por Leonardo Tavani
Calificación: Excelente. (★★★★★)
Sirens
(Sirenas).
Australia/Gran Bretaña, 1994. 94 min.
Dirección
y Guión: John Duigan. Fotografía: Geoff Burton. Edición: Humphrey Dixon. Música: Rachel Portman. Elenco: Hugh Grant, Sam Neill, Tara Fitzgerald, Elle MacPherson, Portia de Rossi, Pamela Rabe y Mark Gerber.-
Estrenada
en Argentina el jueves 2 de Marzo de 1995.-
¿Cómo puede
caber tanta magia en apenas 94 minutos? ¿Cómo se hace para entregar tal intensidad
sensorial, tanta apabullante belleza? ¿Cómo se alcanza a hablar de tantos
tópicos profundos diciendo tan poco y sugiriendo tanto? ¿Cómo puede uno
enamorarse así, tan perdidamente, de un filme esplendorosamente pícaro como
éste? Se puede, pueden creerlo. Se puede, porque en ciertas ocasiones, cuando
los astros y las hadas del arte así lo quieren, todo confluye providencialmente
para crear una obra mayor; una capaz de movilizar el deseo, la imaginación y la
pasión. Acompáñennos a recuperar el amor incondicional por el cine, por ese
cine que transforma y moviliza, ese cine que nos provoca y nos hace cosquillas
en el deseo. Esta vez resultará muy fácil, porque Sirenas une en místico
matrimonio a Eros y Afrodita, y los resultados no pueden menos que encender
hasta las piedras. Pasen y gocen, todo está permitido.
Anthony Campion
(Hugh Grant) es un joven y ambicioso ministro anglicano —pretendidamente
progresista—, recientemente casado con Estella (la bella y talentosa Tara
Fitzgerald), una esposa todo lo seria y modosita que puede esperarse de alguien
en su posición. Estamos en pleno período de entreguerras, la moral y la
rigurosa ética post victoriana todavía no permiten las libertinas herejías que
Norman Lindsay (1879-1969) plasma con irreverente ironía en sus lienzos. Artista
plástico australiano, novelista, ensayista y periodista (e incluso escritor
infantil), fue un personaje fascinante y siempre polémico, anticlerical
empedernido y hombre de izquierdas. Su figura, en la piel de Sam Neill, es la
única basada en la realidad histórica. Esa y sus cuadros, cedidos por sus
herederos para el filme. El resto es una deliciosa fábula erótica acerca del
auto descubrimiento, la hipocresía cultural y religiosa y la intrínseca
libertad del deseo.
Campion es comisionado
para intentar convencer a Lindsay de que
retire su controvertido cuadro “La Venus Crucificada”, que está a
punto de exponerse en el Museo Británico en la que será la primera muestra dedicada
al artista. El lienzo, una bellísima orgía plástica que presenta —entre otras
lindezas— a una cruza de Venus con la
virgen María crucificada, con sus senos al aire y gozando de los placeres de la
carne, es objeto de la mayor controversia. Una vez arribado a Australia, donde
tomará posesión de una importante vicaría, Campion deberá desviarse hasta la
finca de Lindsay, ubicada en la increíblemente bella región de las Montañas
Azules, para abocarse a la delicada misión. Apenas arribe a esta tierra
salvaje, detenida en el tiempo, el clérigo se verá sometido a pruebas que
amedrentarían al más pintado. Desde las tres modelos de Lindsay, que andan por
ahí en cueros y sin prejuicio alguno (a las que suele sumarse la propia esposa
del pintor, igualmente suelta de ropas), pasando por las agrias discusiones
ideológicas con el anfitrión —que dejan al pobre Campion casi siempre sin
argumentos y al borde del colapso— hasta la curiosa ocasión en que descubrirá a
su esposa jugando a las muñecas, si es que por muñecas entendemos a las ya
mentadas e infartantes modelos, quienes desde la llegada del matrimonio han
querido introducir a Estella en los placeres sáficos. No hay caso, por muy
progresista que se pretenda, el sufrido pastor se las verá negras para
conciliar sus rígidas ideas, escapar de la excitación que lo embarga cada vez
que asiste a las sesiones de pintura, o aceptar la extraña y no menos
sorprendente realidad, que su atildada mujercita esconde a una sirena bien
capaz de invocar al deseo.
El astutísimo guión
del director, John Duigan, centra el eje del relato precisamente en el
personaje de Estella Campion, y ello no es en absoluto arbitrario. Porque por
un lado tenemos a un grupo de mujeres maravillosamente libres, que se conocen
cabalmente a sí mismas y por ello mismo rehuyen el rol que la sociedad pretende
asignarles; mujeres que despliegan toda la fuerza animal de su género y se
entregan a Eros con primitiva simpleza, manejando a los rústicos hombres del
pueblo como a títeres y mostrándose siempre orgullosas de su condición. Por el
otro, encontramos a una dama pretendidamente refinada y educada, pero que en
realidad se halla encorsetada por la cultura, la sociedad, la religión, e
incluso por lo que percibe que su marido espera de ella. Una mujer, de hecho,
que no se conoce a sí misma, a la que se le ha prohibido indagar en su propia
feminidad. El choque entre ambos universos solo puede causar una conmoción de
proporciones bíblicas, pero eso sí, una colisión toda lo discreta que se puede
permitir una very british Lady.
Estella se siente molesta por absolutamente todo, desde los animales que se
pasean con indiferente libertad por la finca (algunos muy adorables, otros
verdaderas alimañas que nadie querría ver reptar sobre su cama), los dardos envenenados
que le dispara Lindsay (quien percibe mejor que nadie a la verdadera mujer que
se esconde tras la esposa remilgada), la juguetona desfachatez de las modelos y hasta por el
paisaje mismo, que si a cualquiera podría enamorar, a ella le causa fiebre.
Pero las cosas irán cambiando con la misma parsimonia que impone esa naturaleza
salvajemente virgen, que despliega su atávica influencia en todas las personas
y por supuesto en la propia Estella.
El filme contiene
momentos de una magia avasallante, que intoxica los sentidos. El baile nocturno
de las hadas, por caso, es uno de esos intensos y memorables pasajes que dejan
a una obra como esta grabada en el alma de los espectadores. No arruinaremos
dicha magia contando de qué se trata: hay que verlo. Las cenas familiares, por
otra parte, resultan otra fiesta visual y auditiva. Desde la primera noche,
cuando una mano curiosa y juguetona toquetee a la atildada esposa del ministro,
desfilarán ante nuestros ojos sucesos tan poco comunes como deliciosos. Las
pequeñas niñas Lindsay se pasean siempre bajo la enorme mesa familiar,
regodeándose en el erótico submundo que allí habita, inframundo pletórico de
manos, pies y caricias clandestinas. El artista goza con vapulear a su
invitado, al que no cesa de enrostrarle la hipocresía de su iglesia, la
sociedad, la cultura toda y cuanto otro
tópico amargue a Campion. Este pretende mostrarse siempre canchero y
progresista, al punto que se la pasa pidiendo que lo llamen Tony y evita todo
mal comentario acerca de sus desnudísimos huéspedes, pero tanta familiaridad no
logra esconder jamás la evidente contradicción que su propia condición
representa: es miembro y representante de una institución que condena sin
embagues ni miramientos todas las conductas que Campion trata de conciliar.
Duigan se hace un festín mostrándonos esas mismas contradicciones en las
propias habitaciones del matrimonio. Cuando, por ejemplo, logran sentirse lo
suficientemente cómodos como para tener sexo, nuestro perverso director nos los
muestra patéticamente anticuados y remilgados. El coito entre ambos causa más
pena que risa, y el espectador no puede menos que comprender el por qué del
sutil y progresivo abandono de Estella a la voluntad de las chicas, quienes
serán las musas que la conduzcan al propio descubrimiento.
Sheela, Giddy y
Prue son mucho más que simples modelos. Representan las musas del deseo, el
conocimiento y la libertad. La Top Model
Elle MacPherson, que por entonces deseaba vivamente dedicarse a la actuación,
entrega una Sheela vital y magnética, un duende travieso y lujurioso que
envuelve a la pacata Estella con su intensa carnalidad. Portia De Rossi es la
pudorosa Giddy, algo menos desfachatada que sus compañeras, reprochándoles
siempre sus lésbicos jueguitos. Está enamorada de Devlin, el misterioso,
silencioso y en apariencia ciego colaborador de Lindsay, al que desea
intensamente pero teme encarar. Ella será la causante involuntaria de una trampita
que sus amigas le tenderán a Estella, la primera de varias destinadas a
despertar la hembra interior de la pudorosa esposa del ministro. Y por último
tenemos a Prue, que jugada por Kate Fischer resulta tan tentadora como
caprichosa, una fuerza erótica que se adivina incapaz de ser contenida ni
redimida por ningún amor estable. Ellas son, repetimos, no solo musas, sino
hadas; y además de hadas, Virgilios.
Porque al igual que el latino poeta, que guiaba a dante por Infierno y
Purgatorio, las chicas conducen a Estella por su propio viaje interior; serán
sus amantes y maestras, y también sus perversas diablillas, bien capaces de
ponerla en una alambicada situación, una que ayudará a resolver Devlin, otro
personaje que se las trae, quien bajo su eterno silencio oculta más de una
sorpresa.
Pero si esta
historia tiene el poder que efectivamente despliega, no es sino por la
magnífica presencia de Sam Neill. Ese gran actorazo, capaz de cualquier
transformación, toma a su Norman Lindsay por los hombros y lo rehace a su
antojo, jugando con él pícara y sibilinamente. Parece ser una especie de
travieso dios Pan, gozoso en observar a sus carnales criaturas, insidioso y
taimado, pero a la vez carente de rencor y siempre dispuesto a perdonar la
hipocresía ajena. Sin él, estas formidables mujeres no serían quienes son, porque
su personaje las ama tanto y las respeta de tal modo, que estimula el
florecimiento de cada una de ellas. Cuando las retrata —y el director ilustra
esto con brillantez total— Lindsay no les quita nada, sino al contrario, las
empodera. Palabreja horrible, pero ajustada a lo que sucede en pantalla. Cuando
la propia esposa del artista está posando desnuda frente a él y junto a las
demás modelos, está claro que la supremacía está de su lado; el poder femenino
que irradian resulta intoxicante. Tal vez por ello Campion se turba tanto
cuando debe hablar con el artista en medio de dichas sesiones, porque es
incapaz de sobreponerse a la poderosa energía que lo golpea en el centro mismo
de su androcéntrica educación.
Y ya que lo
mencionamos, resulta imposible obviar el talento cómico y el perfecto timing de la performance de Hugh Grant.
Su Anthony Campion es un dechado de contradicciones arropadas en perfectas
intenciones, un hombre que aparenta total control de sí mismo y de la
situación, pero que se convierte en un neurótico de manual apenas se le escapan
las cosas de sus manos. Sin un guión tan perfecto como este y un director tan
espléndidamente talentoso como Duigan, el clérigo de Grant podría haber
resultado no solo insufrible, sino apenas una macchieta, un arquetipo sin alma. Pero entre actor y director se
las ingenian para darle genuina carnadura a esta criatura que se las apaña para
aceptar la nueva realidad que se abre bajo sus pies. La escena final, en el
tren hacia Victoria, lo muestra dispuesto a asumir que un matrimonio puede —e
incluso debe— mantener un cierto
misterio entre los cónyuges. Y claro está, Tara Fitzgerald no solo resulta el
mejor partenaire para Grant, sino que
se las ingenia para cargar con gran parte de la fuerza del relato. En ese
momento (1994), la actriz portaba una sorprendentemente amplia trayectoria en
los escenarios ingleses pero casi nada de experiencia cinematográfica, sin
embargo se adueñó por completo del personaje, al que dotó de humanidad,
carnalidad reprimida y finalmente feminidad conquistada. La química con su
coestrella resultó tan buena que apenas al año siguiente se los emparejó de nuevo,
en la deliciosa comedia “El Inglés que Subió a una Colina pero Bajó
de una Montaña”, escrita y dirigida por Christopher Monger.
Antes de finalizar,
unas pocas palabras acerca del talentoso director de este magnífico filme.
Nuestras alabanzas para con su trabajo no carecen de base; al contrario, toda
su trayectoria anterior a Sirenas confirma su talento y la
bien ganada condición de autor, que a muchos se le adjudica
pero pocos merecen. John Duigan nació en Inglaterra en 1949; sus padres eran
australianos y antes de retornar a la patria con el muchacho vivieron un tiempo
en Malasia. Se graduó en Historia y Filosofía por la Universidad de Melbourne y
muy pronto descubrió su vocación por las artes escénicas, las que cultivó en el
departamento de Drama y en el Taller Audiovisual de dicha Universidad. Incluso
trabajó como actor antes de dedicarse a escribir y dirigir. Desde sus primeros
filmes mostró una inclinación por historias intimistas, tales como los
problemas de la asimilación cultural (Flirting, 1990 / Mouth
to Mouth, 1978), las contradicciones entre la vida privada y la pública
(The
Trespassers, 1976) o la compleja relación entre un ex activista ahora “aburguesado” y una drogadicta (The
Winter of our Dreams, 1981). Autor de absolutamente todos sus guiones
hasta entonces, Duigan lideró lo que se conoció como la New Wave australiana,
conformada por directores que, como él, surgieron de la generación post Vietnam
y evolucionaron temáticamente a partir de las inquietudes de los años ‘60s.
Sirenas
es una película sumamente especial, sublime y deliciosa (cosa que esperamos
haber demostrado hasta aquí), pero que requiere de una aclaración indispensable
antes de su visionado: no es una cinta en absoluto obsesionada con el sexo ni
con la transgresión. Toda crítica y comentario puede tal vez sugerirlo, pero
sería una falacia creerlo. Su historia, precisa y ajustada, trata sobre el
deseo, la libertad interior, el respeto debido y a la vez el misterio necesario
entre esposos, la indispensable libertad creativa y —cosa importantísima— un
canto de amor al género femenino, una declaración de principios acerca de su
fuerza vital. Porque este Lindsay de la ficción sabe muy bien que la fuerza que
mueve el mundo es la femenina, y tanto sus cuadros como sus pequeñas diabluras
están destinados a despertar la sirena, la amazona interior de cada mujer a la
que intenta tocar con su obra. Y Lindsay es Duigan, un director que ama a sus
criaturas tanto como para obsequiarles con ese intrigante y espléndido plano
final, onírico y simbólico a la vez, ese que nos muestra a todas estas mujeres
bravas, estas sirenas inolvidables, desnudas y llamándonos desde un risco de
las Montañas Azules. Al cabo de ver Sirenas no se puede menos que aceptar su
invitación. En sus brazos está la verdad, el gozo y la pasión. Que no nos pase
de largo.-
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