Oscar 2018: La Forma de la Decadencia


por Leonardo Tavani

  Ya se sabe, cada año se agitan las mismas ansiedades, las mismas apuestas, idénticos favoritismos, repetidos olvidos o maliciosas omisiones. Antes, mucho antes, la ceremonia de entrega de los premios de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas —ampuloso título para lo que no es otra cosa que una entidad proteccionista— representaba no ya el glamour ni el oropel del show-bussines, sino la más maravillosa forma de celebrar el amor por el cine. Como un chico que se desayuna con que los reyes magos son los padres, apenas creciditos intuíamos que detrás de cada premio había un sólido interés corporativo, algún pase de facturas o meros caprichos de gente que se siente poderosa. Pero la veíamos igual, la disfrutábamos con ganas, nos enojábamos cuando perdía nuestra favorita o, ya de madrugada, gritábamos el premio mayor con más fuerza que un gol de Palermo. Siempre supimos que se trataba de un premio doméstico, que apenas si le daba cinco lugarcitos a otras cinematografías, pero su universalidad estaba dada no ya en la agresiva difusión mundial de sus películas, sino en el imaginario socio cultural del mismísimo corazón de Occidente. Este redactor no se cansa de repetirlo: Casablanca (tomada como ejemplo y paradigma, se entiende) moviliza lo mejor de nosotros, nos habla al oído y en nuestro idioma, despierta emociones que creíamos marchitas. Es universal. Pinta tu aldea y pintarás el mundo. Sabias palabras. 
   
  
La ceremonia en sí misma ha tenido mejores y peores épocas. Geniales maestros de ceremonias (el inolvidable Bob Hope, récord de participaciones; Billy Cristal, su mejor sucesor, etc, etc.), algunos apenas discretos, otros directamente infumables. También ha sido fastuosa y sorprendente, pero en ocasiones aburrida y carente de magia. Este show, que con el paso del tiempo se transformó en nada mejor que un programa de tevé casi en vivo, puede divertir o aburrir, gustar o disgustar, pero absolutamente nunca pasará inadvertido. Nunca ha sucedido, tal vez nunca lo haga. Pero más allá de las influencias políticas de la hora, de los escándalos sexuales, de los errores propios y de cuanta objeción se nos ocurra, lo cierto es que la genuina decadencia que presenciamos es la del cine mismo, de las películas en sí, de la cinematografía toda como expresión artístico-comercial y cultural. El cine está enfermo, enfermo y herido de muerte, y si no se hace algo pronto —y decimos algo de verdad— en menos de veinte años estará muerto. Muerto y enterrado. Una fiesta autocelebratoria de más o de menos carecerá de importancia; porque habremos matado esta maravillosa fuente mágica en la que Frodo mira las cosas que serán o pueden ser. El cine es eso mismo, la fuente que Lady Galadriel ofrece a unos pocos para que el agua convoque las fantasmagorías de nuestro propio devenir. Por eso el espejo es Cine y el Cine es espejo; por eso el Cine deforma, y lo que se deforma muestra y delata mejor que lo que parece normal. El cine es tan abarcativo, tan inteligentemente integrador, que tiene un sitio reservado incluso para el que no quiere mirar, para aquellos que se niegan a hacerse preguntas o abominan de ciertos géneros. El cine es un gran traficante, traficante de preguntas, y puede adoptar la piel del camaleón para engañar a los que rechazan todo lo que tildan de sensiblero. A esos también los embauca, traficando sus cuestionamientos entre naves espaciales o las capas de algunos meta humanos.

Una Hipótesis Acerca de la Decadencia
Si el cine está agonizando no es tan solo por unos pocos y selectos ejecutivos, villanos de historieta que —cual tío Rico MacPato de pacotilla— desean exprimirle todas las ganancias posibles. Algunos mediocres CEOs, miopes y avariciosos, vienen metiendo la pata hace rato, eso es cierto, pero al cine lo hacemos entre todos (nunca lo olviden); y cuidado, que no es una frase hecha. Es una realidad. Al cine lo hacen los filmmakers, en todos sus niveles y rubros, y también los espectadores. Sobre todo estos últimos. Que somos todos. Todos nosotros. Las audiencias vienen moldeando y modelando lo que las compañías y los cineastas nos brindan desde hace todo un siglo. No al revés. Algunos se enojarán al leer esto, pero son los ingenuos discursos “bienpensantes”(tan típicos del pensamiento latinoamericano) los que han insistido perpetuamente con esa falsedad de la colonización cultural, el imperialismo ideológico, el tráfico mercantilista encubierto y bla, bla, bla!!! Que el monopolio del discurso único, que la gendarmería de Occidente a través de la pantalla, que la venta de productos y la difusión encubierta de empresas...; todas estas categorías del pensamiento “progresista” nos han impedido por décadas admitir la verdad: nosotros orientamos el mercado, nosotros entronizamos dioses y luego los decapitamos en la guillotina, nosotros consagramos géneros y luego le bajamos el pulgar a la menor decepción. Toda cinematografía muestra la cultura de donde proviene, todo cine —de alguna manera— “vende” aquello que muestra. Es una vía de doble mano. Es cierto que los yanquis son más agresivos a la hora de distribuir sus productos, pero es un signo de astucia comercial. El que ellos sean más vivos, no debería hacernos a nosotros más tontos. En nuestro país y en este preciso momento, hay más de media docena de distribuidoras completamente independientes, que estrenan filmes cada jueves por todo el territorio nacional; y son ellas las que compran películas no americanas con cuentagotas, ellas las que creen que no queremos ver otro cine que el del norte. Pero ocurre que, volviendo a nuestra tesis, somos  nosotros los que incitamos (y excitamos) la avaricia de los ejecutivos; les hacemos creer que manejan el negocio pero se lo manejamos desde casa con un sencillo clic. O con la cantidad de tickets que compramos. O con los youtubers que difunden a los cuatro vientos qué pelis son buenas y cuales no. Eso no le pasa desapercibido a ningún empresario sensato, no seamos ingenuos.

             Hoy día, cuando nadie apaga sus enormes smatphones en la sala y cuando lo que pasa en pantalla es menos importante que deglutir pochochos, nachos crujientes o enviar whatsapps, el mensaje que reciben los estudios es más claro que la lavandina: la película no importa; es una excusa, un medio de congregarnos en un lugar seguro y a cubierto. Es la manera de estar en “la onda” y luego mensajear  acerca de la peli de la semana; es una salida al shopping de moda, que concluye con la única diversión posible.  En fin, es nuestra propia superficialidad la que moldea al cine, la que exige productos menos comprometidos, la que pide una cosa pero luego se espanta de ella. Es la maldita superficialidad de época, que incluso le hemos transmitido a nuestros hijos, la que hace que ni por asomo vayamos a un cine a ver algo como Norma Rae (1979, Martin Ritt), Oscar a la mejor actriz para Sally Field, que ahora tiene que conformarse con jugar a ser la tía de Peter Parker hasta que la suplantan por un modelo más joven. Sean sinceros, ¿alguno de ustedes iría hoy a ver una película sobre una humilde obrera textil sureña que se convierte en una honesta líder sindical? Vamos... no se mientan!

  Y bien, esperamos que no quepan dudas todavía, al cine lo hacemos entre todos. Ellos, los ejecutivos y productores, tienen la parte aparentemente más grande de la manija; pero a no hacerse los tontos, que el público posee el arma más letal de todas, el dinero. Y otra más peligrosa todavía, la voluntad. Porque sin voluntad de movilizarse, asistir a una sala, elegir un producto; sin eso, repetimos, el cine se muere sin remedio. Internet y todas sus amenazas, tales como Netflix y Cía., están cambiando dramáticamente los hábitos conductuales de la gente, cosa muy especialmente visible en las clases medias y altas, de modo que al cine no le ha quedado otra que encerrar a su público en el corralito del gran espectáculo, el 3-D, el Imax y otras yerbas. Por eso nos saturan con superhéroes y monstruos del espacio. Es cierto que muchos de nosotros nos quejamos y genuinamente querríamos ver otro cine, pero somos minoría, y con minorías no se cubren los costos de una industria sobredimensionada. Y seamos honestos, que no hablamos únicamente de Hollywood. Una película con Ricardo Darín, por caso, y bien anclada en un género reconocible (caso Nieve Negra), lleva multitudes a las salas, pero las restantes (sin discutir sus cualidades, que es otro tema) son vistas apenas por la vendedora de pochochos.

La Forma del Agua: Una Discusión
     
Analicemos un poco La Forma del Agua, la gran ganadora de la noche. Es una bonita película, sensible, conmovedora por momentos, aterradora en otros —cuando el militarismo frío y sexista se apodera del relato— y evocativamente melancólica durante todo el resto. La pintura de su protagonista, Elisa, abarca todo el filme y lo tiñe con su amarga insatisfacción, esa que oculta bajo su mirada inquisitiva y siempre dispuesta a maravillarse, esa que disimula en los estudiados y metódicos gestos de su cotidianeidad vacía. Lo expresará maravillosamente en un momento decisivo, cuando por medio del lenguaje de señas parezca gritar, y en ese grito le diga a su único amigo: “él ignora que estoy incompleta”. Se refiere a la criatura anfibia con la que ha establecido un lazo invisible pero férreo, a la que quiere rescatar de la prisión y mazmorra que implica el tenebroso laboratorio militar en que se halla cautiva. Pero esa frase, su desengañada impotencia, representan lo mejor del filme, el meollo de su discurso: nos sentimos o reconocemos incompletos por dos fundamentales grupos de razones, unas externas (sociales, culturales, religiosas, etc.) y otras internas. Estas últimas son las que más le interesan a Del Toro, que las ilustra, por ejemplo,  con la desesperante soledad de un avejentado homosexual que ha vivido ocultando sus deseos, para intentar encajar en una sociedad que lo expulsaría sin miramientos apenas advirtiera sus inclinaciones. Cosa que ya ha pasado, tal como se sugiere acerca de su anterior empleo. O con la radiografía de una empleada de piel negra, que habla mucho y a los gritos (supliendo el silencio de Elisa), pero que debajo de sus intentos por parecer integrada se ve forzada a aceptar que es una cosa inferior en ese mundo que le tocó en suerte. A la hora de la verdad, ni el supuesto santuario de su hogar podrá detener el desprecio clasista y racista. O finalmente como la mismísima criatura, la que también está incompleta.monstruo”) intentan, precisamente, completarse; complementarse para ser más que dos, y a la vez inequívocamente uno. Pero aún así Del Toro se muestra inflexible con su metáfora, quizás demasiado (tanto que se parece a uno de los habituales subrayados de Spielberg), por eso insiste con el tema de las carencias: ya en el departamento de Elisa, a la espera de la liberación, ni siquiera el agua artificialmente salada de su bañera le alcanza. Sigue incompleto, siempre algo falta. Y por eso resulta excesivo el epílogo, porque aunque el espectador atento a los detalles se lo ve venir desde el principio, es por sobre todo un innecesario subrayado, una metáfora inútilmente extendida. No hacía falta que Elisa se metamorfosee en nada ni que se pretenda sugerir que pertenece a la misma especie que la criatura. Alcanzaba y bastaba con el amor surgido entre ambos, entre diferentes y opuestos, entre seres de mundos irreconciliables. Si ahora son similares, si ella sale de la crisálida convertida en mariposa, se diluye la fuerza del mensaje. El amor implica esfuerzo y trabajo, y el amor entre diferentes mucho más todavía, y esa es la idea fuerza que el director diluye con su fabulado final, en definitiva concesivo y tranquilizador.

Alejada abruptamente de su microcosmos, de su entorno vital, no solo ha sido arrancada de todo aquello que la define como sujeto y no como mero objeto, sino que en este veloz proceso de cosificación al que se ve sometida se la pretende convertir en simple arma y herramienta; y el director no hace otra cosa que recordarnos durante todo el metraje que cuando no cumplimos la función para la que estamos hechos se nos arranca una parte vital de nuestra esencia, se nos mutila. Elisa y el anfibio (al que nos negamos a llamar “

    Alguien objetará: Elisa lo ignora todo de sí y de su pasado, es puro presente. Se siente incompleta e incomprendida. La inesperada llegada de una criatura exótica al laboratorio donde trabaja motivará su despertar al autoconocimiento y la asunción de su auténtica naturaleza. Okay, es posible (lo último quizás en parte, pero aparece en segundo plano), pero no es eso lo que está en el relato. Es una lectura incorrecta del efectivo texto que se imbrica en los diálogos e imágenes. Del Toro no debería forzar, ni mucho menos torcer, su propia narrativa. Y eso es todo. Es la única, aunque demasiado importante, objeción a la cinta. O quizás no, y todavía haya otra. Y es que el cuento busca establecer un feedback político que denuncia la era Trump, cosa evidente en sí misma, y que termina agotándose en la disección detallista de un personaje tan, pero tan de derechas, que acaba por volverse una inesperada parodia. Violenta y peligrosa, pero parodia al fin. ¿Y cual es el problema con esto? Simple. EE UU no es Venezuela, ni Irán, ni China, ni Corea del Norte, ni Arabia Saudita, ni Siria y siguen las firmas. A ese señor con dudosas capacidades lo votaron sus compatriotas sufragistas. Repetimos, lo votaron. Y lo eyectarán de idéntica manera. Costa-Gavras no gastaba celuloide al pepe, para denunciar tiranías inexistentes, sino que concebía joyas como Z (1969) o Estado de Sitio (1973) precisamente cuando eran más necesarias. Tampoco queremos decir que el cine no pueda servir para denunciar situaciones puntuales, como la deshumanización de un sistema económico en particular,  el desempleo a causa de la automatización, o la deforestación desenfrenada del planeta. E incluso las vicisitudes de una mediocre Administración.
Está bien, son casos posibles y el cine es nuestro espejo, lo dijimos más arriba. Pero de ahí a que toda una cinematografía conciba filmes para protestar contra su clima político presente —ahora encarnado en Donald Trump—, que aunque no les guste es un presidente democráticamente electo, realmente es un exceso. Cuando se convierta en Maduro, llámennos. Por ahora alcanza con que se inscriban para votar, que no lo hacen (y luego háganlo bien, please). Miren, no nos engañemos, The Darkest Hour (una muy buena película, aunque no descollante) está concebida como alegoría indirecta de la amenaza belicista de derechas que representan el propio Trump (sobre todo) y Putin. Dunquerque sí es un filme puramente bélico que habla del coraje, el miedo, el sacrificio y la esperanza. No sugiere más de lo que muestra, dicho esto como el mayor de los elogios. La Hora más Oscura, sin embargo, pretende advertir a los Estados (y sus dirigentes) sobre la actual amenaza al liberalismo político y el republicanismo, encarnada en un ambiguo enemigo ideológico interno (mucho más que externo), de modo que la parábola vital de Churchill y su encrucijada histórica movilicen idénticas respuestas en el presente. La película anterior de Joe Right, Carol (2015), ya buceaba en idénticas aguas. El romance entre una esposa rica y una joven dependienta de grandes almacenes está narrado en clave de intolerancia moderna, de quiebre en un sistema otrora abierto y ahora herido de muerte. Esa metáfora está burdamente ejemplificada en el malísimo esposo despechado: ocurre que su matrimonio está quebrado hace rato, pero mantienen las apariencias para no dividir bienes, vivir junto a la hija que tienen en común y cosas por el estilo. Pero Carol  y su marido tienen un pacto. Ella ya tuvo una relación lésbica hace años, con quien sigue siendo su mejor amiga y madrina de la niña, y se le permiten “deslices” siempre que mantenga un cierto decoro exterior. Pero algo cambia ahora, y el esposo se convierte en un enemigo feroz. Nótese, en su escapada juntas (ya muy avanzada la cinta) se ven acechadas por un detective privado contratado por ya saben quién. Y ocurre que Carol descubrirá en la habitación contigua un verdadero arsenal de grabadoras, aparatos de escuchas y toda la parafernalia tecnológica posible para finales de los ‘40s, que es la época en que transcurre la historia. ¿Acaso no es ingenuo? La analogía con los secretos revelados por Julian Assange, entre otros, resulta más evidente que nunca. Las herramientas electrónicas de entonces opuestas y complementarias a las de ahora. Se trata del cine de la paranoia. Uno que se niega a tratar los problemas de verdad (cosa que sí hacía el cine hasta los ‘80s), pero que se pone a jugar con simbologías domésticas de bajo vuelo.


            El clima de época siempre se filtra en una película. En todas, de hecho. Pero siempre en sutiles apuntes, en grageas, en señales. Esas marcas de agua son perfectamente legibles para sus contemporáneos, pero se diluyen en el tiempo, y si la cinta es realmente buena no perderá su fuerza expresiva por poco o mucho que se sepa de sus circunstancias de origen. Robocop (1987, Paul Verhoeven) era hija de la era Reagan, la adoración por las armas, el Sistema de Defensa Estratégica, y del ascenso y dominio corporativo de los “yuppies”. Hoy, 31 años después, no es necesario siquiera que se sepa qué fue un yuppie: el filme no ha perdido nada de su fuerza expresiva ni de su mensaje primitivo. Contiene elementos políticos puntuales —ciertamente— pero siempre le da preeminencia a su crudo mensaje, que es universal y atemporal. El buen cine jamás puede renunciar a ello.

¿Queda algo para el Futuro?

      Este año la verdadera mejor película debió ser Blade Runner 2049. Sin importar su carácter de secuela, la condición de culto de su antecesora, el género al que pertenece; en fin, sin que nada más cuente. Porque arropada en su distópica narrativa se oculta la más cruda reflexión sobre la inexorable deshumanización de nuestra sociedad; la feroz e inútil carrera por hacer méritos ante nuestros falsos dioses, para que éstos nos bendigan como su criatura más perfecta. Y sin embargo pasó desapercibida. Apenas si el merecidísimo premio a la fotografía del veterano y multinominado Roger Deakins salva las papas. De Coco, decir que la presea a mejor filme animado le queda chica, sabe a poco. Es una verdadera obrita maestra en su género, conmovedora y sutil, vital y esperanzadora. Pero uno no puede evitar cierta reflexión, y es que todas las cintas competidoras están muy lejos de la perfección e intensidad dramática que poseían sus antecesoras hasta principios de los ‘90s. La decadencia es directamente proporcional al número de nominadas. Ahora son ocho (e incluso 9), cuando antes, que las buenas pelis brotaban bajo las baldosas, eran apenas cinco. Y como vimos, todas pasibles de objeciones concretas, algo así como conformarse con el mal menor.
        

 No es que no existan buenas películas. Antes, mucho antes, las cinematografías británicas, australianas y anglocanadienses estaban mejor representadas. Recordemos que el premio Oscar se entrega a filmes en idioma inglés, no necesariamente norteamericanos. Pero del mismo modo que en Argentina existe un vacío respecto de esas filmografías, ausentes sin aviso desde hace años de nuestras pantallas (salvando honrosas excepciones, por cierto), los premios de la Academia parecen cerrarse más y más a una visión insular y miope, precisamente cuando haría falta expandir fronteras y reabrir mercados. Hay que implementar políticas para devolver el drama y el humanismo a las salas de cine. El autor no puede brindar recetas concretas (no es un experto sociólogo), que sin dudas serían insuficientes, pero es seguro que gran parte de ellas deberían provenir del público mismo. Pensemos un poco y tomemos como ejemplo a la serie británica The Crown, que es una verdadera sensación en ascenso. Y es un drama mitad intimista mitad político. ¿Por qué no habría de ser un éxito en el cine? ¿Qué cosa lo impide? Tal vez nosotros, los espectadores. Que consumimos dicha historia por Netflix pero jamás a 17 dólares el ticket. ¿Entonces es por el precio de las entradas? No lo creemos. Sigue siendo un problema cultural y social. Por muy brillantes que hoy sean, las series tienen un formato narrativo diferente al cinematógrafo. Lean bien: en una serie (en un capítulo cualquiera, de hecho), es el guión —en el sentido de los eventos narrativos que hacen avanzar la historia— el que toma la delantera. Lo que se dice y cómo se dice se halla por encima del cómo se muestra y qué se muestra. Incluso en las series más visualmente creativas (caso Dirk Gently’s Detective Holistic Agency), lo que se ilustra (aunque sea sorprendente) siempre impulsa la historia; los 45 o 50 minutos de un episodio no permiten crear climas o sugerir ideas a través de la narración visual. Eso pasa apenas en ciertas ocasiones, caso algún episodio concreto de Games of Thrones, cuyo rodaje —se sabe— es esencialmente cinematográfico. El cine pone por delante la subjetividad de la imagen/tiempo a la vez que la completa con la ambigüedad de la imagen/movimiento, de modo que si por caso un filme se abre con una narración en off, aun así habrá que saber escuchar pero sin desatender jamás la lectura de las imágenes, porque al mostrar —sugiriendo a través de colores, sombras, claroscuros, iluminación, etc.— el director puede incluso negar lo que se está diciendo en favor de ciertas ideas que pretende instalar en el espectador. El poder sugestivo e inductivo de la imagen está claramente en segundo término en una serie; el cine requiere de otro tipo de atención, quizás demasiada para estos tiempos líquidos.     

 
            Bien, esperando haber sido claros, esto que apuntamos hasta aquí marcaría apenas una posibilidad de explicación para el evidente cambio de conducta en los espectadores. El cine implica paciencia y atención. Atentos al smartphone y el popcorn eso es imposible. Blade Runner 2049 es lenta, pausada, requiere una atención visual que acojona, exige mucho del espectador. ¿Resultado? Fue un fracaso de taquilla. Y tampoco se la colocó en el podio mayor de los Oscar. Así entonces, y perdonen por la insistencia, pero está claro que los espectadores moldean gran parte de la propia oferta de la industria. Las recientes Thor Ragnarok y Black Panther  (la primera una absoluta basura incalificable, y de la segunda mejor no hablar), ganaron claramente en taquilla tanto aquí como allá. La otra cara de este fenómeno lo presentan Warner y DC Cómics, compañías que titubean hasta el ridículo a la hora de presentar sus productos, aterrados ante la primacía de Marvel Studios en su terreno. Es tal el terror que sienten a perder dinero y, porqué no, sus posiciones corporativas, que rehacen filmes ya rodados (La liga de la Justicia, Dios los perdone!!!), echan directores y contratan otros con visiones opuestas, y toda una gama de atrocidades por el estilo. Pero atención, que como advertimos en el anexo a nuestra crítica de ese filme, la acción directa de youtubers y otros influencers realmente condicionan la respuesta de gran parte del público, contribuyendo decididamente al éxito o el fracaso de un tanque de este tipo. Como dijimos en ese excursus,  a la industria del cine tampoco se la está ayudando desde este lado de las pantallas, y seamos francos, esto ya es jugar sucio.
Así que el resultado de este estado de cosas se puede advertir en ocasiones como las del domingo último, cuando la cinta ganadora del Oscar, si bien muy buena y emotiva, resulta apenas tan competente como la recordada Cocoon (1985, Ron Howard), con la que tiene más de una conexión, exceptuando —tal vez— su bienvenido humor. Tanto Leonard Maltin como Roger Ebert calificaron Cocoon con el mayor puntaje posible, porque en efecto era una bella y conmovedora cinta; pero lo cierto es que no participó ni por asomo en la pelea por los premios Oscar principales de aquel año. Las nominadas de 1985 a mejor película fueron El Beso de la Mujer Araña (Héctor Babenco), El Color Púrpura (Steven Spielberg), El Honor de los Prizzi (John Huston) y África Mía (Sydney Pollack). ¿Se dan cuenta? La ganadora fue Out of Africa (África Mía) pero podría haberlo hecho cualquiera de las otras. Queremos volver desesperadamente a esos tiempos, necesitamos regresar a ellos. Un tiempo en el que esas magníficas películas llenaban los cines, y eso que eran salas enormes (nada que ver a las salitas de infantes actuales), y por eso mismo alimentaban la misma  maquinaria que las hacía posibles. Norma Desmond, el patético personaje que interpretaba Gloria Swanson en la genial Sunset Boulevard (1950, Billy Wilder), le decía a Joe Gillis (William Holden): “No son las historias las que se han achicados, son las películas las que se han empequeñecido”. Alguna vez intuimos que serían palabras proféticas, pero nunca llegamos a adivinar cuan certeras. Que las musas del Cine nos asistan!!!.-

1 comentario:

  1. Leo, coincido 100% con tu análisis sobre el cine y los espectadores. Y sólo te voy a traer a cuento un par de detalles de nuestras salidas cinéfilas. Cuando vimos "Liga de la Justicia", un mega-tanque bastante pobre, la gente en la sala aplaudió al final como si hubiesen visto "Casablanca" o "Ciudadano Kane". Pero cuando vimos "Blade Runner 2049", el gordo que estaba al lado mío se durmió varias veces y hasta roncaba, a pesar de los esfuerzos de su novia (léase codazos) por mantenerlo despierto. Todo dicho. La gente sólo quiere diversión y escapismo; la reflexión ya no es bienvenida en las salas de cine.

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