“Rambo”: Un Enredo Ideológico que bien Vale Desatar

Por Leonardo Tavani
Calificación: Muy Buena (★★★★)

Rambo. (First Blood) EE UU, 1982.
Dirección: Ted Kotcheff -Guión: Kozoll, Sackheim y Stallone - Elenco:
Silvestre Stallone, Brian Dennehy, David Caruso y Richard Crenna.-
Columbia Tri-Star, 97 minutos.-      

35 años después revimos “Rambo”. La idea era emprender un artículo que analizara la influencia de la política en las películas de la era Reagan. Ya lo habíamos sugerido con mucho humor (esperamos que les haya gustado) en nuestro paper Breve guía infantil sobre las ideas en el cine de los '80s en sólo 4 ejemplos . Allí repasábamos satíricamente 4 filmes que contrabandeaban ideas liberales completamente opuestas al clima de época que se vivió durante los 8 años de Ronald Reagan al frente de la Casa Blanca. Rambo era mencionada apenas como la iniciadora de un aluvión de cintas ultra patrióticas, anti comunistas, reaccionarias y xenófobas. Pero no quisimos decir que dicha peli fuera todo eso, sino que quedó marcada como la iniciadora de esa movida, la que en realidad se consolidó con su secuela (Rambo: First Blood Part II, 1985; George P. Cosmatos); de hecho, nuestra memoria no nos había  traicionado, y ahora hemos podido corroborar como este impactante film ha sido víctima de una confusión ideológica que desmereció sus muchas virtudes. Intentemos una aproximación a este fenómeno.

            Primera Sangre, que de hecho es el título original del filme, fue una novela escrita por David Morell, un éxito de ventas que desnudaba la tragedia de un ex Boina Verde de élite, un hombre torturado por los demonios de la guerra de Vietnam, en la que debió ver y hacer cosas que repugnaban a su espíritu pero que se justificaban con la ambigua apelación al bienestar de la Nación y el deber. Psicológicamente inestable, John Rambo era confrontado por un comisario que lo tomaba por un agitador. Víctima de maltratos policiales, el hombre revivía las torturas sufridas a manos del Vietcong, de modo que enloquecía y emprendía una guerra privada contra sus “enemigos”. El final del libro es trágico y Rambo muere. No hay sitio para él en la sociedad, que lo desprecia por las acciones reñidas con los Derechos Humanos que debió acometer bajo estrictas órdenes, a la vez que lo culpa por la mismísima derrota en dicha guerra. La novela le daba un giro muy interesante a una temática que el cine ya había tratado antes, fundamentalmente en la oscarizada Regreso sin Gloria (Coming Home, 1978; de Hal Ashby), peliculón en el que el personaje de Jane Fonda, casada con Bruce Dern, se enamoraba —empero— de Jon Voight, quien acababa de regresar del frente en estado parapléjico. Su personaje, a pesar del enorme costo físico que le cobró la guerra, también era rechazado por toda la sociedad —embarcada entonces en una ola anti bélica— casi como si él mismo hubiera querido y desatado el conflicto.       

   Rambo, la película, cambia algunas cosas de su fuente literaria —así como el final— y se centra en un aspecto decisivo de este conflicto moral: el del hombre rechazado por hacer aquello mismo que se le forzó a realizar. El filme se abre con su figura caminando a la vera de la ruta, cargando melancólicamente con una mochila mucho más grande —adivinamos— que la que porta sobre su espalda. Cuando pregunta por un ex camarada y amigo (el último con vida de su antiguo escuadrón) recibe las primeras muestras de desconfianza y hostilidad. Deberá dar cien explicaciones antes de enterarse que ese hombre ha muerto de cáncer, víctima del agente naranja que los propios americanos rociaban sobre la jungla vietnamita. Rambo, desmoralizado, intenta  seguir su camino a ninguna parte, pero de inmediato se topará con el comisario del pueblo, un espléndido Brian Dennehy (El Vientre de un Arquitecto, 1987/ Best-Seller, ‘87/ Se Presume Inocente, 1990), quien recela de él al instante. El comisario Teasle le reprocha su aspecto general, su cabellera y su aseo. Observa la insignia en un lado de la chaqueta militar de Rambo y hace un comentario peyorativo a su respecto: “no serás muy popular por aquí si llevas eso”. La actitud hacia el ex combatiente es de abierta xenofobia, como si se tratara de un inmigrante indeseable de algún país despreciado. Estamos en un pueblito de Óregon, Estado del noroeste del país, que aunque pertenece geográficamente al “norte” jamás estuvo a gusto ni con la Guerra de Secesión ni con las posteriores políticas del Estado Nacional, léase “Washington”. Con una herencia española incluso más marcada que las de California y Nuevo México, Óregon reclamó siempre una independencia administrativo-económica más notoria, un regreso al espíritu de los primeros estados que aceptaron el concepto de la Unión, poco después de la guerra contra la metrópoli. O sea que la figura de este individuo, que se identifica abiertamente como ex combatiente, simboliza para Teasle la prepotencia del Gobierno Federal, ese que se percibe como un pulpo que cercenó las autonomías de los Estados fundadores en todos los aspectos, incluyendo —y esto es clave— la obligación de entregar la vida de los propios hijos para pelear en guerras que se advierten ajenas a los propios intereses.

            A partir de este detonante (el comisario lleva a Rambo hasta la carretera de salida del pueblo pero este vuelve sobre sus pasos, y Teasle lo apresa por ello), cuya lectura ideológica es obviamente más clara para un norteamericano, los eventos adoptan un giro más siniestro, de clarísima praxis fascista. Teasle se considera a sí mismo “la Ley”: lo grita a voz en cuello en todo momento, lo repite hasta el cansancio. Considera al pueblo como “suyo”, un dominio del que cree tener las llaves tanto políticas como morales. Él define qué es lo bueno y qué está mal, quién obra correctamente y quién transgrede las normas establecidas. Esa concepción totalitaria (en algún momento se escucha decir: “nadie vendrá a decirnos como tenemos que vivir”) se traslada a todo el personal policial. O casi a todos, por fortuna, ya que el joven oficial que interpreta David Caruso (China Girl, 1987/ Jade, 1995) se muestra contrariado por las clarísimas violaciones de los derechos del detenido. Pero su voz es acallada violentamente por el comisario. Como en toda estructura piramidal y autoritaria, alguien como él resulta menos que caca de perro. Pero si algo o alguien representan en esta película al autoritarismo más rancio y el desprecio absoluto por los derechos del prójimo, ese es el personaje del sargento que interpreta Jack Starret, un fascista violento y torturador, que goza abiertamente con los primeros tormentos que le aplica al ex soldado. Luego del escape, será precisamente él quien querrá matarlo como sea, incluso más que Teasle, persiguiéndolo con una furia obsesiva casi rayana con la caricatura.

            En la novela original la guerra privada de Rambo, totalmente sicótico, se desarrolla más lenta y menos aparatosamente que en la versión fílmica. Está claro que una cinta de este tipo necesita de acción intensa, y First Blood no decepciona en este apartado. La cacería humana está magistralmente narrada, la adaptación del ex comando al medio hostil (las Rocallosas, en la frontera con Canadá) resulta fascinante, los personajes se revelan a sí mismos a medida que la campaña se complica, y el propio Rambo —paradójicamente— advertirá la futilidad de su situación, ofreciendo su entrega pacífica en un momento dado, pero la única respuesta que recibirá  será un disparo que casi le atina. La guerra estará  formalmente declarada. Pero en este apartado, el de la acción, la cinta cae en dos lugares comunes que desmerecen en parte sus buenas intenciones (y le restan un punto en nuestra calificación), que podrían haberse evitado sin problemas. El primero es  la resolución del ataque desde el helicóptero, cuando Rambo está pendiendo de un risco y no tiene escapatoria alguna. Cuando se arroja al vacío, intentando caer sobre las copas de las coníferas, uno espera una serie de heridas inevitablemente lógicas. Pero Stallone apenas si acaba con una ramita que le atraviesa un músculo del brazo, que si bien tampoco es poca cosa, su personaje lo resolverá de manera  rápida y demasiado expeditiva. El segundo es el ataque final al centro del pueblo, en el que usa una ametralladora tan grande que parece  antiaérea, para  apenas destruir los transformadores de energía y dejarlo a oscuras. El boina verde pretende cercar a Teasle y obligarlo a disparar para que revele su ubicación. Aunque la secuencia tiene lógica en lo estratégico, resulta excesiva en cuanto a los medios que utiliza el ex combatiente, que aparece pertrechado como para destruir Australia y no un pueblito de quince manzanas. Pero es una objeción de forma más que de fondo; la que sin embargo resulta pertinente, porque Stallone todavía no se había convertido en un héroe de acción y el espectador contemporáneo no esperaba verlo en esa tesitura. Recién se convertiría en tal durante 1985, con Rambo II y Rocky IV, verdaderas basuras anticomunistas, reaccionarias y fascistoides (al año siguiente, 1986, esa bazofia titulada Cobra lo confirmaría en su nuevo status).

            Cuando ha pasado algo más de un tercio del filme aparece en pantalla ese gran actor que fue Richard Crenna (Wait Until Dark, 1967; Terence Young / Body Heat, 1981, Lawrence Kasdan), que aquí encarna al Coronel Trautman, el antiguo oficial superior de John Rambo y quien lo entrenó hasta convertirlo en la máquina de matar que es. Trautman pretende llevarse al soldado sin mayores consecuencias, única manera de ponerle fin a la matanza que apenas está principiando. Aunque le explica a Teasle de qué madera está hecho Rambo, la inacabable amplitud de sus recursos y la peligrosidad que representa, el comisario se niega de plano a escucharlo. Sólo quiere cazarlo y hacerle pagar por lo que siente una afrenta personal. El duelo entre ambos inicia tenso, pero ulteriormente el policía intentará un acercamiento más civilizado con el Coronel. Los diálogos entre ambos son un ejemplo perfecto del trasfondo ideológico del film. Trautman acepta casi sin más que toda aquella guerra fue tan inútil como cruel, pero remarca —con toda razón— que fueron ellos mismos (en representación del Estado) los que tomaron a un ciudadano ordinario, lo entrenaron y lo convirtieron en una máquina de guerra. Lo hicieron y ahora todos tienen una cierta deuda para con él, al haberlo abandonado a su suerte a la vez que le quitaron su propia rezón de ser. Teasle parece rendirse al menos un poco al peso de los galones de Trautman, pero la posibilidad de entregar al fugitivo sin más en las manos del militar le repugna. El policía no quiere justicia, desea revancha, y se obstina en ella. El Coronel le recuerda que Rambo no se detendrá y que está entrenado para salir de las situaciones más imposibles. Pero nada persuade a Teasle. La relación entre ambos líderes se irá tensando con el correr de las horas, y al compás de esta segunda guerra privada —paralela a la que Rambo emprende contra todos ellos— se patentizarán los inconmovibles fundamentos que motivan al comisario y sus oficiales. La Ley y el Orden son conceptos que se aplican para los iguales, los “nuestros”, y los derechos civiles representan una veleidad liberal, un concepto tan fácil de olvidar como difícil de respetar.

            El epílogo a este choque de culturas, de formas de entender el mundo, se da a minutos del final, cuando Trautman logra acercarse a Rambo y evita que mate a Teasle. El comando se quiebra, rompe en llanto e inicia una catarsis que difícilmente libere su alma. Recuerda Vietnam y las misiones que emprendió, pero centra su monólogo en un compañero que voló en pedazos víctima de un pequeño niño que se autoinmoló, un vietnamita que simulaba ser un inofensivo lustrabotas. Rambo libera toda su vulnerabilidad y desnuda la fragilidad de su psiquis, conmovida hasta lo más profundo por eventos que jamás ha logrado comprender realmente. Le reprocha a Trautman el haber sido abandonado, que se lo haya devuelto al mundo “normal” así sin más, esperando que se readapte a una vida que ya no es ni puede ser la suya. Los pocos empleos que consiguió le duraron horas, las personas le son ajenas, la vida civil le parece un sueño más horroroso que las pesadillas sobre las torturas sufridas bajo el Vietcong; pero su fantasma más aterrador resulta el recuerdo del retorno a casa. Rambo rememora a gritos el momento en que fuera recibido por manifestantes anti belicistas, quienes le gritaban e insultaban por haber combatido en dicha contienda. El comando no puede razonar ni entender el cómo sus superiores le inculcaron el sentido del deber y la obediencia —asegurándole que combatió por la patria— mientras que sus compatriotas lo acusan de asesino y traidor. Cualquier similitud con el avergonzado recibimiento que nuestro pueblo les dio a los ex combatientes de Malvinas tras la capitulación, corre por exclusiva cuenta de los lectores. Si bien Stallone nunca ha sido un actor dramático de fuste, y sí —en cambio— un animal cinematográfico puro, esta escena conmueve por su sincera entrega y la verosimilitud que alcanza a imprimirle al drama de su criatura. John Rambo, al menos en la versión de celuloide, está lo suficientemente cuerdo como para entender cabalmente las atrocidades que se le ordenó cometer en combate, y eso lo tortura tanto como lo consume; pero al menos reclama que se comprenda el sacrificio que realizó en nombre de la Nación, que no se lo culpe por políticas que no le pertenecen ni está en su poder cambiar.

            Otro de los aciertos narrativos de Rambo consiste en su formato mismo. Se trata de un western contemporáneo, con un outlaw (un fuera de la ley) luchando por su supervivencia y por el derecho a tener un lugar bajo el sol. El Teasle de Dennehy simboliza al Sheriff autoritario y racista, incapaz de aceptar siquiera la existencia de nadie que ponga en entredicho la “Pax Romana” de su comunidad. El hecho de que Óregon —teatro de la acción— fuera una de las últimas fronteras conquistadas por el hombre blanco en su expansión hacia el oeste, no hace otra cosa que subrayar esa cualidad de western pesimista y violento que ostenta el filme.

             En cuanto a los rubros técnicos concierne, la maravillosa fotografía de esta película  es impactante, utilizando sabiamente los claroscuros que se producen naturalmente en la espesura del bosque montañés. La edición en full HD es una delicia de ver, al punto que el filme parece rodado ayer. La partitura de Jerry Goldsmith, entonces en su mejor momento, es genuinamente perfecta; pasa de la melancolía de apertura a la tensión de la cacería con una naturalidad sorprendente, sin subrayar jamás las situaciones ni ponerse en primer plano. Pero las palmas se las lleva su director, el canadiense Ted Kotcheff, hasta entonces apenas un mediocre artesano más habituado a ilustrar guiones que a enriquecerlos con su propia visión. El natural de Ontario tuvo antes una única película de real valía, la excelente The Apprenticeship of Duddy Kravitz (1974), un drama acerca de un joven que intenta abrirse paso en medio de las tensiones propias de la comunidad judía de Montreal, a mediados de los ‘40s. Protagonizada por Richard Dreyfuss y Micheline Lanctot, estaba basada en la premiada novela de Mordecai Richler, quien también escribió el guión de la cinta. Aunque Rambo está en una sintonía diferente de aquella historia, Kotcheff le imprime al relato su propio ritmo, mantiene a raya los excesos de derecha que Stallone le aportó al guión (ya que fue co guionista, junto a William Sackheim y Michael Kozoll) y —salvo las dos objeciones apuntadas más arriba— jamás permite que la acción se devore al drama humano. Nunca más el director tomaría tales riesgos, cosa para lamentar.

            Y para finalizar, una reflexión acerca de todo lo que vino después de Rambo. Lo dijimos y lo repetimos, First Blood no fue ni pretendió ser jamás un producto que ensalzara el fascismo, el belicismo o la cultura en la era Reagan. Sin embargo le abrió la puerta a todo eso, porque a todos les resultó más fácil interpretarla en sentido de moral individual (típica de la cultura yanqui), en la que un hombre solo y por sí mismo derrota un sistema injusto, restaurando la verdad y la justicia[1]. Algo típico del western, insistimos. Y si no, piensen en A la Hora Señalada (High Noon, 1952, Fred Zinnemann), confeso alegato anti maccartista, en la que todo se resuelve por la acción solitaria (y sin ayuda alguna) del sheriff Will Kane (Gary Cooper). Pero en el filme que nos ocupa eso no es así (como tampoco lo es en la novela de base), ya que el soldado es aislado y combatido por haber participado en una guerra que la cultura “bienpensante” y liberal considera una abominación (y no sin cierta razón, aclaremos). En Rambo la clave de bóveda está en posesión del personaje del Coronel Trautman. El militar entiende cabalmente la tragedia personal y social de su subordinado, pero no se engaña acerca del origen de ese drama. Como lo expresa abiertamente en un par de escaramuzas con Teasle, sabe perfectamente que tanto el gobierno federal como el ejército han errado fiero en lo que respecta a la política sobre Vietnam. Pero también cree que hay que hacerse cargo del error y tratar de corregirlo, cuando menos en lo que respecta a las heridas internas. El comisario, por el contrario, opina que todo eso es basura, y una montaña de basura que le compete sólo a Washington. Ahora bien, esa citada e incorrecta lectura corrompió la correcta comprensión del filme y sirvió de excusa a una andanada de cintas reaccionarias, bien sintonizadas con el clima de época —bipolar y militarista— que acabó por amainar a causa de la obscenamente estúpida calidad de sus guiones y la obviedad de sus “mensajes”.
Póster coreano del film
  La inauguración del movimiento —lo repetimos— estuvo a cargo de Rambo: First Blood Part II. Nótese como el productor, Buzz Feitshans, altera nada sutilmente el título del filme al que pretende clonar, anteponiendo el apellido del antihéroe al nombre original. Ahora importa Rambo, el super comando, el ideal americano de derecha por antonomasia. Nada de “Primera Sangre” y las sutiles evocaciones que ese título comporta. Y como Stallone mismo era y es un afiliado al partido Republicano, por entonces un fanático de la administración Reagan, le imprimió a sus subsiguientes filmes (especialmente los escritos por él) toda la carga de su chauvinista visión de la política, tanto interna como —sobre todo— externa. Rocky IV, esa inmunda imitación de cine que enterró por completo los méritos del filme original (ganadora de 3 premios Oscar, entre ellos mejor película de 1976 y mejor director, John G. Avildsen), es el ejemplo cabal de este infantil —aunque peligroso— intento de utilizar el cine como vehículo ideologizante y propagandístico. Pero como pretendimos demostrar hasta aquí, Rambo —el filme primigenio— recupera felizmente (y gracias al tiempo transcurrido) las muchas virtudes que lo impregnaron originalmente, tantas como para sorprendernos a nosotros mismos y motivarnos a realizar esta review, que pueden creernos, no estaba en nuestros planes. Si tienen algo de tiempo y desean sorprenderse tanto como entretenerse, siempre con espíritu abierto y libre de prejuicios, Rambo les hará pasar un muy buen rato. No es poco.-




[1] Tanto es así, que poco después de su estreno en Argentina (ocurrido en el invierno del ’83), el conspicuo dirigente de la derecha peronista Guillermo Patricio Kelly la tomó como emblema de una supuesta guerra personal contra los “Servicios”, los que según él obstaculizaban el futuro proceso electoral (30 de octubre del ’83). Durante toda la primera mitad del gobierno de Alfonsín, Kelly se autotitulaba “Rambo”, luchando contra una fantasmal izquierda peronista que nadie acertaba a ver. Su figura se fue opacando tanto como su pretendido apodo, de modo que acabó como una triste parodia de sí mismo, apenas asustando a Mirtha Legrand cada vez que esta lo invitaba a su mesa, dado que solía sacarse una pistola 9 mm de la cintura y de inmediato la posaba en la mesa, para máximo horror de la diva de los Almuerzos.-

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