cuando veamos a Angelyne escindida entre su alter ego imaginario y el fruto “físico” de la mirada pública sobre ella acumulada a través del tiempo, el llamado a la actriz desde el switcher master (se escucha con claridad “Emmy” proferido por altavoces, a lo que la actriz/personaje responde mirando de inmediato hacia arriba) nos obligará a extremar nuestra atención para lograr captar la complejidad integral que se halla encriptada en esta historia. Será un ejercicio no exento de obstáculos, pero altamente gratificante.
          


    Antes de concluir me gustaría llamar la atención de mis lectores hacia el personaje que interpreta ese gran actor que es Martin Freeman. El británico encarna a Harold Wallach, quien fue el empresario imprentero que acabó construyendo el mito de Angelyne en sentido estrictamente material. Sin ganar jamás un centavo ni mucho menos obteniendo favor sexual alguno —su relación con Angelyne fue decididamente platónica— Wallach montó todos y cada uno de los gigantescos carteles publicitarios que cimentaron la fama “líquida” de su musa, y a pesar de que ella fue un factor decisivo para destruir en parte a su familia y se comportó tiránicamente con él, su sola influencia despertaba algo en el hombre que lo hacía querer seguir adelante. Ella era su obsesión, y a la postre se entiende que lo ayudó a proseguir con una profesión que no había elegido (heredó la empresa de su padre, quien se la impuso) y una vida personal que le resultaba asfixiante. Y lo curioso del caso es cómo Freeman logra transmitir la operación alquímica que la mujer despertaba en él, que consistía exactamente en eso que la Angelyne real pretendía ser y encarnar para los demás: un faro de esperanza y luminosidad en las grises vidas de las personas. Por eso mismo resulta perfecta la parábola del personaje de la hija del imprentero, Wendy (Molly Epharim, excelente en este rol que no resulta nada fácil), quien pasa a través del tiempo del odio y los celos más cerriles a una aceptación contemplativa acerca de quién fue realmente su padre. Otro gran acierto es que no hay subrayados ni golpes bajos en estos mensajes, más bien una mirada ácida pero siempre matizada de humor y no poco cariño por estas personas tan perdidas en la vida como cualquiera de nosotros. En cuanto a los rubros técnicos, sorprende gratamente la sabia utilización de la paleta de colores, las texturas de la luz y el vestuario, para que ellos “hablen” tanto de los personajes como de la época en que les tocó vivir. Mención aparte para la música utilizada en cada momento, que escapa al lugar común tipo “playlist ochentoso/noventoso” para erigirse en toda una declaración de principios de los realizadores.

            Angelyne, entonces, resulta una gratificante experiencia que nos sumerge no ya en una persona transformada en ícono pop de la nada más absoluta, sino que bucea en los intrincados motivos por los que algunas personas influyen en otras y en cómo nuestra sociedad acaba exprimiendo y desechando tanto a “influencers” como influenciados. Y sin señalar a nadie con el dedito en alto, lo que no es poco. Merece una chance.-    


    

 

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