Por Leonardo L. Tavani
Calificación: Excelente ★★★★★
Hablar acerca de
El Pingüino (The Penguin, 2024; creada por Lauren LeFranc
para HBO Max) representa todo un reto, no tanto por el trabajo profesional del
crítico, sino fundamentalmente por todo lo accesorio a la misma tarea. Me
explico: hace treinta años, o más incluso, los cuestionamientos a la marca de
origen de esta miniserie hubieran pasado completamente desapercibidos. Los más
fanáticos, como mucho, hubieran enviado cartas -me refiero a esos papeles
escritos a mano o a máquina, que se metían en un sobre y se enviaban por correo
postal, no sé si saben de qué hablo- a las cadenas televisivas, pero no mucho
más. Hoy, internet mediante, surgió un monstruo voraz y, para colmo, sin
cerebro: el fandom. De ahí a votar a Trump, un solo paso. Pero no me desviaré,
disculpen. El problema vital al que se enfrentó El Pingüino desde
antes de su estreno, consistió en la maraña y marea de comentarios,
expectativas y discusiones sin sentido en las redes sociales, Youtube y demás
cloacas virtuales. No me malentiendan. Soy un usuario entusiasta de Youtube,
aunque me irriten sobremanera sus publicidades intrusivas (jamás, pero jamás,
les pagaré un centavo por ver sin avisos, aunque se me retuerzan las tripas),
pero selecciono muy bien lo que veo, por mucho que el algoritmo quiera
engañarme. Pero eso de perder mi tiempo con un nerd imbécil, sentado en una de
esas butacas para gamers, rodeado de muñequitos, navecitas y demás indicios de
que su dinero se lo provee gente de mayor edad y responsabilidad, pues no, eso
no lo hago ni muerto. Y esos pelmazos son, precisamente, los que critican una
obra superior como esta por imbecilidades tales como "no aparece Batman",
"no está el comisionado Gordon", "no parece Ciudad
Gótica", "tal o cual cosa no aparecen en el cómic",
etc., etc. Aunque con más tecnología a su disposición, es la misma clase de
mamertos que, en febrero de 2002, salían espantados de los cines gritando
"¡no está Tom Bombadil, por Dios!!!!", completamente
ajenos a que durante las tres horas previas habían asistido a una obra maestra
del séptimo arte (El Señor de los Anillos: La Comunidad del Anillo;
2001, Peter Jackson). Okay, hoy sueno soberbio. Tal vez. Pero la chatura
intelectual imperante asfixia a las personas de mi generación, quizás la última
en tener una educación decente en este malhadado país. Y si no me creen,
presten atención a los millares de sitios, notas o canales de streaming con
el título "Final Explicado de..."; perdón, ¿pero desde cuándo
hay que explicar los finales de nada? ¿los expectadores no son capaces de
entender por sí mismos lo que ven? Bueno, para no extenderme en la queja
amarga, pues a todo esto me refería al principio. Y además, a mis propios
prejuicios, cómo no. Porque la verdad sea dicha, estoy harto, putrefacto,
hastiado, saturado, embolado, asqueado -más un larguísimo etcétera- de tanto
producto basado en los cómics de Marvel y DC. Podrido, más bien. Y como a DC
(dueña de los personajes que nos ocupan) le ha ido tan mal en el cine (a
Marvel, hoy día, le va asqueantemente igual, o peor), uno tenía ciertas
prevenciones a la hora de "perder" cincuenta y tantos minutos de su
vida con el piloto. Pues bien, NO LOS PERDÍ. Mejor que eso, en total han
resultado ser las siete horas y pico mejor invertidas de mi vida. Les cuento
por qué.