Cupido y Psiqué: Cuando el Amor Supera los Prejuicios


por Leonardo Tavani

Calificación: Excelente (★★★★★)

Cuando Cae la Noche (When Night is Falling) Canadá, 1995.          Dirección y Guión: Patricia Rozema – Música: Lesley Barber – Elenco: Pascale Bussières, Rachael Crawford, Henry Czerny, David Fox. – 96 min.-


            Petra, tan bella como inasible, recibe a Camille en su carromato del “Cirque du Sortilégès”. Antes, cuando se conocieron por azar en una vulgar lavandería, Petra cambió deliberadamente sus bolsas para poder volver a ver a Camille. Ahora, mientras la visitante se admira del mundo surrealista que es el backstage de ese circo trashumante, Petra —con la mayor solemnidad y las brillantes pinceladas del deseo coloreando su rostro— le susurra: “amaría verte a la luz de la luna, con tu cabeza recostada y tu cuerpo en llamas” (I’d love to see you in the moonlight with your head thrown back and your body on fire). Así es Cuando Cae la Noche, un film de arrebatador romanticismo, profundo lirismo y sensual erotismo; una maravillosa vuelta de tuerca al mito de Cupido y Psiqué, encarnado en estas hermosísimas mujeres que no pueden ser más distintas, pero que sin embargo hallarán el amor en medio de los prejuicios religiosos, los propios temores y los fantasmas del pasado.

            Camille —hermosa, leve como la brisa de abril— es psicóloga y profesora de mitología en la Universidad calvinista de Québec, Canadá. Ha sido criada y educada en su rigurosa moralidad, y todo su mundo gira en torno a esa cerrada comunidad, en la que el Rector (que de hecho es el Obispo) se inmiscuye sin pudor alguno en cada aspecto de la vida privada de sus miembros más representativos. Su vestimenta conservadora, su timidez, todo en ella delata la rígida estructura que encorseta su mundo privado, pero sus ojos (¡y qué ojos!) delatan un universo interior más rico, pleno de deseos inconfesados y sueños incumplidos. La mirada de la actriz canadiense Pascale Bussières es una delicia de ver: además de su etérea belleza, que inunda la pantalla con la misma sutileza de su sólida actuación, transmite con ella un torrente de sentimientos contenidos que impactan directamente en la sensibilidad del espectador. Camille está prometida a Martin (Henry Czerny), colega tan ambicioso como obsecuente, quien aspira a la Diaconía (paso previo al cargo de Rector), y para ello cuenta con la “pulcra” imagen que su noviazgo le reporta. En otro de esos momentos perfectos que inundan este gran filme, el Reverendo DeBoer (un talentoso David Fox) les anuncia que ambos están a las puertas de ese ascenso (la Diaconía compartida), pero la supedita al hecho de que se mantengan “socialmente discretos”. Con una hipocresía indigna de cualquier causa, el rector les reconoce que todos en la comunidad  imaginan que los tortolitos “se conocen” en sentido bíblico, pero que ello no obstaculizará sus pretensiones siempre y cuando finjan todo lo necesario y se mantengan dentro de las asépticas reglas de la Iglesia. Martin acepta encantado, pero en Camille se adivina una contradicción que inexorablemente irá en aumento.


            Pero ocurre que en la vida de la profesora sucederá lo mismo que en otras tantas, la irrupción de lo inesperado. Que aquí adquirirá los bellísimos rasgos de Petra (Rachael Crawford, talentosísima actriz americana), que se cruzará con ella —como adelantamos— en una lavandería. El perrito de Camille acaba de morir, un detalle nada menor, dado que ese disparador servirá de catalizador para sumirla en esa clase de confusión que baja la guardia de las personas, tanto como para dejarla sin defensas justo antes de enfrentar los ardientes cambios que están por llegar. La profesora se hecha a llorar pudorosamente y ese llanto se adivina motivado más por la crisis personal que empieza a bullir en ella que por la pérdida de su mascota. Cuando la artista del circo se acerque para confortarla, echará a rodar un simple guijarro que muy pronto se parecerá a una avalancha de rocas.

        
    Luego de un perfecto prólogo, que es algo así como una pincelada en el lienzo de la vida de Camille, ya tendremos en claro cual es la dinámica en la vida de nuestra protagonista. Martin y ella son una de esas parejas que todos envidian, que parecen encajar con perfección mecánica, pero sin embargo ya se adivina la díscola insatisfacción que asoma en Camille. Precisamente con la partida temporal de su prometido a EE UU, que viaja a un congreso calvinista, inicia el nudo central del filme. Pues justo cuando la docente se queda sola por unos días, irrumpe en su vida Petra como un huracán. Y vaya huracán. Porque Petra, que tiene perfectamente en claro su sexualidad, se siente irremediablemente atraída por Camille y se niega a mantenerse pasiva ante tal sentimiento. El circo al que pertenece, del tipo Cirque du Soleil (aunque más pobre en recursos), estará allí por un breve tiempo y ella no quiere que el destino le pase de largo. Pero el objeto de su deseo es una mujer educada para negar las pasiones más primarias y entenderlas en términos de pecado versus pureza espiritual. El filme opta —inteligentemente— por mostrar ese conflicto en términos de la más lírica poética visual, además de enriquecerla con detalles de una sutileza formidable. Por ejemplo, Camille guarda el cadáver de su perro en la heladera —ya que no se atreve a enterrarlo ni pedirle a Martin que lo haga por ella— y cada día que pasa convive con él con la mayor naturalidad, pero también con el más marcado automatismo. Es que ese animal representa las creencias, los valores y —en definitiva— toda la vida pasada de Camille. Con su muerte y posterior “preservación”, lo que se congela en verdad es la propia identidad que la profesora ha construido hasta entonces. O que le han construido, cosa que ella parece empezar a entender. Petra no hace otra cosa que desnudar esa ficción, obligando a la mujer a “deconstruirse” para luego reconstruir a la genuina Camille.


            Luego del primer encuentro formal entre ambas, ese en que la artista pronuncia la frase que citamos al comienzo (y del que Camille huirá espantada), Petra pretenderá disculparse con una visita tan original como bella es la metáfora que comporta: muñida de arco y flechas de juguete (de esas que tienen una ventosa de goma en la punta), le arroja por la ventana una de ellas, que lleva atada una foto suya (en pose de profunda melancolía) con una nota de disculpa al dorso. Cupido provoca a Psiqué, y Psiqué responde como puede; con confusión, con culpa, con timidez; pero también con un arrebato fugaz de pasión, primer atisbo de que las barreras de hielo que cubren su corazón comienzan a derretirse. Pero si todo esto está tan impecablemente ilustrado, tan bien simbolizado tanto por la imagen como por unas actuaciones magistrales, se debe por sobre todo al maravilloso arte de una directora singular, Patricia Rozema (1958, Ontario, Canadá). Hija de inmigrantes holandeses calvinistas, tan estricta fue su educación que recién vio su primera película a los 16 años, y recibió una feroz reprimenda por ello. Sus estudios medios los cursó en EE UU, en el Calvin College de Michigan, volviendo a Canadá apenas graduada. El forzado ascetismo en que se vio inmersa causó enormes contradicciones tanto en su conciencia como en su fe, una serie de tensiones que supo plasmar creativamente en sus primeras películas. Luego de trabajar en la CBC, asistir como productora de los directores Don Owen y David Cronenberg (de quien es amiga personal), y dirigir varios cortos —entre ellos Passion: a letter in 16 mm(1986), ganador de varios premios internacionales— Rozema debuta en el largometraje con Yo escuché a las sirenas Cantar (I’ve Heard the Mermaids Singing,1987), estrenada en Buenos Aires en otoño de 1988 con críticas entusiastas, y protagonizada por una increíble actriz como Sheila McCarthy, quien también debutaba en la pantalla con esta cinta. En esta mágica comedia dramática, su personaje (Polly) —una fracasada sin remedio— comienza poco a poco a asumir sus derrotas desde la aceptación de sí misma y la autovaloración, y mucho de ello —desde otra óptica y con mayores recursos estilísticos— está presente en Cuando Cae la Noche. 
  

            En apenas 96 minutos Rozema construye una fábula erótica e intimista, inundada de bellas imágenes y sugestivas situaciones, que incluso se permite una perla de realismo mágico —perfectamente integrada al relato— la que llega cerca del final de los créditos de cierre, que afortunadamente son breves y permiten no desprenderse del magnífico e hipnótico clima del filme. Muchos de los aciertos de Cuando Cae la Noche se dan en el marco de las visitas de Camille al Circo, en las que vemos a Petra ensayar sus performances (metafóricas y preñadas de significado), a la vez que sirven para ilustrar la creciente fascinación que la profesora experimenta por la artista. No será al azar que la primera noche de amor entre ambas, el momento en que Camille se rinda a la genuina pasión que la embarga, se produzca en el acotado universo del carromato de Petra. Solo saliendo de sí misma, fuera de la influencia asfixiante de su hasta entonces mundo público y privado, puede Camille atreverse a ser ella misma, lo que a la vez significa “ser otra”, paradoja que Martin advertirá apenas retorne a Québec. Pero claro, machista y prejuicioso —cegado por la dogmática de su fe— el novio engañado ve las cosas en términos binarios, Bien y Mal (así con mayúsculas), y culpará injustamente a Petra por lo que percibe como una inducción forzada y engañosa al pecado.

            Por otra parte, y como reverso de la moneda, tenemos a Tory (Tracy Wright), directora creativa del espectáculo, y a Timothy (Don McKellar), su pareja y administrador del circo. Sus universos personales, a los que asistimos cada vez que la trama nos lleva a ese territorio mágico, se integran perfectamente al relato y resultan un complemento preciso para la historia central. Porque toda la magia se esfuma cuando Timothy y Tory discuten (demasiado a menudo, de hecho), debido al espíritu chapucero y poco realista de él, en oposición a la necesidad de madurez, seguridad y estructura de ella. Sus historias son breves pero responden a una lógica narrativa y simbólica que Rozema administra tan maravillosa como eficazmente. Y si como directora la canadiense se saca un “10 felicitado”, en su doble rol de guionista muestra un talento tan grande como inusual. Porque resultaba muy fácil ceder a lugares comunes o profundizar el drama hasta convertirlo en digno de un culebrón mexicano, especialmente cuando no se tiene un guionista que sirva de contrapunto y con el que se puedan discutir las propias ideas. Pero Patricia Rozema equilibra los elementos de la trama con admirable criterio, juega con los personajes opuestos y complementarios desde un lugar de inteligencia y sensibilidad, y —por sobre todo— elude la tentación de dibujar metáforas que se adviertan excesivamente “autoconcientes”, de esas que plasman en pantalla subrayados tan comunes como innecesarios. Y como este era apenas su segundo filme como directora, bien podía esperarse alguna de estas debilidades. Por el contrario, luego de ver esta admirable cinta, no caben dudas de que otras manos sobre este guión no hubieran servido para otra cosa que estropearlo.


            En nuestro blog ya hemos reseñado dos filmes que tratan del amor entre mujeres —La Vida de Adèle e Imagínanos Juntas— ambas brillantes y maravillosas en sus propios estilos, pero Cuando Cae la Noche (que no solo es muy anterior a ellas, sino más original) se distingue de cualquier otra por la irreductible simplicidad de su mensaje: la fidelidad a uno mismo, incluso si ello implica poner de cabeza todo lo aprendido y hacer tabla rasa con todo lo vivido. Aquí importa poco la sexualidad de ambas o de ninguna, aspecto que sirve de negativo a la intolerancia del medio en que viven Camille y Martin: lo genuinamente importante es el coraje y la decisión de vivir. “Vivir” a secas, sin corsés intelectuales, religiosos o culturales. Petra —que debe su nombre al desdichado personaje del film Las Lágrimas Amargas de Petra von Kant (Alemania, 1973; de Rainer Werner Fassbinder), acerca de una atribulada diseñadora lesbiana— es una joven que ya ha fracasado varias veces en el amor. Y según lo confiesa cerca del final, ya se ha enamorado antes de una heterosexual (con resultados fallidos, claro está), pero que ahora decide jugarse a por todo, a no resignarse, a no claudicar en el empeño por ser feliz. Decide vivir, aunque le cause dolor, aunque reciba un rotundo no por toda respuesta. Y por el otro lado, Camille (de la que no adelantaremos nada) también se enfrenta a la simple pero compleja opción que opone ‘vida’ a ‘subsistencia’. Para Rozema, amar implica riesgos, y además representa libertad; libertad de conciencia, de espíritu, y también carencia de prejuicios. Por eso su película no habla de lesbianismo ni de heterosexualidad, sino de dos mujeres que enfrentan la opción de ser fieles a lo que sienten —y arriesgarlo todo por ello— o dejar pasar la vida, siendo sumisas a los dictados de la sociedad, insensibles a la propia pasión y esclavas de las etiquetas y los roles asignados desde afuera. Quizás buceando en sus propias contradicciones, Patricia Rozema construye una inteligente historia acerca de la libertad de elección en oposición al determinismo biológico.


            En cuanto a este último punto, aquí va una explicación unida a un poco importante spoiler. Ocurre que en el final, aparte de lo que sucede con las protagonistas (cosa que no adelantaremos), nos hallaremos con Martin —desolado por descubrir la verdad acerca de Camille— topándose con Tory, que ha abandonado tanto al circo como a Timothy, harta de esa vida trashumante y carente de objetivos. Sin palabras, a puro lenguaje cinematográfico y con apenas una bella música de fondo, la directora nos sugiere que ambos despechados van a emparejarse, que están a punto de construir algo sólido. Decíamos arriba que el filme plantea la opción “libertad de elección” versus “determinismo biológico”, y este último término se explica por el inteligente epílogo que Rozema les dedica a estos dos personajes secundarios. Porque Martin —ya lo advertirán cuando vean el filme— es un hombre “hecho a la medida” de la fe que profesa. Su personalidad, su psique, necesita de estructura, previsibilidad, roles fijos y bien diferenciados, etc., etc. Si no hubiera nacido en una familia calvinista, se hubiera buscado cualquiera otra fe o cualquiera otra ideología que le brindase la seguridad que le es indispensable para respirar. Y con Tory ocurre algo parecido; parece haberse criado en un medio liberal y creativo, pero en el fondo anhela una vida más previsible e igualmente estructurada. Timothy es como vitriolo para ella, mientras que Martin representa la oportunidad de ser la “Susanita” que se esconde en su interior. Pues bien, Rozema parece decirnos que por mucho que proclamemos la libertad como anhelo supremo, un cierto determinismo de origen —singularmente atávico— nos condiciona a encadenarnos volitivamente a ciertas dogmáticas.


            En fin, mucho podría agregarse a esta review (ya que tratamos de una película cargada de simbolismos), pero bastará —para finalizar— con elogiar la hermosísima partitura de Lesley Barber (Mansfield Park, 1999, Patricia Rozema), uno de sus puntos fuertes, así como dejarnos envolver por la seductora factura integral de esta pequeña perlita que debemos rescatar, porque el buen cine, las buenas historias, no tiene fecha de vencimiento. Como el buen vino, mejoran con el tiempo. Y When Night is Falling no es la excepción. A disfrutarla.-   

               

                

           

                

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