A MI HERMANO

El cuerpo de un hombre muerto yace en un puente destruido junto a autos abandonados dejados por personas que huían de la ciudad de primera línea de Irpin, región de Kiev, Ucrania. Foto: EFE/EPA/ROMAN PILIPEY
Hombre muerto en un puente de la ciudad de Irpin. (fuente:www.Clarín.com)

    Él podría ser yo. Cualquiera puede verme cada día recorrer mi barrio en bicicleta; cualquiera puede verme ir de negocio en negocio, a la farmacia o al rapipago en mi bici. Y más tarde, cada día, salir a ejercitarme con ella, por puro placer. Él podría ser yo. Hay, empero, una diferencia abismal, aterradora, entre ese cadáver deshilachado y mi propia humanidad. Yo podría caer como él, ciertamente, y quizás ese destino me aguarde en el recodo de alguna esquina, sólo que mi muerte estaría marcada -indudablemente- por un pueril accidente de tránsito, por una fatal distracción que acabe con todo. Él, en cambio, murió asesinado por la demencial locura de un chacal de Estado, Vladimir Putin; una rata encerrada en la torre alucinada de su megalomanía criminal. Un hombre solo, aislado de todos y de la realidad, que ha decidido que la historia no merece servir de faro alguno y ha tomado, como un cruel niño sin límites, el caramelo que tanto desea. Así es la locura del poder. Del poder absoluto, por cierto. Así era en 1705, o en 645 a.e.c., en 1939, y -cómo no- en 2022. El mito del eterno retorno no es tal. Todo vuelve sin remedio. Porque lo dejamos retornar. Porque nos negamos a aprender. Porque sí, quizás. O porque no.

    No hay mucho más que decir. Otros hablan y escriben hasta agotar nuestras consciencias, como si sus palabras cambiaran algo, como si pudieran parar las muertes. A mí, únicamente, me importa esta foto. Este ser humano muerto por el odio, la ambición, la locura y la mentira. Este hombre al lado de su bicicleta. Este hombre al que nadie nunca más podrá esperar, ni acariciar, ni extrañar siquiera. Y todo por un sueño colectivista y autocrático. Todo porque una parte de la humanidad -que no Putin en soledad, sino muchos otros más como él, que aman a esos líderes tóxicos y fuertes- no tolera convivir con la libertad de los otros. Unificar vidas y pensamientos, regular desde el deseo hasta la vida pública, ponerse bajo el paraguas de instituciones religiosas que no dejan nada librado al libre albedrío..., todo eso, indudablemente, atrae como el néctar a un número gigantesco de personas huérfanas de autorespeto que luchan denodadamente por hallarlo en la guía del o la líder carismática. Así acaba. Así prosigue.

    Pero esta foto, la de este hombre cuyo nombre jamás conoceré, interpela a toda nuestra sociedad enferma y pútrida. A la nuestra, la de entrecasa, quiero decir. No nos gusta vernos así, no queremos reconocernos de esa manera, pero estamos mucho más que enfermos, estamos corrompidos. La grieta existe. Es la línea divisoria entre "ellos" y nosotros. Y esa frontera, esa línea, es la evidencia de la putrefacción. Porque hay una parte enorme de esta amalgama indócil que llamamos Argentina que está cómoda con esta foto. Una parte gigantesca de nuestra sociedad a la que no le importa un carámbano acerca del destino de este hombre asesinado. Personas que se creen dignas, honestas y progresistas, pero que aplauden a dictadores, autócratas y tiranos. Simple y sencillamente porque encajan en un molde perverso al que llaman IDEOLOGÍA. Porque colectivizan desde la culpa por una violación sexual hasta la ola de crimen organizado fruto del narcotráfico. Quizás, seguramente, porque si todos somos culpables nadie es culpable. Porque si mis pecados son también los de otros entonces se diluyen en las aguas del relativismo absoluto. Quizás porque no pueden mirarse al espejo con los ojos al desnudo, y les hacen falta unas gafas que filtren la oscuridad y la angustia que causa la auténtica libertad.

    No los escucho. A ellos, quiero decir. Ni en voz baja, susurrando, ni en voz alta. No dicen nada. No desaprueban. Porque en verdad, obviamente, aprueban. Aprueban utilizar la fuerza impunemente, aprueban imponer a los otros el propio modelo de existencia. Aprueban felices y seguros cualquier abuso que afirme su superioridad moral y les confirme su estatus de "iluminados". No logro escuchar condenas, ni llantos, ni quejas, ni nada. Nada de nada. Sólo detecto sonrisas. De autosatisfacción. De confirmación onanística. De triunfo. Sólo eso. Pero nada, y quiero decir NADA, de humanidad. Ni de humanismo. Ni de solidaridad o empatía. Nada. Será que dentro de ellos, muy profundamente, reina la NADA. La ausencia de TODO lo que nos identifica como personas. Esas cosas que lo identificaban a él, y no únicamente mientras estaba vivo, sino también ahora, yaciendo inerme en el altar de la locura. Él me habla y me refleja, me espeja, me grita al oido y no puedo tapármelo para huir de sus demandas. A ellos, tristemente, no les dice nada. Para ellos no vale ni la puta pena de arriar alguna bandera. Sería como claudicar. Sería como volverse humanos...

    Yo sí quiero hablar. Yo quiero gritar. Yo quiero decirle que lo conozco, que sé exactamente quién era, quién sigue siendo. Aunque no pueda ver su rostro, que está oculto por el velo de esa marioneta que es la muerte, quiero decirle que conozco cada línea de su cara, cada arruga y cada lunar. Y que el rostro del titiritero también me es familiar, que nunca me pasará desapercibido y tampoco nunca, jamás, dejaré de escupirlo con desprecio y profunda lástima. 

    Quiero decirle a él, a mi hermano, mi otro, mi prójimo, mi homólogo, que su vida no pasará en vano. Ni desapercibida. Y que su muerte tampoco. Que el día que yo caiga como él, aunque las causas sean bien diferentes, estaré pensando en su destino; en que valió la pena -cuando menos- putear desde estas líneas o gritar en mi vereda, para exigirle a "ellos" -aun cuando parezca infructuoso- algo de humanidad. Algo de honestidad. Algo. Apenas. Quiero decirle que algo muy profundo se quebró en mí al verlo, al contemplar la inútil insensatez de su muerte. Algo que no lograré recomponer. Y que me separará para siempre de los que callan. De los que otorgan. De los que celebran apenas disimuladamente. 

    Hoy, más que nunca, hermano ucraniano, trataré de hacer aquello que muchas veces olvidé: dejar de transcurrir, dejar de perdurar. Trataré, también a los gritos -si hace falta- de HONRAR LA VIDA. En tu memoria. PARA QUE NO SEA EN VANO.-

Leonardo L. Tavani.-

     

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