por Leonardo Tavani
1950. Invierno
boreal. Estamos en Bray, un pequeñísimo poblado del condado de Berkshire, en el
sur de Inglaterra y al oeste de Londres. El frío es implacable y casi nadie se
aventura más allá de las costas del Kennet. Perdida entre los bosques del
suroeste, una enorme y antiquísima mansión aun desafía al tiempo, solitaria y semiderruida.
Algunos propietarios han oído historias acerca de otra finca del condado, en
Cookham Dene, donde ciertos individuos extraños han estado trabajando por un
tiempo. Ahora, inopinadamente, la vieja casona de Bray parece cobrar vida. Se
oyen ruidos extraños. Enigmáticas luces recorren sus lúgubres pasillos. Los
sótanos rechinan con golpes de ultratumba. En el viejo condado, los chismes
comienzan a correr como reguero de pólvora y la curiosidad parece vencer al
miedo. Algunos recorren varias millas hasta la vieja mansión, intrigados pero a
la vez temerosos. Otros se niegan taxativamente a volver. Es que algo extraño
está ocurriendo allí. Un megalómano Barón, obsesionado con la vida eterna,
comienza a experimentar con cadáveres. En lo profundo de la capilla señorial,
una cripta olvidada se abre lentamente, hasta que asoman los delgados dedos de
un olvidado noble transilvano, supuestamente muerto hace siglos. Entre los
viejos tesoros del sótano, comprados a corruptos mercaderes del oriente, una
antigua urna egipcia se ha abierto sin intervención humana alguna. Ya no caben
dudas, algo horroroso sucede en Bray. Y es que el Conde Drácula se levanta una
vez más de la tumba, el Barón Frankenstein engendra a su malhadada criatura, y
Kharis —la momia— regresa desde el hades: ha nacido el
cine de terror de la Hammer.
El mundo no volvería a ser el mismo. El cine
tampoco. Los que se atrevan a seguir leyendo, recuerden la advertencia con que
se topan —luego de cruzar la Estigia— las almas que Caronte desembarca frente a
las puertas del Infierno: “perded toda esperanza, vosotros, los que
entráis”.
LOS COMIENZOS
El nacimiento de la
compañía que redefinió el horror se halla mucho antes de 1947, fecha de la
fundación del Estudio tal como lo conocemos, del mismo modo que el material del
que se nutriría pertenece por derecho propio a la literatura gótica inglesa del
siglo XIX. En 1934, un actor de variedades llamado William Hinds —que utilizaba
el pseudónimo de Will Hammer— funda una modesta productora, la Hammer
Productions, con la intención de servirse de ella para distribuir (a bajo costo
y sin perder ganancias) sus propios cortometrajes cómicos y los de otros
colegas que desearan evitar las altas comisiones del mercado. Tanto su apellido
artístico como el nombre de la empresa provenían de uno de sus más queridos
períodos de trabajo, cuando formó parte del dúo cómico “Hammer & Smith”,
juego de palabras que hace referencia al barrio londinense de Hammersmith, de
donde provenían ambos humoristas. Al año siguiente, Hinds/Hammer conoce a
Enrique Carreras, un empresario español criado en Inglaterra, propietario de
una rentable cadena de cines, quien además estaba incursionando en el negocio
de la distribución cinematográfica independiente. Descubren un interés común en
el negocio, se caen bien, y a resultas de ello se asocian fundando la
distribuidora Exclusive Films. Los primeros años resultaron muy lucrativos, de
forma que la Hammer producía filmes de bajo costo —comedias, algunos dramas e
incluso musicales— los que luego eran distribuidos por la Exclusive, que por
supuesto privilegiaba las salas del propio Carreras. La única excepción a la
regla sería el muy competente thriller “The Mystery of the Mary Celeste”
(1935), verdadera premonición de lo que ocurriría una década después, ya que la
cinta estaba protagonizada por Bela Lugosi, el legendario Drácula de la
Universal de la década de los ‘30s. Apenas dos años después, en 1937, Carreras
se convertiría en jefe de producción de la compañía, abandonando paulatinamente
sus salas de cine. Sin embargo, la eficacia y rentabilidad de la empresa
comenzarían a mermar durante los últimos años de la guerra, acentuándose dicha
decadencia en el bienio 1948-1949. La
Segunda Guerra Mundial había hecho estragos en toda la economía británica y
ninguna empresa cinematográfica que no estuviera respaldada por una Major estadounidense podía subsistir por
sí misma. Sin embargo, la Hammer no desapareció: estaba destinada a cosas
mayores. La primera inyección de sangre fresca — ¡vaya analogía!— fue la de los
propios hijos mayores de ambos fundadores, James Carreras y Anthony Hinds. Entre
los dos se repartieron la tarea de mantener viva la productora durante la
primera posguerra. En realidad trabajaban en la Exclusive, pero usaron a la
Hammer para solventar un puñado de cortos, mediometrajes y algunos largos de
bajísimo presupuesto.
A principios de
1945 James Carreras introdujo en la empresa a su hijo Michael, nieto del socio
de Will Hinds, y junto a él pasó a dirigir la Exclusive, ya que Hinds —muy
mayor y con serios problemas de salud— decide venderles su parte del negocio. Durante
este período padre e hijo se ocuparon de mantener viva la distribuidora,
mientras Anthony Hinds, como adelantamos, producía pequeños proyectos que
dejaban algunos dividendos. Y aquí surgirá un decisivo elemento externo, una
medida económica que allanará el camino para que se consolide el Estudio tal y
como todos lo conocemos. Nos referimos a la “Cuota Quickies”, denominación
popular de una ley proteccionista que el gobierno inglés se vio forzado a
promulgar para fomentar la producción británica, la que había quedado tan seriamente
dañada por la contienda. Entre otras normas de coyuntura, la Cuota proponía la
obligatoriedad de estrenar “programas dobles”,
de modo que una de las dos películas proyectadas debía ser forzosamente
británica, para de ese modo contribuir a reconstruir su industria
cinematográfica, y además evitar de algún modo el avasallamiento del poderío
hollywoodense, verdadero monstruo al que la guerra parecía no haber hecho mella
alguna. Jake Goodlatte, manager de la cadena de cines de la ABC, contacta a
Carreras y le propone un acuerdo para hacerse de material fresco y a modestos
costos para cubrir parte de la Cuota. El empresario acepta encantado y casi de
inmediato convoca a los miembros del ‘clan’. Era la oportunidad que todos
esperaban, y no la dejaron escapar. De modo que en esa primavera de 1947 se
constituiría formalmente la nueva empresa, la Hammer Film Production Limited (así
en singular, no en plural como aparece en muchos textos), dirigida por James y
Enrique Carreras y William y Anthony Hinds. Will estaba ahora de regreso por
expreso pedido de todos, ya que había superado con éxito ciertos tropiezos en
su salud y se necesitaba de su experiencia. No asumiría un trabajo extenuante,
pero sería una fuente segura de concejos y no pocos contactos. Recuérdese que
Hinds padre había vendido sólo su parte de la Exclusive, no de la Hammer, que
era su criatura más amada.
Concebida ahora
como rama productora de la Exclusive, la Hammer debutó como tal con River
Patrol (1948), una modesta realización de apenas 48 minutos, destinada
exclusivamente a cubrir la Cuota. De allí en más, las cosas marcharían sobre
ruedas. A medida que producían filmes más largos y complejos (aunque baratos,
se entiende), la empresa emprendería una serie de legendarias mudanzas que
quedarían en la historia del anecdotario del cine. Ocurre que para rodar —en esos tiempos, claro está; hoy es
posible completar un filme enteramente en locación— se necesitan Estudios de
filmación, y a estos hay que alquilarlos (o tener uno propio), y eso sale caro.
Pinewood y Elstree ya existían, pero eran prohibitivos para el presupuesto de
la Hammer. Así que al principio deambularon por una ex capilla, entonces
rebautizada como Marylebone Studios, luego por una casona llamada Dial Close, y
finalmente recalaron en Cookham Dene —Berkshire— que en alguna bibliografía
figura como Cookham Greene, lo que es
incorrecto. Esta sería la primera de las ya célebres House Studios de la compañía.
Desde un principio
la filosofía de James Carreras quedaría escrita en piedra: producir filmes
inequívocamente rentables y al menor costo posible. Para ello fijó un techo
presupuestario de 20.000 libras anuales, teniendo en cuenta que sus cálculos le
indicaban que cada lote de cinco filmes exitosos darían unas 25.000 libras de
ganancias. Además tuvo la astucia de prever presupuestariamente un par de
producciones a pérdida junto a otras que sólo cubrieran el costo, cuestión que
ninguna imprevisibilidad financiera los tomara desprevenidos. La Hammer no
podía permitirse contar con actores costosos ni echar mano de novelas cuyos
derechos fueran muy elevados, así que comenzó a agenciarse de una nómina de
intérpretes poco reconocidos, técnicos jóvenes para que se formaran en la
productora, y se aseguró los derechos de seriales radiofónicos y olvidadas
historias de folletín, esas del tipo Penny Dreadful, término que equivale al
norteamericano Pulp, pero que se refiere exclusivamente al género de horror.
Hasta 1954 rodaron filmes como Blood Orange (1953), The
Last Page (1952), Room to Let (1950), además de varios
de la serie de Dick Barton (personaje
detectivesco oriundo de la radio), comedias para la troup “PC 49” y toda una
larga serie de thrillers más o menos rutinarios. Pero un elemento clave para el
próximo y rápido renacimiento del Estudio se encuentra aparentemente oculto
entre estas citadas producciones: todas ellas se rodaron como fruto de un
acuerdo con el productor norteamericano Robert L. Lippert. Independiente de las
Majors, dueño de la Screen Guild
Pictures y además agente de actores, Lippert ofrecía distribución
norteamericana asegurada para todas estas películas a cambio de colocar al
menos una de sus ‘estrellas’ en el
reparto de cada filme. Y si además estas superaban un determinado número de
espectadores, se agenciaba un 0,3% de la
recaudación en suelo yanqui. Este contrato resultó muy lucrativo y beneficioso
para la Hammer, precisamente en un momento histórico en que la cinematografía
británica estaba realmente en terapia intensiva, inmersa en una crisis a la vez
económica y creativa fenomenal. Con semejante socio cuidando sus espaldas
americanas, la compañía produjo filmes como Cloudburst (1951), Whisperin
Smith hits London (1952, para la R.K.O.), Wings of Danger (1952), e
incluso el temporal regreso de el Santo, el personaje de Leslie Charteris, en The
Saint’s Returns (1953, con Louis Hayward como el mítico Simon Templar).
Sin embargo, ya en Stolen Face (1952) aparecían estrellas de renombre como Paul
Heinreid y Lizabeth Scott, ya que gracias al acuerdo con Lippert y a la buena
acogida de estas cintas la compañía pudo empezar a darse ciertos ‘lujos’ que ‘vendían’ mucho mejor sus películas.
LA HAMMER SALE DE LA CRIPTA
Y así llegamos al año 1955, el genuino y
decisivo momento de la verdad. Hasta 1954 —como vimos— los muchachos de la
Hammer estuvieron respaldados por unas finanzas saneadas, un circuito de
distribución asegurado a ambos lados del Atlántico y una sana ambición
espoleando la voluntad de sus directivos. Pero Lippert abandona ese año la
distribución, vende su agencia de representantes y se afilia a la 20th Century
Fox, lo que afectará directamente los intereses de sus socios europeos. Entonces,
con una valentía digna de los triunfadores, la Hammer opta por dar un
sorpresivo, inmediato y audaz golpe de timón, estrenando el primero de sus
filmes con un presupuesto mayor y en 35 mm, una historia de ciencia ficción y horror que
daría vuelta al mundo y pondría a la Hammer Film Production en el mapa: The
Quatermass Experiment —de hecho,
“Xperiment”
en el estreno inglés— (en EE UU retitulada como The Creeping Unknown). El
bombazo que significó esta cinta, producida por el mismísimo Anthony Hinds y
dirigida por Val Guest, explotó en el alicaído panorama cinematográfico inglés
como lo harían otras diez bombas atómicas sobre un diminuto atolón perdido en
el océano. Fue la primera de una saga de varias secuelas, a cada una más
rentable, que empieza con Enemy from Space (1956, en U.K. titulada
“Quatermass II” y también dirigida
por Guest), sigue con Five Million Years to Earth (1967,
/1968 en EE UU/, Roy Ward Baker; en U.K. titulada “Quatermass and the Pit”) y concluye con The Quatermass Conclusion
(1979, Piers Haggard; hecha para tevé). Antes, en el mismo año ’56, estrenaron X the
Unknown (Leslie Norman), que explotaba los mismos temas de “Quatermass” pero sin pertenecer a dicha
serie. Está claro que tanto los Carreras como los Hinds carecieron de dudas o
titubeos a la hora de dar el golpe. En Inglaterra las cosas iban de mal en
peor, la crisis de la industria parecía ser terminal y la tele se estaba
robando los pocos espectadores que todavía pagaban por una entrada. Eso sin
apuntar que los filmes yanquis copaban lo poco que restaba del mercado. Así que
los dueños del Estudio optan por quemar las naves, arriesgarlo todo y poner lo
que se necesita para salir del atolladero. No pudieron haber obrado mejor: los
hados estaban de su parte. Ahora sí, abandonaron el blanco y negro, comenzaron a rodar en
35 mm e invirtieron mucho más dinero que el aconsejable por la prudencia. Y si
bien ya habían incursionado antes en el género (con Four Side Triangle y SpaceWays,
ambas de 1953), “Quatermass”
significaría una bisagra histórica cuya influencia temática y estilística se
extendería a otras cinematografías.
Pero si alguien
piensa que en la compañía se conformarían con este éxito, es que no conoce el
alcance de la ambición que movía tanto a Michael y James Carreras como a
Anthony Hinds y su padre. Ese mismo año de 1956, James y Anthony se contactan
con los directivos de la Universal e intentan convencerlos para cederles los
derechos de Frankenstein. La empresa creada por Carl Laemmle Sr. hacía rato que
había abandonado la producción masiva de filmes de horror, tal como lo había
hecho durante los ‘30s, pero no quería ceder ni negociar los derechos de uso y
marca que se había agenciado. En Hollywood no contaban con la insistencia y
persuasión de los ingleses, y luego de unas tensas negociaciones los americanos
aceptan a regañadientes y de mala gana vender los derechos cinematográficos
parciales, sin autorización para copiar o siquiera imitar el maquillaje ni el
vestuario de los filmes originales. Universal aceptaba distribuir en EE UU el
filme a cambio de un porcentaje mayor al acostumbrado, pero era tanta la confianza
de los ingleses que aceptaron sin poner reparo alguno ello.
Así entonces, a principios de 1957 los cines
británicos se vieron invadidos por una nueva producción de la Hammer, The
Curse of Frankenstein, dirigida por Terence Fisher, ese gran artesano
cuyo nombre quedaría asociado para siempre con el de la mítica compañía. Por
vez primera un filme de horror se presentaba a todo color, cosa que se tomaba como un verdadero sacrilegio, dado que
todavía primaba la idea de que tanto el horror como el suspenso requerían del
manejo apropiado del claroscuro, la iluminación y la creación de climas
asfixiantes. Incluso Hitchcock, en 1960, se negaría a rodar Psicosis
en color debido —fundamentalmente— a la brillante escena de la ducha, que el
Maestro pensaba resultaría demasiado shockeante para los espectadores si se
filmaba en color. Pero en la Hammer no pensaban así, y para horror de algunos y
felicidad del resto, La Maldición de Frankenstein supuso
una revolucionaria innovación cuyos alcances llegan hasta nuestros días. El
filme resultó un éxito absoluto y demoledor, incluso mayor que el de Quatermass, y para su estreno
norteamericano causó un revuelo de proporciones, poniéndole los pelos de punta
a la mayoría de la crítica ortodoxa. Los americanos le podaron varios minutos,
ya que la Hammer se había vuelto experta en burlar la férrea censura británica
y contrabandeaba sexo y erotismo a espuertas, para horror de la Liga Americana de la Decencia. En la Universal
se arrepintieron pronto de no haber apoyado lo suficiente a sus primos de
ultramar, y ya para las siguientes producciones se mostraron más solícitos y
amigables, poniendo a su disposición todo el catálogo de monstruos clásicos de
la compañía.
LA HAMMER ASUSTA AL MUNDO
Este gran de éxito
de la Hammer representaría el debut en sociedad de un equipo actoral y creativo
que haría historia. Peter Cushing (como el Barón) —actor de carácter muy famoso
entonces— pasaría a ser el eterno Van Helsing del Estudio, así como un menos
conocido Christopher Lee (la criatura) alcanzaría una inmediata celebridad como
el siniestro vampiro transilvano. Contando con un staff de la talla de James
Bernard como compositor, Jack Asher como director de fotografía y cameraman —un
verdadero talento que supo crear geniales climas opresivos en color, cosa que
se creía imposible hasta entonces—, Jimmy Sangster como guionista y todo un
equipo de competentes diseñadores de arte y decoradores de set, el Estudio se
jactó pronto de albergar a auténticos genios que trabajaban con presupuestos
acotados pero que aun así lograban resultados de nivel superlativo. La estética
Hammer, inconfundible e intransferible, pasaría a ser desde entonces una marca
de fábrica que implicaba prestigio y admiración. Y no poca envidia.
Y entonces, —cuando
nadie lo esperaba— teniendo tres filmes en cartel que aun seguían generando
dividendos, el estudio lanza a principios de 1958 Drácula (para EE UU Horror
of Drácula), el gran debut del mítico vampiro en la tierra de Robin
Hood. Y resultó un auténtico exitazo; una visión fresca y novedosa, directa y
carnal, que conquistó de inmediato a todos los espectadores. Otra vez con el
enorme Terence Fisher al mando, el guión de Sangster le daba una vuelta de
tuerca creativa y novedosa a una historia que ya todos sabían de memoria. Con
una audacia sorprendente, el filme nos presenta a un conde Drácula sensual y
victoriano, austero en su vestimenta y tan seductor como sofisticado en sus
modales y comportamiento. Pero ese noble caballero puede a la vez convertirse
en un animal lujurioso y perverso, y dicha dualidad es mostrada en el filme con
gran inteligencia y sobriedad. Hay un erotismo larvado, apenas contenido, que
iría creciendo y haciéndose más explícito con el correr de las producciones, lo
que contribuyó enormemente al suceso de la película y a su difusión
internacional. De la novela no queda ni un ápice: incluso nombres y parentescos
se ven alterados, lo que no implica menoscabo alguno, ya que eso mismo
representó el gran triunfo del Estudio, que venció todos los prejuicios y
oposiciones a la hora de presentar su propia y atípica versión de la historia creada por
Bram Stoker. David Pirie señala en su libro “A Heritage of Terror” que
“la
irrupción de la Hammer en la tranquila vida doméstica del cine británico se
pareció a la secuencia inicial del filme The Quatermass Experiment, en el que una nave espacial alienígena
irrumpe en el cielo y se estrella en algún lugar de la campiña inglesa, apenas
esquivando a un par de enamorados que huyen espantados”.
No podemos
menos que darle la razón. El Horror de Drácula, incluso con ciertas
ingenuidades y alguna que otra pobre actuación (tal el caso de John Van Eyssen,
que interpreta a un mediocre y anodino Jonathan Harker), resultó una genuina
revolución cultural más que cinematográfica, la puerta de ingreso a una
renovada sensibilidad acerca del género más bastardeado de la historia del cine.
La forma contemporánea de entender el terror, incluso la irrupción del horror psicológico
—ya lo veremos— tuvo su origen en el novedoso tratamiento que la Hammer le
brindó sin concesiones. Mucho más abierto, gráficamente violento y expresivo,
con altas e irrenunciables cuotas de sexo y sadismo, la fórmula Hammer abrió la
puerta de otros universos, como el splatter (o giallo) de Darío Argento y Mario
Bava en Italia. Los directores fijos del Estudio, como Fisher, Freddie Francis
o Peter Sasdy, empujaron los límites del horror gótico tradicional —de dónde
provenían todas estas historias originales— hasta actualizarlo por medio de una
nueva sensibilidad expresiva, temática y estética. La Hammer trasladó la mazmorra
medieval al aséptico y psicoanalizado mundo de la segunda mitad del siglo XX,
de modo que logró formatear las mentes de los nuevos espectadores hasta
volverlos adictos a este novedoso y bizarro ‘jardín de las torturas’. Noten la paradoja: apenas se estrena Horror of Drácula las críticas al
Estudio y al filme se vuelven feroces, un hecho que se extendió a casi todas
las películas de dicha factoría, de tal modo que los acres argumentos de
críticos y psicoterapeutas —verdaderos guardianes de la salud mental inglesa—
se tornaron idénticos a los que recibieron un siglo antes todas las novelas y
folletines en que estas películas se basaban. La historia de la incomprensión
artística se repetía con cíclica inexorabilidad. Tiempo después, Michael
Carreras respondía con ironía que “la
opinión de la crítica no nos preocupa en absoluto. Juzgamos nuestras películas
según su rendimiento en taquilla. Somos una empresa puramente comercial, y
producimos filmes que para nosotros son como cuentos de hadas”.
LA EDAD DE ORO
En el propio
Estudio nadie esperaba el fenomenal éxito de las dos películas citadas; pero,
gracias a sus elevadísimas recaudaciones, la Columbia —que se sintió como la
Cenicienta engañada— firma un contrato con la Hammer por tres filmes de horror al
año, asegurándose la distribución de todos ellos (en EE UU al menos). Tiempo
después, el propio Carreras reconocería que “nuestra vocación exclusiva por el
terror no ha sido otra cosa que la conclusión lógica del éxito de Quatermass”.
Comenzaba así el
reinado absoluto de la Hammer, que incluso sobrepasó las cuotas de producciones
estipuladas por contrato, inundando el mercado con sus magníficas representaciones
de lo macabro. Veamos: The Man Who Could Cheat Death
(1959); The Mummy (1959); Revenge of Frankenstein (1958); The
Hound of the Baskervilles (1959); The Stranglers of Bombay (1960); The
Brides of Dracula (1960); The Two Faces of Dr. Jekyll (1960); Sword
of Sherwood Forest (1960, la única de este período de no horror); The
Curse of the Werewolf (1961); The Phantom of the Opera (1962); The
Gorgon (1964); The Devil Rides Out (1968, en EE UU
“The
Devil’s Bride”); Dracula, Prince of Darkness (1966),
todas ellas dirigidas por Terence Fisher —por lo cual las agrupamos aquí—,
representan apenas la punta de lanza de una catarata de filmes que
revolucionaron el género y dieron la vuelta al mundo. Y ya que la citamos, no
debemos omitir que “El Mastín de los Baskerville” se destaca de entre todas las
mencionadas por un detalle imposible de omitir: resultó la absolutamente mejor
adaptación de la novela de sir Arthur Conan Doyle, logrando el Estudio que su
cinta se convirtiera en la más soberbia y superlativa aventura de Sherlock
Holmes, el inmortal detective que —en la piel del maravilloso Peter Cushing— eclipsó
la figura del mismísimo Basil Rathbone, quien hasta entonces ostentaba la
supremacía sobre el personaje que interpretó en 14 ocasiones durante los
primeros años ‘40s.
A partir de
1963/’64 la Hammer obtuvo la libertad de acordar contratos con otros Estudios y
distribuidoras, de modo que pudo diversificarse aun más y mejor. Columbia no
siempre acordó la distribución internacional de sus cintas (sólo la doméstica,
repetimos), como tampoco se vio tentada a profundizar demasiado en el género de
terror, dado que los años ‘50s fueron el
período en que el Estudio de Harry Cohn se expandió hasta convertirse
rápidamente en una Major por derecho
propio, agenciándose varios premios de la Academia gracias a su nueva política.
Para la Hammer la década de los ‘60s representó la más auténtica edad de oro
del terror cinematográfico, el período más fecundo y estilísticamente osado de
la empresa. En el párrafo anterior agrupamos gran parte de las cintas dirigidas
por Fisher, por simple comodidad narrativa, y aquí enumeraremos muchas de las
gemas que tuvieron por conductor a otros grandes artesanos de la casa, tales
como Freddie Francis. Nacido en Islington —Londres— en 1917, Francis fue uno de
los más talentosos y creativos operadores de cámara y directores de fotografía
de la cinematografía británica; e incluso mundial, agregamos nosotros. Fue el
primer operador e iluminador del genial Alexander Korda (The Four Feathers, 1939; The
Private Life of Henry VIII, 1933), además de volverse un prolífico
productor. Su debut como director se dio —paradójicamente— con una comedia
romántica, Two and Two Make Six (1961), pero ese mismo año completaría The
Brain (1962), cinta de ciencia ficción y suspenso basada en una novela
del también director (nacionalizado americano) Curt Siodmak, titulada Donovan’s Brain. Sería el preludio de
una carrera formidable. Para la Hammer entregó filmes como Paranoiac (1963), Nightmare
(1964), The Ghoul (1975), Evil of Frankenstein (1964), Hysteria
(1964), The Skull (1965, en Argentina “La Calavera del Marqués de Sade”),
y —muy especialmente— Drácula has Risen from the Grave
(1968), con total seguridad la absolutamente mejor y más poderosa de las
películas de la serie “Drácula” del
Estudio. Pudimos reverla —para este artículo— en versión remasterizada (1.080
p) y nos embargó la satisfacción más absoluta, seguida de una genuina emoción
de cinéfilo. No solo mantiene intacto todo su poder sugestivo, casi
embriagador, sino que permite su disfrute por parte del espectador posmoderno
promedio, más acostumbrado a la pirotecnia visual y a un ritmo frenético de narración.
Desde finales de los ‘50s las finanzas de la Hammer se encontraban tan sólidamente blindadas como endeble era la situación del resto de la cinematografía inglesa. Como indicábamos más arriba, en 1957 y luego de muchas mudanzas, la compañía se estableció finalmente en el brumoso pueblito de Bray, Berkshire, en donde adquirió y remodeló un antiguo caserón que se convertiría en su estudio favorito. El modelo de negocios y producción de la compañía no se parecía en nada a lo conocido hasta entonces en Inglaterra, superando incluso a la eficiencia de los míticos estudios Ealing, esa maravillosa factoría de comedias que para entonces ingresaba en su lamentable fase de decadencia. Señala David Pirie en su ya citado libro: “la analogía quizás más obvia es la que cabe establecer con los pequeños estudios del Hollywood de los ‘30s y ‘40s, como Republic y Monogram, pues casi de la noche a la mañana la Hammer se vio transformada en una eficiente máquina de películas en serie, hechas con presupuestos limitados, con un equipo de actores bastante reducido y prácticamente en los mismos escenarios y, en ocasiones, los mismos decorados”. A su vez, el español Román Gubern escribía a principios de los ‘80s: “Esta mezcla de comercialidad y elementos míticos es lo que convierte al fenómeno de la Hammer en tan representativo e interesante. La Hammer reintrodujo en Gran Bretaña el cine de acción, el gran espectáculo y la imaginación en unos momentos en que el único desafío al cine británico promedio —aplastantemente burgués, literario y de “qualité”— estaba representado por la “nueva ola” (mucho menos subversiva y críticamente “más respetable”) del Free Cinema, lleno de filmes falsamente “realistas” como “Un Lugar en la Cumbre” (Room at the Top, 1959)”.
La cita anterior resulta muy pertinente ya que nos permite introducir la siguiente clase de filmes que la Hammer estrenó durante los ‘60s. El terror gótico sería siempre su coto privado, eso es cierto, pero ni por asomo se estancaron el él. Durante toda la década el Estudio distribuyó numerosos policiales negros y thrillers realmente atípicos para el mercado inglés por su grado de crudeza y realismo. Carreras los bautizó como sus “mini-Hitchcock movies”, broma que difundía por cuanto medio le hiciera un reportaje, ya que era su aspiración personal que el Maestro dirigiera uno del Estudio. Incluso, Hinds hijo y Anthony-Nelson Keys viajaron en abril de 1963 hasta Los Ángeles exclusivamente para negociar personalmente con el genial director, pero las tratativas fueron en vano. La primera producción de este género fue Taste of Fear (1961), seguida por títulos tales como las ya citadas Hysteria (1964), Paranoiac (1963) y la sorprendente The Nanny (1965), protagonizada nada menos que por una ya mayor Bette Davis y dirigida por Seth Holt, otro de los talentos criados y formados en el propio Estudio. “Ella”, la gran novela de aventuras y misterio de Sir Henry Ridder Haggard (autor de “Las Minas del Rey Salomón”) sería adaptada en el filme She (1965, Robert Day), que a su vez generaría una secuela en 1968, The Vengeance of She (Cliff Owen). El éxito, debido en parte al sex-appeal de Ursula Andess —que aparecía casi todo el tiempo semidesnuda (pero que sin embargo no actuó en la continuación) — motivó a Michael Carreras a contratar a la despampanante Raquel Welch para One Million Years BC (1966, Don Chaffey), primera de una catarata de cintas ambientada en la prehistoria, que mezclaba —de manera imposible— dinosaurios con seres humanos. El filme, un éxito inmediato y que hoy día (curiosamente) casi nadie asocia con la Hammer, presentó unos hermosísimos efectos visuales en stop-motion creados por el mismísimo Ray Harryhausen. La Welch era hasta entonces una simple modelo que había participado en pocas producciones y siempre como actriz de reparto. La película la pondría en el mapa y sería apenas la primera de otra avalancha de cintas “prehistóricas” producidas por la Hammer. De entre ellas, Cuando los Dinosaurios Dominaban la Tierra (When Dinosaurs Ruled the Earth; 1970, Val Guest) estaba basada en una historia original del novelista J. G. Ballard y tuvo la rara virtud de unir éxito de taquilla con críticas laudatorias.
Otros grandes y
talentosos artesanos que trabajaron para el Estudio fueron, por caso, John
Gilling, director —entre otras— de The Reptile (1966), la excelente The
Plague of the Zombies (1966), Shadow of the Cat (1961) y, en uno
de los tantos giros temáticos de la empresa, la muy buena aventura The
Brigand of Kandahar (1965). Luego tenemos a Don Sharp, quien tuvo a su
cargo filmes como la genuinamente excelente Kiss of the Vampire
(1963), Devil-Ship Pirates (1964) y, ya en los estertores de la
compañía, Dark Places (1974). También hubo algunos directores invitados,
que realizaron trabajos puntuales para el Estudio con resultados variables,
pero casi siempre tan sólidos como el que obtuvo el norteamericano Robert M.
Young, quien dirigió la sorprendente Vampire Circus (1971) —verdadera
rareza de la Hammer, en la que un circo maldito cuenta con todo su staff
integrado por vampiros, ¡incluidos los animales! —; por otra parte el
competente Anthony Bushell presentó Terror of the Tongs (1961) —un
thriller de suspenso ambientado en Hong Kong—; y por supuesto esa extraña
conjunción acaecida en 1963, cuando nuestra compañía se asoció con William
Castle para estrenar The Old Dark House, dirigida y
coproducida por el propio empresario americano[1].
OTROS RUMBOS Y NUEVOS DESAFÍOS
Desde finales de los ‘50s las finanzas de la Hammer se encontraban tan sólidamente blindadas como endeble era la situación del resto de la cinematografía inglesa. Como indicábamos más arriba, en 1957 y luego de muchas mudanzas, la compañía se estableció finalmente en el brumoso pueblito de Bray, Berkshire, en donde adquirió y remodeló un antiguo caserón que se convertiría en su estudio favorito. El modelo de negocios y producción de la compañía no se parecía en nada a lo conocido hasta entonces en Inglaterra, superando incluso a la eficiencia de los míticos estudios Ealing, esa maravillosa factoría de comedias que para entonces ingresaba en su lamentable fase de decadencia. Señala David Pirie en su ya citado libro: “la analogía quizás más obvia es la que cabe establecer con los pequeños estudios del Hollywood de los ‘30s y ‘40s, como Republic y Monogram, pues casi de la noche a la mañana la Hammer se vio transformada en una eficiente máquina de películas en serie, hechas con presupuestos limitados, con un equipo de actores bastante reducido y prácticamente en los mismos escenarios y, en ocasiones, los mismos decorados”. A su vez, el español Román Gubern escribía a principios de los ‘80s: “Esta mezcla de comercialidad y elementos míticos es lo que convierte al fenómeno de la Hammer en tan representativo e interesante. La Hammer reintrodujo en Gran Bretaña el cine de acción, el gran espectáculo y la imaginación en unos momentos en que el único desafío al cine británico promedio —aplastantemente burgués, literario y de “qualité”— estaba representado por la “nueva ola” (mucho menos subversiva y críticamente “más respetable”) del Free Cinema, lleno de filmes falsamente “realistas” como “Un Lugar en la Cumbre” (Room at the Top, 1959)”.
La cita anterior resulta muy pertinente ya que nos permite introducir la siguiente clase de filmes que la Hammer estrenó durante los ‘60s. El terror gótico sería siempre su coto privado, eso es cierto, pero ni por asomo se estancaron el él. Durante toda la década el Estudio distribuyó numerosos policiales negros y thrillers realmente atípicos para el mercado inglés por su grado de crudeza y realismo. Carreras los bautizó como sus “mini-Hitchcock movies”, broma que difundía por cuanto medio le hiciera un reportaje, ya que era su aspiración personal que el Maestro dirigiera uno del Estudio. Incluso, Hinds hijo y Anthony-Nelson Keys viajaron en abril de 1963 hasta Los Ángeles exclusivamente para negociar personalmente con el genial director, pero las tratativas fueron en vano. La primera producción de este género fue Taste of Fear (1961), seguida por títulos tales como las ya citadas Hysteria (1964), Paranoiac (1963) y la sorprendente The Nanny (1965), protagonizada nada menos que por una ya mayor Bette Davis y dirigida por Seth Holt, otro de los talentos criados y formados en el propio Estudio. “Ella”, la gran novela de aventuras y misterio de Sir Henry Ridder Haggard (autor de “Las Minas del Rey Salomón”) sería adaptada en el filme She (1965, Robert Day), que a su vez generaría una secuela en 1968, The Vengeance of She (Cliff Owen). El éxito, debido en parte al sex-appeal de Ursula Andess —que aparecía casi todo el tiempo semidesnuda (pero que sin embargo no actuó en la continuación) — motivó a Michael Carreras a contratar a la despampanante Raquel Welch para One Million Years BC (1966, Don Chaffey), primera de una catarata de cintas ambientada en la prehistoria, que mezclaba —de manera imposible— dinosaurios con seres humanos. El filme, un éxito inmediato y que hoy día (curiosamente) casi nadie asocia con la Hammer, presentó unos hermosísimos efectos visuales en stop-motion creados por el mismísimo Ray Harryhausen. La Welch era hasta entonces una simple modelo que había participado en pocas producciones y siempre como actriz de reparto. La película la pondría en el mapa y sería apenas la primera de otra avalancha de cintas “prehistóricas” producidas por la Hammer. De entre ellas, Cuando los Dinosaurios Dominaban la Tierra (When Dinosaurs Ruled the Earth; 1970, Val Guest) estaba basada en una historia original del novelista J. G. Ballard y tuvo la rara virtud de unir éxito de taquilla con críticas laudatorias.
En 1962, Michael
Carreras abandona la Hammer para fundar su propia productora, la Capricorn
Productions, aunque siguió colaborando con la empresa de su abuelo. Para ella
se animó incluso a dirigir, estrenando dos títulos considerados hoy “exóticos” para el perfil de la Hammer, Slave
Girls (1966) y The Lost Continent (1968). Este
último año la Hammer obtiene el premio “Queen’s
Award” a la mejor empresa industrial del Reino Unido. No era para menos: en
los tres años anteriores, la compañía le proporcionó al fisco inglés la
friolera de un millón y medio de Libras en concepto de impuestos por
exportaciones. Luego, en 1969, James Carreras decide vender los estudios Bray
(que se habían tornado tan célebres que recibían contingentes periódicos de
visitantes, quienes pagaban altas sumas por unas divertidas visitas guiadas),
ya que para entonces la Hammer trabajaba casi con exclusividad en asociación
con las empresas Rank y EMI, las que preferían rodar en los Estudios Pineweood
y Elstree puesto que eran sus respectivas propietarias. Casi al mismo tiempo,
Anthony Hinds decide retirarse del negocio y le vende su parte a James
Carreras; sin embargo, en enero de 1971, su hijo Michael opta por retornar a la
compañía, le compra la totalidad de acciones a su padre (adquisición que se
completa en agosto de 1972) y se erige en el nuevo Jefe de Producción. Los años
‘70s representarán un desafío mayúsculo para la productora, a resultas de un
abrupto cambio en los hábitos culturales y de consumo a ambos lados del
Atlántico, y la mítica Hammer Film Production los enfrentará con no poco
pragmatismo pero también con algunos tropezones. Se acerca el final del
reinado, aunque nunca la deposición de armas. Lo analizaremos a continuación.
LA ÚLTIMA METAMORFOSIS DEL ESTUDIO
La Dirección que
abordaría la empresa a partir de 1971 se encontraría inexorablemente orientada
a la televisión. Uno de sus más jóvenes directores de producción, Bernard
Delfont, reencauza audazmente su propio departamento hacia los proyectos
televisivos, de modo que ese mismo año se aventuran a estrenar para ABC la
miniserie On the Buses. Como el éxito corona el envío, el Estudio se
aboca rápidamente hacia las series de tevé, produciendo títulos como Love
Thy Neighbour, Nearest the Dearest y Man
on the Top, las tres de 1972. Todo esto resultó una conclusión más que
lógica de dos hechos innegables: la larga y fértil asociación del estudio con
la citada ABC (mencionada más arriba) —que para ese entonces se fusiona con
EMI— es lo que le abre definitivamente las puertas de la pantalla chica al
Estudio. Y no es menos cierto que estas series y telefilmes resultarían más
domésticas que internacionales (al contrario de éxitos como The
Avengers o C.I.5: The Professionals), lo que le restó mercados externos a
la empresa. A la Hammer —por cierto— le resultaba más barato y rentable
dirigirse hacia la masividad de la tevé, eso está claro; pero el segundo hecho
mencionado tiene que ver con los veloces y sorprendentes cambios culturales del
momento. En nuestro extenso artículo acerca de El Exorcista (1973) Un viaje por el film que redefinió el horror ya hemos esbozado una interesante explicación
acerca de la nueva sensibilidad que los espectadores adquieren al ritmo de las
nuevas tendencias cinematográficas. El New
Free Cinema, la New Wave, la Nouvelle-Vague, e incluso la irrupción
del nuevo cine latinoamericano, confluyeron en una genuina revolución estética,
estilística y temática; y a juzgar por las recaudaciones de los filmes más
representativos de dichos movimientos, el público se mostró cada vez más
receptivo hacia ellos.
La Hammer cae presa de esta trampa, ya que se muestra incapaz de ofrecer productos que masivamente capturen a la audiencia. Su estética y semántica narrativa se habían construido rápida pero sólidamente, y ahora se le exigía —subrepticiamente— que hiciera tabla rasa de su credo artístico, que arriara las banderas y se cobijase en cuarteles de invierno. Aunque Carreras declararía por entonces que la tevé era el nuevo ‘grial’ de su Estudio, lo cierto es que de ningún modo se depusieron las armas. Los ciclos de Frankenstein y Drácula continuaron hasta bien avanzada la década. El primero presentaría algo más que un muy buen filme: la sorprendente Frankenstein Must Be Destroyed! (1970, Terence Fisher), verdadera gema que se beneficiaba de la producción de Anthony Nelson Keys (también autor de la idea original), un talentoso creativo que se unió al estudio a inicios de los ‘60s. Frankenstein and the Monster from Hell (1974, también de Fisher) sería la despedida cinematográfica del personaje creado por Mary Wollstonecraft Shelley, pero lamentablemente no estaría a la altura de su predecesora y ni siquiera el oficio y buen hacer de Terence Fisher lograrían exprimirle algo de originalidad a la cinta. La decadencia se haría más notoria con la doble despedida del conde transilvano. Drácula A.D. 1972 (1972, Alan Gibson), un frustrante intento por transplantar dicho vampiro al siglo XX; y finalmente la cinta que más problemas de título presenta, The Satanic Rites of Dracula (1973, también de Gibson). Contaba con 88 minutos (su duración original), pero se presentó en EE UU con 6 minutos menos y titulada como Count Drácula and his Vampire Bride; pero este no sería tampoco el nombre elegido para las posteriores ediciones hogareñas, que se editarían todas como The Rites of Drácula. Recién ahora, para su estreno en Blu-Ray Disc, se recuperó la duración original y —aparentemente— se rebautizó como The Satanic Rites of Drácula. Pero estas nimiedades no ocultan la pobreza de la propuesta. Con un equipo creativo completamente nuevo y un director apenas mediocre, estos filmes a duras penas si consiguen despertar una sonrisa nostálgica. Pero está claro que Carreras era conciente de las debilidades inherentes a su nueva situación empresarial e intentó varios golpes de timón que pudieran reencauzar la dirección del estudio.
La Hammer cae presa de esta trampa, ya que se muestra incapaz de ofrecer productos que masivamente capturen a la audiencia. Su estética y semántica narrativa se habían construido rápida pero sólidamente, y ahora se le exigía —subrepticiamente— que hiciera tabla rasa de su credo artístico, que arriara las banderas y se cobijase en cuarteles de invierno. Aunque Carreras declararía por entonces que la tevé era el nuevo ‘grial’ de su Estudio, lo cierto es que de ningún modo se depusieron las armas. Los ciclos de Frankenstein y Drácula continuaron hasta bien avanzada la década. El primero presentaría algo más que un muy buen filme: la sorprendente Frankenstein Must Be Destroyed! (1970, Terence Fisher), verdadera gema que se beneficiaba de la producción de Anthony Nelson Keys (también autor de la idea original), un talentoso creativo que se unió al estudio a inicios de los ‘60s. Frankenstein and the Monster from Hell (1974, también de Fisher) sería la despedida cinematográfica del personaje creado por Mary Wollstonecraft Shelley, pero lamentablemente no estaría a la altura de su predecesora y ni siquiera el oficio y buen hacer de Terence Fisher lograrían exprimirle algo de originalidad a la cinta. La decadencia se haría más notoria con la doble despedida del conde transilvano. Drácula A.D. 1972 (1972, Alan Gibson), un frustrante intento por transplantar dicho vampiro al siglo XX; y finalmente la cinta que más problemas de título presenta, The Satanic Rites of Dracula (1973, también de Gibson). Contaba con 88 minutos (su duración original), pero se presentó en EE UU con 6 minutos menos y titulada como Count Drácula and his Vampire Bride; pero este no sería tampoco el nombre elegido para las posteriores ediciones hogareñas, que se editarían todas como The Rites of Drácula. Recién ahora, para su estreno en Blu-Ray Disc, se recuperó la duración original y —aparentemente— se rebautizó como The Satanic Rites of Drácula. Pero estas nimiedades no ocultan la pobreza de la propuesta. Con un equipo creativo completamente nuevo y un director apenas mediocre, estos filmes a duras penas si consiguen despertar una sonrisa nostálgica. Pero está claro que Carreras era conciente de las debilidades inherentes a su nueva situación empresarial e intentó varios golpes de timón que pudieran reencauzar la dirección del estudio.
Blood ftom the Mummy's Tomb |
Ya antes, en 1970
(’71 en EE UU) la Hammer presentaría (en asociación con la americana AIP, la
empresa de Samuel Z. Arkoff) The Vampire Lovers (Roy Ward Baker),
la primera de una trilogía dedicada a Carmilla,
la vampira lesbiana creada por Joseph Sheridan Le Fanu (1814-1873); saga que
continuaría con Lust for a Vampire (1971, John Hough) y concluiría con Twins
of Evil (1972, Hough). Burlando a la entonces incipiente declinación de
la censura británica, estas cintas mostraban senos femeninos por doquier,
desnudos integrales y algunas que otras pequeñas
perversiones de entrecasa. Pero las tres resultarían unas muy buenas y
divertidas historias, que lograron recapturar a buena parte de la platea
perdida. En la misma onda llegaría Countess Drácula (1972), basada en
el personaje histórico de la condesa húngara Erszebeth Báthòry (que no Elizabeth, como suele escribirse), quien
según la leyenda asesinaba jóvenes vírgenes para bañarse en su sangre y así
conservar su propia juventud. Dirigida por Peter Sasdy, uno de los miembros más
antiguos y competentes del staff, el filme se salva por los buenos climas que
este le imprime y la convicción que Ingrid Pitt, sensual y desenfadada, le
insufla a su personaje. Lamentablemente, la cinta padece de serias debilidades
y cambios de tono que desmerecen sus buenas intenciones. Pero la década de los
‘70s sería finalmente testigo de dos filmes simplemente geniales, verdaderas
obritas maestras del género, opinión compartida por los más variados críticos
de habla inglesa. Nos referimos primero a Blood from the Mummy’s Tomb (1972,
Seth Holt y Michael Carreras, este último no acreditado). Basada en el cuento Jewel of The Seven Stars de Bram Stoker
(el autor de Drácula), el filme es todavía hoy una joyita plena de suspenso,
intriga y no pocos sustos, todo en medio de una Londres moderna e incrédula
ante el horror que se corporiza en su seno. Aquí, la dualidad “maldad del mundo antiguo” versus “Civilización Moderna” se resuelve de
manera satisfactoria y precisa, en oposición a los fallidos de las últimas “Dráculas”. La otra perlita fue Demons
of the Mind (1971, Peter Sykes) (con títulos en video de “Nightmare of Terror” y “Black Evil”), una brillante cinta acerca
de un obsesivo Barón del siglo XIX que encarcela en su propia mazmorra a su
hijo e hija al creerlos poseídos por Satanás. Lamentablemente ambas películas
adolecieron de un lanzamiento internacional más que deficiente, lo que socavó
sus posibilidades comerciales y a la larga las enterró en el olvido en lo que
respecta al futuro mercado del video. Hoy se han recuperado en Blu-Ray Disc
—remasterizadas en 1080 p—lo que es un hecho para celebrar.
La despedida
definitiva de la Hammer del terror cinematográfico fue con la excelente y casi
perfecta To The Devil-A Daughter, perlita de 1976 nuevamente dirigida
por el más que competente Peter Sykes. Con un reparto que incluyó a ese enorme
actor americano que fue Richard Widmark (Kiss of Death, 1947; Judgment
at Nüremberg, 1961), el enorme Denholm Elliott (A Room with a View, 1985;
Raiders
of the Lost Ark, 1981) y la sensual Nastassja Kinski (Paris,
Texas, 1984; Tess, 1979), la película adaptaba
una aterradora novela de Dennis Wheatley, la que presentaba a un escritor —experto
en ocultismo— que por diversas situaciones se involucra con una jovencita acosada
por un diabólico sacerdote (Christopher Lee), quien pretende sacrificarla en un
espeluznante ritual luego de que haya parido al mismísimo hijo de Satán. Se la
puede hallar en video con el título de Child
of Satan, y significó realmente un muy digno último saludo en el escenario para la Hammer Film Production, la inolvidable y más amada Casa
del Terror.
LA HERENCIA DE LA HAMMER
Ya hemos explicitado
casi al principio de nuestro humilde trabajo varias de las fortalezas del
estilo cinematográfico de la compañía. Diremos todavía algunas palabras más
sobre ello. La Hammer, lo apuntamos, marcó la renovación absoluta de una
industria alicaída, obsoleta y adocenada como lo era la cinematografía
británica entonces. Se atrevió a mostrar en primer plano —a colores y pantalla
ancha— lo que hasta entonces apenas se sugería. Devolvió el erotismo y la
sensualidad a los monstruos victorianos, algo que ya estaba presente en el
ciclo muerte-sangre-vida de la novela
de Stoker —por ejemplo— pero que siempre se omitía con pudorosa discreción. Se
atrevió a presentar personajes carnales y falibles, antihéroes en ocasiones más
merecedores de horror que el villano de ultratumba. El entorno en que se movían
sus criaturas era genuinamente humano, como se ve en Taste the Blood of Drácula (1970,
Peter Sasdy), en la que el despótico y puritano William Harwood (Geoffrey Keen)
desata sus más bajos instintos junto a dos colegas supuestamente tan respetables como él, revolcándose en un
burdel y atiborrado de hachís, mientras mantiene una fachada de moralidad a
prueba de balas. La explicitud de sus imágenes era impensable para el cine
inglés de la época. O por caso, la tragedia de una jovencita adorable, Valerie
(Jennifer Daniels), que se transforma en un odioso reptil gigante a causa de una
maldición que su padre atrajo sobre sí (si la memoria no nos traiciona), debido
a ciertos crímenes cometidos contra los hindúes durante sus años de servicio en
dicha colonia. Como se ve, The Reptile (1966, John Gilling) se
atrevía a cuestionar el rol colonial inglés por medio de una fábula de horror
aparentemente inofensiva. Por otra parte, detalles en apariencia nimios como lo
serían el diseño de producción y ambientación, hicieron realmente historia y
marcaron tendencia a futuro en la industria. ¿Por qué? Sencillo, pues porque en
los filmes de la Hammer las cosas y las casas, las mansiones y las capillas, la
ropa y los carruajes, todo —absolutamente todo— luce genuinamente real, o sea usado, gastado, despintado y descascarado. Un detalle no menor, que
nuestro muy querido amigo M.D.G. (verdadero mentor de este blog) nos enseñó a
advertir y que realmente hace a la credibilidad y profundidad de la puesta en
escena.
La moral victoriana
—por otra parte—, represiva y puritana, es siempre subvertida en las producciones
de la Hammer, algo que se muestra en pequeños pero significativos detalles. Por
ejemplo, en Drácula, Prince of Darkness (1966, T. Fisher), continuación de
la inicial Horror of Drácula (1958, Fisher), el personaje que interpreta
Barbara Shelley —siempre enfadada, reprimida y represora— cae primero que nadie
en las garras del renacido conde y acaba (todo lo eróticamente deseable que no
era en vida) intentando atraer a su cuñada (Suzan Farmer), una más desenfadada
y moderna mujer, la que sin embargo resguarda mejor su virtud (y su cuello) precisamente
gracias a ser más sincera, sencilla y libre de prejuicios. Esta clase de
dualidad, sutilmente mostrada a veces, decididamente en primer plano en otras,
resultó una marca de fábrica que supo seducir a las plateas de todo el mundo, y
muy especialmente a las de sus primos de América, quienes entre el código Hays
por un lado y el maccartismo por otro no daban pie con bola. La Hammer implicó
siempre una marca registrada que aseguraba osadía, conductas impropias
mostradas sin tapujos y el reverso del imperio británico contado en primera
persona. Y si no, piensen en Las Dos Caras del Dr.Jekyll (1966,
Fisher), título que en verdad parece aludir a la hipócrita moral inglesa de la
época. Christopher Lee encarna a un noble caballero, cabaretero y jugador,
quien dice ser amigo personal del austero Dr. Jekyll mientras le exprime la
billetera y se acuesta con su esposa. La impúdica Sra. Jekyll, jugada con
precisa lascivia por la actriz Dawn Addams, se regodea en el poder que tiene
sobre su amante, al que le consigue el dinero que necesita para pagar sus
deudas de juego y vivir holgazaneando. La felina manera en que se burla de su
atribulado esposo, menospreciándolo y traicionándole, demuestran que el filme
discurre por caminos bien distintos a los de la aterradora novela de Robert
Louis Balfour Stevenson. Y no por ello menos interesantes.
También hemos
enumerado antes gran parte de las cintas dirigidas por Freddie Francis, casi
todas ellas de terror psicológico, subgénero impensable en las pantallas
inglesas antes de la Hammer. Gracias a filmes como Hysteria (1964) o The
Nanny (1965) resultó posible rodar una película como Magic
(1978, Richard Attenborough), coproducción anglo-yanqui acerca de un
ventrílocuo demente (Anthony Hopkins) atormentado por su siniestro muñeco. Ustedes
habrán notado que se trata de una cinta tardía
que ha sido dirigida por un verdadero genio, el creador de
Gandhi (1982) y Shadowlands (1993), entre otras
tantas. Precisamente, para que ello fuera posible es que existió primero la
Hammer, de ahí su importancia histórica y su enorme influencia en las
generaciones posteriores de cineastas.
De Spielberg a
Tarantino, pasando por Ted Demme y Tony Scott, llegando hasta Roger Donaldson y
John McTiernan, todos ellos se han declarado fans de las pelis de la Hammer,
las que vieron repetidamente durante su infancia y adolescencia, moldeando sin
duda alguna la vocación que cada uno de los citados incubaba en su interior.
Ocurre que el Estudio inglés imprimió una indeleble pasión por lo exótico, lo
bizarro y lo culturalmente repulsivo en todos sus espectadores, a los que
condujo de la mano por territorios de la mente que otrora eran tabú; terrores
que hasta entonces se mostraban con la atildada compostura que hoy se denomina corrección política. En su afán por
traspasar límites y expandir horizontes narrativos la productora no dejó terreno sin explorar: incluso durante
sus estertores finales —en 1974— no tuvo reparos en asociarse con la legendaria
Shaw Brothers de Hong Kong para coproducir
Legend
of the Seven Golden Vampiros (Roy Ward Baker), atractivo filme mezcla
de vampiros y artes marciales que Tarantino confiesa amar, aunque
lamentablemente sea más que probable que la haya visto en su versión para EE UU,
retitulada The Seven Brothers Meet Drácula,
cuya duración era de apenas 72 minutos contra los 89 originales. Pero este tipo
de movidas —que pueden parecer manotazos de ahogado si se los aprecia desde el
presente, cuando el destino de la empresa ya es cosa juzgada y pertenece al
dominio de la historia— no significaron jamás un mero artilugio comercial, sino
más bien un “manual de Estilo” de la
Casa: nótese que una década antes de la peli citada, el Estudio le produjo un inclasificable
y sorprendente thriller de ciencia ficción al monumental Joseph Losey (The
Servant, 1973; Eva, 1962), titulado The
Damned (1962, en EE UU rebautizado como These are the Damned). ¿Qué ejecutivo en su sano juicio convocaría
a Losey —un genio rebelde, un erudito graduado en Harvard y en el Dartmouth
College, quien engrandeció el cine durante casi tres décadas— para ofrecerle un
tipo de historia a años luz de su perfil artístico? Pues el tipo de ejecutivo
que eran Michael Carreras y Anthony Hinds, verdaderos transgresores que
comandaban su negocio con audacia, desparpajo y buen olfato comercial. La
Hammer no se privó absolutamente de nada, sin por ello descuidar el perfil
financiero indispensable para su supervivencia[2]. Les
brindó un lúdico espacio de creatividad a directores que no lo hallaban en
otros sitios, expandió sorprendentemente los límites del cine británico e
influyó decididamente en la vocación y carrera de futuros cineastas tales como
Roger Corman, Peter Jackson y James Cameron. Si hasta se dio el lujo de tener
su propio sistema de pantalla panorámica, el HammerScope, cosa de no
tener que envidiarle nada a nadie.
Finalmente, a
principios de los años ‘80s (cuando el terror comenzaba a resucitar), la Hammer
anuncia su intención de volver al ring y dar pelea. Pero ya era tarde; debido tanto a la caducidad de las licencias
para distribución como a su desafiliación forzosa de la M.P.A.A (Motion Picture
Association of America) —puesto
que la productora como tal había cesado sus actividades comerciales en EE UU,
abandonando incluso su razón social— la ex compañía no lograría reunir los
fondos suficientes ni celebrar los acuerdos indicados para resucitar como Hammer Film Production de nuevo. Incluso para el mercado de la tevé británica había dejado de existir con
su clásica denominación, ya que poco antes de 1985 había sido absorbida por la
productora Thames Television, la que a su vez se fusionaría con la cadena ITC.
Una verdadera ensalada de movimientos corporativos que sepultaron para siempre
a la mítica Hammer. Pero su legado no sería olvidado, ya que reencarnaría en
una diferente generación de cineastas, como por ejemplo el norteamericano
Stuart Gordon, quien debutaría tras las cámaras con Re-Animator (1885),
genuina deudora del ya legendario estilo de la productora inglesa. Pero tampoco
debemos olvidar al polifacético Clive Barker (Liverpool, 1952), novelista,
dramaturgo y puestista que en 1987 dirigió su primer largo —Hellraiser—
basado en su relato “The Hellbound Heart”,
un creador que ha llegado a escribir un par de ensayos en los que declara su
inextinguible amor por las cintas de la “Casa
del Terror”. Barker, el propio Gordon, Sam Raimi (The Evil Dead, 1983) y
Tobe Hooper (The Texas Chainsaw Massacre, 1974) representan apenas una
muestra gratis de tantos directores abocados al género gore por confesa admiración a las películas de la Hammer. No
debería extrañar a nadie. Después de
todo, ella los había moldeado como arcilla entre las manos. Dos o
tres generaciones de jóvenes (tanto americanos como ingleses) soñaron volverse
cineastas luego de ver como Peter Cushing se debatía —desesperado— a punto de
morir estrangulado por Christopher Lee, mientras la Momia salía de su sarcófago
para deambular por una Londres que escondía muchos más terrores que los de una
desdichada maldición egipcia. Para nosotros, que crecimos en el hemisferio de
la sombra, los destellos carmesí que reflejaba la sangre de Drácula tenían el
inocultable hechizo de un “Sábado de Súper Acción” o las
pomposas fanfarrias de un “Hollywood en Castellano”. Por mucho
que lo intentemos, nunca olvidaremos aquellos deliciosos terrores.
¡Larga vida a la Hammer
Film Production! ¡Larga vida a la factoría del terror!
[1] William Castle (1914-1977) fue uno de los
más queridos y respetados productores de Hollywwod, especializado en el género
de terror. Afable, generoso y solidario, Castle cimentó su carrera quizás más
como fruto de su bonhomía (y excentricidades, por supuesto) que por la calidad
de sus filmes. Gustaba de rodar una introducción a los mismos —hablándole a la
audiencia— creando a su vez golpes de efecto tales como el célebre ‘Emergo’, un esqueleto articulado que
viajó por medio EE UU para asustar a la gente durante las proyecciones de su
filme House of Haunted Hill (1958), con Vincent Price. El actual
sistema 4-D es en realidad idea suya, ya que para 13 Ghosts (1960) luchó y
obtuvo la autorización para alterar temporalmente unas pocas salas de cine de
grandes ciudades yanquis, llenándolas de artilugios que emitían olores,
expulsaban rocío y movían las butacas. Pero además, algunos asientos (elegidos
al azar) tenían conectado un sistema que le enviaba leves descargas eléctricas
al atribulado espectador. Castle bautizó esta idea suya como Percepto,
y aunque le costó una verdadera fortuna, jamás se sintió tan feliz por ninguna
otra de sus creaciones.-
[2] Las decisiones comerciales que condujeron a su destino televisivo
final, el que concluyó con su absorción corporativa y la desaparición del sello
Hammer como tal, no fueron otra cosa que unas muy correctas opciones financieras,
las que permitieron que el personal continuara trabajando y produciendo sin
cesar, aunque ello significara perder la identidad con que se dieron a conocer
al mundo. Los sucesores de la vieja guardia mantuvieron la máxima de sus
maestros: sobrevivir y ser rentables a como dé lugar. Lo cumplieron.-
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