por Leonardo Tavani
La ceremonia en sí
misma ha tenido mejores y peores épocas. Geniales maestros de ceremonias (el
inolvidable Bob Hope, récord de participaciones; Billy Cristal, su mejor
sucesor, etc, etc.), algunos apenas discretos, otros directamente infumables.
También ha sido fastuosa y sorprendente, pero en ocasiones aburrida y carente
de magia. Este show, que con el paso del tiempo se transformó en nada mejor que
un programa de tevé casi en vivo,
puede divertir o aburrir, gustar o disgustar, pero absolutamente nunca pasará
inadvertido. Nunca ha sucedido, tal vez nunca lo haga. Pero más allá de las
influencias políticas de la hora, de los escándalos sexuales, de los errores
propios y de cuanta objeción se nos ocurra, lo cierto es que la genuina
decadencia que presenciamos es la del cine mismo, de las películas en sí, de la
cinematografía toda como expresión artístico-comercial y cultural. El cine está
enfermo, enfermo y herido de muerte, y si no se hace algo pronto —y decimos algo
de verdad— en menos de veinte años estará muerto. Muerto y enterrado. Una
fiesta autocelebratoria de más o de menos carecerá de importancia; porque
habremos matado esta maravillosa fuente mágica en la que Frodo mira las cosas
que serán o pueden ser. El cine es eso mismo, la fuente que Lady Galadriel
ofrece a unos pocos para que el agua convoque las fantasmagorías de nuestro
propio devenir. Por eso el espejo es Cine y el Cine es espejo; por eso el Cine
deforma, y lo que se deforma muestra y delata mejor que lo que parece normal.
El cine es tan abarcativo, tan inteligentemente integrador, que tiene un sitio
reservado incluso para el que no quiere mirar, para aquellos que se niegan a
hacerse preguntas o abominan de ciertos géneros.
El cine es un gran traficante, traficante de preguntas, y puede adoptar la piel
del camaleón para engañar a los que rechazan todo lo que tildan de sensiblero. A esos también los embauca,
traficando sus cuestionamientos entre naves espaciales o las capas de algunos
meta humanos.
Una Hipótesis Acerca de la Decadencia
Si el cine está
agonizando no es tan solo por unos pocos y selectos ejecutivos, villanos de
historieta que —cual tío Rico MacPato de pacotilla— desean exprimirle todas las
ganancias posibles. Algunos mediocres CEOs, miopes y avariciosos, vienen
metiendo la pata hace rato, eso es cierto, pero al cine lo hacemos entre todos
(nunca lo olviden); y cuidado, que no es una frase hecha. Es una realidad. Al
cine lo hacen los filmmakers, en
todos sus niveles y rubros, y también los espectadores. Sobre todo estos
últimos. Que somos todos. Todos nosotros. Las audiencias vienen moldeando y
modelando lo que las compañías y los cineastas nos brindan desde hace todo un
siglo. No al revés. Algunos se enojarán al leer esto, pero son los ingenuos
discursos “bienpensantes”(tan típicos
del pensamiento latinoamericano) los que han insistido perpetuamente con esa
falsedad de la colonización cultural,
el imperialismo ideológico, el tráfico mercantilista encubierto y bla,
bla, bla!!! Que el monopolio del discurso único, que la gendarmería de
Occidente a través de la pantalla, que la venta de productos y la difusión
encubierta de empresas...; todas estas categorías del pensamiento “progresista” nos han impedido por
décadas admitir la verdad: nosotros orientamos el mercado, nosotros
entronizamos dioses y luego los decapitamos en la guillotina, nosotros
consagramos géneros y luego le bajamos el pulgar a la menor decepción. Toda
cinematografía muestra la cultura de donde proviene, todo cine —de alguna
manera— “vende” aquello que muestra.
Es una vía de doble mano. Es cierto que los yanquis son más agresivos a la hora
de distribuir sus productos, pero es un signo de astucia comercial. El que
ellos sean más vivos, no debería
hacernos a nosotros más tontos. En nuestro país y en este preciso momento, hay
más de media docena de distribuidoras completamente independientes, que
estrenan filmes cada jueves por todo el territorio nacional; y son ellas las
que compran películas no americanas con cuentagotas, ellas las que creen que no
queremos ver otro cine que el del norte. Pero ocurre que, volviendo a nuestra
tesis, somos nosotros los que incitamos
(y excitamos) la avaricia de los ejecutivos; les hacemos creer que manejan el
negocio pero se lo manejamos desde casa con un sencillo clic. O con la cantidad de tickets
que compramos. O con los youtubers
que difunden a los cuatro vientos qué pelis son buenas y cuales no. Eso no le
pasa desapercibido a ningún empresario sensato, no seamos ingenuos.
Hoy día, cuando nadie apaga sus enormes smatphones en la sala y cuando lo que
pasa en pantalla es menos importante que deglutir pochochos, nachos crujientes
o enviar whatsapps, el mensaje que
reciben los estudios es más claro que la lavandina: la película no importa; es
una excusa, un medio de congregarnos en un lugar seguro y a cubierto. Es la
manera de estar en “la onda” y luego mensajear acerca de la peli de la semana; es una salida
al shopping de moda, que concluye con
la única diversión posible. En fin, es
nuestra propia superficialidad la que moldea al cine, la que exige productos
menos comprometidos, la que pide una cosa pero luego se espanta de ella. Es la
maldita superficialidad de época, que incluso le hemos transmitido a nuestros
hijos, la que hace que ni por asomo vayamos a un cine a ver algo como Norma
Rae (1979, Martin Ritt), Oscar a la mejor actriz para Sally Field, que
ahora tiene que conformarse con jugar a ser la tía de Peter Parker hasta que la
suplantan por un modelo más joven. Sean sinceros, ¿alguno de ustedes iría hoy a
ver una película sobre una humilde obrera textil sureña que se convierte en una
honesta líder sindical? Vamos... no se mientan!
Y bien, esperamos que no quepan dudas todavía, al cine lo hacemos entre todos. Ellos, los ejecutivos y productores, tienen la parte aparentemente más grande de la manija; pero a no hacerse los tontos, que el público posee el arma más letal de todas, el dinero. Y otra más peligrosa todavía, la voluntad. Porque sin voluntad de movilizarse, asistir a una sala, elegir un producto; sin eso, repetimos, el cine se muere sin remedio. Internet y todas sus amenazas, tales como Netflix y Cía., están cambiando dramáticamente los hábitos conductuales de la gente, cosa muy especialmente visible en las clases medias y altas, de modo que al cine no le ha quedado otra que encerrar a su público en el corralito del gran espectáculo, el 3-D, el Imax y otras yerbas. Por eso nos saturan con superhéroes y monstruos del espacio. Es cierto que muchos de nosotros nos quejamos y genuinamente querríamos ver otro cine, pero somos minoría, y con minorías no se cubren los costos de una industria sobredimensionada. Y seamos honestos, que no hablamos únicamente de Hollywood. Una película con Ricardo Darín, por caso, y bien anclada en un género reconocible (caso Nieve Negra), lleva multitudes a las salas, pero las restantes (sin discutir sus cualidades, que es otro tema) son vistas apenas por la vendedora de pochochos.
Alejada
abruptamente de su microcosmos, de su entorno vital, no solo ha sido arrancada
de todo aquello que la define como sujeto y no como mero objeto, sino que en
este veloz proceso de cosificación al que se ve sometida se la pretende
convertir en simple arma y herramienta; y el director no hace otra cosa que
recordarnos durante todo el metraje que cuando no cumplimos la función para la
que estamos hechos se nos arranca una parte vital de nuestra esencia, se nos
mutila. Elisa y el anfibio (al que nos negamos a llamar “
Y bien, esperamos que no quepan dudas todavía, al cine lo hacemos entre todos. Ellos, los ejecutivos y productores, tienen la parte aparentemente más grande de la manija; pero a no hacerse los tontos, que el público posee el arma más letal de todas, el dinero. Y otra más peligrosa todavía, la voluntad. Porque sin voluntad de movilizarse, asistir a una sala, elegir un producto; sin eso, repetimos, el cine se muere sin remedio. Internet y todas sus amenazas, tales como Netflix y Cía., están cambiando dramáticamente los hábitos conductuales de la gente, cosa muy especialmente visible en las clases medias y altas, de modo que al cine no le ha quedado otra que encerrar a su público en el corralito del gran espectáculo, el 3-D, el Imax y otras yerbas. Por eso nos saturan con superhéroes y monstruos del espacio. Es cierto que muchos de nosotros nos quejamos y genuinamente querríamos ver otro cine, pero somos minoría, y con minorías no se cubren los costos de una industria sobredimensionada. Y seamos honestos, que no hablamos únicamente de Hollywood. Una película con Ricardo Darín, por caso, y bien anclada en un género reconocible (caso Nieve Negra), lleva multitudes a las salas, pero las restantes (sin discutir sus cualidades, que es otro tema) son vistas apenas por la vendedora de pochochos.
La Forma del Agua: Una Discusión
Analicemos un poco La
Forma del Agua, la gran ganadora de la noche. Es una bonita película,
sensible, conmovedora por momentos, aterradora en otros —cuando el militarismo
frío y sexista se apodera del relato— y evocativamente melancólica durante todo
el resto. La pintura de su protagonista, Elisa, abarca todo el filme y lo tiñe
con su amarga insatisfacción, esa que oculta bajo su mirada inquisitiva y
siempre dispuesta a maravillarse, esa que disimula en los estudiados y
metódicos gestos de su cotidianeidad vacía. Lo expresará maravillosamente en un
momento decisivo, cuando por medio del lenguaje de señas parezca gritar, y en
ese grito le diga a su único amigo: “él
ignora que estoy incompleta”. Se refiere a la criatura anfibia con la que
ha establecido un lazo invisible pero férreo, a la que quiere rescatar de la
prisión y mazmorra que implica el tenebroso laboratorio militar en que se halla
cautiva. Pero esa frase, su desengañada impotencia, representan lo mejor del
filme, el meollo de su discurso: nos sentimos o reconocemos incompletos por dos
fundamentales grupos de razones, unas externas (sociales, culturales,
religiosas, etc.) y otras internas. Estas últimas son las que más le interesan
a Del Toro, que las ilustra, por ejemplo,
con la desesperante soledad de un avejentado homosexual que ha vivido
ocultando sus deseos, para intentar encajar en una sociedad que lo expulsaría
sin miramientos apenas advirtiera sus inclinaciones. Cosa que ya ha pasado, tal
como se sugiere acerca de su anterior empleo. O con la radiografía de una
empleada de piel negra, que habla mucho y a los gritos (supliendo el silencio
de Elisa), pero que debajo de sus intentos por parecer integrada se ve forzada
a aceptar que es una cosa inferior en
ese mundo que le tocó en suerte. A la hora de la verdad, ni el supuesto
santuario de su hogar podrá detener el desprecio clasista y racista. O
finalmente como la mismísima criatura, la que también está incompleta.monstruo”) intentan, precisamente, completarse; complementarse para
ser más que dos, y a la vez inequívocamente uno.
Pero aún así Del Toro se muestra inflexible con su metáfora, quizás demasiado
(tanto que se parece a uno de los habituales subrayados de Spielberg), por eso
insiste con el tema de las carencias: ya en el departamento de Elisa, a la
espera de la liberación, ni siquiera el agua artificialmente salada de su
bañera le alcanza. Sigue incompleto, siempre algo falta. Y por eso resulta
excesivo el epílogo, porque aunque el espectador atento a los detalles se lo ve
venir desde el principio, es por sobre todo un innecesario subrayado, una
metáfora inútilmente extendida. No hacía falta que Elisa se metamorfosee en
nada ni que se pretenda sugerir que pertenece a la misma especie que la
criatura. Alcanzaba y bastaba con el amor surgido entre ambos, entre diferentes
y opuestos, entre seres de mundos irreconciliables. Si ahora son similares, si
ella sale de la crisálida convertida en mariposa, se diluye la fuerza del
mensaje. El amor implica esfuerzo y trabajo, y el amor entre diferentes mucho
más todavía, y esa es la idea fuerza que el director diluye con su fabulado final, en definitiva concesivo
y tranquilizador.
Alguien objetará:
Elisa lo ignora todo de sí y de su pasado, es puro presente. Se siente
incompleta e incomprendida. La inesperada llegada de una criatura exótica al
laboratorio donde trabaja motivará su despertar al autoconocimiento y la
asunción de su auténtica naturaleza. Okay, es posible (lo último quizás en
parte, pero aparece en segundo plano), pero no es eso lo que está en el relato.
Es una lectura incorrecta del efectivo texto que se imbrica en los diálogos e
imágenes. Del Toro no debería forzar, ni mucho menos torcer, su propia
narrativa. Y eso es todo. Es la única, aunque demasiado importante, objeción a
la cinta. O quizás no, y todavía haya otra. Y es que el cuento busca establecer
un feedback político que denuncia la era Trump, cosa evidente en
sí misma, y que termina agotándose en la disección detallista de un personaje
tan, pero tan de derechas, que acaba por volverse una inesperada parodia.
Violenta y peligrosa, pero parodia al fin. ¿Y cual es el problema con esto?
Simple. EE UU no es Venezuela, ni Irán, ni China, ni Corea del Norte, ni Arabia
Saudita, ni Siria y siguen las firmas. A ese señor con dudosas capacidades lo
votaron sus compatriotas sufragistas. Repetimos, lo votaron. Y lo eyectarán de idéntica manera. Costa-Gavras no gastaba
celuloide al pepe, para denunciar
tiranías inexistentes, sino que concebía joyas como Z (1969) o Estado
de Sitio (1973) precisamente cuando eran más necesarias. Tampoco
queremos decir que el cine no pueda servir para denunciar situaciones
puntuales, como la deshumanización de un sistema económico en particular, el desempleo a causa de la automatización, o
la deforestación desenfrenada del planeta. E incluso las vicisitudes de una
mediocre Administración.
Está bien, son casos posibles y el cine es nuestro espejo, lo dijimos más arriba. Pero de ahí a que toda una cinematografía conciba filmes para protestar contra su clima político presente —ahora encarnado en Donald Trump—, que aunque no les guste es un presidente democráticamente electo, realmente es un exceso. Cuando se convierta en Maduro, llámennos. Por ahora alcanza con que se inscriban para votar, que no lo hacen (y luego háganlo bien, please). Miren, no nos engañemos, The Darkest Hour (una muy buena película, aunque no descollante) está concebida como alegoría indirecta de la amenaza belicista de derechas que representan el propio Trump (sobre todo) y Putin. Dunquerque sí es un filme puramente bélico que habla del coraje, el miedo, el sacrificio y la esperanza. No sugiere más de lo que muestra, dicho esto como el mayor de los elogios. La Hora más Oscura, sin embargo, pretende advertir a los Estados (y sus dirigentes) sobre la actual amenaza al liberalismo político y el republicanismo, encarnada en un ambiguo enemigo ideológico interno (mucho más que externo), de modo que la parábola vital de Churchill y su encrucijada histórica movilicen idénticas respuestas en el presente. La película anterior de Joe Right, Carol (2015), ya buceaba en idénticas aguas. El romance entre una esposa rica y una joven dependienta de grandes almacenes está narrado en clave de intolerancia moderna, de quiebre en un sistema otrora abierto y ahora herido de muerte. Esa metáfora está burdamente ejemplificada en el malísimo esposo despechado: ocurre que su matrimonio está quebrado hace rato, pero mantienen las apariencias para no dividir bienes, vivir junto a la hija que tienen en común y cosas por el estilo. Pero Carol y su marido tienen un pacto. Ella ya tuvo una relación lésbica hace años, con quien sigue siendo su mejor amiga y madrina de la niña, y se le permiten “deslices” siempre que mantenga un cierto decoro exterior. Pero algo cambia ahora, y el esposo se convierte en un enemigo feroz. Nótese, en su escapada juntas (ya muy avanzada la cinta) se ven acechadas por un detective privado contratado por ya saben quién. Y ocurre que Carol descubrirá en la habitación contigua un verdadero arsenal de grabadoras, aparatos de escuchas y toda la parafernalia tecnológica posible para finales de los ‘40s, que es la época en que transcurre la historia. ¿Acaso no es ingenuo? La analogía con los secretos revelados por Julian Assange, entre otros, resulta más evidente que nunca. Las herramientas electrónicas de entonces opuestas y complementarias a las de ahora. Se trata del cine de la paranoia. Uno que se niega a tratar los problemas de verdad (cosa que sí hacía el cine hasta los ‘80s), pero que se pone a jugar con simbologías domésticas de bajo vuelo.
Está bien, son casos posibles y el cine es nuestro espejo, lo dijimos más arriba. Pero de ahí a que toda una cinematografía conciba filmes para protestar contra su clima político presente —ahora encarnado en Donald Trump—, que aunque no les guste es un presidente democráticamente electo, realmente es un exceso. Cuando se convierta en Maduro, llámennos. Por ahora alcanza con que se inscriban para votar, que no lo hacen (y luego háganlo bien, please). Miren, no nos engañemos, The Darkest Hour (una muy buena película, aunque no descollante) está concebida como alegoría indirecta de la amenaza belicista de derechas que representan el propio Trump (sobre todo) y Putin. Dunquerque sí es un filme puramente bélico que habla del coraje, el miedo, el sacrificio y la esperanza. No sugiere más de lo que muestra, dicho esto como el mayor de los elogios. La Hora más Oscura, sin embargo, pretende advertir a los Estados (y sus dirigentes) sobre la actual amenaza al liberalismo político y el republicanismo, encarnada en un ambiguo enemigo ideológico interno (mucho más que externo), de modo que la parábola vital de Churchill y su encrucijada histórica movilicen idénticas respuestas en el presente. La película anterior de Joe Right, Carol (2015), ya buceaba en idénticas aguas. El romance entre una esposa rica y una joven dependienta de grandes almacenes está narrado en clave de intolerancia moderna, de quiebre en un sistema otrora abierto y ahora herido de muerte. Esa metáfora está burdamente ejemplificada en el malísimo esposo despechado: ocurre que su matrimonio está quebrado hace rato, pero mantienen las apariencias para no dividir bienes, vivir junto a la hija que tienen en común y cosas por el estilo. Pero Carol y su marido tienen un pacto. Ella ya tuvo una relación lésbica hace años, con quien sigue siendo su mejor amiga y madrina de la niña, y se le permiten “deslices” siempre que mantenga un cierto decoro exterior. Pero algo cambia ahora, y el esposo se convierte en un enemigo feroz. Nótese, en su escapada juntas (ya muy avanzada la cinta) se ven acechadas por un detective privado contratado por ya saben quién. Y ocurre que Carol descubrirá en la habitación contigua un verdadero arsenal de grabadoras, aparatos de escuchas y toda la parafernalia tecnológica posible para finales de los ‘40s, que es la época en que transcurre la historia. ¿Acaso no es ingenuo? La analogía con los secretos revelados por Julian Assange, entre otros, resulta más evidente que nunca. Las herramientas electrónicas de entonces opuestas y complementarias a las de ahora. Se trata del cine de la paranoia. Uno que se niega a tratar los problemas de verdad (cosa que sí hacía el cine hasta los ‘80s), pero que se pone a jugar con simbologías domésticas de bajo vuelo.
El clima de época
siempre se filtra en una película. En todas, de hecho. Pero siempre en sutiles
apuntes, en grageas, en señales. Esas marcas de agua son perfectamente legibles
para sus contemporáneos, pero se diluyen en el tiempo, y si la cinta es
realmente buena no perderá su fuerza expresiva por poco o mucho que se sepa de
sus circunstancias de origen. Robocop (1987, Paul Verhoeven) era
hija de la era Reagan, la adoración por las armas, el Sistema de Defensa
Estratégica, y del ascenso y dominio corporativo de los “yuppies”. Hoy, 31 años después, no es necesario siquiera que se
sepa qué fue un yuppie: el filme no
ha perdido nada de su fuerza expresiva ni de su mensaje primitivo. Contiene
elementos políticos puntuales —ciertamente— pero siempre le da preeminencia a
su crudo mensaje, que es universal y atemporal. El buen cine jamás puede
renunciar a ello.
¿Queda algo para el Futuro?
Este año la
verdadera mejor película debió ser Blade Runner 2049. Sin importar su
carácter de secuela, la condición de culto de su antecesora, el género al que
pertenece; en fin, sin que nada más cuente. Porque arropada en su distópica
narrativa se oculta la más cruda reflexión sobre la inexorable deshumanización
de nuestra sociedad; la feroz e inútil carrera por hacer méritos ante nuestros
falsos dioses, para que éstos nos bendigan como su criatura más perfecta. Y sin
embargo pasó desapercibida. Apenas si el merecidísimo premio a la fotografía
del veterano y multinominado Roger Deakins salva las papas. De Coco,
decir que la presea a mejor filme animado le queda chica, sabe a poco. Es una
verdadera obrita maestra en su género, conmovedora y sutil, vital y
esperanzadora. Pero uno no puede evitar cierta reflexión, y es que todas las cintas
competidoras están muy lejos de la perfección e intensidad dramática que
poseían sus antecesoras hasta principios de los ‘90s. La decadencia es
directamente proporcional al número de nominadas. Ahora son ocho (e incluso 9),
cuando antes, que las buenas pelis brotaban bajo las baldosas, eran apenas
cinco. Y como vimos, todas pasibles de objeciones concretas, algo así como
conformarse con el mal menor.
No es que no existan buenas películas. Antes,
mucho antes, las cinematografías británicas, australianas y anglocanadienses
estaban mejor representadas. Recordemos que el premio Oscar se entrega a filmes
en idioma inglés, no necesariamente norteamericanos. Pero del mismo modo que en
Argentina existe un vacío respecto de esas filmografías, ausentes sin aviso
desde hace años de nuestras pantallas (salvando honrosas excepciones, por
cierto), los premios de la Academia parecen cerrarse más y más a una visión
insular y miope, precisamente cuando haría falta expandir fronteras y reabrir
mercados. Hay que implementar políticas para devolver el drama y el humanismo a
las salas de cine. El autor no puede brindar recetas concretas (no es un
experto sociólogo), que sin dudas serían insuficientes, pero es seguro que gran
parte de ellas deberían provenir del público mismo. Pensemos un poco y tomemos
como ejemplo a la serie británica The Crown, que es una verdadera
sensación en ascenso. Y es un drama mitad intimista mitad político. ¿Por qué no
habría de ser un éxito en el cine? ¿Qué cosa lo impide? Tal vez nosotros, los
espectadores. Que consumimos dicha historia por Netflix pero jamás a 17 dólares
el ticket. ¿Entonces es por el precio de las entradas? No lo creemos. Sigue
siendo un problema cultural y social. Por muy brillantes que hoy sean, las
series tienen un formato narrativo diferente al cinematógrafo. Lean bien: en
una serie (en un capítulo cualquiera, de hecho), es el guión —en el sentido de
los eventos narrativos que hacen avanzar la historia— el que toma la delantera.
Lo que se dice y cómo se dice se halla por encima del cómo se muestra y qué se
muestra. Incluso en las series más visualmente creativas (caso Dirk
Gently’s Detective Holistic Agency), lo que se ilustra (aunque sea sorprendente) siempre impulsa la historia; los
45 o 50 minutos de un episodio no permiten crear climas o sugerir ideas a través
de la narración visual. Eso pasa apenas en ciertas ocasiones, caso algún
episodio concreto de Games of Thrones, cuyo rodaje —se
sabe— es esencialmente cinematográfico. El cine pone por delante la
subjetividad de la imagen/tiempo a la vez que la completa con la ambigüedad de
la imagen/movimiento, de modo que si por caso un filme se abre con una
narración en off, aun así habrá que
saber escuchar pero sin desatender jamás la lectura de las imágenes, porque al
mostrar —sugiriendo a través de colores, sombras, claroscuros, iluminación,
etc.— el director puede incluso negar lo que se está diciendo en favor de ciertas
ideas que pretende instalar en el espectador. El poder sugestivo e inductivo de
la imagen está claramente en segundo término en una serie; el cine requiere de
otro tipo de atención, quizás demasiada para estos tiempos líquidos.
Bien, esperando haber
sido claros, esto que apuntamos hasta aquí marcaría apenas una posibilidad de
explicación para el evidente cambio de conducta en los espectadores. El cine
implica paciencia y atención. Atentos al smartphone
y el popcorn eso es imposible. Blade
Runner 2049 es lenta, pausada, requiere una atención visual que acojona, exige mucho del espectador.
¿Resultado? Fue un fracaso de taquilla. Y tampoco se la colocó en el podio
mayor de los Oscar. Así entonces, y perdonen por la insistencia, pero está
claro que los espectadores moldean gran parte de la propia oferta de la
industria. Las recientes Thor Ragnarok y Black Panther (la primera una absoluta basura
incalificable, y de la segunda mejor no hablar), ganaron claramente en taquilla
tanto aquí como allá. La otra cara de este fenómeno lo presentan Warner y DC
Cómics, compañías que titubean hasta el ridículo a la hora de presentar sus
productos, aterrados ante la primacía de Marvel Studios en su terreno. Es tal
el terror que sienten a perder dinero y, porqué no, sus posiciones
corporativas, que rehacen filmes ya rodados (La liga de la Justicia,
Dios los perdone!!!), echan directores y contratan otros con visiones opuestas,
y toda una gama de atrocidades por el estilo. Pero atención, que como
advertimos en el anexo a nuestra crítica de ese filme, la acción directa de youtubers y otros influencers realmente condicionan la respuesta de gran parte del
público, contribuyendo decididamente al éxito o el fracaso de un tanque de este
tipo. Como dijimos en ese excursus, a la industria del cine tampoco se la está
ayudando desde este lado de las pantallas, y seamos francos, esto ya es jugar
sucio.
Así que el resultado de este estado de cosas se puede advertir en ocasiones como las del domingo último, cuando la cinta ganadora del Oscar, si bien muy buena y emotiva, resulta apenas tan competente como la recordada Cocoon (1985, Ron Howard), con la que tiene más de una conexión, exceptuando —tal vez— su bienvenido humor. Tanto Leonard Maltin como Roger Ebert calificaron Cocoon con el mayor puntaje posible, porque en efecto era una bella y conmovedora cinta; pero lo cierto es que no participó ni por asomo en la pelea por los premios Oscar principales de aquel año. Las nominadas de 1985 a mejor película fueron El Beso de la Mujer Araña (Héctor Babenco), El Color Púrpura (Steven Spielberg), El Honor de los Prizzi (John Huston) y África Mía (Sydney Pollack). ¿Se dan cuenta? La ganadora fue Out of Africa (África Mía) pero podría haberlo hecho cualquiera de las otras. Queremos volver desesperadamente a esos tiempos, necesitamos regresar a ellos. Un tiempo en el que esas magníficas películas llenaban los cines, y eso que eran salas enormes (nada que ver a las salitas de infantes actuales), y por eso mismo alimentaban la misma maquinaria que las hacía posibles. Norma Desmond, el patético personaje que interpretaba Gloria Swanson en la genial Sunset Boulevard (1950, Billy Wilder), le decía a Joe Gillis (William Holden): “No son las historias las que se han achicados, son las películas las que se han empequeñecido”. Alguna vez intuimos que serían palabras proféticas, pero nunca llegamos a adivinar cuan certeras. Que las musas del Cine nos asistan!!!.-
Así que el resultado de este estado de cosas se puede advertir en ocasiones como las del domingo último, cuando la cinta ganadora del Oscar, si bien muy buena y emotiva, resulta apenas tan competente como la recordada Cocoon (1985, Ron Howard), con la que tiene más de una conexión, exceptuando —tal vez— su bienvenido humor. Tanto Leonard Maltin como Roger Ebert calificaron Cocoon con el mayor puntaje posible, porque en efecto era una bella y conmovedora cinta; pero lo cierto es que no participó ni por asomo en la pelea por los premios Oscar principales de aquel año. Las nominadas de 1985 a mejor película fueron El Beso de la Mujer Araña (Héctor Babenco), El Color Púrpura (Steven Spielberg), El Honor de los Prizzi (John Huston) y África Mía (Sydney Pollack). ¿Se dan cuenta? La ganadora fue Out of Africa (África Mía) pero podría haberlo hecho cualquiera de las otras. Queremos volver desesperadamente a esos tiempos, necesitamos regresar a ellos. Un tiempo en el que esas magníficas películas llenaban los cines, y eso que eran salas enormes (nada que ver a las salitas de infantes actuales), y por eso mismo alimentaban la misma maquinaria que las hacía posibles. Norma Desmond, el patético personaje que interpretaba Gloria Swanson en la genial Sunset Boulevard (1950, Billy Wilder), le decía a Joe Gillis (William Holden): “No son las historias las que se han achicados, son las películas las que se han empequeñecido”. Alguna vez intuimos que serían palabras proféticas, pero nunca llegamos a adivinar cuan certeras. Que las musas del Cine nos asistan!!!.-
Leo, coincido 100% con tu análisis sobre el cine y los espectadores. Y sólo te voy a traer a cuento un par de detalles de nuestras salidas cinéfilas. Cuando vimos "Liga de la Justicia", un mega-tanque bastante pobre, la gente en la sala aplaudió al final como si hubiesen visto "Casablanca" o "Ciudadano Kane". Pero cuando vimos "Blade Runner 2049", el gordo que estaba al lado mío se durmió varias veces y hasta roncaba, a pesar de los esfuerzos de su novia (léase codazos) por mantenerlo despierto. Todo dicho. La gente sólo quiere diversión y escapismo; la reflexión ya no es bienvenida en las salas de cine.
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