“El Hombre Gris”: Cuando el presente del cine no es gris, sino Negro

Por Leonardo Tavani 

Calificación: Mala

    Podría decirles que estoy enojado, que lo estoy; podría contarles que estoy muy pero muy cabreado, que lo estoy; pero lo que en realidad debo transmitirles es que el cine de EE UU (porque “Hollywood” es hoy un eufemismo) está muerto. Muerto y enterrado. Vi, o más bien padecí, The Grey Man (El Hombre Gris), de los hermanos Russo (los tan sobrevaluados hermanitos Russo, que si siguen así acabarán peor que los otrora hermanos Wachowski, hoy hermanas), y la sensación de asco, abulia y mercantilismo vacío de contenido me causó náuseas. Créanme, estoy harto de que mis actuales 53 años de edad me resulten más una carga que un beneficio, porque ya no se trata de la típica nostalgia por los años de juventud o de esa petulancia tan porteña y tanguera, que vive reivindicando el pasado como un territorio mítico que siempre fue mejor, sino de la constatación amarga y taxativa de que ya no hay ni habrá nada bueno —o siquiera casi tan bueno— como lo que hubo ayer. El cine de acción, de fórmula, cumplía otrora con estándares fijos que nunca fallaban; podía gustarte más o menos el protagonista, o la peli podía ser de mayor o menor presupuesto, pero salvo esas gansadas clase “Z” que producía la Cannon Group de Menahen Golam y Yoram Globus, el resto era siempre una garantía de diversión y digna calidad. Aunque muchos se burlen de él en las redes, me encantaría que pudieran montarse a un imaginario De Lorean y viajar a 1985, para ver (como yo lo hice en La Plata) Código de Silencio (Code of Silence, de Andrew Davis), la mejor película de toda la carrera de Chuck Norris, que a él me refería. Policial urbano de pura cepa, los 37 años transcurridos desde su estreno no han hecho otra cosa que añejarla como a un buen vino. Intensa, seria, magníficamente escrita y aun mejor dirigida (Davis dirigiría unos años después El Fugitivo, con Harrison Ford, la mejor adaptación cinematográfica de una serie que se haya hecho jamás), es una muestra perfecta de la capacidad profesional y el eficaz maridaje entre pretensiones comerciales y logros artísticos. Y si cito esta cinta en particular, lo que sorprenderá a muchos, es precisamente por la figura de Norris, que nunca fue —obvio— un gran actor ni un intérprete de carácter, pero a quien la industria sabía (por lo menos durante los ‘80s) utilizar para construirle vehículos de notable eficacia. Si mencionara la ya mítica Duro de Matar (Die Hard, 1988; John McTiernan) nadie se sorprendería y la aprobación sería unánime. Código de Silencio, así como la peli inmediatamente anterior de Norris, McQuade, Lobo Solitario (Lone Wolf McQuade, 1983; Steve Carver), un impactante western contemporáneo que sigue tan fresco como entonces, o incluso las primeras cintas de Steven Seagal (los policiales Above The Law o Under Siege y Out for Justice), representan esa fantástica capacidad del viejo Hollywood de fabricar estrellas o personalidades extra cinematográficas produciéndoles vehículos sólidos y ajustados a sus respectivas capacidades y carismas. Pues bien, resulta que hoy día, planilla de Excel en mano, la industria ha perdido toda capacidad creativa, o incluso comercial, y solo apuesta por atraer espectadores (o abonados a servicios de streaming) por medio de la infantilización de las audiencias, su reducción a la servidumbre de la novedad y el marketing hiper diseñado, así como por la venta y difusión permanentes de enormes bolas de gas hinchadas, llenas de ruido, luces y distracción. Así estamos.

            Pero vayamos al filme. Si uno esperaba algo medianamente parecido a Capitán América y el Soldado del Invierno (peli que puso en vidriera a los directores), pues a olvidarse de ello. Acá todo es fórmula de la mala, como una berreta imitación de la Coca-Cola. La trama es tan olvidable que no merece siquiera que nos detengamos en ella; no existe, es peor que un mcguffin; porque este neologismo (creado por Hitchcock para referirse a un dispositivo argumental que sirve de excusa al desarrollo de una trama, pero que en sí mismo es nada, o puro humo) no puede aplicarse a todo un guión, sino a un aspecto de él, y en El Hombre Gris TODO es un pésimo mcguffin. Lo que importa, si es que algo importa, es que Ryan Goslin ande por allí con cada de nada, sorteando obstáculos imposibles y salvando su vida de maneras improbables. Chris Evans, aquí el villano de turno, tampoco se luce ni tiene nada nuevo para aportar. Cara de malo, sonrisitas de malo y grititos histéricos aquí y allá. Alguna vez, en el pleistoceno, nos quejábamos por caso de lo absurda que era una película como Moonraker (“007: Misión Espacial”, 1979; Lewis Gilbert), pero vista en retrospectiva parece Casablanca, ya que el francés Michael Lonsdale componía a un villano perfecto, un Hugo Drax peligroso, sibilino y demente, y cuando menos el film contenía alguna que otra secuencia memorable, como la del asesinato de la asistente de Drax, perseguida por los perros de presa del magnate en medio de un bosque claustrofóbico y mortal. Aquí no existe nada remotamente parecido. ¿Y por qué cito a este exponente cachivachesco de la era Moore en la saga Bond? Pues porque una secuencia casi al inicio del filme que reseño me la recordó vivamente. El protagonista debe sobrevivir a la caída desde un avión que está desintegrándose, y como no tiene paracaídas debe atrapar en vuelo a uno de los malos que sí lo tiene. Calcado de la escena pre créditos de Moonraker. La diferencia radica que en la cinta de 1979 todo se rodó en acción real, con un equipo de acróbatas aéreos especializados (ver los documentales de la edición en DVD del 2002 es una fiesta), al punto que Michael G. Wilson cuenta cómo deambuló por media Europa hasta que encontró (creo que en Austria, si mi memoria no me traiciona) un único lente especial con cierta capacidad de amplitud de diafragma, que se colocó en el casco de uno de los acróbatas y resultaba imprescindible para rodar la secuencia, habida cuenta que los cuerpos estarían en una cercanía imposible para hacer foco y el filme se fotografiaba en Panavisión, otro problema en cuanto a eso. Si ya vieron el esperpento de Netflix saben cómo resolvieron los Russo la escena de marras: mal, pésimamente y a puro CGI visualmente confuso y poco creíble. Vean, lo confieso, la reciente The Adam Project me gustó, y por cierto que quizás no debería haberlo hecho, pero cuando menos tuvo mucho corazón y sentimiento, no abusó de las secuencias de acción ni del efectismo, y brindó una trama de sci fi muy potable. Es cierto que si se la compara con cualquier homóloga de los años ‘80s pierde por goleada, pero para el paupérrimo panorama 2022 es como maná del cielo. A esto hemos llegado, a que un filme “vacilón” sea visto como lo mejorcito de la oferta disponible y que la industria del pasado se vuelva una tierra prometida tan clausurada para nosotros como el Edén para Adán y Eva cuando dios los expulsó del mismo.

            Como ven, en el fondo hablo poco y nada de la película y sí mucho de su periferia. Es que no hay casi nada para aportar. Hace apenas una semana, o casi, se estrenó The Princess, con Joey King, y aunque es una espiral ascendente de violencia medieval sin ton ni son, resulta que es mejor que esto. Sí, mejor. Porque lo gris en la peli que nos ocupa no es el título sino la concepción misma del proyecto. No hay subtextos, no hay inteligencia, no hay desafíos ni para el espectador ni para los realizadores, no hay belleza estética en las secuencias de acción, sino una orgía de CGI desmadrada y artificial, no hay interés en los personajes (ni Goslin ni Billy Bob Thornton logran importarle un carajo a nadie) y hay además un inexcusable golpe bajo con una niña enferma y así por el estilo. Cuando llegan, por fin, los créditos finales, el abonado a la plataforma de la N roja experimenta algo muy parecido al agradecimiento. En fin, hubo una época en que te metías en un cine y resulta que en la pantalla aparecía un pibito huérfano de padre y al que le hacían bullying, más un portero japonés bajito pero muy sabio, y hete aquí que eso era The Karate Kid, una joyita eterna e incombustible. Y esa magia se repetía todos los jueves de estreno. Los desafío a encontrar películas así cuando menos una vez al año. Mejor no me apuesten nada, o sí, porque me llenaría de plata. Amén.-  


          

 

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