Anita Loos: La Mujer que Guionó su Vida

por Leonardo Tavani

Imaginen la vida en 1913. La cultura, la tecnología, los prejuicios. Imaginen un mundo que todavía está despellejándose al siglo XIX, con algunos significativos avances pero aún con demasiados corsés, y no solo ciñendo los talles femeninos, sino ajustando las cabezas de la sociedad toda. Ahora imaginen ser una chica de apenas 20 años anclada en ese año preciso y a punto de partir de un pueblito perdido en California. No darían ni un dólar por ella, ¿verdad?; ni tan siquiera cien de nuestros devaluados pesos... A lo sumo un esposo decente que no le pegue y a parir hijos y fregar platos. Si ella hubiera nacido en Nueva York, bueno, tal vez sería otra la historia; pero allí, quién sabe... Pero claro, hasta en el desierto florece una flor, y de vez en cuando alguien rompe con todo lo establecido, se carga todos los prejuicios y avanza más lejos que nadie en su generación. Generalmente se piensa en un hombre, pero demasiadas veces es una valiente mujer la que se libera de todas las ataduras y echa a volar su talento, originalidad y libertad interior. Y así hace historia. Bien, pueden creerlo, ella lo hizo. Historia, digo, y todavía más. Tal vez su nombre no les suene, quizás estemos demasiado al sur para tenerla presente, —tal vez una guionista concite menos interés que una rutilante estrella— pero si el cine de Hollywood puede todavía presumir de su fértil pasado se debe en gran parte a ella, a una mujer diminuta, flaquísima, algo pálida y con frecuencia ojerosa, pero vitalmente fresca, creativa y femenina, con toda la precisa pero amplia carga que ese término implica. Jamás se autoproclamó feminista, pero lo fue a su pesar, ya que vivió con libertad, autodeterminación y verdadera pasión por la vida. Dejó una marca, abrió una huella y se bebió la vida. La chica de 20 años en ese encorsetado año de 1913 se llamaba Anita Loos. Sus 87 años sobre este planeta fueron como un huracán. Bien valen un artículo, aunque lo escriba un dinosaurio como este autor.         

 
Anita Loos nació el 26 de abril de 1893 en Sissons (actual Mount Shasta), California. Fue la niña mimada de una familia bastante tradicional de clase media alta, lo que no impidió que rompiera cadenas muy temprano, partiendo jovencísima a Los Ángeles y arribando luego a Nueva York. Con apenas 19 años (en 1912) consiguió dos cosas a la vez, un contrato con la Biograph y  que el hoy mítico D.W. Griffth eligiera un relato suyo, The New York Hat, para adaptarlo a la pantalla. El filme contó con verdaderas  mega estrellas de la época como Mary Pickford (la “Novia de América”), las hermanas Lillian y Dorothy Gish y John Barrymore (el bisabuelo de Drew Barrymore). El éxito fue inmediato, a pesar de que resultó todo un reto adaptar en rótulos las filosas frases y la rica inventiva de la prosa de Anita. Ocurre que la Loos era una auténtica provocadora, una mujer de finísima inteligencia y sutil mordacidad. Fue novelista, ensayista, dramaturga, comediógrafa, actriz, periodista, productora, asistente de vestuario y —por supuesto— guionista de cine. Y una de las más talentosas y prolíficas. No existe cuenta exacta de sus guiones, ya que muchos se perdieron sin ser rodados, otros se entregaron bajo pseudónimo pero sin que se consignara aparte su identidad y otros tantos porque ni siquiera se molestó en registrarlos.
Sus viajes a París se hicieron legendarios. De allí importó e impuso en la alta sociedad neoyorquina el término “Chic”, que a la postre constituyó un espejo de su propio credo de vida: todo a su alrededor tenía que ser sofisticadamente “chic”. Por el contrario, Anita poseía un aspecto muy personal y peculiar, que aparentemente nada tenía de chic, pero que a la larga se volvería célebre: vestido de marinerito con falda por encima de la rodilla y un sombrero del tipo casquete, típico de los ‘20s, que incluso seguiría usando décadas después. Su aspecto frágil motivaba algunas bromas, de modo que hasta su segundo marido, John Emerson (20 años mayor que ella) la llamaba cariñosamente “mi microbio”. Pero no había sarcasmo alguno en ello. Ambos tuvieron una larga y fértil relación adelantada a su época, ya que vivieron un matrimonio abierto. De hecho, cuando Emerson la conoció, Anita llevaba el pelo corto (una verdadera abominación para su tiempo, aunque finalmente lo impondría), ya había echado por la borda a su primer marido, se ganaba la vida escribiendo y frecuentando artistas de dudosa reputación, fumaba como chimenea, bebía como un cosaco, hablaba en público y con toda desfachatez acerca de sexo y política (cosas vedadas para una dama) y salía de una fiesta para entrar en otra. Nunca se engañaron el uno acerca del otro.
        
con Emerson, su segundo esposo
    Anita Loos se había mudado temporalmente a Nueva York; allí vendía sus cuentos y novelas con una facilidad admirable, gracias en parte a su locuacidad y encanto personal, que fascinaba a los editores, y es entonces cuando le llega la gran oportunidad de su vida. Emerson —su futuro segundo esposo— era un actor, director y guionista asociado a la American Biograph Company, la empresa que ya había comprado cinco de sus historias (entre ellas la citada The New York Hat), y colaboraba estrechamente con Griffith. El productor quería desesperadamente conseguir un vehículo adecuado para un actor casi desconocido, que ya había rodado varias películas pero sin llamar la atención. Se trataba nada menos que de Douglas Fairbanks, el futuro galán de América. Atlético, carismático, encantador, Fairbanks aún no había acertado con el personaje adecuado, y sería Anita la que lo pondría en el mapa del estrellato. Su guión original para el filme His Picture in the Papers (1916, John Emerson) transformó la carrera del actor. La Loos concibió un script con bastante aventura pero fundamentalmente lleno de comedia verbal. Claro, los diálogos irían escritos en los rótulos, pero el talento de la escritora  los diseñó de tal forma que resultaban tan divertidos como si se oyesen en directo. Griffith produjo el filme pero no lo dirigió porque estaba obsesionado con terminar su Intolerancia, de ese mismo año. Cuando acabó pidió ver la cinta y abominó de ella, exigiendo que se archivase. Pero ya era tarde. Ausente durante meses de la productora, Emerson y Loos ya habían enviado por su cuenta una copia al cine Roxy  en Broadway, New York. En la función de estreno sucedió un hecho inesperado: cuentan las crónicas de la época que el público no se levantó de sus butacas una vez concluida la proyección y exigió verla otra vez. El insospechado suceso cambió el destino de todos los involucrados. De hecho, esta fue la primera comedia silente basada más en los diálogos filosos que en los gags visuales, y acostumbró al público a leer con más atención los rótulos o subtítulos, contribuyendo a incrementar desde entonces la complejidad de las historias.
otro de los vehículos que le escribió al actor
            De allí en más, ya dueña de un contrato exclusivo, Anita escribió cinco guiones más para Fairbanks, al que puede decirse sin tapujos que lanzó al estrellato, mientras se afianzaba la estrecha  colaboración con el productor Emerson, de tal modo que poco a poco  nacería el amor entre ambos. Como apuntamos antes, se trató de una pareja en extremo moderna, pero para el exterior se comportaban de modo bastante tradicional, con Anita interpretando el papel de esposa devota. En parte lo era, pero no renunció a ninguna de sus pasiones. Este extenso período estuvo lleno de logros para la escritora, especialmente en Broadway —donde se estrenaron varias obras suyas—, pero ninguno tan rutilante como el estreno del filme The Temperamental Wife (1919), basado en su novela “Information, Please”. La cinta resultó un hitazo fenomenal e incrementó exponencialmente su prestigio como escritora sofisticada, satírica y moderna a la vez. Anita amaba la buena vida, la sofisticación y el glamour, aunque no era necesariamente una snob, y este tremendo envión en su carrera le permitió alcanzar el nivel de vida que tanto amaba. Filmes como Double Trouble (1915), A Corner in Cotton (1916), The Matrimoniac (1916), Reaching for the Moon (1917) o Goodbye, Bill (1918) incrementaron exponencialmente su fama como guionista y productora, ya que todos ellos eran increíblemente modernos y atrevidos.
Toda la siguiente década siguió escribiendo sin parar y con creciente éxito. Los historiadores americanos del cine no han podido hallar archivos en que se reseñara mal alguno de sus guiones de ese primer período. Si acaso una película parecía más floja que de costumbre los críticos le echaban la culpa al director o a la impericia de los protagonistas, pero jamás al script: lo cierto es que los guiones de la Loos se habían vuelto tan sagrados como el Santo Grial. Hacia finales de la década, cuando ya asomaba el sonoro, Paramount compra los derechos de la novela más aclamada y vendida de Anita, “Los Caballeros las Prefieren Rubias”. La contratan para adaptarla a la pantalla pagándole una verdadera fortuna para la época, demostrándose pronto que ninguna inversión en ella, por onerosa que fuera, sería en balde. La cinta recaudó más que cualquiera de sus competidoras del año 1928, ganándoles por una diferencia de taquilla astronómica. Anita se cotizaba cada vez más.

            El cine sonoro llegó y nuestra heroína logró algo que pocos podían permitirse, trabajar free-lance para el Estudio que mejor pagase. Anita había estrechado lazos importantísimos en Hollywood, no poca cosa entonces (ni siquiera para un hombre), lo que influyó enormemente en su libertad de acción y en la elección de sus trabajos. Por ejemplo, todavía durante el período silente, su íntima amistad con el poderoso productor Joseph M. Schenck la benefició brindándole la oportunidad de escribir varios vehículos para su esposa, la actriz Norma Talmadge, así como concitaba la atención de todos los que deseaban acceder al productor a través de ella. Inmediatamente después (y ya en el sonoro), las primeras comedias musicales que firmó para MGM resultaron un tanto flojas, aunque no malas, primordialmente porque la obligaron a colaborar con guionistas menos avezados, con la excusa de que ella se ocuparía de diálogos y tramas y sus eventuales asociados del desarrollo musical.
Esa fórmula no funcionaba con ella. Así que rápidamente aprendió a seleccionar mejor las ofertas laborales, aplicándose solo a aquéllas en que tendría manos libres y total libertad creativa. Es en este período, los primeros años ‘30s, en que Anita estrecha los más duraderos lazos de amistad y camaradería con artistas, directores y productores de la selecta elite de Hollywood. Como ella conocía y frecuentaba a los más reputados escritores, caso Francis Scott Fitzgerald o Truman Capote (así como también a los más renombrados artistas plásticos del momento), toda la crema de Beverly Hills le doraba la píldora para lograr una invitación a su piso de Nueva York, donde era la anfitriona de exclusivísimas fiestas.
         
junto a la Harlow
   Con la explosión de “Los Caballeros...” todavía candente, la autora decide tomarse un largo período de ocio, viajes y placer. Escribiría esporádicamente y solo si le atraía el proyecto propuesto. Nadie más que ella podía permitirse tales extravagancias. Esto duró apenas los primeros años ‘30s, lapso en que se estrenaron apenas tres filmes suyos por año, cifra insignificante comparada con los períodos previos. Pero apuntamos antes que los musicales que la Metro le encargó al inicio del sonoro no habían sido satisfactorios. Esto cambiaría pronto y drásticamente. El célebre productor Irving G. Thalberg había contratado a F. Scott Fitzgerald para adaptar el serial “Red-Headed Woman”, que aparecía en el Saturday Evening Post y causaba sensación entre los lectores. El novelista no se adaptó y se marchó habiendo entregado una muy débil sinopsis. Thalberg, decepcionado con el escritor y desesperado por hallar un guionista avezado en comedia, recurre a la Loos. El resto es historia. El filme (de idéntico título) estelarizado por la entonces súper estrella Jean Harlow, la mujer más deseada de América (y dirigido por Jack Conway), explotó en las boleterías y resultó un suceso de crítica y público. Corría 1932, Anita Loos refrendaba los laureles obtenidos durante el período mudo y se hacía de un contrato en exclusividad con MGM por diez años. Se sentía feliz: tenía carta blanca para desarrollar cualquier concepto y a la vez era dueña de su arte como nadie más. Escribió los mejores guiones posibles para estrellas del calibre de Norma Shearer, Joan Crawford, Jeannette MacDonald, Robert Montgomery, Robert Taylor, Spencer Tracy y Clark Gable, entre otros. De San Francisco (1936, W.S. Van Dyke II & D.W. Griffith) a Saratoga (1937, Jack Conway), o de Riffraff (1935, J.Walter Ruben) a The Women (1939, George Cukor), los guiones de la Loos se permitían un mix de reflexión, aguda crítica social y divertida sátira de costumbres.
uno de los ensayos sobre Anita Loos
            Pero si un filme representa cabalmente la mirada feroz y mordaz que Anita Loos se permitía acerca de su propio género, ese es el recién citado The Women. Se trató de la adaptación de una obra teatral ajena, cosa inusual para Anita, escrita por Clare Boothe. Contó con la colaboración de Jane Murfin para completar algunos diálogos y situaciones, pero casi todo el script fue de la Loos. En un círculo de “amigas” muy exclusivo y “chic” comienzan a asomar traiciones, envidias, habladurías, resentimientos y otras miserias ocultas. La película está íntegramente protagonizada por mujeres (no aparece ni un solo hombre en pantalla, como no sean extras), y todas ellas estrellas, al punto que en el set se reprodujeron situaciones de rivalidad propias del guión que se estaba rodando. Rosalind Russell, Norma Shearer, Joan Crawford (que tal vez nunca estuvo mejor que aquí), Paulette Goddard, Joan Fontaine y Mary Bolan lideraron un  casting memorable; todas conducidas por un artesano del calibre de George Cukor, de hecho un experto a la hora de dirigir actrices fuertes y contar historias femeninas[1].          


con Paulette Goddard y el marido de ésta
Hacia finales de los ‘30s Anita Loos se estableció en Los Ángeles (hasta entonces enviaba los guiones desde N.Y. y sólo viajaba esporádicamente), comenzando una etapa de trabajo riguroso por las mañanas que se veía coronado con el té de la tarde, acompañada por el jet-set californiano a pleno, y por la noche liderando suntuosas cenas con gente tan importante como poderosa. Todos querían socializar con ella. Era divertida, lanzaba frases tan originales y punzantes como no se oían desde la época de Samuel Langhorne Clemens (más conocido como Mark Twain), y congregaba a su alrededor lo más fino y selecto de la sociedad. Pero Anita Loos no era una snob, ya lo apuntamos, y de hecho tenía amigos de todas las clases sociales y todas las profesiones. Únicamente exigía el simbólico certificado de chic, lo que significaba apenas que la persona poseía sensatez y buen gusto, cualidades de las que jamás renegó. En sus tertulias, además del ingenio mordaz, Anita desplegaba una variedad de tópicos poco recomendables para oídos conservadores. Abogaba por la igualdad de remuneración para las mujeres, por que se las respetara y no debieran someterse a humillaciones para obtener un papel, que pudieran acceder a puestos directivos en los Estudios, etc. Como se advierte, aunque ella jamás se vio a sí misma como feminista, sin dudas hizo más por su género que nadie en su época. En 1927, por caso, había comenzado una gira por Inglaterra —siendo huésped de honor de Lord d’Abernon— y causó verdadera sensación, al punto que su anfitrión la recibiría en el muelle de Brighton con una enorme silueta de su figura, un perfil en negro delineando su atuendo clásico. Era respetada por su trabajo, su enorme talento y responsabilidad, pero sobre todo por la tozuda firmeza de sus posiciones, de las que no abjuraba por causa alguna.
junto a Jean Harlow y W.S.Van Dyke

            Pero volviendo al cine, la inesperada y prematura muerte de Thalberg en septiembre de 1936 provocó a la larga el alejamiento de Anita de la MGM. No se sintió cómoda trabajando con Louis B. Mayer, quien no la entendía ni le tenía paciencia, y acabó por rescindir su contrato[2]. Perdió interés en el cine, al menos en apariencia, y se abocó a sus cuentos y a elaborar la que sería su segunda autobiografía. En 1943 regresó a Nueva York, instalándose en una suite del hotel Ritz. Sus trabajos para la gran pantalla serían escasos durante esa década: apenas seis filmes en 10 años[3]. Un tiempo después compró un apartamento en la calle 57, frente al Carnegie Hall, desde donde organizó su vida hasta el final. Para 1943 Anita Loos contaba con 50 años y ya empezaba a pagar algunas facturas por sus limitados excesos. Decimos “limitados” porque en efecto jamás probó drogas ilícitas ni resultó una alcohólica, pero sí es cierto que fumaba demasiado y bebía con poca moderación. Pero quizás sería la maratónica vida nocturna que llevó durante años, con sus posteriores y muy largas jornadas en vela (en las que se abocaba a escribir como posesa), la que acabaría por mellar su de por sí frágil constitución. Aun así siguió siendo la gran sacerdotisa de la alta sociedad neoyorquina, una genuina censora del mal gusto típico de los nuevos ricos americanos y una anfitriona de calidad. Pero que nadie piense que algunos simples achaques detendrían a la Loos: todavía tuvo tiempo y ganas de casarse por tercera vez, ahora con el director y guionista Richard Sale (The Girl Next Door, 1953).
          
  En 1953 estaba virtualmente retirada del cine cuando la contactó nada menos que Howard Hawks, el gran director de Río Bravo (1959), Sólo los Ángeles Tienen Alas (1939) y Tener o no Tener (1944). El también productor quería dirigir una remake (ahora sonora, en Technicolor y VistaVisión) de Gentleman Prefer Blondes, y quería contar con la autora para reelaborar el guión. Anita no tenía fuerzas ni ganas para hacerlo sola, así que participó apenas como asesora, brindó algunos buenos concejos y le recomendó a Charles Lederer como guionista[4]. Lederer era una garantía y efectivamente ejecutó un trabajo perfecto, completado por un equipo artístico para la historia: Marilyn Monroe, más hermosa y sexy que nunca, la voluptuosa Jane Russell y Charles Coburn, una gloria viviente del music-hall americano. El número musical en que Marilyn canta “Diamonds are a Girl’s Best Friends” ha superado la prueba del tiempo y sigue siendo una pieza cinematográfica de antología. Madonna lo calcaría, presentando idéntico vestuario y coreografía, en su videoclip del tema “Material Girl” (1984).

            En 1958 Vincente Minnelli rodaría Gigí, basada en la novela homónima de Anita, pero ella no participaría en el guión. De allí en más dejaría definitivamente de escribir para la gran pantalla. A mediados de agosto de 1981, a sus 87 años y estando gravemente enferma —tal vez presintiendo el final— se vistió con sus mejores galas, pidió un taxi y se internó en un hospital de Nueva York. El día 18 finalmente falleció, rodeada de todo el afecto y admiración que había cosechado. Pero si algo debemos rescatar de la fascinante parábola de su vida, es la fabulosa brecha que abrió para otras mujeres en la industria del cine.
Sin ella, personalidades como I.A.L.Diamond (inmigrante rumana que por más de 25 años escribió las mejores comedias de Billy Wilder), Leigh Brackett (guionista de los mejores westerns de Hawks), Jay Presson Allen (Cabaret), Karen DeWolf (Nine Girls), Valentine Davies (The Glenn Miller Story) o la mismísima Nora Ephron (Cuando Harry Conoció a Sally/ Sleepless in Seattle), jamás hubiesen trabajado en la industria ni hubieran podido dejar la marca que imprimieron con su talento. Y esto se aplica a todas las profesiones que involucran la producción cinematográfica, ya que sin Anita Loos y su tenacidad, resultaría poco probable que se hubiera abierto la enorme puerta que ella traspasó con éxito y responsabilidad.
         
Portada de una de sus autobiografías
   Por último, una anécdota que ilustra como ninguna la personalidad de nuestra heroína. Su funeral se realizó en los salones Campbell y de acuerdo a su última voluntad, o sea como una fiesta de lujo. Luego de que todos los presentes dijeran algo elogioso o gracioso sobre la difunta, alguien notó que Helen Hayes aun no había pronunciado palabra. La actriz, colaboradora y mejor amiga de Anita,  se limitó a carraspear y —luego de un silencio teatral— dijo secamente: “Más vale que el cielo sea ‘chic’, o Anita lo convertirá en el infierno”. Amén!.-







[1] Little Women, 1933/ Sylvia Scarlett, 1935/ A Star is Born, 1954/ My Fair Lady, 1964/ Adam’s Rib 1949, entre otras.-
[2] A pesar de ello, el magnate le ofreció un contrato nuevo por 5000 dólares semanales, una fortuna para esa época. Anita aceptó a regañadientes pero al cabo se marchó.-
[3] Pero algunas muy buenas, tales como Susan and God, 1940/ They Met in Bombay, 1941/ I Married an Angel, 1942/ The Pirate, 1948.-
[4] Escribió filmes como His Girl Friday, 1940/ Love Crazy, 1941 o Kiss of Death, 1947.-

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