Un Viaje Por la HAMMER FILM PRODUCTION: La Tenebrosa Cripta Del Horror Inglés


por Leonardo Tavani
            1950. Invierno boreal. Estamos en Bray, un pequeñísimo poblado del condado de Berkshire, en el sur de Inglaterra y al oeste de Londres. El frío es implacable y casi nadie se aventura más allá de las costas del Kennet. Perdida entre los bosques del suroeste, una enorme y antiquísima mansión aun desafía al tiempo, solitaria y semiderruida. Algunos propietarios han oído historias acerca de otra finca del condado, en Cookham Dene, donde ciertos individuos extraños han estado trabajando por un tiempo. Ahora, inopinadamente, la vieja casona de Bray parece cobrar vida. Se oyen ruidos extraños. Enigmáticas luces recorren sus lúgubres pasillos. Los sótanos rechinan con golpes de ultratumba. En el viejo condado, los chismes comienzan a correr como reguero de pólvora y la curiosidad parece vencer al miedo. Algunos recorren varias millas hasta la vieja mansión, intrigados pero a la vez temerosos. Otros se niegan taxativamente a volver. Es que algo extraño está ocurriendo allí. Un megalómano Barón, obsesionado con la vida eterna, comienza a experimentar con cadáveres. En lo profundo de la capilla señorial, una cripta olvidada se abre lentamente, hasta que asoman los delgados dedos de un olvidado noble transilvano, supuestamente muerto hace siglos. Entre los viejos tesoros del sótano, comprados a corruptos mercaderes del oriente, una antigua urna egipcia se ha abierto sin intervención humana alguna. Ya no caben dudas, algo horroroso sucede en Bray. Y es que el Conde Drácula se levanta una vez más de la tumba, el Barón Frankenstein engendra a su malhadada criatura, y Kharis —la momia— regresa desde el hades: ha nacido el cine de terror de la Hammer.

  El mundo no volvería a ser el mismo. El cine tampoco. Los que se atrevan a seguir leyendo, recuerden la advertencia con que se topan —luego de cruzar la Estigia— las almas que Caronte desembarca frente a las puertas del Infierno: “perded toda esperanza, vosotros, los que entráis”.

LOS COMIENZOS

            El nacimiento de la compañía que redefinió el horror se halla mucho antes de 1947, fecha de la fundación del Estudio tal como lo conocemos, del mismo modo que el material del que se nutriría pertenece por derecho propio a la literatura gótica inglesa del siglo XIX. En 1934, un actor de variedades llamado William Hinds —que utilizaba el pseudónimo de Will Hammer— funda una modesta productora, la Hammer Productions, con la intención de servirse de ella para distribuir (a bajo costo y sin perder ganancias) sus propios cortometrajes cómicos y los de otros colegas que desearan evitar las altas comisiones del mercado. Tanto su apellido artístico como el nombre de la empresa provenían de uno de sus más queridos períodos de trabajo, cuando formó parte del dúo cómico “Hammer & Smith”, juego de palabras que hace referencia al barrio londinense de Hammersmith, de donde provenían ambos humoristas. Al año siguiente, Hinds/Hammer conoce a Enrique Carreras, un empresario español criado en Inglaterra, propietario de una rentable cadena de cines, quien además estaba incursionando en el negocio de la distribución cinematográfica independiente. Descubren un interés común en el negocio, se caen bien, y a resultas de ello se asocian fundando la distribuidora Exclusive Films. Los primeros años resultaron muy lucrativos, de forma que la Hammer producía filmes de bajo costo —comedias, algunos dramas e incluso musicales— los que luego eran distribuidos por la Exclusive, que por supuesto privilegiaba las salas del propio Carreras. La única excepción a la regla sería el muy competente thriller “The Mystery of the Mary Celeste” (1935), verdadera premonición de lo que ocurriría una década después, ya que la cinta estaba protagonizada por Bela Lugosi, el legendario Drácula de la Universal de la década de los ‘30s. Apenas dos años después, en 1937, Carreras se convertiría en jefe de producción de la compañía, abandonando paulatinamente sus salas de cine. Sin embargo, la eficacia y rentabilidad de la empresa comenzarían a mermar durante los últimos años de la guerra, acentuándose dicha decadencia  en el bienio 1948-1949. La Segunda Guerra Mundial había hecho estragos en toda la economía británica y ninguna empresa cinematográfica que no estuviera respaldada por una Major estadounidense podía subsistir por sí misma. Sin embargo, la Hammer no desapareció: estaba destinada a cosas mayores. La primera inyección de sangre fresca — ¡vaya analogía!— fue la de los propios hijos mayores de ambos fundadores, James Carreras y Anthony Hinds. Entre los dos se repartieron la tarea de mantener viva la productora durante la primera posguerra. En realidad trabajaban en la Exclusive, pero usaron a la Hammer para solventar un puñado de cortos, mediometrajes y algunos largos de bajísimo presupuesto.


            A principios de 1945 James Carreras introdujo en la empresa a su hijo Michael, nieto del socio de Will Hinds, y junto a él pasó a dirigir la Exclusive, ya que Hinds —muy mayor y con serios problemas de salud— decide venderles su parte del negocio. Durante este período padre e hijo se ocuparon de mantener viva la distribuidora, mientras Anthony Hinds, como adelantamos, producía pequeños proyectos que dejaban algunos dividendos. Y aquí surgirá un decisivo elemento externo, una medida económica que allanará el camino para que se consolide el Estudio tal y como todos lo conocemos. Nos referimos a la “Cuota Quickies”, denominación popular de una ley proteccionista que el gobierno inglés se vio forzado a promulgar para fomentar la producción británica, la que había quedado tan seriamente dañada por la contienda. Entre otras normas de coyuntura, la Cuota proponía la obligatoriedad de estrenar “programas dobles”, de modo que una de las dos películas proyectadas debía ser forzosamente británica, para de ese modo contribuir a reconstruir su industria cinematográfica, y además evitar de algún modo el avasallamiento del poderío hollywoodense, verdadero monstruo al que la guerra parecía no haber hecho mella alguna. Jake Goodlatte, manager de la cadena de cines de la ABC, contacta a Carreras y le propone un acuerdo para hacerse de material fresco y a modestos costos para cubrir parte de la Cuota. El empresario acepta encantado y casi de inmediato convoca a los miembros del ‘clan’. Era la oportunidad que todos esperaban, y no la dejaron escapar. De modo que en esa primavera de 1947 se constituiría formalmente la nueva empresa, la Hammer Film Production Limited (así en singular, no en plural como aparece en muchos textos), dirigida por James y Enrique Carreras y William y Anthony Hinds. Will estaba ahora de regreso por expreso pedido de todos, ya que había superado con éxito ciertos tropiezos en su salud y se necesitaba de su experiencia. No asumiría un trabajo extenuante, pero sería una fuente segura de concejos y no pocos contactos. Recuérdese que Hinds padre había vendido sólo su parte de la Exclusive, no de la Hammer, que era su criatura más amada.


            Concebida ahora como rama productora de la Exclusive, la Hammer debutó como tal con River Patrol (1948), una modesta realización de apenas 48 minutos, destinada exclusivamente a cubrir la Cuota. De allí en más, las cosas marcharían sobre ruedas. A medida que producían filmes más largos y complejos (aunque baratos, se entiende), la empresa emprendería una serie de legendarias mudanzas que quedarían en la historia del anecdotario del cine. Ocurre que para rodar —en esos tiempos, claro está; hoy es posible completar un filme enteramente en locación— se necesitan Estudios de filmación, y a estos hay que alquilarlos (o tener uno propio), y eso sale caro. Pinewood y Elstree ya existían, pero eran prohibitivos para el presupuesto de la Hammer. Así que al principio deambularon por una ex capilla, entonces rebautizada como Marylebone Studios, luego por una casona llamada Dial Close, y finalmente recalaron en Cookham Dene —Berkshire— que en alguna bibliografía figura como Cookham Greene, lo que es incorrecto. Esta sería la primera de las ya célebres House Studios de la compañía.


            Desde un principio la filosofía de James Carreras quedaría escrita en piedra: producir filmes inequívocamente rentables y al menor costo posible. Para ello fijó un techo presupuestario de 20.000 libras anuales, teniendo en cuenta que sus cálculos le indicaban que cada lote de cinco filmes exitosos darían unas 25.000 libras de ganancias. Además tuvo la astucia de prever presupuestariamente un par de producciones a pérdida junto a otras que sólo cubrieran el costo, cuestión que ninguna imprevisibilidad financiera los tomara desprevenidos. La Hammer no podía permitirse contar con actores costosos ni echar mano de novelas cuyos derechos fueran muy elevados, así que comenzó a agenciarse de una nómina de intérpretes poco reconocidos, técnicos jóvenes para que se formaran en la productora, y se aseguró los derechos de seriales radiofónicos y olvidadas historias de folletín, esas del tipo Penny Dreadful, término que equivale al norteamericano Pulp, pero que se refiere exclusivamente al género de horror. Hasta 1954 rodaron filmes como Blood Orange (1953), The Last Page (1952), Room to Let (1950), además de varios de la serie de Dick Barton (personaje detectivesco oriundo de la radio), comedias para la troupPC 49” y toda una larga serie de thrillers más o menos rutinarios. Pero un elemento clave para el próximo y rápido renacimiento del Estudio se encuentra aparentemente oculto entre estas citadas producciones: todas ellas se rodaron como fruto de un acuerdo con el productor norteamericano Robert L. Lippert. Independiente de las Majors, dueño de la Screen Guild Pictures y además agente de actores, Lippert ofrecía distribución norteamericana asegurada para todas estas películas a cambio de colocar al menos una de sus ‘estrellas’ en el reparto de cada filme. Y si además estas superaban un determinado número de espectadores, se agenciaba un  0,3% de la recaudación en suelo yanqui. Este contrato resultó muy lucrativo y beneficioso para la Hammer, precisamente en un momento histórico en que la cinematografía británica estaba realmente en terapia intensiva, inmersa en una crisis a la vez económica y creativa fenomenal. Con semejante socio cuidando sus espaldas americanas, la compañía produjo filmes como Cloudburst (1951), Whisperin Smith hits London (1952, para la R.K.O.), Wings of Danger (1952), e incluso el temporal regreso de el Santo, el personaje de Leslie Charteris, en The Saint’s Returns (1953, con Louis Hayward como el mítico Simon Templar). Sin embargo, ya en Stolen Face (1952) aparecían estrellas de renombre como Paul Heinreid y Lizabeth Scott, ya que gracias al acuerdo con Lippert y a la buena acogida de estas cintas la compañía pudo empezar a darse ciertos ‘lujos’ que ‘vendían’ mucho mejor sus películas.


LA HAMMER SALE DE LA CRIPTA

             Y así llegamos al año 1955, el genuino y decisivo momento de la verdad. Hasta 1954 —como vimos— los muchachos de la Hammer estuvieron respaldados por unas finanzas saneadas, un circuito de distribución asegurado a ambos lados del Atlántico y una sana ambición espoleando la voluntad de sus directivos. Pero Lippert abandona ese año la distribución, vende su agencia de representantes y se afilia a la 20th Century Fox, lo que afectará directamente los intereses de sus socios europeos. Entonces, con una valentía digna de los triunfadores, la Hammer opta por dar un sorpresivo, inmediato y audaz golpe de timón, estrenando el primero de sus filmes con un presupuesto mayor y en 35 mm, una historia de ciencia ficción y horror que daría vuelta al mundo y pondría a la Hammer Film Production en el mapa: The Quatermass Experiment  —de hecho, “Xperiment” en el estreno inglés— (en EE UU retitulada como The Creeping Unknown). El bombazo que significó esta cinta, producida por el mismísimo Anthony Hinds y dirigida por Val Guest, explotó en el alicaído panorama cinematográfico inglés como lo harían otras diez bombas atómicas sobre un diminuto atolón perdido en el océano. Fue la primera de una saga de varias secuelas, a cada una más rentable, que empieza con Enemy from Space (1956, en U.K. titulada “Quatermass II” y también dirigida por Guest), sigue con Five Million Years to Earth (1967, /1968 en EE UU/, Roy Ward Baker; en U.K. titulada “Quatermass and the Pit”) y concluye con The Quatermass Conclusion (1979, Piers Haggard; hecha para tevé). Antes, en el mismo año ’56, estrenaron X the Unknown (Leslie Norman), que explotaba los mismos temas de “Quatermass” pero sin pertenecer a dicha serie. Está claro que tanto los Carreras como los Hinds carecieron de dudas o titubeos a la hora de dar el golpe. En Inglaterra las cosas iban de mal en peor, la crisis de la industria parecía ser terminal y la tele se estaba robando los pocos espectadores que todavía pagaban por una entrada. Eso sin apuntar que los filmes yanquis copaban lo poco que restaba del mercado. Así que los dueños del Estudio optan por quemar las naves, arriesgarlo todo y poner lo que se necesita para salir del atolladero. No pudieron haber obrado mejor: los hados estaban de su parte. Ahora sí, abandonaron el blanco y negro, comenzaron a rodar en 35 mm e invirtieron mucho más dinero que el aconsejable por la prudencia. Y si bien ya habían incursionado antes en el género (con Four Side Triangle y SpaceWays, ambas de 1953), “Quatermass” significaría una bisagra histórica cuya influencia temática y estilística se extendería a otras cinematografías.


            Pero si alguien piensa que en la compañía se conformarían con este éxito, es que no conoce el alcance de la ambición que movía tanto a Michael y James Carreras como a Anthony Hinds y su padre. Ese mismo año de 1956, James y Anthony se contactan con los directivos de la Universal e intentan convencerlos para cederles los derechos de Frankenstein. La empresa creada por Carl Laemmle Sr. hacía rato que había abandonado la producción masiva de filmes de horror, tal como lo había hecho durante los ‘30s, pero no quería ceder ni negociar los derechos de uso y marca que se había agenciado. En Hollywood no contaban con la insistencia y persuasión de los ingleses, y luego de unas tensas negociaciones los americanos aceptan a regañadientes y de mala gana vender los derechos cinematográficos parciales, sin autorización para copiar o siquiera imitar el maquillaje ni el vestuario de los filmes originales. Universal aceptaba distribuir en EE UU el filme a cambio de un porcentaje mayor al acostumbrado, pero era tanta la confianza de los ingleses que aceptaron sin poner reparo alguno ello.


             Así entonces, a principios de 1957 los cines británicos se vieron invadidos por una nueva producción de la Hammer, The Curse of Frankenstein, dirigida por Terence Fisher, ese gran artesano cuyo nombre quedaría asociado para siempre con el de la mítica compañía. Por vez primera un filme de horror se presentaba a todo color, cosa que se  tomaba como un verdadero sacrilegio, dado que todavía primaba la idea de que tanto el horror como el suspenso requerían del manejo apropiado del claroscuro, la iluminación y la creación de climas asfixiantes. Incluso Hitchcock, en 1960, se negaría a rodar Psicosis en color debido —fundamentalmente— a la brillante escena de la ducha, que el Maestro pensaba resultaría demasiado shockeante para los espectadores si se filmaba en color. Pero en la Hammer no pensaban así, y para horror de algunos y felicidad del resto, La Maldición de Frankenstein supuso una revolucionaria innovación cuyos alcances llegan hasta nuestros días. El filme resultó un éxito absoluto y demoledor, incluso mayor que el de Quatermass, y para su estreno norteamericano causó un revuelo de proporciones, poniéndole los pelos de punta a la mayoría de la crítica ortodoxa. Los americanos le podaron varios minutos, ya que la Hammer se había vuelto experta en burlar la férrea censura británica y contrabandeaba sexo y erotismo a espuertas, para horror de la Liga Americana de la Decencia. En la Universal se arrepintieron pronto de no haber apoyado lo suficiente a sus primos de ultramar, y ya para las siguientes producciones se mostraron más solícitos y amigables, poniendo a su disposición todo el catálogo de monstruos clásicos de la compañía.

LA HAMMER ASUSTA AL MUNDO
   

  

Este gran de éxito de la Hammer representaría el debut en sociedad de un equipo actoral y creativo que haría historia. Peter Cushing (como el Barón) —actor de carácter muy famoso entonces— pasaría a ser el eterno Van Helsing del Estudio, así como un menos conocido Christopher Lee (la criatura) alcanzaría una inmediata celebridad como el siniestro vampiro transilvano. Contando con un staff de la talla de James Bernard como compositor, Jack Asher como director de fotografía y cameraman —un verdadero talento que supo crear geniales climas opresivos en color, cosa que se creía imposible hasta entonces—, Jimmy Sangster como guionista y todo un equipo de competentes diseñadores de arte y decoradores de set, el Estudio se jactó pronto de albergar a auténticos genios que trabajaban con presupuestos acotados pero que aun así lograban resultados de nivel superlativo. La estética Hammer, inconfundible e intransferible, pasaría a ser desde entonces una marca de fábrica que implicaba prestigio y admiración. Y no poca envidia.


  Y entonces, —cuando nadie lo esperaba— teniendo tres filmes en cartel que aun seguían generando dividendos, el estudio lanza a principios de 1958 Drácula (para EE UU Horror of Drácula), el gran debut del mítico vampiro en la tierra de Robin Hood. Y resultó un auténtico exitazo; una visión fresca y novedosa, directa y carnal, que conquistó de inmediato a todos los espectadores. Otra vez con el enorme Terence Fisher al mando, el guión de Sangster le daba una vuelta de tuerca creativa y novedosa a una historia que ya todos sabían de memoria. Con una audacia sorprendente, el filme nos presenta a un conde Drácula sensual y victoriano, austero en su vestimenta y tan seductor como sofisticado en sus modales y comportamiento. Pero ese noble caballero puede a la vez convertirse en un animal lujurioso y perverso, y dicha dualidad es mostrada en el filme con gran inteligencia y sobriedad. Hay un erotismo larvado, apenas contenido, que iría creciendo y haciéndose más explícito con el correr de las producciones, lo que contribuyó enormemente al suceso de la película y a su difusión internacional. De la novela no queda ni un ápice: incluso nombres y parentescos se ven alterados, lo que no implica menoscabo alguno, ya que eso mismo representó el gran triunfo del Estudio, que venció todos los prejuicios y oposiciones a la hora de presentar su propia  y atípica versión de la historia creada por Bram Stoker. David Pirie señala en su libro “A Heritage of Terror” que “la irrupción de la Hammer en la tranquila vida doméstica del cine británico se pareció a la secuencia inicial del filme The Quatermass Experiment, en el que una nave espacial alienígena irrumpe en el cielo y se estrella en algún lugar de la campiña inglesa, apenas esquivando a un par de enamorados que huyen espantados”.

No podemos menos que darle la razón. El Horror de Drácula, incluso con ciertas ingenuidades y alguna que otra pobre actuación (tal el caso de John Van Eyssen, que interpreta a un mediocre y anodino Jonathan Harker), resultó una genuina revolución cultural más que cinematográfica, la puerta de ingreso a una renovada sensibilidad acerca del género más bastardeado de la historia del cine. La forma contemporánea de entender el terror, incluso la irrupción del horror psicológico —ya lo veremos— tuvo su origen en el novedoso tratamiento que la Hammer le brindó sin concesiones. Mucho más abierto, gráficamente violento y expresivo, con altas e irrenunciables cuotas de sexo y sadismo, la fórmula Hammer abrió la puerta de otros universos, como el splatter  (o giallo) de Darío Argento y Mario Bava en Italia. Los directores fijos del Estudio, como Fisher, Freddie Francis o Peter Sasdy, empujaron los límites del horror gótico tradicional —de dónde provenían todas estas historias originales— hasta actualizarlo por medio de una nueva sensibilidad expresiva, temática y estética. La Hammer trasladó la mazmorra medieval al aséptico y psicoanalizado mundo de la segunda mitad del siglo XX, de modo que logró formatear las mentes de los nuevos espectadores hasta volverlos adictos a este novedoso y bizarro ‘jardín de las torturas’. Noten la paradoja: apenas se estrena Horror of Drácula las críticas al Estudio y al filme se vuelven feroces, un hecho que se extendió a casi todas las películas de dicha factoría, de tal modo que los acres argumentos de críticos y psicoterapeutas —verdaderos guardianes de la salud mental inglesa— se tornaron idénticos a los que recibieron un siglo antes todas las novelas y folletines en que estas películas se basaban. La historia de la incomprensión artística se repetía con cíclica inexorabilidad. Tiempo después, Michael Carreras respondía con ironía  que “la opinión de la crítica no nos preocupa en absoluto. Juzgamos nuestras películas según su rendimiento en taquilla. Somos una empresa puramente comercial, y producimos filmes que para nosotros son como cuentos de hadas”.


LA EDAD DE ORO

            En el propio Estudio nadie esperaba el fenomenal éxito de las dos películas citadas; pero, gracias a sus elevadísimas recaudaciones, la Columbia —que se sintió como la Cenicienta engañada— firma un contrato con la Hammer por tres filmes de horror al año, asegurándose la distribución de todos ellos (en EE UU al menos). Tiempo después, el propio Carreras reconocería que “nuestra vocación exclusiva por el terror no ha sido otra cosa que la conclusión lógica del éxito de Quatermass”.

            Comenzaba así el reinado absoluto de la Hammer, que incluso sobrepasó las cuotas de producciones estipuladas por contrato, inundando el mercado con sus magníficas representaciones de lo macabro. Veamos: The Man Who Could Cheat Death (1959); The Mummy (1959); Revenge of Frankenstein (1958); The Hound of the Baskervilles (1959); The Stranglers of Bombay (1960); The Brides of Dracula (1960); The Two Faces of Dr. Jekyll (1960); Sword of Sherwood Forest (1960, la única de este período de no horror); The Curse of the Werewolf (1961); The Phantom of the Opera (1962); The Gorgon (1964); The Devil Rides Out (1968, en EE UU “The Devil’s Bride”); Dracula, Prince of Darkness (1966), todas ellas dirigidas por Terence Fisher —por lo cual las agrupamos aquí—, representan apenas la punta de lanza de una catarata de filmes que revolucionaron el género y dieron la vuelta al mundo. Y ya que la citamos, no debemos omitir que “El Mastín de los Baskerville” se destaca de entre todas las mencionadas por un detalle imposible de omitir: resultó la absolutamente mejor adaptación de la novela de sir Arthur Conan Doyle, logrando el Estudio que su cinta se convirtiera en la más soberbia y superlativa aventura de Sherlock Holmes, el inmortal detective que —en la piel del maravilloso Peter Cushing— eclipsó la figura del mismísimo Basil Rathbone, quien hasta entonces ostentaba la supremacía sobre el personaje que interpretó en 14 ocasiones durante los primeros años ‘40s.


            A partir de 1963/’64 la Hammer obtuvo la libertad de acordar contratos con otros Estudios y distribuidoras, de modo que pudo diversificarse aun más y mejor. Columbia no siempre acordó la distribución internacional de sus cintas (sólo la doméstica, repetimos), como tampoco se vio tentada a profundizar demasiado en el género de terror, dado que los años  ‘50s fueron el período en que el Estudio de Harry Cohn se expandió hasta convertirse rápidamente en una Major por derecho propio, agenciándose varios premios de la Academia gracias a su nueva política. Para la Hammer la década de los ‘60s representó la más auténtica edad de oro del terror cinematográfico, el período más fecundo y estilísticamente osado de la empresa. En el párrafo anterior agrupamos gran parte de las cintas dirigidas por Fisher, por simple comodidad narrativa, y aquí enumeraremos muchas de las gemas que tuvieron por conductor a otros grandes artesanos de la casa, tales como Freddie Francis. Nacido en Islington —Londres— en 1917, Francis fue uno de los más talentosos y creativos operadores de cámara y directores de fotografía de la cinematografía británica; e incluso mundial, agregamos nosotros. Fue el primer operador e iluminador del genial Alexander Korda (The Four Feathers, 1939; The Private Life of Henry VIII, 1933), además de volverse un prolífico productor. Su debut como director se dio —paradójicamente— con una comedia romántica, Two and Two Make Six (1961), pero ese mismo año completaría The Brain (1962), cinta de ciencia ficción y suspenso basada en una novela del también director (nacionalizado americano) Curt Siodmak, titulada Donovan’s Brain. Sería el preludio de una carrera formidable. Para la Hammer entregó filmes como Paranoiac (1963), Nightmare (1964), The Ghoul (1975), Evil of Frankenstein (1964), Hysteria (1964), The Skull (1965, en Argentina “La Calavera del Marqués de Sade”), y —muy especialmente— Drácula has Risen from the Grave (1968), con total seguridad la absolutamente mejor y más poderosa de las películas de la serie “Drácula” del Estudio. Pudimos reverla —para este artículo— en versión remasterizada (1.080 p) y nos embargó la satisfacción más absoluta, seguida de una genuina emoción de cinéfilo. No solo mantiene intacto todo su poder sugestivo, casi embriagador, sino que permite su disfrute por parte del espectador posmoderno promedio, más acostumbrado a la pirotecnia visual y a un ritmo frenético de  narración.


            Otros grandes y talentosos artesanos que trabajaron para el Estudio fueron, por caso, John Gilling, director —entre otras— de The Reptile (1966), la excelente The Plague of the Zombies (1966), Shadow of the Cat (1961) y, en uno de los tantos giros temáticos de la empresa, la muy buena aventura The Brigand of Kandahar (1965). Luego tenemos a Don Sharp, quien tuvo a su cargo filmes como la genuinamente excelente Kiss of the Vampire (1963), Devil-Ship Pirates (1964) y, ya en los estertores de la compañía, Dark Places (1974). También hubo algunos directores invitados, que realizaron trabajos puntuales para el Estudio con resultados variables, pero casi siempre tan sólidos como el que obtuvo el norteamericano Robert M. Young, quien dirigió la sorprendente Vampire Circus (1971) —verdadera rareza de la Hammer, en la que un circo maldito cuenta con todo su staff integrado por vampiros, ¡incluidos los animales! —; por otra parte el competente Anthony Bushell presentó Terror of the Tongs (1961) —un thriller de suspenso ambientado en Hong Kong—; y por supuesto esa extraña conjunción acaecida en 1963, cuando nuestra compañía se asoció con William Castle para estrenar The Old Dark House, dirigida y coproducida por el propio empresario americano[1].

OTROS RUMBOS Y NUEVOS DESAFÍOS

       
     Desde finales de los ‘50s las finanzas de la Hammer se encontraban tan sólidamente blindadas como endeble era la situación del resto de la cinematografía inglesa. Como indicábamos más arriba, en 1957 y luego de muchas mudanzas, la compañía se estableció finalmente  en el brumoso pueblito de Bray, Berkshire, en donde adquirió y remodeló un antiguo caserón que se convertiría en su estudio favorito. El modelo de negocios y producción de la compañía no se parecía en nada a lo conocido hasta entonces en Inglaterra, superando incluso a la eficiencia de los míticos estudios Ealing, esa maravillosa factoría de comedias que para entonces ingresaba en su lamentable fase de decadencia. Señala David Pirie en su ya citado libro: “la analogía quizás más obvia es la que cabe establecer con los pequeños estudios del Hollywood de los ‘30s y ‘40s, como Republic y Monogram, pues casi de la noche a la mañana la Hammer se vio transformada en una eficiente máquina de películas en serie, hechas con presupuestos limitados, con un equipo de actores bastante reducido y prácticamente en los mismos escenarios y, en ocasiones, los mismos decorados”. A su vez, el español Román Gubern escribía a principios de los ‘80s: “Esta mezcla de comercialidad y elementos míticos es lo que convierte al fenómeno de la Hammer en tan representativo e interesante. La Hammer reintrodujo en Gran Bretaña el cine de acción, el gran espectáculo y la imaginación en unos momentos en que el único desafío al cine británico promedio —aplastantemente burgués, literario y de “qualité”— estaba representado por la “nueva ola” (mucho menos subversiva y críticamente “más respetable”) del Free Cinema, lleno de filmes falsamente “realistas” como “Un Lugar en la Cumbre” (Room at the Top, 1959)”.

         
   La cita anterior resulta muy pertinente ya que nos permite introducir la siguiente clase de filmes que la Hammer estrenó durante los ‘60s. El terror gótico sería siempre su coto privado, eso es cierto, pero ni por asomo se estancaron el él. Durante toda la década el Estudio distribuyó numerosos policiales negros y thrillers realmente atípicos para el mercado inglés por su grado de crudeza y realismo. Carreras los bautizó como sus “mini-Hitchcock movies”, broma que difundía por cuanto medio le hiciera un reportaje, ya que era su aspiración personal que el Maestro dirigiera uno del Estudio. Incluso, Hinds hijo y Anthony-Nelson Keys viajaron en abril de 1963 hasta Los Ángeles exclusivamente para negociar personalmente con el genial director, pero las tratativas fueron en vano. La primera producción de este género fue Taste of Fear (1961), seguida por títulos tales como las ya citadas Hysteria (1964), Paranoiac (1963) y la sorprendente The Nanny (1965), protagonizada nada menos que por una ya mayor Bette Davis y dirigida por Seth Holt, otro de los talentos criados y formados en el propio Estudio. “Ella”, la gran novela de aventuras y misterio de Sir Henry Ridder Haggard (autor de “Las Minas del Rey Salomón”) sería adaptada en el filme She (1965, Robert Day), que a su vez generaría una secuela en 1968, The Vengeance of She (Cliff Owen). El éxito, debido en parte al sex-appeal de Ursula Andess —que aparecía casi todo el tiempo semidesnuda (pero que sin embargo no actuó en la continuación) — motivó a Michael Carreras a contratar a la despampanante Raquel Welch para One Million Years BC   (1966, Don Chaffey), primera de una catarata de cintas ambientada en la prehistoria, que mezclaba —de manera imposible— dinosaurios con  seres humanos. El filme, un éxito inmediato y que hoy día (curiosamente) casi nadie asocia con la Hammer, presentó unos hermosísimos efectos visuales en stop-motion creados por el mismísimo Ray Harryhausen. La Welch era hasta entonces una simple modelo que había participado en pocas producciones y siempre como actriz de reparto. La película la pondría en el mapa y sería apenas la primera de otra avalancha de cintas “prehistóricas” producidas por la Hammer. De entre ellas, Cuando los Dinosaurios Dominaban la Tierra (When Dinosaurs Ruled the Earth; 1970, Val Guest) estaba basada en una historia original del novelista J. G. Ballard y tuvo la rara virtud de unir éxito de taquilla con críticas laudatorias.


            En 1962, Michael Carreras abandona la Hammer para fundar su propia productora, la Capricorn Productions, aunque siguió colaborando con la empresa de su abuelo. Para ella se animó incluso a dirigir, estrenando dos títulos considerados hoy “exóticos” para el perfil de la Hammer, Slave Girls (1966) y The Lost Continent (1968). Este último año la Hammer obtiene el premio “Queen’s Award” a la mejor empresa industrial del Reino Unido. No era para menos: en los tres años anteriores, la compañía le proporcionó al fisco inglés la friolera de un millón y medio de Libras en concepto de impuestos por exportaciones. Luego, en 1969, James Carreras decide vender los estudios Bray (que se habían tornado tan célebres que recibían contingentes periódicos de visitantes, quienes pagaban altas sumas por unas divertidas visitas guiadas), ya que para entonces la Hammer trabajaba casi con exclusividad en asociación con las empresas Rank y EMI, las que preferían rodar en los Estudios Pineweood y Elstree puesto que eran sus respectivas propietarias. Casi al mismo tiempo, Anthony Hinds decide retirarse del negocio y le vende su parte a James Carreras; sin embargo, en enero de 1971, su hijo Michael opta por retornar a la compañía, le compra la totalidad de acciones a su padre (adquisición que se completa en agosto de 1972) y se erige en el nuevo Jefe de Producción. Los años ‘70s representarán un desafío mayúsculo para la productora, a resultas de un abrupto cambio en los hábitos culturales y de consumo a ambos lados del Atlántico, y la mítica Hammer Film Production los enfrentará con no poco pragmatismo pero también con algunos tropezones. Se acerca el final del reinado, aunque nunca la deposición de armas. Lo analizaremos a continuación.


LA ÚLTIMA METAMORFOSIS DEL ESTUDIO

            La Dirección que abordaría la empresa a partir de 1971 se encontraría inexorablemente orientada a la televisión. Uno de sus más jóvenes directores de producción, Bernard Delfont, reencauza audazmente su propio departamento hacia los proyectos televisivos, de modo que ese mismo año se aventuran a estrenar para ABC la miniserie On the Buses. Como el éxito corona el envío, el Estudio se aboca rápidamente hacia las series de tevé, produciendo títulos como Love Thy Neighbour, Nearest the Dearest y Man on the Top, las tres de 1972. Todo esto resultó una conclusión más que lógica de dos hechos innegables: la larga y fértil asociación del estudio con la citada ABC (mencionada más arriba) —que para ese entonces se fusiona con EMI— es lo que le abre definitivamente las puertas de la pantalla chica al Estudio. Y no es menos cierto que estas series y telefilmes resultarían más domésticas que internacionales (al contrario de éxitos como The Avengers o C.I.5: The Professionals), lo que le restó mercados externos a la empresa. A la Hammer —por cierto— le resultaba más barato y rentable dirigirse hacia la masividad de la tevé, eso está claro; pero el segundo hecho mencionado tiene que ver con los veloces y sorprendentes cambios culturales del momento. En nuestro extenso artículo acerca de El Exorcista (1973) Un viaje por el film que redefinió el horror ya hemos esbozado una interesante explicación acerca de la nueva sensibilidad que los espectadores adquieren al ritmo de las nuevas tendencias cinematográficas. El New Free Cinema, la New Wave, la Nouvelle-Vague, e incluso la irrupción del nuevo cine latinoamericano, confluyeron en una genuina revolución estética, estilística y temática; y a juzgar por las recaudaciones de los filmes más representativos de dichos movimientos, el público se mostró cada vez más receptivo hacia ellos.
La Hammer cae presa de esta trampa, ya que se muestra incapaz de ofrecer productos que masivamente capturen a la audiencia. Su estética y semántica narrativa se habían construido rápida pero sólidamente, y ahora se le exigía —subrepticiamente— que hiciera tabla rasa de su credo artístico, que arriara las banderas y se cobijase en cuarteles de invierno. Aunque Carreras declararía por entonces que la tevé era el nuevo ‘grial’ de su Estudio, lo cierto es que de ningún modo se depusieron las armas. Los ciclos de Frankenstein y Drácula continuaron hasta bien avanzada la década. El primero presentaría algo más que un muy buen filme: la sorprendente Frankenstein Must Be Destroyed! (1970, Terence Fisher), verdadera gema que se beneficiaba de la producción de Anthony Nelson Keys (también autor de la idea original), un talentoso creativo que se unió al estudio a inicios de los ‘60s. Frankenstein and the Monster from Hell (1974, también de Fisher) sería la despedida cinematográfica del personaje creado por Mary Wollstonecraft Shelley, pero lamentablemente no estaría a la altura de su predecesora y ni siquiera el oficio y buen hacer de Terence Fisher lograrían exprimirle algo de originalidad a la cinta. La decadencia se haría más notoria con la doble despedida del conde transilvano. Drácula A.D. 1972 (1972, Alan Gibson), un frustrante intento por transplantar dicho vampiro al siglo XX; y finalmente la cinta que más problemas de título presenta, The Satanic Rites of Dracula (1973, también de Gibson). Contaba con 88 minutos (su duración original), pero se presentó en EE UU con 6 minutos menos y  titulada como  Count Drácula and his Vampire Bride; pero este no sería tampoco el nombre elegido para las posteriores ediciones hogareñas, que se editarían todas como The Rites of Drácula. Recién ahora, para su estreno en Blu-Ray Disc, se recuperó la duración original y —aparentemente— se rebautizó como The Satanic Rites of Drácula. Pero estas nimiedades no ocultan la pobreza de la propuesta. Con un equipo creativo completamente nuevo y un director apenas mediocre, estos filmes a duras penas si consiguen despertar una sonrisa nostálgica. Pero está claro que Carreras era conciente de las debilidades inherentes a su nueva situación empresarial e intentó varios golpes de timón que pudieran reencauzar la dirección del estudio.
Blood ftom the Mummy's Tomb


            Ya antes, en 1970 (’71 en EE UU) la Hammer presentaría (en asociación con la americana AIP, la empresa de Samuel Z. Arkoff) The Vampire Lovers (Roy Ward Baker), la primera de una trilogía dedicada a Carmilla, la vampira lesbiana creada por Joseph Sheridan Le Fanu (1814-1873); saga que continuaría con Lust for a Vampire (1971, John Hough) y concluiría con Twins of Evil (1972, Hough). Burlando a la entonces incipiente declinación de la censura británica, estas cintas mostraban senos femeninos por doquier, desnudos integrales y algunas que  otras pequeñas perversiones de entrecasa. Pero las tres resultarían unas muy buenas y divertidas historias, que lograron recapturar a buena parte de la platea perdida. En la misma onda llegaría Countess Drácula (1972), basada en el personaje histórico de la condesa húngara Erszebeth Báthòry (que no Elizabeth, como suele escribirse), quien según la leyenda asesinaba jóvenes vírgenes para bañarse en su sangre y así conservar su propia juventud. Dirigida por Peter Sasdy, uno de los miembros más antiguos y competentes del staff, el filme se salva por los buenos climas que este le imprime y la convicción que Ingrid Pitt, sensual y desenfadada, le insufla a su personaje. Lamentablemente, la cinta padece de serias debilidades y cambios de tono que desmerecen sus buenas intenciones. Pero la década de los ‘70s sería finalmente testigo de dos filmes simplemente geniales, verdaderas obritas maestras del género, opinión compartida por los más variados críticos de habla inglesa. Nos referimos primero a Blood from the Mummy’s Tomb (1972, Seth Holt y Michael Carreras, este último no acreditado). Basada en el cuento Jewel of The Seven Stars de Bram Stoker (el autor de Drácula), el filme es todavía hoy una joyita plena de suspenso, intriga y no pocos sustos, todo en medio de una Londres moderna e incrédula ante el horror que se corporiza en su seno. Aquí, la dualidad “maldad del mundo antiguo” versus “Civilización Moderna” se resuelve de manera satisfactoria y precisa, en oposición a los fallidos de las últimas “Dráculas”. La otra perlita fue Demons of the Mind (1971, Peter Sykes) (con títulos en video de “Nightmare of Terror” y “Black Evil”), una brillante cinta acerca de un obsesivo Barón del siglo XIX que encarcela en su propia mazmorra a su hijo e hija al creerlos poseídos por Satanás. Lamentablemente ambas películas adolecieron de un lanzamiento internacional más que deficiente, lo que socavó sus posibilidades comerciales y a la larga las enterró en el olvido en lo que respecta al futuro mercado del video. Hoy se han recuperado en Blu-Ray Disc —remasterizadas en 1080 p—lo que es un hecho para celebrar.


            La despedida definitiva de la Hammer del terror cinematográfico fue con la excelente y casi perfecta To The Devil-A Daughter, perlita de 1976 nuevamente dirigida por el más que competente Peter Sykes. Con un reparto que incluyó a ese enorme actor americano que fue Richard Widmark (Kiss of Death, 1947; Judgment at Nüremberg, 1961), el enorme Denholm Elliott (A Room with a View, 1985; Raiders of the Lost Ark, 1981) y la sensual Nastassja Kinski (Paris, Texas, 1984; Tess, 1979), la película adaptaba una aterradora novela de Dennis Wheatley, la que presentaba a un escritor —experto en ocultismo— que por diversas situaciones se involucra con una jovencita acosada por un diabólico sacerdote (Christopher Lee), quien pretende sacrificarla en un espeluznante ritual luego de que haya parido al mismísimo hijo de Satán. Se la puede hallar en video con el título de Child of Satan, y significó realmente un muy digno último saludo en el escenario para la Hammer Film Production, la inolvidable y más amada Casa del Terror.


LA HERENCIA DE LA HAMMER

            Ya hemos explicitado casi al principio de nuestro humilde trabajo varias de las fortalezas del estilo cinematográfico de la compañía. Diremos todavía algunas palabras más sobre ello. La Hammer, lo apuntamos, marcó la renovación absoluta de una industria alicaída, obsoleta y adocenada como lo era la cinematografía británica entonces. Se atrevió a mostrar en primer plano —a colores y pantalla ancha— lo que hasta entonces apenas se sugería. Devolvió el erotismo y la sensualidad a los monstruos victorianos, algo que ya estaba presente en el ciclo muerte-sangre-vida de la novela de Stoker —por ejemplo— pero que siempre se omitía con pudorosa discreción. Se atrevió a presentar personajes carnales y falibles, antihéroes en ocasiones más merecedores de horror que el villano de ultratumba. El entorno en que se movían sus criaturas era genuinamente humano, como se ve en Taste the Blood of Drácula (1970, Peter Sasdy), en la que el despótico y puritano William Harwood (Geoffrey Keen) desata sus más bajos instintos junto a dos colegas supuestamente  tan respetables como él, revolcándose en un burdel y atiborrado de hachís, mientras mantiene una fachada de moralidad a prueba de balas. La explicitud de sus imágenes era impensable para el cine inglés de la época. O por caso, la tragedia de una jovencita adorable, Valerie (Jennifer Daniels), que se transforma en un odioso reptil gigante a causa de una maldición que su padre atrajo sobre sí (si la memoria no nos traiciona), debido a ciertos crímenes cometidos contra los hindúes durante sus años de servicio en dicha colonia. Como se ve, The Reptile (1966, John Gilling) se atrevía a cuestionar el rol colonial inglés por medio de una fábula de horror aparentemente inofensiva. Por otra parte, detalles en apariencia nimios como lo serían el diseño de producción y ambientación, hicieron realmente historia y marcaron tendencia a futuro en la industria. ¿Por qué? Sencillo, pues porque en los filmes de la Hammer las cosas y las casas, las mansiones y las capillas, la ropa y los carruajes, todo —absolutamente todo— luce genuinamente real, o sea usado, gastado, despintado y descascarado. Un detalle no menor, que nuestro muy querido amigo M.D.G. (verdadero mentor de este blog) nos enseñó a advertir y que realmente hace a la credibilidad y profundidad de la puesta en escena.


            La moral victoriana —por otra parte—, represiva y puritana, es siempre subvertida en las producciones de la Hammer, algo que se muestra en pequeños pero significativos detalles. Por ejemplo, en Drácula, Prince of Darkness (1966, T. Fisher), continuación de la inicial Horror of Drácula (1958, Fisher), el personaje que interpreta Barbara Shelley —siempre enfadada, reprimida y represora— cae primero que nadie en las garras del renacido conde y acaba (todo lo eróticamente deseable que no era en vida) intentando atraer a su cuñada (Suzan Farmer), una más desenfadada y moderna mujer, la que sin embargo resguarda mejor su virtud (y su cuello) precisamente gracias a ser más sincera, sencilla y libre de prejuicios. Esta clase de dualidad, sutilmente mostrada a veces, decididamente en primer plano en otras, resultó una marca de fábrica que supo seducir a las plateas de todo el mundo, y muy especialmente a las de sus primos de América, quienes entre el código Hays por un lado y el maccartismo por otro no daban pie con bola. La Hammer implicó siempre una marca registrada que aseguraba osadía, conductas impropias mostradas sin tapujos y el reverso del imperio británico contado en primera persona. Y si no, piensen en Las Dos Caras del Dr.Jekyll (1966, Fisher), título que en verdad parece aludir a la hipócrita moral inglesa de la época. Christopher Lee encarna a un noble caballero, cabaretero y jugador, quien dice ser amigo personal del austero Dr. Jekyll mientras le exprime la billetera y se acuesta con su esposa. La impúdica Sra. Jekyll, jugada con precisa lascivia por la actriz Dawn Addams, se regodea en el poder que tiene sobre su amante, al que le consigue el dinero que necesita para pagar sus deudas de juego y vivir holgazaneando. La felina manera en que se burla de su atribulado esposo, menospreciándolo y traicionándole, demuestran que el filme discurre por caminos bien distintos a los de la aterradora novela de Robert Louis Balfour Stevenson. Y no por ello menos interesantes.


            También hemos enumerado antes gran parte de las cintas dirigidas por Freddie Francis, casi todas ellas de terror psicológico, subgénero impensable en las pantallas inglesas antes de la Hammer. Gracias a filmes como Hysteria (1964) o The Nanny (1965) resultó posible rodar una película como Magic (1978, Richard Attenborough), coproducción anglo-yanqui acerca de un ventrílocuo demente (Anthony Hopkins) atormentado por su siniestro muñeco. Ustedes habrán notado que se trata de una cinta tardía  que ha sido dirigida por un verdadero genio, el creador de Gandhi (1982) y Shadowlands (1993), entre otras tantas. Precisamente, para que ello fuera posible es que existió primero la Hammer, de ahí su importancia histórica y su enorme influencia en las generaciones posteriores de cineastas.



      De Spielberg a Tarantino, pasando por Ted Demme y Tony Scott, llegando hasta Roger Donaldson y John McTiernan, todos ellos se han declarado fans de las pelis de la Hammer, las que vieron repetidamente durante su infancia y adolescencia, moldeando sin duda alguna la vocación que cada uno de los citados incubaba en su interior. Ocurre que el Estudio inglés imprimió una indeleble pasión por lo exótico, lo bizarro y lo culturalmente repulsivo en todos sus espectadores, a los que condujo de la mano por territorios de la mente que otrora eran tabú; terrores que hasta entonces se mostraban con la atildada compostura que hoy se denomina corrección política. En su afán por traspasar límites y expandir horizontes narrativos la productora  no dejó terreno sin explorar: incluso durante sus estertores finales —en 1974— no tuvo reparos en asociarse con la legendaria Shaw Brothers de Hong Kong para coproducir Legend of the Seven Golden Vampiros (Roy Ward Baker), atractivo filme mezcla de vampiros y artes marciales que Tarantino confiesa amar, aunque lamentablemente sea más que probable que la haya visto en su versión para EE UU, retitulada The Seven Brothers Meet Drácula, cuya duración era de apenas 72 minutos contra los 89 originales. Pero este tipo de movidas —que pueden parecer manotazos de ahogado si se los aprecia desde el presente, cuando el destino de la empresa ya es cosa juzgada y pertenece al dominio de la historia— no significaron jamás un mero artilugio comercial, sino más bien un “manual de Estilo” de la Casa: nótese que una década antes de la peli citada, el Estudio le produjo un inclasificable y sorprendente thriller de ciencia ficción al monumental Joseph Losey (The Servant, 1973; Eva, 1962), titulado The Damned (1962, en EE UU rebautizado como These are the Damned). ¿Qué ejecutivo en su sano juicio convocaría a Losey —un genio rebelde, un erudito graduado en Harvard y en el Dartmouth College, quien engrandeció el cine durante casi tres décadas— para ofrecerle un tipo de historia a años luz de su perfil artístico? Pues el tipo de ejecutivo que eran Michael Carreras y Anthony Hinds, verdaderos transgresores que comandaban su negocio con audacia, desparpajo y buen olfato comercial. La Hammer no se privó absolutamente de nada, sin por ello descuidar el perfil financiero indispensable para su supervivencia[2]. Les brindó un lúdico espacio de creatividad a directores que no lo hallaban en otros sitios, expandió sorprendentemente los límites del cine británico e influyó decididamente en la vocación y carrera de futuros cineastas tales como Roger Corman, Peter Jackson y James Cameron. Si hasta se dio el lujo de tener su propio sistema de pantalla panorámica, el HammerScope, cosa de no tener que envidiarle nada a nadie.


            Finalmente, a principios de los años ‘80s (cuando el terror comenzaba a resucitar), la Hammer anuncia su intención de volver al ring y dar pelea. Pero ya era tarde;  debido tanto a la caducidad de las licencias para distribución como a su desafiliación forzosa de la M.P.A.A (Motion Picture Association of America) —puesto que la productora como tal había cesado sus actividades comerciales en EE UU, abandonando incluso su razón social— la ex compañía no lograría reunir los fondos suficientes ni celebrar los acuerdos indicados para resucitar como Hammer Film Production de nuevo. Incluso para el mercado de la tevé británica había dejado de existir con su clásica denominación, ya que poco antes de 1985 había sido absorbida por la productora Thames Television, la que a su vez se fusionaría con la cadena ITC. Una verdadera ensalada de movimientos corporativos que sepultaron para siempre a la mítica Hammer. Pero su legado no sería olvidado, ya que reencarnaría en una diferente generación de cineastas, como por ejemplo el norteamericano Stuart Gordon, quien debutaría tras las cámaras con Re-Animator (1885), genuina deudora del ya legendario estilo de la productora inglesa. Pero tampoco debemos olvidar al polifacético Clive Barker (Liverpool, 1952), novelista, dramaturgo y puestista que en 1987 dirigió su primer largo —Hellraiser— basado en su relato “The Hellbound Heart”, un creador que ha llegado a escribir un par de ensayos en los que declara su inextinguible amor por las cintas de la “Casa del Terror”. Barker, el propio Gordon, Sam Raimi (The Evil Dead, 1983) y Tobe Hooper (The Texas Chainsaw Massacre, 1974) representan apenas una muestra gratis de tantos directores abocados al género gore por confesa admiración a las películas de la Hammer. No debería extrañar a nadie.  Después de todo, ella los había moldeado como arcilla entre las manos. Dos o tres generaciones de jóvenes (tanto americanos como ingleses) soñaron volverse cineastas luego de ver como Peter Cushing se debatía —desesperado— a punto de morir estrangulado por Christopher Lee, mientras la Momia salía de su sarcófago para deambular por una Londres que escondía muchos más terrores que los de una desdichada maldición egipcia. Para nosotros, que crecimos en el hemisferio de la sombra, los destellos carmesí que reflejaba la sangre de Drácula tenían el inocultable hechizo de un “Sábado de Súper Acción” o las pomposas fanfarrias de un “Hollywood en Castellano”. Por mucho que lo intentemos, nunca olvidaremos aquellos deliciosos terrores.

¡Larga vida a la Hammer Film Production! ¡Larga vida a la factoría del terror!

           



           




[1] William Castle (1914-1977) fue uno de los más queridos y respetados productores de Hollywwod, especializado en el género de terror. Afable, generoso y solidario, Castle cimentó su carrera quizás más como fruto de su bonhomía (y excentricidades, por supuesto) que por la calidad de sus filmes. Gustaba de rodar una introducción a los mismos —hablándole a la audiencia— creando a su vez golpes de efecto tales como el célebre ‘Emergo’, un esqueleto articulado que viajó por medio EE UU para asustar a la gente durante las proyecciones de su filme House of Haunted Hill (1958), con Vincent Price. El actual sistema 4-D es en realidad idea suya, ya que para 13 Ghosts (1960) luchó y obtuvo la autorización para alterar temporalmente unas pocas salas de cine de grandes ciudades yanquis, llenándolas de artilugios que emitían olores, expulsaban rocío y movían las butacas. Pero además, algunos asientos (elegidos al azar) tenían conectado un sistema que le enviaba leves descargas eléctricas al atribulado espectador. Castle bautizó esta idea suya como Percepto, y aunque le costó una verdadera fortuna, jamás se sintió tan feliz por ninguna otra de sus creaciones.-
[2] Las decisiones comerciales que condujeron a su destino televisivo final, el que concluyó con su absorción corporativa y la desaparición del sello Hammer como tal, no fueron otra cosa que unas muy correctas opciones financieras, las que permitieron que el personal continuara trabajando y produciendo sin cesar, aunque ello significara perder la identidad con que se dieron a conocer al mundo. Los sucesores de la vieja guardia mantuvieron la máxima de sus maestros: sobrevivir y ser rentables a como dé lugar. Lo cumplieron.-

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