Por Leonardo Tavani
Calificación: Excelente ★★★★★
Operación Red Sparrow
Titulo original: Red Sparrow -Año: 2018. -País: Estados Unidos. -Duración: 139 min.
Chernin
Entertainment / Film Rites / Soundtrack New
York. Distribuida por 20th Century Fox
Director: Francis Lawrence. -Guión: Justin Haythe (Adaptación de la novela
de Jason Matthews).
Producción: David Ready, Garrett Basch, Steven Zaillian.-Fotografía: Jo Willems.
Música: James Newton Howard.-Diseño de Producción: Maria Djurkovic.
Montaje: Alan Edward Bell. -Reparto: Jennifer Lawrence (Dominika Egorova), Joel Edgerton (Nathaniel Nash), Jeremy Irons (General Vladimir Andreievich Korchnoi), Matthias Schoenaerts (Ivan Dimitrevich Egorov), Ciarán Hinds (Coronel Alexei Ivanovich Zyuganov), Joely Richardson (Nina Egorova), Mary-Louise Parker (Senadora Stephanie Boucher), Charlotte Rampling (Directora de la “Escuela de Gorriones”).-
Producción: David Ready, Garrett Basch, Steven Zaillian.-Fotografía: Jo Willems.
Música: James Newton Howard.-Diseño de Producción: Maria Djurkovic.
Montaje: Alan Edward Bell. -Reparto: Jennifer Lawrence (Dominika Egorova), Joel Edgerton (Nathaniel Nash), Jeremy Irons (General Vladimir Andreievich Korchnoi), Matthias Schoenaerts (Ivan Dimitrevich Egorov), Ciarán Hinds (Coronel Alexei Ivanovich Zyuganov), Joely Richardson (Nina Egorova), Mary-Louise Parker (Senadora Stephanie Boucher), Charlotte Rampling (Directora de la “Escuela de Gorriones”).-
Amarga, ácida,
desencantada, profundamente pesimista acerca de la supervivencia de los valores
republicanos de Occidente, Red Sparrow representa el regreso de
un género casi olvidado —el de espionaje— que había caído en las garras de la
pura acción, el mega espectáculo y el sinsentido argumental. El filme resulta
una sorpresa de proporciones asombrosas, muy especialmente porque es una
producción mainstream, destinada al
gran público; un lanzamiento de Fox que escapó de las fauces de ese gran
monstruo ‘pro-familia’ llamado
Disney. En efecto, la cinta estaba ya en producción poco antes del anuncio de
la intención de compra del conglomerado de Rupert Murdoch, adquisición que de
todos modos está sujeta a revisión por parte de las autoridades fiscales
americanas. Cuando la fusión sea un hecho incontestable, una producción como
esta será cosa del pasado. O de “La Dimensión Desconocida”. Pero lo
genuinamente shockeante en esta película no es la crudeza de sus imágenes
—torturas varias, vejaciones, violencia descarnada— ni tampoco la pesimista y
agobiante desazón que transmite su puesta en escena; lo que importa por sobre
todo es el profundo escepticismo que impregna su mensaje, la convicción acerca
de la decadencia cultural, ideológica y política de las potencias en pugna. Red
Sparrow escapa con elegancia y solvencia de los clichés del género y de
los panfletos políticamente reduccionistas. Sin embargo, tanto algunos críticos
miopes como ciertos sitios web han malentendido por completo el contenido de
esta auténtica rareza cinematográfica. En los párrafos que siguen intentaremos
hacerle justicia tanto como recorrer sus complejos vericuetos.
Red
Sparrow está basada en el best-seller homónimo de Jason Matthews —el
primero de una trilogía— quien trabajó más de 30 años para la CIA en su ‘Dirección de Operaciones’. La trama del
filme, compleja y difícil de reseñar (ya que se puede develar demasiado con
apenas un desliz), es subsidiaria de una idea
fuerza que atraviesa todo el metraje y que bien puede resumirse en una
amarga reflexión puesta en boca del topo (cuya identidad se revela cerca del
final), “cuando se ha vivido toda la vida en una jaula, se aprende a sobrevivir
de las peores maneras”. Esta es la clave
de bóveda de toda la película, la comprensión cabal que sus protagonistas
experimentan como una epifanía macabra: no son seres libres, nunca lo han sido;
incluso uno de ellos —privilegiado por clase y posición gubernamental— se ha
visto obligado a la perpetua adulación, la sumisión a los superiores y la represión de todas sus pulsiones, todo ello en pos
de mantener una “posición” tan frágil
como costosa. El disparador para estas lecturas es el dramático derrotero del
personaje protagonista, Dominika Egorova, interpretado con férrea convicción
por una soberbia Jennifer Lawrence (Los Juegos del Hambre; X-Men:
First Class).
Ella es la nueva promesa del Ballet Bolshói y acaba de
acceder al puesto de primera bailarina no sin despertar envidias varias. En
medio de una función de gala, el primer bailarín cae brutalmente sobre su
pierna, destrozándosela. La carrera de Dominika ha terminado apenas empezada.
Utilizando el mismo sistema de la era soviética, el mítico teatro le brindaba
hasta entonces departamento y atención médica para su madre, víctima de una
enfermedad neurológica que requiere de asistencia constante. Ahora que ya no le
será útil al cuerpo estable, su dirección le reclama la vivienda y le retira la
ayuda asistencial. Entre la espada y la pared, Dominika aceptará la propuesta
de su tío Egorov (Matthias
Schoenaerts), un alto funcionario de inteligencia del gobierno. Deberá
usar su sexo —si es necesario— para tender una trampa a un importante magnate,
pero algo saldrá mal y ella será testigo de un hecho que no debió presenciar.
Las “reglas” dictan que debe ser
eliminada, pero su tío le ofrece una opción envenenada: ingresar a la academia
de “gorriones” (sparrows), agentes de
contrainteligencia entrenados para utilizar su sexualidad sin miramiento alguno
y soportar toda clase de torturas. El programa, creado en tiempos de Kruschev,
implica la más profunda deshumanización, las torturas más sádicas y la total
sumisión al Estado.
Ahora
bien, en Red Sparrow todo, absolutamente todo está en los detalles. Casi
al inicio —por ejemplo— una foto de cortesía en los camarines del Bolshói
adquiere ribetes insospechados, cuando un primer plano aparentemente inofensivo
revele que la mano en la espalda de Dominika manosea de manera ‘equívocamente’ equívoca. La mirada de
hielo de la bailarina dice más acerca de su psicología que mil palabras
inútiles. O acaso la forma en que Egorov observa a su sobrina, delatando un lascivo
sentimiento apenas oculto. O también las varias reuniones en el despacho del
ministro de seguridad, en las que permanentemente se cita al presidente Putin
pero sin nombrarlo jamás; hay tantos “él” sueltos por ahí —refiriéndose a su
persona— que uno cree experimentar un cierto deja-vú vernáculo. El otro gran hallazgo del filme, que no
acabaremos de agradecer, consiste en la sabia utilización de la cámara, la
iluminación y el encuadre para conseguir narrar mucho más con la imagen que con
la palabra. El director, Francis Lawrence, se regodea en el excelente trabajo encarado
con su operador e iluminador, Jo Willems (The Hunger Games 2), con quien logra
una estética implacablemente perfecta. Tonos grises y opacos bañados por una
luz directa pero sin brillo, resaltan la continuidad entre el antiguo régimen y
el nuevo (tan autoritario y despersonalizante como el soviético), mientras que
las escenas de seducción —siempre inducida y nunca sincera— se tiñen de rojos
fuertes y cortantes pero iluminados por una fuente artificialmente cálida. El
interior del apartamento de Dominika es tan austero como los de la era
comunista; los muchos exteriores de edificios se muestran en planos cortos y
precisos —casi quirúrgicos— que resaltan aristas y fachadas igualmente grises,
ásperas y asépticas. Más adelante, cuando la acción se desplace hacia Europa
del Este (Budapest primero), la paleta cromática seguirá siendo apagada y
monocorde, apenas bañada por una iluminación más intensa pero oblicua, lo que
genera reflejos y sombras por igual. Parece como si el director quisiera
indicarnos que en esos países aun persiste una larvada vocación autoritaria,
una tendencia inexorable a la delación y la uniformidad de pensamiento.
El
segundo acto del filme le pertenece por completo a la enorme Charlotte Rampling,
la sádica directora de la “academia”
de gorriones. La actriz parece no haber sido elegida por azar, sino que se ha
apelado a la memoria cinéfila de los mayores de 50 años, quienes la recuerdan
sin dudas por su arriesgado rol en Portero de Noche (1974), la polémica
cinta de Liliana Cavani. En ella, Rampling interpretaba a una sobreviviente de
la Shoà que había sido “iniciada” y
sometida por un oficial nazi (Dirk Bogarde) cuando contaba apenas con 14 años.
La relación entre carcelero y prisionera se tornaba tan enfermiza como para
intercambiar roles y despertar mutuas y perversas pasiones. Doce años después
de la guerra, la ahora madura mujer encuentra al otrora oficial convertido en
un oscuro gerente nocturno de un gran hotel vienés. En vez de denunciarlo,
intenta acosarlo para retomar la trunca “educación
sentimental” del pasado. Algo de esa perversidad, mucho de ese
sadomasoquismo, está presente en el papel que ahora le toca jugar. Ella debe
presionar a sus dirigidos hasta pulverizar sus voluntades, someterlos a toda
vejación sexual para que en el futuro se tornen indiferentes a sus posibles
consecuencias, quebrarles el sentido de la moral y a la vez trastocar sus más
íntimas convicciones. La veterana actriz está perfecta en el papel, con el que
se siente visiblemente cómoda, y su mirada de acero parece concordar con la
imperturbabilidad de su más díscola alumna, una Dominika que lucha
obstinadamente por conservar una chispa (cuando menos) de su propia
personalidad.
La
otra arista de esta historia está en manos de Joel Edgerton, un talentoso
intérprete que aquí encarna al agente Nate Nash, un desencantado operativo que
mantiene sus propias reglas y sus propios códigos de conducta. El topo dentro
del gobierno ruso es “su hombre” y eso
implica para él una profunda lealtad. No lo abandonará a su suerte, no lo
entregará, no revelará su identidad ni siquiera a sus propios superiores en la
CIA. Al inicio del filme, al mismo tiempo que Dominika comienza sus
desventuras, Nate tiene que encontrar a su informante en pleno corazón del
Parque Gorky (obvia referencia al filme Gorky Park —1983, Michael Apted—
brillante adaptación de la novela homónima de Martin Cruz Smith). Es de noche y
la policía moscovita advierte las extrañas maniobras, por lo que el americano
dispara dos veces al aire para atraer su atención y de inmediato hecha a correr
con destino a la embajada americana, que se encuentra a pocas cuadras del
parque. Está claro que ha revelado su calidad de espía y debe abandonar el país
de inmediato, pero sus superiores resultan obscenamente torpes a la hora de
leer sus acciones y entender sus motivaciones. Hasta un niño comprendería que
Nate hace lo que hace porque la identidad de su topo resulta altamente
sensible, un hombre cuyo rango y posición lo harían fácilmente identificable
hasta por el policía más despistado.
Y esta es apenas la primera de muchas torpezas
de los muchachos de la “compañía”, porque el astuto guión de este filme se
encarga de evitar el remanido maniqueísmo de esta clase de historias, mostrando
a unos y a otros igualmente inmorales, igualmente enchastrados por la mugre de la resaca de las ideologías. En Red
Sparrow son los individuos —Dominika y Nate— los que se debaten por
mantener algo de dignidad en medio de la podredumbre, los que luchan por
sostener su individualismo mientras dure la fiebre de la uniformidad. Un
personaje del lado ruso dirá en un momento (acerca de los yanquis): “no
son mucho mejores, pero cuando menos son sinceros en eso de la libertad
personal. Además, si te prometen algo lo cumplirán”. La frase, más o
menos textual (sepan perdonar si acaso ya
nos ha visitado nuestro primo de Italia, Franco Deterioro) revela hasta que
punto el filme le escapa a los reduccionismos bienpensantes. Aquí los grises
dominan absolutamente todo: la ética, la moral y hasta las opciones más
íntimas.
La
película sostiene permanentemente su lectura desencantada acerca del pretendido
“imperio ruso” que intenta comandar
Vladimir Putin. En vez de una sociedad abierta, la trama nos revela una
estructura de lazos tanto familiares como políticos, laborales, jerárquicos y
emocionales que se rigen por los mismos cánones que durante la era soviética.
Cada uno, en su posición, está subsumido a alguien que no duda en evidenciar su
parcela de poder. Y los poderosos
mantienen dicho poder en base a la delación, la adulación y el compromiso
desmedido, mientras que los subalternos se someten a la humillación o se
arriesgan a volverse parias. Todo se muestra en estos términos, algo claramente
ilustrado por un par de elocuentes secuencias en Budapest, cuando Dominika (ya con
su nueva identidad) deba someterse a un burócrata de su embajada, quien
pretende abusar de su relativa posición apenas para demostrarle cuan seguro se
siente de su entrepierna. La novel espía deberá tender sus redes para atraparlo
en su propio juego, como si no tuviera suficiente con la misión que se le ha
encomendado. En cuanto a Nate, las reuniones con sus superiores —e incluso con
algunos colegas de campo— delatan una relajación evidente de los lazos
conceptuales que hasta ahora mantenían a Occidente cohesionado: los otrora
buenos de una pieza ya no lo son tanto. Como apuntamos antes, este aspecto
parece haber pasado desapercibido para varios comentaristas (que no ‘críticos’),
los que ni se percataron de la aguda crítica que la cinta le propina a EE UU. A
las películas hay que verlas despierto, y en lo posible más atento a la
pantalla grande que a la del smartphone, de lo contrario se corre el riesgo de
perderse en el balde de pochoclos. Sarcasmos aparte, está claro que ni el
guionista —Justin Haythe— ni el director se pueden permitir el lujo de tratar a
su país como la gran escoria de occidente, sencillamente porque no lo es. Puede
tener un presidente impresentable, puede espiar a sus propios ciudadanos (el
filme lo da a entender con claridad), puede intervenir equívocamente en los
asuntos foráneos, pero de ningún modo está al nivel de la autoritaria Rusia de
el ex director de la KGB, un país en el que unas cantantes lesbianas van presas
por serlo y por criticar a dicho presidente, o en el que un idealista de
Greenpeace (al que su organización manda al frente y luego abandona
olímpicamente) es detenido y tratado como un terrorista de Hezbolláh. Y todo
ello sin mencionar que dicho país protege a Corea del Norte, se pone del lado
de China en cada conflicto y pretende aplastar a las ex repúblicas soviéticas
como lo hace con Ucrania.
Pero Red
Sparrow cuenta con otra arma secreta, otro acierto que la ennoblece
como producto fílmico: la ambigüedad de su protagonista. Dominika pasa por
torturas horripilantes, vejaciones varias y humillaciones horribles, pero ella
tampoco es un ángel sin mácula. Al principio —por caso— cuando su tío le
informa que el accidente en el Bolshoi no fue tal, sino un plan del bailarín
para que ascienda de posición la segunda bailarina (su amante), Dominika se
cuela en los vestuarios del teatro y muele a golpes a ambos, al punto de
quebrar el bastón con que se moviliza. La satisfacción que evidencia su rostro
cuando los contempla desmayados y sangrantes resulta más que revelador. Y no
será la única ocasión en que se delatará la ambigua naturaleza de la espía.
Jennifer Lawrence apela a un estricto minimalismo a la hora de pintar su
criatura. Camina por una cornisa delicadísima y sale airosa del reto. Muchos
han criticado su actuación injustamente, porque de hecho entrega una labor
encomiable. Su Dominika es una mujer contenida, que naturalmente esconde sus
sentimientos —algo que tanto su entrenamiento como sus tremendas experiencias contribuyen
a potenciar— y es dueña de una determinación y un estoicismo de proporciones
asombrosas. La actriz transmite todo ello en cada mirada y con un cierto rictus
que se apodera de su expresión en determinadas situaciones, de modo que toda
crítica denigratoria resulta por demás injusta.
Para
finalizar, resulta imposible concluir esta reseña sin apuntar un hecho por
demás asombroso: Red Sparrow carece por
completo de escenas de acción. Dicho así puede espantar a muchos posibles espectadores,
en especial a los amantes de la pirotecnia visual, pero en realidad es uno de los elogios más grandes que este crítico le ha
hecho a un filme en muchísimo tiempo. Operación Red Sparrow es un thriller
de espionaje a la vieja usanza, dueño de una narración old-fashioned de admirable factura, que por supuesto no reniega de
ciertos giros y algunos recursos bien posmodernos, pero se afianza con tozudez
a la potencia de su propio relato, a la impronta de sus protagonistas
—magnéticos y atractivos para el espectador— y al impactante crescendo
dramático de su guión. Se trata de una producción que intenta hacer honor a
grandes y ya clásicos exponentes del género, tales como la amarga El
Espía que Vino del Frío (The Spy
Who Came in from the Cold, 1965; Martin Ritt), basada en la novela homónima
del gran John LeCarré; Pickup on South Street (1953, Samuel
Fuller) o The Counterfeit Traitor (1962, George Seaton). En definitiva,
habrá que celebrar que el cine americano todavía pueda sorprendernos de vez en
cuando, brindando una película tan intensamente visceral como Red
Sparrow. Están todos invitados.-
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