“INDIANA JONES Y EL DIAL DEL DESTINO”: La peor Despedida para un Personaje Legendario

Por Leonardo L. Tavani

Calificación: MALA

    Decadencia”. Esta es la palabra que se repite en mi mente cada vez que pienso en la vomitiva, atroz, espantosa y nauseabunda experiencia que implica padecer las dos horas y media de ese esperpento disfrazado de película titulado Indiana Jones y el Dial del Destino. Decadencia en todos los sentidos posibles y en todas las direcciones que se quieran tomar. Decadencia de la cultura general (vean si no cómo la elogian millares de usuarios de las redes y demás yerbas, así como numerosos críticos que parecen más hábiles a la hora de hablar sobre ‘running’ que acerca de cine…), decadencia de la otrora más poderosa industria cinematográfica (hoy un páramo yermo), decadencia de los propios miembros de dicha industria (si esto es lo que queda de James Mangold, del hombre que alguna vez dirigió Copland, e incluso Logan, pues mejor ahogarse en alcohol), decadencia de las grandes corporaciones y de los estudios que controlan (antes, como brillantemente mostró The Offer, también mandaba el dinero, pero hasta los tiburones de las finanzas se dejaban seducir por una idea y le daban luz verde a proyectos como El Padrino), decadencia —física y por qué no moral— de los últimos exponentes del antes llamado “star system” (¿cómo definir, si no, la decisión egoísta e insensata de Harrison Ford, permitiendo así que este esperpento exista? ¿Acaso necesitaba más dinero para comprarse una mesita de luz de mármol de Carrara?), decadencia de todo el gremio de guionistas —y de las universidades y los docentes que allí enseñan tal arte, hoy definitivamente perdido— quienes no pueden darle sentido ni contexto a una historia sin evidenciar que sus encéfalos están por debajo, evolutivamente, del de los asnos y los babuinos. Y por último, decadencia de todos nosotros, los mayores de 50 años que vimos estas joyas del cine en plena adolescencia y que así y todo, plenamente conscientes de que nos van a ofrecer estiércol, les obsequiamos nuestro laboriosamente ganado dinero a estos tránsfugas yendo a una sala de cine. O a una caja de zapatos XL, mejor dicho, ya que hasta eso nos han quitado: cuando pienso que vi Indiana Jones y el Templo de la Perdición en el viejo, original y maravilloso cine Gran Rocha, de la ciudad de La Plata, que tenía una pantalla gigantesca, un audio espléndido y una arquitectura portentosa, no puedo menos que aceptar que sí, que todo tiempo pasado fue irremisiblemente mejor.

            Me resulta difícil, les confieso, hablar acerca de esta inmundicia que Disney/Lucasfilm nos está vendiendo, más que nada porque me obligaría a ejercer docencia en tal grado y cantidad que ustedes saldrían eyectados de este blog; necesitaría un tratado de cuando menos 400 páginas. ¿Cómo les explico que la secuencia inicial, esa que todos elogian como la mejor del filme, es en realidad malísima en términos cinematográficos? No lo sé, me declaro incompetente. El cine narra a partir de la manipulación consciente de varios elementos “concéntricos” (o sea, que unos se contienen en otros y todos se necesitan intrínsecamente), a saber: cuadro, campo, encuadre, foco, iluminación, orientación del “horizonte” visual, montaje y, finalmente, objetivo (no confundir con el foco; son complementarios pero no lo mismo). Cuando se tiene en claro cómo utilizarlos en función de la narración y en cómo influirán en el “discurso” del filme, pues allí recién empieza a existir una película. Más allá de que subsiste demasiada mitología acerca de Casablanca (1942) y la supuesta carencia de un guión completo durante el rodaje (guión, lo que se dice guión, tenía; sí hubo montones de reescrituras de última hora además del consabido problema del final, del que hubo dos versiones desde el primer día), lo cierto es que se trata todavía hoy de la mejor película de la historia del cine por una clara razón, y es que sus creadores tuvieron en claro desde el primer minuto de rodaje todo eso que acabo de describir. Rick fue Rick en todo momento, un idealista, un héroe trágico y amargado por un dolor personalísimo, y tanto encuadre, iluminación, diálogos y demás factores lo mostraban de esa única manera. Tarea para el hogar: observen los pocos minutos en pantalla del personaje de Ugarte (Peter Lorre), el contrabandista que le pide a Rick que le guarde los dos salvoconductos que le “arden” en los bolsillos, y analicen cómo Michael Curtiz lo sitúa en cada plano y en cómo Arthur Edeson (el director de fotografía y operador) lo ilumina, y hagan esto comparando a la vez cómo luce Rick a su lado en dichas tomas. Todo les indicará que Ugarte es un personaje ruin y egoísta y Rick, al contrario, un individuo completamente opuesto a él. Vean la secuencia sin sonido y todo se hará más claro aun. Muchas veces, cuando afirmo que el cine consiste en “narrar con imágenes” sé que he sido malinterpretado: la secuencia de créditos de Watchmen, por ejemplo, consiste en una DESCRIPCIÓN con imágenes, no en una narración con ellas o a partir de ellas. Es excelente, como todo el filme de Zack Snyder, pero es otra cosa. En cambio, todos los planos del interior del apartamento de Edward Blake, segundos antes de su asesinato, son una sinfonía de recursos estilísticos destinados a que intuyamos qué clase de persona es este hombre que está a punto de morir y de qué manera vive. Snyder no lo logra, quizás, con el arte y la pericia de los maestros del Hollywood clásico, pero sí que lo hace, que no es poco. Hecha esta aclaración, pues, entiéndase que la secuencia de apertura del filme que nos ocupa es, contrario sensu a la opinión general, una soberana porquería. La cuestión es que lo que vendrá después, lamentablemente, será una porquería exponencialmente mayor. Y asquerosa.

            Toda la trama, si aceptamos llamar así a esta hoja de ruta hacia el abismo, está construida para establecer un tópico: Henry “Indiana” Jones Jr. fracasó por completo en su vida por ser…. (¡ATENCIÓN!)… ¡hombre! Sí amigos, como varón (o macho de la especie) —y siendo además un fiel exponente de su época— Indy no podía acabar sus días libando las mieles de su vida heroica y aventurera. No señor, eso no sería políticamente correcto. El género masculino es una bazofia per se, una mierda tan solo por existir, y si merece la pena mantenernos sobre la tierra es apenas porque no se ha logrado todavía replicar espermatozoides in vitro. Si algún día eso pasara, todos nosotros nos veríamos en Auschwitz. Las primeras apariciones del Indy anciano nos lo dicen con elocuencia; ha fracasado, está gastado, acabado y pesimista, desfasado y alejado de su tiempo, desapegado incluso de su profesión y sus afectos. Sus alumnos lo ignoran y lo consideran un dinosaurio penosamente aburrido. Es más, estas secuencias en la universidad sirven muy bien para analizar cómo razonan (si podemos llamar así al proceso biológico que en los guionistas de Hollywood suple al raciocinio cognitivo) los encargados de eso que podríamos llamar guiones en esta industria. Cada plano, y quiero decir “CADA PLANO”, muestra que todos (y quiero decir “TODOS”) los alumnos detestan la arqueología y preferirían estar en cualquier otra parte que en esa universidad. Absurdo de toda “absurdidad”, esta comprobación es incluso más lamentable cuando se piensa que en EE UU (y ni hablar en esos EE UU, los de la década de los ‘60s) estudiar en una universidad es toda una proeza económica: deja a los alumnos endeudados por un largo tramo de sus vidas adultas y requiere de enormes esfuerzos para mantener tanto la colegiatura como la regularidad. Claro, es probable que el espectador promedio argentino, acostumbrado a que la universidad pública vernácula sea un pozo sin fondo de ingresos públicos destinados a sostener una gratuidad y una irrestricta admisión cada vez más necesitadas de revisión, no haya advertido este sutil detalle, habida cuenta que en nuestras facultades se va a calentar butacas, hacer política y cancelar opiniones contrarias al credo oficialista; pero no, no es para nada normal que suceda lo que se ve en la pantalla, y es menos normal todavía que se pretenda pasarlo como algo perfectamente lógico. De aquí en más todas las decisiones argumentales del filme serán un catálogo infame de violaciones al sentido común y la lógica narrativa.         

    No haré un resumen de la trama ya que a estas alturas es bastante conocida. Alcanza con señalar lo obvio, que el insoportable, inaguantable, intolerable, hierático y pedante personaje de Phoebe Waller-Bridge, actriz que resume en sí misma todas esas características, es el error de construcción más estrafalario de lo que va del siglo XXI en el cine. ¿Escrito? con el único fin de servir a la malévola agenda woke que Disney enarbola como estandarte supremo de su política empresarial, el rol de Helena es algo así como el resumen de todas las virtudes, poderes y bondades de cada superheroína de ambas empresas comiqueras yanquis (Marvel Y DC), amalgamadas, incrementadas y potenciadas en una sola mujer. Ella lo sabe todo, siempre y en todo lugar; lo puede todo, siempre y de cualquier manera; es mejor que Indy por el simple hecho de estar viva (“existo, luego impero”, debería ser su lema), su moralidad ambigua solo acrecienta su superioridad: como es perfecta puede ir y venir en cuanto a la ética de sus intenciones porque, haga lo que haga —y cómo lo haga— todo acabará bien. Cuando Indiana se da cuenta del tipo de clave utilizada para cierto mensaje en cierto objeto…, pues ella ya lo sabe y se lo refriega sin piedad en las narices; es más, en otro error de guión tamaño pirámide de Keops, ella lee dicho mensaje y jamás, absolutamente jamás, explica cómo diantres llegó a decodificar la clave ni cosa por el estilo. Mangold podría haber copiado a su colega Jon Turteltaub, quien en La Leyenda del Tesoro Perdido (National Treasure, 2004) logra, gracias a un guión perfecto, que cada clave, cada secreto revelado y cada paso en la búsqueda frenética del tesoro de los masones tengan una explicación lógica que parezca inatacable. Por casi dos horas el espectador se lo cree todo. Con Indiana Jones y el Dial del Destino uno sólo cree, y esto sí que a pie juntillas, que el valor del ticket le ha salido demasiado caro. Pero volvamos a Helena. La necesidad de mostrarla tan pero taaannn empoderada, taaannn perfecta, taaannn sabia y astuta, taaannn hábil y diestra, taaannn autoconsciente e iluminada, acaba por volverla repulsiva para el espectador no contaminado con el credo de género y la cultura woke. Es pedante, narcisista, moralmente ambigua (más bien amoral), taimada e incluso despiadada, pero si muchas de estas características ya estuvieron presentes en grandes personajes cinematográficos del pasado (James Bond, el original, era bastante así, además de machista recalcitrante, y lo amábamos por ello), el grado y el tono de estos aparentes “defectos” estaban sutilmente calculados para ejercer un efecto de identificación, admiración e imitación. El Bond viril y cínico de Sean Connery hacía que las mujeres mirasen a sus maridos en la butaca contigua y quisieran huir hacia la pantalla. Cuando, enfurecido por el crimen de Kerim Bey, vuelve al camarote y abofetea a Tatiana para que confiese que trabaja para Spectre (él todavía ignora que ella cree trabajar para Smersh), las mujeres en la platea suspiraban de pasión y admiración. Hoy suena a sacrilegio, pero en 1963 deseaban ser ellas las abofeteadas; pero si esta secuencia de From Russia with Love (Terence Young, 1963) funciona todavía hoy y no espanta a nadie es porque tanto grado, tono e intensidad de los defectos del personaje protagónico estaban brillante y psicológicamente bien dosificados en el guión. El balance entre las virtudes de ese “macho” alfa en particular y sus puntos oscuros se potenciaba con las necesidades que el “drama” imponía; sería algo así como que si están a punto de matarme pero no sé quién lo hará, ni cómo ni cuándo, y además acaban de asesinar a mi colega y amigo, pues voy y te obligo a decirme la verdad a como dé lugar; si tengo que darte una cachetada en el proceso no dudaré, y vos, que me estás mirando en plan voyeurista, estarás de acuerdo conmigo en esto. Este tipo de lógica está hoy día acabada en la gran pantalla, y lo que este tardío filme de Indiana Jones demuestra —así como toda la política de producción de Disney y el resto de los Estudios— es que ha triunfado una política de terrorismo inverso. Quiero decir, terror a ofender a las extremadamente susceptibles nuevas audiencias (las conformadas por la así bautizada “generación de cristal”), los diferentes colectivos de género, las minorías étnicas y religiosas, los ambientalistas, y así hasta el infinito. El terror, por último, a que la más mínima de estas ofensas les reste un mísero dólar los mueve a producir absolutamente todo con una estricta lista de censuras y prohibiciones, así como de inclusiones forzadas y temáticas insertadas con fórceps. Por lo tanto, Indiana Jones and the Dial of Destiny es una oda descarada a todas estas políticas del terror. Nació de la vampírica necesidad de apelar a sagas conocidas y rentables para extraer dólares hasta de las piedras, ocultando además (y de paso) la atroz carencia de ideas de aquella industria, y se desarrolló luego a partir del decálogo del terror woke y la furia cancelatoria que todo lo monitorea hasta la náusea. No podía salir bien. No salió.

            El resto de la trama de este esperpento es un catálogo de imbecilidades que no le hacen justicia al personaje. Por eso les propongo un breve jueguito mental: les brindo un título ficticio e inexistente, “Indiana Jones y la Pagoda Escarlata”, y por solo cinco minutos imaginen un disparador argumental que encaje con ese seductor título. Se me ocurrió hace años, luego de ver ese espanto que fue “El Reino de la Calavera de Cristal” (filme que ahora parece Cantando Bajo la Lluvia comparado con este), y recuerdo como en el viaje de vuelta a mi casa ese título me sugería infinidad de argumentos más seductores que la estupidez que acababa de ver en pantalla. Les ofrezco, pues, este escape irreal porque sirve para poner blanco sobre negro en cuanto a  lo estúpido, ineficaz y poco seductor que resulta este macguffin llamado antiquitera (o como diantres se escriba). El malhadado filme anterior demostró lo mal que le sienta a Indy la ciencia ficción pura y dura, y lo mucho que se extrañan esas adorables quimeras místicas tales como el Arca de la Alianza o la Piedras Shankara, todas capaces de brindar “fortuna y gloria” o atraer la destrucción más absoluta. El pobre mecanismo argumental de este engendro no hace otra cosa que echar un manto de sombra sobre las pobres mentes que ganan dinero escribiendo estas idioteces. Es más, no pude menos que asociar esto con la huelga de guionistas en el país del norte, ya que personalmente me inclinaría por echar a todo ese gremio a patadas, y ni por asomo me atrevería a aumentarles los sueldos. Pero sigamos. La cinta presenta toda una galería de personajes absurdos y poco atractivos, cuya única función consiste en mostrar lo viejo y decadente que está Indy, y alguno hasta aprende a pilotar sobre la marcha un enorme avión carguero como si se tratara del viejo y querido Coyote leyendo las instrucciones de sus adorables artilugios marca “Acme”. Una vez más, la cinta no se molesta en disimular siquiera que lo verosímil le importa un rábano y que lo sacrificará todo en aras de establecer un tópico de hierro, que nuestro héroe es (y lo diré como lo harían en España) un “viejo macarras”, un machista patriarcal merecedor del ocaso que su género le ha acarreado, y que de haberse molestado en lo más mínimo por “deconstruirse” hubiera sido más feliz y exitoso. Otro problema de la peli consiste en el esperpéntico desconcierto que evidencia la errática dirección de James Mangold, quien parece confundir el ethos de esta cinta con el de Logan, la que por supuesto dirigió, conduciéndola así al desastre. Si bien era esperable un tono crepuscular, este debió haber sido parecido al que se advertía en esas fugaces apariciones de un Indy anciano y sin un ojo en aquella breve serie que fue Las Aventuras del Joven Indiana Jones. El universo de Logan sí que estaba ‘seteado’ por el fracaso y la derrota porque en esa realidad la existencia de los mutantes nunca sería del todo aceptada y siempre serían utilizados como armas vivientes por los poderosos, pero ese mismo tono pesimista que busca apenas una tenue redención personal para justificar por los pelos una vida desperdiciada, no encaja ni con hormigón armado con la ética y el destino de Indiana Jones. Esta debió ser una aventura tardía, de esas que a veces te impone la vida justo cuando se te empieza a hacer difícil aguantar las ganas de orinar o el ciático te duele hasta cuando dormís, pero que por eso mismo encarás con toda la astucia y las mañas que te brindó la edad y la experiencia, quizás intuyendo que esta última quimera será tu testamento de vida. A cierta edad se le pierde el miedo a la muerte, a la que se intuye más como una compañera ineludible que como a una enemiga, y quizás por eso mismo ciertas personas extraordinarias pueden desplegar un tipo especial de heroísmo que las enaltece y les sirve como viaje “purificador y preparatorio” para ese otro viaje definitivo; lo contrario, se entiende, a las aventuras “iniciáticas” de la juventud o a las imprudentes de la adultez plena. Nada, pero nada de esto está presente en este viaje a la humillación que es esta película. Humillación que incluye, cómo no, una impiadosa trompada de Helena a Indiana, que si bien se pretende disfrazar como propinada en pos de salvarle la vida, luce en pantalla tal y como en realidad fue concebida. Como una manera muy gráfica de faltarle el respeto a una figura que se pretende ícono y parte de una cultura occidental a la que se está sepultando cada día de esta malhadada época. No por nada surgió un espontáneo murmullo de desaprobación en toda la platea de la función a la que asistí, y tampoco por nada resulta que idéntica reacción se conoció en salas de todo el mundo. Hay cosas que se sienten antes de razonarlas. Cuando me iba del cine, les confieso, recordé The Shootist, ese gran western crepuscular dirigido por Don Siegel en 1976, con un enorme John Wayne que estaba literalmente muriendo de cáncer tanto en la ficción de su trama como en la vida real, y me vino a la mente lo bien que le sentaba al personaje central esa última y postrera “misión redentora”, y en cómo a pesar de morir su aura heroica se engrandecía todavía más. El espectador entendía que ese final era el único posible y que le había servido al viejo pistolero para torcer su destino último y hacer, quizás por primera vez en su vida, algo bueno y noble. Su muerte era un premio y no un castigo. Aquí Indy no muere, pero su final es tristísimo tanto por lo paupérrimo de su condición como por lo mal que lo trata la vida en su etapa final, incluso si aparece una Marion salida de un capricho injustificable del guión. Si bien no diré a continuación nada que sea original, ya que otros lo han dicho primero durante estos últimos dos meses, es completamente cierto que Indiana jones ya había tenido una digna y nostálgica despedida en pantalla, y una a lo grande, con ese hermoso final —fotografiado como los dioses por ese monstruo de la cámara que fue Douglas Slocombe— de Indiana Jones y la Última Cruzada (1989), con los cuatro amigos cabalgando heroicamente hacia el horizonte. Por eso mismo había sido tan innecesaria y tan pobre Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal (2008), cinta que Spielberg se negaba a rodar hasta que George Lucas le torció finalmente la voluntad. Algún día se castigarán estos pecados. Lamentaré, eso sí, no estar aquí para verlo.

            Finalmente, un par de párrafos para la secuencia del clímax. Transcurre en pleno asedio a Siracusa (supuestamente acaecido en el 212 a.e.c) y es un desatino a espuertas. Mal rodada, pésimamente fotografiada y peormente iluminada (eso sí, toda la cinta tiene un severo problema lumínico), es a un tiempo absurda y anticlimática, destruyendo durante su curso cualquier esperanza de redimir a esta esperpéntica película o de brindarle, siquiera, un digno cierre a la vida aventurera del semi protagonista. Y si lo digo de este modo es porque Jones no es más que un invitado a su propio filme, más un convidado de piedra molesto que un protagónico en toda regla. En cuanto al resto del reparto, por cierto, no puedo aportar nada relevante. Nadie descolla y es una pena ver cómo se desperdicia el enorme talento del danés Mads Mikkelsen, quien se limita a repetir gestos ensayados con mayor fortuna en cintas como Casino Royale (2006) o Charlie Countryman (2013). Los cameos, por su parte, sirven apenas como miserables “fan service”, esa forma lisonjera y condescendiente de decirte algo como “¿ves…? ¡Ahí lo tenés a John Rhys-Davies como Sallah, así que no te quejés…!”, o si se me permite decirlo con menos elegancia, otra manera de ponernos una zanahoria delante de nuestras narices para robarnos el dinero. Ni más ni menos. De Antonio Banderas mejor ni hablar, porque a él mismo le habrá llevado más tiempo maquillarse para su primera toma que actuarla. Triste manera de demostrar sin pudores que el proyecto acumuló personalidades y pirotecnia variada a solo fin de atraer incautos en la taquilla. Afortunadamente, y confieso que yo no confiaba en este resultado, una gran parte del público al que usualmente critico por sus conductas de consumo poco exigentes, me sorprendió gratamente dándole la espalda a esta abominación disfrazada de película. Si una médium trajera a este blog el espíritu de Diego Armando Maradona, sin dudas que este les diría a los ejecutivos de Disney que “¡la tienen adentro!”. Grosero y chabacano, pero letalmente gráfico. Y merecido.

            Por supuesto que he dejado afuera muchos temas en este artículo, pero no puedo obviar que ya ha pasado mucho tiempo desde el estreno de la cinta y no quiero ni puedo plagiar a otros críticos, que eso haría si me metiera en los aspectos que he eludido. Quizás, en definitiva, no hagan falta. Alcanza con machacar una idea que, si se quiere, va en contra de mis propios intereses como espectador, y es la siguiente: ¡Basta de sagas y franquicias! ¡Dejémoslas en paz! Vean, desde la cuna soy fan absoluto de dos de ellas, Star Trek y James Bond 007. Y en vista de lo hecho actualmente con ambas no me quedan ya dudas, hay que dejarlas vivir en el recuerdo. Hace semanas apenas vimos a la tripulación de la Enterprise cantar y bailar cual émulos de Fred Astaire, Cyd Charisse y Gene Kelly, y lo peor de todo fue que se hizo sin brindar una explicación fantacientífica potable o mínimamente creíble, y ese episodio apenas si puede contarse como una manchita menor en el curso de colisión de las tres espantosas series que se han producido en el último quinquenio en nombre de la mancillada memoria de Gene Roddenberry. Por su parte, en cuanto a la saga Bond las cosas no pueden ser peores; aunque cosecha millones en taquilla y los críticos han sido fácilmente seducidos por los filmes protagonizados por Daniel Craig, lo cierto es que nos acostumbraron a un nuevo personaje autodestructivo, con ideas suicidas, oscuro y dramático, que incluso muere por salvar un inmundo osito de peluche de una niña que supuestamente sería su hija. Basta, no nos torturen más. Otro ejemplo lo hallamos en Los Anillos de Poder y Fundación, dos series que explotan sagas literarias y/o cinematográficas con tan poca fortuna y tanta agenda woke que dan ganas de exiliarse a Marte, tal como la hace el Doctor Manhattan en Watchmen. Siempre lo digo, y lo repetiré una vez más: Volver al Futuro, El Karate Kid, Gremlins, Cortocircuito, La Guerra de las Galaxias o la propia ‘Indiana Jones’, fueron películas primero y sagas después TOTALMENTE NOVEDOSAS Y NO BASADAS EN HISTORIAS DE OTROS MEDIOS, ¿no podríamos pedir y exigir una creatividad similar en nuestra época? ¿Tan difícil es imaginar historias nuevas y frescas? ¿Hace falta volver a contar las mismas tramas pero con personajes femeninos para servir a la agenda de género? Cenicienta se ha contado mil y una veces, porque es una historia arquetípica, y como tal sirve de plantilla para otras tramas similares. Una de esas veces, por caso, adquirió el rostro de Julia Roberts y se tituló Mujer Bonita (Pretty Woman, 1990, Garry Marshall), y 33 años después sigue siendo una delicia verla. Si van a hacerla de nuevo, por favor, que sea con esa enjundia y esa cantidad de talento. De lo contrario, mejor es quedarse en cuarteles de invierno. Habrá menos motivos para lamentarse. Por lo pronto, aunque no pueda menos que condolerme por haber presenciado la triste ordalía de un personaje amado como Indy, no me queda otra cosa, repito, que pedir humilde pero potentemente…. ¡¡¡Dejen en paz al pasado!!!

 

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