La Hora del Espanto: Un Viaje nostálgico a la Matinée de los Sábados


por Leonardo Tavani

Calificación: Excelente ★★★★★

 

La Hora del Espanto (Fright Night) EE UU, 1985.

Dirección y guión: Tom Holland – Fotografía: Jan Kiesser – Música: Brad Fiedel - Diseño de Producción: John DeCuir - Elenco: Roddy McDowall, Chris Sarandon, William Ragsdale, Amanda Bearse, . – Columbia Pictures, 105 min.-

            Juguemos a “El Túnel del Tiempo”. Pero no solo juguemos a viajar por él, sino a marcar las diferencias en el espejo que se halla a ambos lados del túnel temporal. Porque la magnífica película que vamos a reseñar (y que ustedes ya saben será apenas una excusa para hablar de otros temas conexos) tiene remake bien nuevita y a puro efecto digital, así que podremos divertirnos con el jueguito de las siete diferencias. 
       

La Hora del Espanto /Fright Night  (1985) es un homenaje a los thrillers de horror de la británica Hammer Film Productions, esa mítica compañía productora que reinó por cerca de 20 años en el campo del terror gótico y el suspenso. Convirtió en estrellas a actores como Christopher Lee, que estaba en sus comienzos cuando rodó The Curse of Frankestein (1957, Terence Fisher), o redefinió la carrera de otros ya famosos, caso Peter Cushing, que desde entonces quedaría definitivamente asociado al género de horror. Pero esta cinta también se trató de una sátira aguda a los filmes de y para adolescentes, tan en boga desde mediados de los ‘70s, inundados de lugares comunes y carentes de creatividad. El director y guionista Tom Holland venía masticando este proyecto desde hacía años, y si bien deseaba dirigirlo, ya lo había ofrecido antes —sólo como guión—a varios estudios, cuando todavía no había debutado tras las cámaras. Nadie se lo aceptó. Era demasiado ácido, le pegaba buenos golpes a la industria y se burlaba de un género amado por los dividendos que generaba. Finalmente fue aprobado en Columbia, ese Estudio que siempre apoyó proyectos poco comunes y que otros rechazaban. Faltaban algo más de seis años para que la empresa cayera en las garras de Sony, que la convirtió en la patética factoría de imbecilidades que es hoy día. Evidentemente, sus ejecutivos (que por entonces aun eran gente de la industria, y no meros contadores) entendieron el potencial de la historia tanto como la necesidad de producirla a toda orquesta.
 

       La Hora del Espanto fue una producción costosa, incluso rodada en PanaVisión (cosa menos frecuente en los ‘80s), que contó con la inestimable colaboración de Richard Edlund para crear tanto los efectos visuales como las máscaras y el maquillaje, que aquí lucieron como nunca. Las transformaciones faciales del vampiro resultan escalofriantes y realistas, adjetivo peligroso para aplicar en estos casos, pero que en esta ocasión calza al dedillo. Pero lo mejor del film radica en los climas sugerentes, su ambientación y la magnífica partitura de Brad Fiedel (The Big Easy, 1987; The Accused, 1988), que enmarca pero jamás subraya. La secuencia del callejón, donde cierto personaje será atacado y convertido por Dandridge, es una muestra clara de lo que decimos. Ritmo, iluminación, atmósfera y montaje se asocian para redondear una escena perfecta, que no requiere de ningún efecto óptico. Y aquí tenemos los primeros aspectos que podemos utilizar para nuestro “juego” de espejos, el de la factura visual y el recurso a los F/X. El filme original, este que nos ocupa, jamás abusa de ellos; antes bien, se muestra renuente a echar mano de ellos. Únicamente se apela a su concurso cuando el relato lo requiere expresamente y es absolutamente necesario, sin cederle jamás la preeminencia ni el protagonismo. Por caso, Poltergeist (1982, Tobe Hooper), una muy buena peli del género, utiliza los F/X a cada rato y sin pudor alguno, aunque debemos aclarar que ello no significa demérito alguno, ya que la cinta producida y co escrita por Spielberg —repetimos— es muy sólida y efectiva. Simplemente queremos mostrar como Holland evita esclavizarse ni subordinarse a ellos, redondeando una historia verdaderamente divertida en su primera mitad (cuando la comedia de calidad se filtra en las tribulaciones de Charley), y aterradoramente escalofriante en su segunda parte, una conclusión verdaderamente de antología.


            La remake de 2011 sencillamente abusa de la tecnología digital, parece un videogame mal producido y basa toda su efectividad en la pirotecnia visual, sin un genuino diseño de producción artísticamente pergeñado. Lo mismo pasa con la ciudad y el barrio de Charley. Si en la original asistimos a una inteligente creación en estudios, estéticamente atrapante y parte indispensable de la narración, en la nueva versión se hecha de menos dicha fortaleza, presentando una urbanización chata y sin magia, que no atrapa visualmente ni involucra al espectador en los eventos que allí se suceden. La ambientación es tan fría como el filme mismo, apenas un escenario de pacotilla para que se luzcan los efectos digitales que se le sobreimprimen. En el apartado de la partitura original tampoco hay nada para rescatar, apenas lo de costumbre en estas producciones actuales. Lo que más nos interesa, sin embargo, está en el rubro actoral, y hacia allí vamos a continuación.
El director Holland en el centro y McDowall observando el rodaje

             Ustedes tal vez no recuerden a Chris Sarandon. Al menos no lo tienen tan presente como a Colin Farrel. Sarandon es un sólido actor de carácter, formado en el teatro, que está por cumplir 76 años este 24 de julio próximo. Muy jovencito, cuando se iniciaba en el off Broadway, conoció a una compañera de la que se enamoró y con la que se casó. Se llamaba Susan y de inmediato adoptó el apellido de su esposo como nombre artístico. Eran demasiado jóvenes y se separaron muy pronto, pero en muy buenos términos, de modo que ella siguió siendo —sencillamente— Susan Sarandon. Chris no obtuvo el prestigio que su ex ha cosechado a través de los años, pero sigue siendo un intérprete de calidad y una apuesta segura para cualquier rol que requiera inteligencia y compromiso. En cambio, y a pesar de la publicidad que siempre gira a su alrededor, Colin Farrel se ha destacado más por los excesos químicos y etílicos de su errática conducta que por sus cualidades actorales. Bien conducido (o sea, a latigazos) cumple con su cometido, pero poco más. Cuando se lo deja librado a su olfato interpretativo surgen los problemas propios de alguien que suele obturar su nariz con otras sustancias. Bien, aquí tenemos otra gran (enorme) diferencia entre “La Hora del Espanto” 1985 y su abominable remake. Sarandon se regodea en su papel, un vampiro seductor y sofisticado llamado Jerry Dandridge, al que le aporta carisma, un humor ácido y negrísimo, y una espeluznante aura de peligro cada vez que la acción lo requiere. Su presencia llena la pantalla, se adueña del rol y nos lo hace creer y padecer. Farrel, en cambio, se esmera en recordarnos que está allí únicamente por los dólares, sus apariciones en escena resultan tan terroríficas apenas como lo permiten los excesivos efectos digitales y su capacidad de seducir a la platea es tan efectiva como un petardo mojado. Se hace el malo cuando se lo pide el guión, pone carita de sexy cuando debe seducir a alguna chica, pero su Jerry Dandridge resulta tan memorable como lo sería el delfín Flipper interpretado por una sardina.


            Luego tenemos a nuestro héroe adolescente, el atribulado y asustado Charley Brewster. William Ragsdale le aportaba gracia, encanto y verosimilitud. Su personaje es un hijo único que vive con una madre permisiva, más deseosa de conocer un hombre que de ponerle límites a su vástago. Fanático de las pelis de terror, y muy especialmente las interpretadas por su ídolo Peter Vincent, Charley se debate entre debutar con su novia Amy o espiar a su nuevo vecino, al que pesca en plena noche introduciendo un ataúd por el sótano. Sus tribulaciones resultan creíbles, Charley reacciona como cualquier pibe de 15 años y mete la pata con adorable ineptitud. El trágicamente fallecido Anton Yelchin (Chekov en la nueva saga Star Trek), verdaderamente un buen intérprete, tiene que luchar con un guión que lo muestra más inteligente, más vivo, más astuto y más lleno de recursos que el promedio. Está bien que los chicos de hoy están mucho más sobre estimulados y llenos de información que los de los ‘80s, pero al fin de cuentas un pibe es siempre un pibe, y no MacGyver mezclado con James Bond. Acá el problema es del mediocre guión, no del malogrado actor.
El director y su estrella en un alto del rodaje

            Y por fin llegamos a la joya de la corona, el personaje que realmente engalana esta magnífica película: Peter Vincent, matador de vampiros. El rol es una auténtica delicia y verlo en la piel del genial Roddy McDowall (The Loved One, 1965, Tony Richardson/ Planet of the Apes, 1968, Franklin J. Schaffner) se convierte en una experiencia memorable. El inglés se burla de sí mismo y de cuanto actor encasillado ha existido, y le aporta a su criatura una infinita ternura, un sentido anticuado de la dignidad y un disimulado patetismo que lo convierten en un personaje rico en matices y profundamente humano. Héroe de viejas cintas de horror clase “B” en las que cazaba vampiros a mansalva, Vincent languidece en un canal de cuarta y a la medianoche, presentando sus propias películas y con tan poco rating que es despedido apenas arranca la historia. El primer contacto entre él y Charley, a la salida de la emisora, es de antología. Uno de los parlamentos de Vincent parece escrito esta mañana. Le dice al chico: “los jóvenes de hoy no tienen paciencia para los vampiros. Si así fuera yo aun tendría empleo. Ustedes solo quieren ver cuchilleros enmascarados que cercenan cabezas y destripan personas.” Claro, Charley no solo cree en vampiros, sino que acaba de ser amenazado en persona por uno. No está tan loco como para no diferenciar ficción de realidad, pero acude a Vincent porque en su razonamiento (ingenuo, pero no exento de lógica) éste lo sabe todo acerca de los vampiros. ¿Quién mejor para ayudarlo? Por cierto, McDowall brilla en cada momento; nos muestra a un viejo actor fracasado, olvidado por la industria y que ni siquiera consigue que le pidan un autógrafo, un hombre gastado, falto de fe en la vida y descreído de todo. La ambientación de su viejo apartamento es perfecta.
Vincent vive rodeado de memorabilia de viejos filmes propios y ajenos, aferrado a un pasado que se le ha escurrido entre las manos. La genialidad del guión y a la vez de la actuación del actor, consiste en lograr transmitir —incluso a los jóvenes— la desazón de ese personaje, el peso de los años estériles que carga sobre sus hombros. En la remake el rol recae en un talentosísimo actor igualmente británico, David Tennant. El interpréte, uno de los más queridos protagonistas de la mítica serie Dr Who, tiene que lidiar con un problema parecido al de Yelchin. Está genial como un mago tipo Copperfield  pero en versión destroyer, falopero, sexópata, chapucero, narcisista y casi demente. Irreconocible, Tennant se hace con el rol y le da vuelta y media, lo vuelve simpático y consigue atraer todas las miradas de la platea sobre él. Pero aun así es poco; la idea no es mala, pero la ejecución es chapucera y efectista. Su Vincent falla primero en el papel, porque está escrito como una macchieta burda y excesiva, a pesar del talento que el inglés despliega luego en pantalla. Por otro lado, no hubiera estado de más cambiarle el nombre al personaje, porque en la cinta original —que Tom Holland escribió además de dirigir, lo recordamos— se pretendió homenajear explícitamente a los actores Peter Cushing y Vincent Price, de los que Holland era fan confeso, pero el personaje que ahora le escribieron a Tennant no tiene nada que ver ni con el espíritu ni con la personalidad cinematográfica de aquellos míticos intérpretes británicos.


            La Hora del Espanto no ha envejecido ni un segundo. Al reverla para este artículo, en full HD y en una amplia pantalla, sorprende la contemporaneidad general que la impregna. La acción arranca desde el inicio mismo, el ritmo es incesante, los diálogos resultan precisos e inteligentes, las respuestas y las acciones de los personajes se ven naturales y creíbles y el tono integral del filme es coherente y subsidiario de la historia que pretende contar. Tal vez alguien que no haya vivido los ‘80s pueda advertir los cambios en la moda, más que nada en los personajes femeninos, pero con el boom actual de Stranger Things puede que incluso eso pase desapercibido. Si alguien se pierde una gran película porque acaso el vestuario le parece anticuado, mejor cerramos y nos vamos a casa. Sin embargo, y por oposición, la nueva versión se parece a todas las otras producciones videocliperas que dominan el mercado actual, una más de esas que convocan a adolescentes ávidos de pochoclo, lentes 3-D y smartphones funcionando a toda máquina. Cuando termina, pueden creerlo, uno ha olvidado todo lo que vio apenas un segundo antes. Es tan efímera como el pronóstico del tiempo. Nuestra Hora del Espanto, en cambio, ha crecido con los años, puede muy bien servir para enseñar cine en las academias actuales (que buena falta les hace a varios “cineastas”), y se yergue como un entretenimiento de calidad, inteligente y audaz, capaz de sumergirnos en un microcosmos tan creíble como fascinante, algo que estamos perdiendo a paso firme.
Que ironía —y vaya si es una ironía— que la secuela de la versión 2011 sea bastante mejor peli que su predecesora. Porque apenas dos años después se estrenó la continuación (¡cuando no!) —rodada en Rumania y de notorio bajo costo— una cinta sorprendentemente aceptable, más limitada en ideas y abiertamente de Clase “B”, y quizás por eso mismo mucho más divertida y desfachatada. Si Fright Night 1985 homenajeaba y reversionaba las películas de matinée y bajo presupuesto, ella misma debía contar (como lo hizo) con un presupuesto mayor y una amplitud de recursos indispensable para elevar esas viejas historias por sobre su propia naturaleza y destino. Tom Holland y su equipo lo lograron. Su gran producción recreó un género, lo revitalizó y le dio estatus de culto para con el público masivo, y no tan solo para los guetos de fans caracterizados. Por el contrario, la versión 2011 —aunque a toda orquesta— falló en recapturar esa magia y darle un nuevo impulso. Pero su propia secuela, que se filmó casi pidiendo permiso, se convirtió ella misma en una de esas producciones berretas de los ‘60s, lo que la acercó —paradójicamente— al espíritu del filme original, resultando así un producto pochoclero muy divertido, simpático y eróticamente atrevido a la vez, casi  casi como aquellas viejas pelis de la Hammer en las que se paseaban pulposas vampiras en tetas y los chorros de sangre se parecían sospechosamente al ketchup Hellmann’s.


            El filme original tiene todavía mucha tela para cortar. Habla de la necesidad de la fe, pero no de la religiosa, sino de la fe en uno mismo, esa que Peter Vincent reconquista para poder enfrentar a sus propios demonios, que esta vez tienen el rostro de un vampiro real. La muerte de cierto personaje, un rechazado por la sociedad que se entrega a Dandridge más para pertenecer a algo que por maldad alguna, es también uno de los puntos altos de la película. El rostro de McDowall (Vincent) revela una piedad infinita, mezclada con un horror profundo que revela su cabal comprensión acerca de la tragedia personal del moribundo, algo que lo conmueve tan íntimamente como para trastocar toda su escala de valores. Su enfrentamiento final con el amo vampiro se basa en esta trascendental experiencia que lo redefine como ser humano. Aquí el simple mito del vampiro humano se convierte en una aguda metáfora acerca de las opciones morales que se nos presentan en la vida, y en cómo las resolvemos. La remake, lamentablemente, no hace otra cosa que evitar por completo cualquier subtexto que pudiera enriquecer su visionado, perdiendo una oportunidad magnífica para ello.
una de las geniales máscaras de Richard Edlund

            Así entonces, a no esperar más. Está allí en la web, aguardándolos. O disponible para venta directa. O como más les guste obtenerla. Pero no pierdan ni un segundo para verla. La Hora del Espanto recupera un placer íntimo y sin culpas, como el del niño que se regodea metiendo la mano entera en la lata de dulce de leche, aunque esté enchastrado hasta los pies. Cuando perciban las descargas suplementarias de adrenalina que su visionado les produzca, se habrán convencido de que no exageramos ni un poquito. Como este crítico suele exclamar, bromeando a dúo con uno de sus más grandes amigos, “¡Películas como esta, NO SE HACEN MÁS!”.-

             

           

           

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