por Leonardo Tavani
Introducción Necesaria
Todo comenzó con
los hermanos Lumière, allá en la Francia de la Belle Époque, cuando París se
enorgullecía no solo del arte y las letras sino de las luces de la ciencia y la
razón, cuando la Exposición Mundial de 1889 presentaba la monumental torre que
aún hoy simboliza la potencia emprendedora del ingobernable espíritu humano. Y
durante un tiempo fuimos felices, gozosos de asistir a una sala colmada de
personas ávidas de emociones, deseosas
de verse reflejadas en la pantalla, dispuestas a soñar con esas fantasmagorías
arropadas en claroscuros. Por un módico precio, por apenas unas monedas, se
podía escalar el Kilimanjaro hasta hundirse en sus nieves eternas, remontar el
Ganges para llegar hasta el Punjab, sentir que besábamos a Maureen O’Hara y que
sus labios nos envolvían en la
oscuridad. No cabe duda, éramos felices.
Pero un buen día
nos arrebataron esa felicidad. Desapareció de un plumazo. Y el golpe provino de
Francia; como una irónica devolución de gentilezas, como si quisieran hacernos
pagar por no ser ellos los creadores de esa aceitada máquina de sueños que era
Hollywood. El mazazo se llamó André Bazin; y Cahiers du Cinèma; y la teoría del Cine de Autor; y el cine como
Arte; y Gilles Deleuze con “La Imagen-Tiempo” y “La Imagen-Movimiento”; y las vanguardias,
y las contra-vanguardias y bla, bla, bla, bla...!!!! A partir de entonces la
magia se acabó, porque se transformó en elaboradas teorías acerca de la “visión del mundo” del director, de la
virtud de la puesta por sobre el montaje, o de cómo encajar toda la historia de
la filosofía occidental en apenas 35 mm
y en TechniColor. No deberíamos ser
injustos, sin embargo: algunas muchas
cosas buenas surgieron de allí. Incluso maravillosas. Desde Truffaut
hasta Visconti, de Godard a Rossellini, de un Resnais a un Chabrol. Pero
también es cierto que aunque L’eclisse (El Eclipse, 1962) sea una gran película acerca de la alienación
moderna (y sobre el inocultable vacío del amor), se requieren dos litros de
café para verla. Antonioni fue un genio, quien lo duda, pero no siempre nos
tenía en cuenta; incluso en ocasiones parecía ignorar por completo que ciertas
personas pagaban por una entrada. Los verdaderos artistas no se fijan en
minucias.
Pues bien, si se
preguntan por el motivo de esta introducción (y de la deliberada polémica que
pretende despertar), la respuesta se halla en la esencia misma de nuestro
objeto de análisis. Es que si pretendemos hablar de Casablanca tenemos que
viajar al pasado, antes de la intelectualización académica del cine —antes de contaminarlo con semióticas y
ontologías— para poder explicar el
verdadero motivo por el cual ella es la
mejor película de la historia del cine mundial. Incluso por encima de El
Ciudadano (Citizen Kane,
1941; Orson Welles). Casablanca es hija de su tiempo, de
su cultura y geografía, y por sobre todo del sistema de producción de la Warner durante los años ‘30s y ‘40s. Sin
este ingrediente fundamental jamás hubiera existido, o habría sido una cosa
completamente diferente. Es un producto genuinamente norteamericano, atento
tanto a la taquilla como a la calidad, pensado para colmar una sala —eso es
cierto— pero a la vez concebido para hipnotizar a esa misma platea y colmarla
de placer. Aunque pueda ser un placer amargo; que la vida imita al arte, y
nunca al revés.
Casablanca y la teoría del Cine de Autor
Alfred Hitchcock,
uno de los mejores directores de la
historia del cine y el maestro del suspenso por antonomasia, declaró alguna vez
—luego de que le preguntaran por el sitio que ocupaba el cine en el panteón de
las bellas artes— que el cinematógrafo “se trataba únicamente de 400 butacas por llenar”. Ácido y corrosivo como
siempre, el Maestro odiaba los reportajes tanto como la banalidad de sus
preguntas, así que en esa ocasión respondió como el mismísimo Satanás lo
hubiera hecho, con una verdad a medias. Hitchcock les estaba recordando a todos
que el cine se aleja por completo de la esencia idealista de las artes plásticas. Es fruto de un desarrollo
tecnológico puro y duro que derivó en una sorprendente forma de narrar
historias, alejada por completo de la literatura pero a la vez complementaria y
subsidiaria de aquella. Sin su estructura industrial (técnica y comercial a la
vez), el cine no existiría en absoluto. El pintor o el escultor pueden crear
independientemente de su éxito comercial. Pueden vivir y morir ricos o pobres,
da igual; y no requieren de nadie más para ejercer su arte. El cine es otra
cosa: ni siquiera es fotografía pura, aunque necesitó de ella para existir. No
puede ejercerse en soledad ni puede prescindirse de una base monetaria sólida
para su realización[1].
Por eso no puede analizarse con el calculado
idealismo de la escuela francesa posterior a Bazin. La cinematografía es, sencillamente, una tecnología
narrativa (audio)visual basada en la
imitación bidimensional de la vida real —con carácter tanto estético como derivativo— siendo dicha narración de carácter dual:
documental/testimonial o ficcional. Adquiere rango artístico merced a dos
factores: el mérito personal de cada artesano
que participa en su realización —y claro está, del guía que coordina con su
criterio personal a todo el equipo—, y a
la magnífica posibilidad de sugerir, relatar y manipular al espectador a través de la organización
espacial del cuadro visual, la imbricación de éste con el tiempo (tanto del tiempo
de exposición como del tiempo subjetivo ), y por último con la
manipulación sensorial/cognitiva de la percepción del espectador por medio de
la manipulación de la luz, tanto en su distribución intencionada dentro del
cuadro visual, como en la calculada gradación de su intensidad y espectro cromático.
Por lo tanto, e inexorablemente, como forma de arte es un híbrido, parte industria
parte artesanía, mitad entretenimiento mitad reflexión; reflejo
ideológico/crítico de la realidad y a la vez escapismo puro o simple evasión.
Pero volvamos a Casablanca.
En 1967, cuando el filme cumplía sus primeros 25 años, Cahiers le dedicó un número especial. Muy lindo, muy completo, muy
erudito, pero básicamente insustancial. Algunos artículos, por asombroso que
parezca, intentaron verdaderas proezas conceptuales para demostrar que Richard
Curtiz había dirigido la cinta con la idéntica obsesiva minuciosidad que Ingmar
Bergman ponía en las suyas. Sus
productores fueron presentados como valerosos héroes, quienes remaron
contracorriente del sistema esclavista
y ultra mercantilista hollywoodense para lograr esta hazaña fílmica;
y otro tanto sus guionistas, que se habrían inspirado en la exclusiva libertad creativa de sus primos
europeos de la Nouvelle Vague...
Estas, y otras extravagancias por el estilo, fueron puestas por escrito sin
siquiera ruborizarse. La célebre revista no arriaba sus banderas ni siquiera
cuando ello implicara mentir. O tergiversar, que es lo mismo. Y la verdad —o
mejor dicho, los hechos; “verdad” es
un concepto demasiado ambiguo, más relacionado con la filosofía que con el
empirismo— es que, como apuntamos más arriba, todos los auténticos méritos de
esta verdadera obra maestra proceden del sistema de producción de la Warner Bros y de los enormes talentos
creativos que trabajaban para ese Estudio. De hecho, los protagonistas
originales iban a ser Ronald Reagan, Ann Sheridan y Dennis Morgan. Hal B.
Wallis (el mítico jefe de producción de la casa, que recién en sus últimos años
se pasaría a la Paramount) le pegó una simple ojeada al primer borrador y al
instante, con ese olfato tan suyo, entendió que esos no eran los intérpretes
adecuados. Y no hablemos ya de sus dos protagonistas principales, simplemente
imaginemos al corrupto pero querible Capitán Renault en la piel de Morgan (actor
al que ni siquiera este crítico recuerda), y no portando los melifluos y
encantadores modales de Paul Henreid, uno de los actores fijos del Estudio y
además un intérprete fenomenal, que establece una química irrepetible con
Bogart y derrocha toneladas de talento y simpatía en cada plano del filme.
El inequívoco look general de la Warner, basado en el trabajo de su propio y altamente competente
staff, le da a la cinta un encanto y una ambientación únicos. Fue rodada
íntegramente en estudios, pero nos hace creer que estamos realmente en la
exótica ciudad norafricana. Otro acierto lo representan sus geniales actores de
reparto, un genuino tesoro de la Compañía, como por ejemplo el siempre
insidioso Sydney Greenstreet (Ferrari, el dueño del Blue Parrot) o el inolvidable Peter Lorre (Ugarte); pero también
S.Z. Sakall, Helmut Dantine y Dan Seymour, quienes colaboraban para crear el
clima perfecto para cada escena, tanto en esta como en otras películas de la Warner. Pero todo lo descrito tampoco
alcanza a explicar el fenómeno único que es Casablanca, filme capaz
de atravesar océanos de tiempo, abarcar todas las geografías y atrapar a las
plateas de culturas contrapuestas. No alcanza con señalar que las personas
añoran las películas bien hechas y
por eso la aman, no basta con adjudicarle el mérito a sus dos enormes estrellas
(de esas que ya no nacen ni se hacen), como tampoco resulta suficiente elogiar
su afiatado guión, que de hecho se iba rehaciendo sobre la marcha (para infarto
de Bazin y sus acólitos). La película pasa por sobre todas estas variables, surfea por encima de las modas pasajeras
y se burla de sus propios panegiristas por una simple y sencilla razón, apela a
los mecanismos más profundos de la psique humana. Y es emocionalmente genuina.
Genuina e imperecedera.
El director, Curtiz, con su Oscar por el filme |
El filme y sus múltiples Lecturas
Como sea, el film
resume en sí mismo no solo la angustia sino también el sentido de
inexorabilidad histórica que experimentó la sociedad norteamericana al verse
forzada a ingresar muy poco antes en la contienda bélica[2]. Más adelante nos ocuparemos en detalle del
personaje que tan icónicamente interpretara Humprey Bogart, pero no debemos
omitir ahora una primera y en parte superficial lectura acerca del mismo. Es
que a simple golpe de vista resulta evidente que nuestro cínico protagonista
simboliza a los propios EE UU, demasiado heridos por la Gran Guerra y por ello
renuentes a involucrarse en otra, pero que finalmente aceptan la inevitable
responsabilidad histórica que la hora requiere de ellos. Por otra parte, Casablanca
juega un permanente ping-pong con el espectador, induciendo su simpatía hacia
los personajes principales pero mostrándolos luego como egoístas o venales, de
modo que el público no sabe como sentirse a su respecto. Y de pronto ocurre
algo que despierta nuevamente nuestra simpatía por ellos: el matrimonio al que
Rick ayuda sorpresivamente, la melancolía profunda con que Ilsa le pide a Sam su canción, las órdenes de Strasser que
Renault evita cumplir, un cierto gesto de humanidad en Ferrari, en fin, toda
una gama de sutiles acciones que reverdecen la fe en estas criaturas. Y esta es
una de las primeras victorias del filme, que nos presenta seres humanos reales
y complejos —que no otra cosa quiere decir “personaje”
en el arte dramático— y de ningún modo macchietas
o arquetipos fríos y calculados. Estos seres que vemos en pantalla no son ni
más inteligentes ni más astutos que ninguno de nosotros, no pueden dar más,
pero tampoco menos que nadie en la historia (y la vida). Son personas físicas,
reales y concretas, y eso engendra la indestructible empatía con que nos asimos
a su destino.
Ahora
y a continuación, asumamos un breve
intento por desentrañar el mecanismo narrativo de este filme en comparación con
otros y consigo mismo.
Las
mejores películas de la historia del cine comparten una característica
esencial, van de lo particular a lo universal, y luego invierten la parábola
pero enriqueciéndola con dicho contexto externo ya íntimamente imbricado en la
suerte de sus protagonistas. Este doble juego torna irresistible cualquier
historia, siempre y cuando el director sepa capturar nuestra atención, pueda
inspirarnos una genuina empatía hacia sus criaturas y utilice sabiamente las
herramientas narrativas que le brinda el lenguaje audiovisual. Si se requiere
un ejemplo, nada mejor que El Padrino/The Godfather (1972, Francis Ford Coppola). El primer atisbo de luz
con que se abre el filme, apenas un claroscuro que incluso impide advertir que
ha sido rodado en color, sirve para ilustrar con absoluta maestría lo que viene
inmediatamente después: el microcosmos privado de Don Corleone (Marlon Brando),
su particular visión del mundo, su percepción del Estado como ente opuesto a
sus más íntimos intereses, su concepción tribal de la familia (cuya raíz étnica
se halla en su Sicilia natal), etc. Y todo esto apenas en lo que dura la áspera
entrevista con el panadero Nazorine, quien ha decidido vivir bajo las reglas
americanas pero ahora debe acudir —renuente— al Don para conseguir “justicia” para su hija. Solo después de
esta reunión atisbamos por vez primera la fiesta de boda que se celebra afuera,
en los enormes jardines de la mansión de Long Island. De lo particular a lo
general. Luego vendrán Hollywood y la negociación del Consiglieri Tom Hagen con Jack Woltz, el gran productor de cine que
tiene buenas razones para odiar a Johnny Fontane, ahijado del Don, y de
inmediato la funesta entrevista con Sollozzo, que causará el atentado al
Padrino. Desde allí hasta la brillante escena en el hospital vacío, donde se
prepara el segundo ataque que apenas si impedirá Michael (Al Pacino), todo lo
que vemos es la influencia del mundo exterior. Cómo ese mundo reacciona al
sinuoso poder del Don, cómo influye en los negocios de terceros y cómo vive su
“moderno” noviazgo el hijo menor.
Incluso la noticia del intento de asesinato a su padre será conocida por
Michael en plena calle, en la portada de un periódico vespertino, sugerencia
más que evidente.
Sicilia, segunda
parte del film, parte de lo universal a lo particular. Conoceremos el origen
del carácter de personas como Don Corleone, su idéntico desprecio por el Estado
y los ricos terratenientes; y asistiremos a una sutil pero notable
transformación en el otrora universitario Michael, aquel que rechazaba las
arcaicas reglas familiares, quien al compás del ambiente mismo más el súbito
amor por Apolonia, se convertirá en un genuino Corleone. Aquí es el medio, la
influencia tanto cultural como atávica la que inunda al individuo, de modo que
la tragedia externa disponga al espíritu y lo prepare para la tragedia
interior. Esa es la parábola personal de Michael. Pero en América la historia
prosigue, y nuestro conductor maestro se regodea en los juegos de espejos.
Sonny Corleone, impulsivo, arrogante y lascivo, conduce la guerra entre
familias con la misma impericia con que gobierna su vida íntima, en la que es
incapaz de engañar a su esposa siquiera con un mínimo decoro o discreción. La
brutal paliza a su cuñado Carlo Rizzi, despliegue de violencia gratuita causada
por los golpes de este a Connie, será la última gran movida privada (lo
particular) de Sonny. La siguiente, el intento por convocar a una reunión con
los Barzini y los Tattaglia, será truncada por su asesinato, una operística
orgía de sangre en plena carretera (lo universal). Lo íntimo definiendo lo
público. “No es nada personal, son solo
negocios”, dirá Sollozzo mucho antes,
evidenciando la lógica inversa: algunas decisiones de negocios motivan
ciertos actos privados y definitorios, tales como el asesinato. Ya cerca del
final esto se ve magistralmente ilustrado con una legendaria secuencia
concebida a base de montaje paralelo, en la que asistimos a un evento puramente
personal e individual —el bautismo del bebé de Connie, sobrino y ahijado de
Michael— que a su vez enmascara otra serie de eventos ampulosa y calculadamente
públicos, los crímenes simultáneos de cada enemigo de la familia Corleone.
Ahora bien, Casablanca
funciona precisamente de ese modo, partiendo siempre de lo particular a lo
universal y viceversa, enriqueciéndose con cada vuelta de tuerca, de modo que
el espectador se ve literalmente “atornillado”
a la historia y a la suerte de los personajes con cada giro del guión. El filme
se abre espléndidamente con una agresiva narración en off que nos sitúa en la
trampa sin salida que es ese territorio “ilusoriamente
libre” llamado Casablanca, del que nadie puede escapar y en el que la vida
puede valer bien poco. Cuando esa introducción concluya, repitiendo
calculadamente la frase “and wait, and wait, and wait...” (“y esperan, y esperan y esperan”),
verdaderamente se puede decir que habla más de los espectadores que de los
infaustos residentes de la ciudad. Casi de inmediato conoceremos el complejo
microcosmos que es Rick’s Café Americain, esa curiosa feria de vanidades,
traiciones, mentiras y mercado negro, donde todo es posible y nada es lo que
parece, un lugar tan elusivo como su propietario, el hosco Richard Blaine.
Luego que el Capitán Renault haya recogido el usual soborno de cada noche, y al
cabo de un rato apacible junto al americano, le espetará con franqueza: “me pregunto qué diablos haces realmente en
Casablanca”, a lo que Rick responderá lacónicamente: “vine por las aguas”. Fastidiado, el policía retruca, “aguas, ¿cuáles aguas?, si estamos en medio del desierto”, a lo
que Blaine responde, “me informaron mal.”
Más allá de la sarcástica perfección con que está construida toda la escena, lo
que verdaderamente importa no es el ingenio de estos diálogos, sino el modo
ejemplar con que ilustran pasado y carácter del personaje en cuestión, elipsis
narrativa que hoy cuesta encontrar, mientras que a su vez implican el primer
enfoque personal del filme. Primero, el universo cerrado que es Casablanca (territorio francés no ocupado), luego el
otro universo en miniatura que es Rick’s
Café; y por último lo particular, el mismísimo Rick Blaine, motor de esta
historia. Cuando el más viejo de sus empleados le haga saber que una esposa
casi adolescente y desesperada está a punto de caer en las sábanas de Renault
para obtener a cambio un visado demasiado caro, Rick —en contra de sus propias
reglas— forzará a su crupier a perder deliberadamente en favor del atribulado
esposo. Una vez más lo particular (una pequeña tragedia personal entre esposos)
se abre a lo universal, que aquí es el sentido del deber, la ética y la
dignidad, no exentas —claro está— de una muy humana solidaridad que Blaine
esconde tanto de los demás como de sí mismo.
De pronto, como un
súbito huracán, lo universal vuelve a adueñarse del relato. Corre la noticia
del arribo de Víctor Laszlo, líder de la resistencia fugado de un campo de
concentración. La guerra, el gran e inevitable contexto universal, se coloca en
primer plano. Pero cuando Laszlo y su esposa visiten Rick’s lo particular
estallará en las narices del espectador como una granada. La reacción de Blaine
al ver a Ilsa, tanto como la pasiva resignación de ella al responderle,
modificarán en adelante toda la dinámica del cuento. La guerra y la política
irán de la mano del Mayor Strasser (Conrad Veidt), los espías que acechan a
Laszlo y de otras secuencias igualmente magistrales, tales como la mini guerra que se entabla entre unos
soldados nazis que entonan su himno y la valiente respuesta de todo el night club cantando La Marsellesa. El mundo de lo privado y lo íntimo girará
(repetimos) en torno de Rick, cada vez más amargado ante la presencia de Ilsa,
cada vez más hundido en su frustración. Los salvoconductos que tomó del
asesinado Ugarte representan el precio del despecho y la rabia contenida. ¿Por
qué se ha convertido Blaine en un ser tan despechado y cínico? ¿Basta con una
decepción amorosa para llegar a tanto? La respuesta se halla, parcial como toda
verdad a medias, en el prontuario que
Strasser le recita en la cara a Rick, que va desde una participación en Argelia
hasta su compromiso con el bando republicano en la guerra Civil Española. Como
muchos de su generación (algo quizás incomprensible para las mentes actuales),
Blaine fue un idealista liberal y republicano, preocupado por la marcha del
mundo —su mundo— y decidido a hacer
algo por él. Ese tipo de personalidades está encarnada en personajes que llenan
las páginas de los libros de historia y a los que podemos rastrear desde
principios del siglo XIX. Garibaldi y Guillermo (William) Brown son apenas dos
que podemos citar sin esforzar la memoria.
Rick pertenece a esa estirpe casi
desaparecida, y la decepción con Ilsa lo daña en un nivel muy profundo, porque
—tal como vemos en el flashback de
París— ese amor lo había motivado a abandonar parcial o totalmente su causa, a
dejarse embargar por un tipo de vida que él (muy íntimamente) cree egoísta. La
mentira de su amada, bellamente sugerida por la tinta mojada que borronea la
carta bajo la lluvia, no le permite perdonarse a sí mismo por lo que ahora
considera una debilidad venal y culposa. Por eso mismo resulta tan
dramáticamente intensa la última visita nocturna de Ilsa a Rick, cuando esta lo
amenaza vanamente con un arma. Las armaduras caerán y la verdad saldrá a la
luz, y esto será para nuestro protagonista una verdadera liberación. Otra vez
lo particular definirá las acciones universales. Ahora que sabe, ahora que
comprende que su amor era mutuo y era noble, Blaine puede por fin perdonarse a
sí mismo, ya que nunca necesitó realmente perdonarla a ella. Así entonces,
cuando el control vuelve a quedar en manos del idealista, Rick engaña a todos —incluida su amada— y la pone a ella
y su marido en el avión hacia América, donde reorganizarán la resistencia. El
marco universal vuelve a dominar el relato, porque como bien le indica Blaine a
Ilsa, “en un mundo al borde de la destrucción, los problemas de dos personas
que se aman no son más que un guijarro en una montaña”.
Por lo demás, si
acaso Rick se hubiera quedado al lado de Ilsa, sabemos con certeza que siempre
lo torturaría su sentido de la nobleza, su hombría de bien, esa que le sugiere
que ella es más valiosa para Víctor Laszlo como fuente de inspiración y sostén
emocional en su lucha por la Resistencia. La misma que le asegura que jamás
disfrutaría de ese amor. Aquí vemos como lo particular, que como dijimos define
y penetra en lo universal, se ve a su vez teñido por la irrenunciable ética de
sus protagonistas, ética que en definitiva es hija de su tiempo y de los mismos
valores que encarna. Aunque nuestra ética actual haya experimentado notables
cambios, siempre nos es posible conectar con el cosmopolitismo de esos ideales,
siempre podemos asumir como propias esas decisiones, porque todavía las
reconocemos como apropiadas, correctas y justas. Este aspecto basal de la
dinámica narrativa del filme desentraña gran parte del ilusorio misterio acerca de la perennidad de Casablanca en las preferencias
del público mundial.
Conclusiones
Siempre sabrá a
poco todo lo que se diga sobre esta obra magníficamente conmovedora. Pero
siempre lo intentamos. Es como si no pudiéramos evitar razonar sobre los
misteriosos mecanismos que la mantienen tan viva y tan vigente. Quizás sea una
perogrullada más decir que Casablanca apela a los valores más
profundos de sus espectadores, que nos sugiere que no existe causa alguna que
no amerite nuestro interés, que no podemos ni debemos pasar indiferentes por la
vida, que el compromiso siempre es mejor que la indolencia. Y por sobre todo,
nos conduce a la cabal comprensión de que el destino individual resulta
irrelevante frente a las grandes tragedias globales. Pues bien, todo ello es
algo bien concreto, está en el filme y su correcta lectura se halla lejos de
sobredimensionarlo. Pero para ser francos más bien parece empequeñecerlo.
Porque suena a pueril, porque se advierte como puro intelectualismo —ese que
quisimos exorcizar en nuestra introducción— y porque Casablanca es siempre más
poderosa y abarcativa que la mera suma de sus partes, escapa a toda ponderación
y atina siempre en el blanco de las emociones más primarias de los
espectadores.
Así que
completemos, por fin, el círculo que empezamos a trazar al inicio de este
artículo, rogando a nuestros sufridos lectores que esgriman todavía una pizca
más de paciencia.
Cuando los enemigos
de la categoría “Arte de Masas”, apenas
una de las que describen con justicia a la cinematografía, se adueñaron de la
construcción del discurso academicista acerca del Cine, comenzó la larga y
penosa decadencia que estira sus tentáculos hasta la actualidad, este presente
que se adivina pleno de incógnitas acerca del futuro inmediato. Pero Casablanca
representa todavía hoy el mascarón de proa de una corriente creativo/industrial
que aún da batalla, una dialéctica intrínseca a sus modos de producción que no
debemos dejar morir ni acallar. Porque hubo una vez un cine completamente
creativo, competente —incluso disruptivo— comprometido con su tiempo (aunque
sin padecer de ‘ideologitis’),
firmemente arraigado en la cultura de la que provenía, artísticamente audaz y
estéticamente osado. Un cine que fue mutando con las nuevas tendencias,
adaptándose a nuevos públicos y respondiendo a los desafíos tecnológicos. Pero
ese cine, tantas veces vilipendiado y acusado de ‘industrial’, encontraba en las supuestas ‘limitaciones’de esa industria su propia fortaleza. Su coherencia
estilística y argumental provenía de esa misma frontera, de esos límites de contención
que en realidad azuzaban la imaginación y disparaban metáforas más poderosas
que cualesquiera otras concebidas desde la más absoluta y cacareada libertad creativa. Ese cine, inimitable
e irrepetible, fue arriando sus banderas a causa de innumerables enemigos,
especialmente aquellos que lo tildaban de conformista y adocenado (y claro
está, mercantilista), prefiriendo en
su lugar a esas otras cinematografías tan habituales en los festivales
internacionales, verdaderos lupanares de la pedantería intelectual y la
vanidad elitista, en cuyas salas se
aplauden y premian cintas en las que un plano secuencia de unos 9 minutos de
duración de una gaviota posada en un médano se considera la suprema perfección
del séptimo arte. Pero no nos engañemos, también la voracidad de las mega
corporaciones que absorbieron a los grandes estudios desvirtuó definitivamente
el objetivo de la industria, que otrora podía permitirse algunos fracasos
—incluso contaba con ellos, elaborando sus presupuestos anuales contabilizando
siempre una sección de pérdidas— mientras que actualmente prima una política
para la obtención de ganancias a toda costa, de imprevisibilidad cero[3].
Pero el cine no
murió. Ese cine no desapareció. Mutó, se tornó más complaciente, se
aferró a otras fuentes de la cultura pop para sustituir su falta de ideas; en
fin, se convirtió en adolescente para satisfacer a adolescentes y cuarentones con nostalgia. Todo esto es
cierto. Pero si aun existen recaudaciones récord y si las personas todavía se
trasladan hasta un complejo de salas para compartir un filme arropados en esa
mágica oscuridad, es porque el séptimo arte todavía vibra profundamente en el
imaginario social, porque su capacidad de reflejarnos como realmente somos no
está agotada. Como tampoco está agotada la cosecha de rebeldes. Hal B. Wallis,
Michael Curtiz, Irving Thalberg, Samuel Goldwin, Harry Cohn, Preston Sturges,
Louis B. Mayer, Sam Fuller, John Ford, Billy Wilder… ellos, como tantos y
tantos otros, fueron rebeldes, pioneros y emprendedores, que hoy representan
apenas la punta de un iceberg que debe servir de ejemplo, espejo y norte para
los nuevos productores, directores, creativos y ejecutivos. Hoy día parece
entablarse una batalla pírrica: por un lado los defensores de un cine elitista
y para pocos (esos que pretendimos caracterizar al inicio de nuestro estudio),
carne de Festivales y necesitado de subsidios y prebendas estatales (ya que no
puede sostenerse comercialmente por sí mismo y desprecia furiosamente la
masividad); y por el otro, una industria sobredimensionada, temerosa y aferrada
a unas pocas recetas exitosas, sin respuesta para los desafíos tecnológicos de
la comunicación y bien capaz de realizar “proezas”
tales como rehacer un filme ya completado (abominación que hubiera infartado a
Harry Cohn), por temor a unas míseras críticas en la web o a las inútiles respuestas de los asistentes a Screen
Test [4].
Público e industria deberemos encarar un trabajo conjunto no exento de riesgos,
pero que resulta sumamente excitante: volver a enamorarnos. Nosotros, de la pasión por atisbar otras vidas
—dramáticas o no— en esa quimérica pantalla encantada. Y ellos, de la valentía para devolverles adultez,
riesgo y libertad creativa a todos los artesanos de esa maquinaria de
ilusiones. El cine tiene la capacidad de tornar atractiva (en el sentido de inspirarnos el deseo por atisbarla) la
historia más desgarradora, aterradora o
incluso revulsiva. Y lo mismo a la inversa. El cine puede atraparnos con un
simple cuento acerca de una dirigente sindical textil (Norma Rae, 1979; Martin
Ritt) y llenar las salas con él. Ya sucedió. Puede volver a suceder. Como
sucede todavía hoy, cada vez que alguien vuelve a ver Casablanca, la película
que no tiene ateos. 76 años atrás, un valiente grupo de personas pertenecientes
a una industria artística se propuso contar apenas una historia, una
que era alarmantemente actual y urgente, ya que una atroz guerra genocida la
enmarcaba y delimitaba. Con tan solo esa pretensión, esa narración se convirtió
en obra de arte. Y a la vez en un gran negocio, condición indispensable para
que esta maravillosa industria exista; entonces y ahora. Porque el cine debe
ser autosustentable, lo que no
significa que esté libre de riesgos, lo que no quita que en países menos prósperos
como el nuestro pueda (y deba) ser incentivado por medio de entes paraestatales y autárquicos.
fotograma de la sacrílega versión coloreada |
Como se ve, estas
son apenas algunas discusiones que dispara el análisis de un filme imperecedero
como el que nos ocupa (rico en contenido y modélico en cuanto a estructuras de
producción), uno que encarna en sí mismo la doble
esencia de la cinematografía (tan negada por los vanguardistas), esa que
quizás vanamente intentamos desentrañar aquí.
Cuando preparaba
este artículo, un amigo preguntó a este crítico: “¿Por qué amás tanto esa película?”. No hubo respuesta. No hizo
falta. Hollywood, ese nombre tan eufónico y evocativo, alguna vez tuvo sentido.
Mientras alguien siga viendo Casablanca, mientras algún otro se vea inspirado por ella,
es posible que vuelva a tenerlo. Por eso la amamos. Por eso.-
[1] Un individuo con una simple camarita Súper 8 no hace cine, tan solo
captura un momento de la realidad. Igual que hoy lo hace cualquiera con su
celular. La filmación Zapruder, por caso, (incautada por el FBI a su autor)
registra el momento exacto del homicidio de Kennedy, pero de ningún modo es
cine. J.F.K., el filme de Oliver Stone que además incluye la genuina
película Zapruder, sí es cine puro, más allá de las opiniones acerca de su
calidad.-
[2] Los EE UU declararon formalmente la guerra al Japón al día
siguiente del bombardeo nipón sobre Pearl Harbor, ocurrido el 7 de diciembre de
1941. La declaró el Congreso, a petición del presidente Franklin Delano
Roosevelt. El filme se estreno a mediados de 1942.-
[3] El segundo paquete de leyes ‘anti trust’ contra la industria
significó la pena de muerte para los estudios. Al obligarlos a desprenderse de
sus salas y a delegar la distribución, las únicas ganancias posibles pasaron a
ser las de la taquilla. En menos de 20 años todas las Majors ya eran propiedad
de alguna empresa corporativa.-
[4] Y no nos referimos a “Liga de
la Justicia”. Warner fue capaz de rehacer por completo y con otro director
“Dominion:
Prequel to the Exorcist”, a la que rebautizó como El exorcista: El Comienzo.
Y de eso hace casi 15 años. Barbaridades así son cada vez más frecuentes.-
[5] En cambio, Fabián Bielinsky (genial director de 9
Reinas y su obra maestra El Aura) murió como un perro en un
hotelucho de Brasil, aguardando para rodar un comercial de TV, agotado por las
deudas con el INCAA, los inversores privados y la sorprendente renuencia a
financiarle otra película. Por otra parte, cualquier chichipío que se precie de
artista nac & pop recibe un
subsidio (que no requiere devolución), o peor aun, un crédito que jamás se paga
y por el que nunca se exige control de gastos alguno.-
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