THE BOYS tercera temporada: episodios 1 al 4. Cuando los planetas se alinean para brindar una propuesta genial


Por Leonardo L. Tavani

Calificación: Excelente ★★★★★

    Se podrían escribir tratados kilométricos acerca de las íntimas razones por las que adherimos a una obra de ficción, y aun así el tema apenas si estaría abordado en su superficie. Si la obra en cuestión es una serie de tevé (o lo que sea que eso signifique en tiempos de streaming), las complejidades serán incluso mayores. Las personas se mueven al vaivén de múltiples pulsiones y es difícil decir cuál de ellas prevalece por sobre otras. Por otra parte, en esta cultura líquida y obsesivamente autorreferencial que es el mundo 2022 discutir la validez del subgénero de superhéroes se ha tornado un imposible. Las infinitas ComicCon, las hordas de cosplayers que lo asaltan todo y la súbita proliferación de una subcultura que se basa en los cómics de superhéroes (desde video games hasta combos de hamburguesas con sus figuras), han consagrado quizás definitivamente su reinado sobre la cultura popular. Y como lo hemos dicho en decenas de otros artículos, tanto los grandes estudios de cine como las cadenas de tevé son hoy día parte importantísima de corporaciones empresariales que nada tuvieron que ver con el arte audiovisual en sus orígenes, y que siguen sin tenerlo incluso ahora que son sus propietarias. Estos holdings poseen medios porque son rentables, y si acaso no lo fueran también le serían útiles, fundamentalmente porque les garantizan controlar una parte del “relato”, o sea de la “opinión pública”, y eso por no citar que además les garantizan publicidad propia y a la carta. Un ejemplo de cada caso: Fox News (hoy propiedad de Disney) manipula asquerosa y repugnantemente la información de todo tipo para ensalzar a su amado Trump y defenestrar al partido Demócrata y al liberalismo en general; y CBS (propiedad de Sony, que también posee los estudios Columbia Pictures), utiliza su estructura para promocionar a los músicos de su sello discográfico, a los filmes del estudio e incluso a los dispositivos electrónicos de la empresa nipona. Como se ve, negocio redondo. Pero a lo que vamos, con todo esto, es que para estas corporaciones los medios audiovisuales sirven para diferentes propósitos que dejan a la industria puramente artística en total desventaja, última en sus agendas. Los superhéroes y los cómics de cualquier otro género son meras herramientas que garantizan audiencias, tickets vendidos, merchandising a granel, publicidad encubierta y —por qué no— manipulación del discurso de época introduciendo (fundamentalmente dirigida hacia la juventud) una astuta agenda de temas como el género y la sexualidad diversa, la ecología (pero sólo la aceptada por cierto “stablishment”) y todo aquello que hoy se adscribe a eso que lábilmente se llama “progresismo”. En definitiva, luchar contra todo esto es una causa perdida. Únete o piérdete.

            Okey, hasta acá (supongo…) todos de acuerdo. Pero ocurrió que un buen día llegó The Boys, una serie revolucionaria y revulsiva, anarquista (no en el sentido histórico del término, se entiende) y rebelde, basada justamente en un cómic (y uno de por sí muy bueno y disruptivo), pero con la suficiente valentía como para ir más allá del mismo y —literalmente— “cagarse en todo”. No existe otra expresión, más sobria y apropiada, para describir lo que hace The Boys. Incluso excede el talento y olfato de uno de sus productores estrella, el también actor y guionista Seth Rogen, quien no siempre ha estado a la altura del descomunal acierto que presenta esta serie en cada episodio. Mérito indiscutible de su creador y showrunner, Eric Kripke (quien además escribe muchos de sus guiones), y de una plataforma —Amazon Prime Video— que apuesta por un producto que directamente socava mucho (si no todo) de lo que una empresa como ella promueve y vende. The Boys, a pesar de lo que se diga, no es una serie sobre superhéroes, sino acerca de la “fabricación” dirigida y planeada de personalidades públicas y líderes de opinión. Y de líderes a secas, por supuesto. La serie reflexiona con una acidez temeraria acerca de cuestiones como el estado actual de la sociedad norteamericana, su discurso y praxis política, sus contradicciones profundas, su amor ciego por la violencia y las armas, y —fundamentalmente, creo— es el primer producto de ficción audiovisual que se pregunta si el tan declamado “liberalismo” americano es tal. Esta lectura, este subtexto, es algo tan claro y diáfano como el agua mineral, y está presente en cada uno de los episodios que conforman la serie hasta esta misma semana. Kripke parece entender —con una claridad conceptual asombrosa— que el mito fundacional norteamericano está intencionalmente adulterado, o desviado (si se quiere), de su auténtico devenir histórico. EE UU no es genuinamente una nación “liberal”, no al menos en el estricto sentido que le dieron al concepto autores como Adam Smith, John Locke, Jean-Baptiste Say, John Stuart Mill o David Ricardo, sino más bien una suerte de mixtura entre un conservadurismo nacionalista potentemente ligado a la ética protestante y con una fuerte impronta personalista anti colectivista, la que de algún modo prioriza tanto la autonomía del individuo como para postular una economía desregulada y algo parecido a lo que aquí algunos llaman “libertarismo”. Sin el calvinismo (muy diferente al luteralismo clásico) y sus enseñanzas acerca de la necesidad de prosperidad material para agradar a dios y construir así la “ciudad de dios” en la Tierra (léase la “Jerusalén restaurada”), la génesis del estado norteamericano moderno es imposible de comprender y aprehender. Pues bien, Kripke y sus guionistas entienden perfectamente estas tensiones primarias en la sociedad americana y su cultura política y la desmenuzan con violenta precisión quirúrgica, sumada a un humor descarnadamente bizarro, irreverente y profundamente incorrecto. La cultura “pop”, entonces —que no es otra cosa que la resultante de la cultura sociopolítica de la que se nutre— es criticada y satirizada en la serie con una violencia conceptual que asombra y no deja de causar escozor. Otra vez, The Boys se caga en todo y en todos, pero evita hacerlo al modo de —por caso— nuestros “rebeldes” de Palermo Rúcula o Palermo Trotsky, sino con método, orden conceptual y auténtico sentido dramático. No son palabras ni adjetivos al azar, sino una descripción ajustadísima de lo que ofrece la serie. Pocas veces, si no ninguna en lo que va del siglo XXI, hemos visto en pantalla metáforas y alegorías políticas y culturales tan perfectas, tan orgánicas respecto del relato (priorizándolo por sobre el “mensaje”, lo que paradójicamente logra que cale más hondo), y tan amargas respecto del presente y del futuro. Tan escépticas, por cierto, aunque no por ello nihilistas. De ningún modo. Hughie y Annie, ciertamente, son personajes que, a pesar de todos sus vaivenes y tragedias, permiten atisbar una luz de esperanza en las personas. Los personajes más dañados, como Kimiko, muestran sin embargo un costado de humanidad y sensibilidad que permiten dicha esperanza. Por otro lado, la serie se muestra  genuinamente despiadada respecto de hacia dónde marcha la cultura y la agenda cultural actual; hiper consumismo, confusión ideológica y manipulación del discurso son diseccionados aquí con pinceladas inteligentes que aciertan en el plexo solar. En uno de los tres primeros episodios de esta soberbia tercera temporada, Kimiko y Frenchie ingresan a un payasesco parque de diversiones de Vought, la siniestra farmacéutica que “fabricó” y administra a los “súpers”, para encontrar a una veterana heroína que trabaja allí como atracción de feria. Mientras deambulan por el parque se topan con puestos de comidas rápidas que ofrecen “hamburguesas LGBT+”, “papas fritas ‘black lives matter’” y otros combos por el estilo. Ya desde la primera temporada, por cierto, los dardos envenenadísimos hacia el desmadre consumista norteamericano han sido innumerables y feroces. Pero no están lanzados al azar, ni como pose, sino que se inscriben en un meta mensaje que va de la mano del ordenamiento del campo visual en cada plano y del sentido estricto de su lectura semántica. La velocidad de exposición y el frenesí del montaje, siempre perfectos, pueden enmascarar sin embargo algunos de estos logros, pero lo cierto es que están allí. The Boys reúne a un equipo de directores que entiende a la perfección qué diantres es el lenguaje audiovisual y no teme utilizarlo en función dramática.

            Ahora bien, decía al principio que nadie puede afirmar por qué motivos se adhiere a una u otra obra de ficción, y no a otras distintas, y a lo que quería llegar es que en cuanto a este peculiar subgénero que nos ocupa existe un cierto riesgo de saturación y, quizás por sobre todo, de subestimación. Todos entendemos que esto de los superhéroes tiene no ya un límite cuantitativo, sino fundamentalmente cualitativo. Dicho en términos simplistas y populares, ¿cuánto jugo dramático se le puede sacar a esto? Quiero decir, más allá de las ya obvias metáforas acerca de la dualidad deber/libertad individual, o las indagaciones acerca de la ética indispensable en estas personas con poderes superiores a los de los simples mortales, llega un punto en que este género se topa con una pared de ladrillos y ya no tiene más nada por decir; todo está dicho y todo se ha intentado. Solo queda la pura diversión y entretenimiento. Por eso mismo, quizás, la visión de cineastas como Zack Snyder se presta tanto a ser atacada por los cerebros financieros de los estudios (y también por parte de los fans), dado que al no tener ya muchos caminos por explorar optan por profundizar en sus propias obsesiones, como la tan operística cuestión “mesiánica” en este director, lo que inevitablemente los pone en la mira de la polémica y divide aguas entre fans y simples espectadores. Pues bien, The Boys logra escapar de estas polémicas y toma el camino menos transitado a la vez que efectivo: deconstruirlo todo, apostar a la inteligencia del espectador y discutir la decadencia del imperio americano sin caer en manierismos, obviedades ni “ombliguismo” cultural. La serie de Kripke hace todo bien sin levantar el dedito acusador, haciéndose cargo de que es parte del problema pero ofreciendo a la vez un camino superador y diferente. Esta review se publica habiéndose emitido 4 episodios de esta tercera temporada (quizás ya está el 5to disponible cuando ustedes la lean), y lo cierto es que el motivo de la misma radica en la absoluta perfección de la propuesta, en el certero y profundo dramatismo de ciertas secuencias (hay cuando menos una de ellas en cada capítulo), en la irreverencia de toda la propuesta y en su enorme respeto por el televidente. Pienso en el reciente y decepcionante final de Killing Eve, que echó por tierra con todo lo bueno que había construido la serie hasta entonces (y eso en un género que no presenta los intríngulis del que nos ocupa, se entiende), y se vuelve entonces más urgente la necesidad de invitarlos a darle una chance a esta producción que se eleva por sobre todas y habla de muchas cosas importantes con irreverencia y sin pudores. Que esta tercera temporada esté incluso por encima de las anteriores no hace otra cosa que motivarnos a difundirla. Y además, entretiene. En grande. ¿Hace falta más?  


              

 

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