Por Leonardo L. Tavani
Calificación: MUY BUENA ★★★★
En
esta ocasión voy a “darme un permitido”; y a ser patéticamente autorreferencial
en este artículo, por lo que les pediré algo (o bastante) de indulgencia. Este
sitio web trata de historia, análisis y crítica de cine y series —ustedes lo
saben— por lo que las telenovelas, o “culebrones”, no tienen cabida aquí.
Pertenecen a una forma serializada de producir contenidos para la pantalla
chica, y más específicamente para la tevé como se la concebía en la era pre
Youtube y demás plataformas. Aquí en Argentina tuvimos exponentes de lujo en el
género, sobre todo de la mano de la autoría del recordado Alberto Migré, quien
dejó clásicos como Dos a Quererse, Piel Naranja o la ya mítica ‘Rolando
Rivas, Taxista’. Esas eran semanales e iban en horario nocturno, lo que
aseguraba una calidad argumental indiscutible, pero incluso hasta la primera
mitad de la década de los ‘80s, las novelas de la tarde —que eran de frecuencia
diaria— también brindaban guiones casi tan sólidos como sus primitas mayores.
No soy un experto en el género, ciertamente, y debo decir que durante gran
parte de mi vida he sido despectivo con él. No existe una sola telenovela,
cualquiera haya sido su título, horario de emisión o calidad, que yo haya
visto, o que siquiera me haya causado una mínima curiosidad. Pero (recuérdenlo,
siempre hay un “pero”), hubo una vez,
una malhadada o acaso bendita ocasión —ustedes lo decidirán— en que vi una
telenovela. Y no fue argentina, qué va, sino mexicana. De la inmensa factoría
Televisa, para más datos. Por mucho que lo haya ocultado durante estos 26 años
(porque me causa bastante vergüencita admitirlo), pues sí, lo confieso, yo vi La
Usurpadora.