por Leonardo Tavani
Anita Loos nació el 26 de abril de 1893 en Sissons (actual Mount Shasta), California. Fue la niña mimada de una familia bastante tradicional de clase media alta, lo que no impidió que rompiera cadenas muy temprano, partiendo jovencísima a Los Ángeles y arribando luego a Nueva York. Con apenas 19 años (en 1912) consiguió dos cosas a la vez, un contrato con la Biograph y que el hoy mítico D.W. Griffth eligiera un relato suyo, The New York Hat, para adaptarlo a la pantalla. El filme contó con verdaderas mega estrellas de la época como Mary Pickford (la “Novia de América”), las hermanas Lillian y Dorothy Gish y John Barrymore (el bisabuelo de Drew Barrymore). El éxito fue inmediato, a pesar de que resultó todo un reto adaptar en rótulos las filosas frases y la rica inventiva de la prosa de Anita. Ocurre que la Loos era una auténtica provocadora, una mujer de finísima inteligencia y sutil mordacidad. Fue novelista, ensayista, dramaturga, comediógrafa, actriz, periodista, productora, asistente de vestuario y —por supuesto— guionista de cine. Y una de las más talentosas y prolíficas. No existe cuenta exacta de sus guiones, ya que muchos se perdieron sin ser rodados, otros se entregaron bajo pseudónimo pero sin que se consignara aparte su identidad y otros tantos porque ni siquiera se molestó en registrarlos.
Sus viajes a París se hicieron legendarios. De allí importó e impuso en la alta sociedad neoyorquina el término “Chic”, que a la postre constituyó un espejo de su propio credo de vida: todo a su alrededor tenía que ser sofisticadamente “chic”. Por el contrario, Anita poseía un aspecto muy personal y peculiar, que aparentemente nada tenía de chic, pero que a la larga se volvería célebre: vestido de marinerito con falda por encima de la rodilla y un sombrero del tipo casquete, típico de los ‘20s, que incluso seguiría usando décadas después. Su aspecto frágil motivaba algunas bromas, de modo que hasta su segundo marido, John Emerson (20 años mayor que ella) la llamaba cariñosamente “mi microbio”. Pero no había sarcasmo alguno en ello. Ambos tuvieron una larga y fértil relación adelantada a su época, ya que vivieron un matrimonio abierto. De hecho, cuando Emerson la conoció, Anita llevaba el pelo corto (una verdadera abominación para su tiempo, aunque finalmente lo impondría), ya había echado por la borda a su primer marido, se ganaba la vida escribiendo y frecuentando artistas de dudosa reputación, fumaba como chimenea, bebía como un cosaco, hablaba en público y con toda desfachatez acerca de sexo y política (cosas vedadas para una dama) y salía de una fiesta para entrar en otra. Nunca se engañaron el uno acerca del otro.
con Emerson, su segundo esposo |
otro de los vehículos que le escribió al actor |
De allí en más, ya
dueña de un contrato exclusivo, Anita escribió cinco guiones más para
Fairbanks, al que puede decirse sin tapujos que lanzó al estrellato, mientras se
afianzaba la estrecha colaboración con
el productor Emerson, de tal modo que poco a poco nacería el amor entre ambos. Como apuntamos
antes, se trató de una pareja en extremo moderna, pero para el exterior se
comportaban de modo bastante tradicional, con Anita interpretando el papel de
esposa devota. En parte lo era, pero no renunció a ninguna de sus pasiones. Este
extenso período estuvo lleno de logros para la escritora, especialmente en
Broadway —donde se estrenaron varias obras suyas—, pero ninguno tan rutilante
como el estreno del filme The Temperamental Wife (1919),
basado en su novela “Information, Please”.
La cinta resultó un hitazo fenomenal e incrementó exponencialmente su prestigio
como escritora sofisticada, satírica y moderna a la vez. Anita amaba la buena
vida, la sofisticación y el glamour, aunque no era necesariamente una snob, y
este tremendo envión en su carrera le permitió alcanzar el nivel de vida que
tanto amaba. Filmes como Double Trouble (1915), A
Corner in Cotton (1916), The Matrimoniac (1916), Reaching
for the Moon (1917) o Goodbye, Bill (1918) incrementaron
exponencialmente su fama como guionista y productora, ya que todos ellos eran
increíblemente modernos y atrevidos.
Toda la siguiente década siguió
escribiendo sin parar y con creciente éxito. Los historiadores americanos del
cine no han podido hallar archivos en que se reseñara mal alguno de sus guiones
de ese primer período. Si acaso una película parecía más floja que de costumbre
los críticos le echaban la culpa al director o a la impericia de los
protagonistas, pero jamás al script: lo cierto es que los guiones de la Loos se
habían vuelto tan sagrados como el Santo Grial. Hacia finales de la década,
cuando ya asomaba el sonoro, Paramount compra los derechos de la novela más
aclamada y vendida de Anita, “Los
Caballeros las Prefieren Rubias”. La contratan para adaptarla a la pantalla
pagándole una verdadera fortuna para la época, demostrándose pronto que ninguna
inversión en ella, por onerosa que fuera, sería en balde. La cinta recaudó más
que cualquiera de sus competidoras del año 1928, ganándoles por una diferencia
de taquilla astronómica. Anita se cotizaba cada vez más.
El cine sonoro
llegó y nuestra heroína logró algo que pocos podían permitirse, trabajar
free-lance para el Estudio que mejor pagase. Anita había estrechado lazos
importantísimos en Hollywood, no poca cosa entonces (ni siquiera para un
hombre), lo que influyó enormemente en su libertad de acción y en la elección
de sus trabajos. Por ejemplo, todavía durante el período silente, su íntima
amistad con el poderoso productor Joseph M. Schenck la benefició brindándole la
oportunidad de escribir varios vehículos para su esposa, la actriz Norma
Talmadge, así como concitaba la atención de todos los que deseaban acceder al
productor a través de ella. Inmediatamente después (y ya en el sonoro), las
primeras comedias musicales que firmó para MGM resultaron un tanto flojas,
aunque no malas, primordialmente porque la obligaron a colaborar con guionistas
menos avezados, con la excusa de que ella se ocuparía de diálogos y tramas y
sus eventuales asociados del
desarrollo musical.
Esa fórmula no funcionaba con ella. Así que rápidamente
aprendió a seleccionar mejor las ofertas laborales, aplicándose solo a aquéllas
en que tendría manos libres y total libertad creativa. Es en este período, los
primeros años ‘30s, en que Anita estrecha los más duraderos lazos de amistad y
camaradería con artistas, directores y productores de la selecta elite de
Hollywood. Como ella conocía y frecuentaba a los más reputados escritores, caso
Francis Scott Fitzgerald o Truman Capote (así como también a los más
renombrados artistas plásticos del momento), toda la crema de Beverly Hills le
doraba la píldora para lograr una invitación a su piso de Nueva York, donde era
la anfitriona de exclusivísimas fiestas.junto a la Harlow |
uno de los ensayos sobre Anita Loos |
Pero si un filme
representa cabalmente la mirada feroz y mordaz que Anita Loos se permitía
acerca de su propio género, ese es el recién citado The Women. Se trató de la
adaptación de una obra teatral ajena, cosa inusual para Anita, escrita por
Clare Boothe. Contó con la colaboración de Jane Murfin para completar algunos
diálogos y situaciones, pero casi todo el script fue de la Loos. En un círculo
de “amigas” muy exclusivo y “chic” comienzan a asomar traiciones,
envidias, habladurías, resentimientos y otras miserias ocultas. La película
está íntegramente protagonizada por mujeres (no aparece ni un solo hombre en
pantalla, como no sean extras), y todas ellas estrellas, al punto que en el set
se reprodujeron situaciones de rivalidad propias del guión que se estaba
rodando. Rosalind Russell, Norma Shearer, Joan Crawford (que tal vez nunca
estuvo mejor que aquí), Paulette Goddard, Joan Fontaine y Mary Bolan lideraron
un casting
memorable; todas conducidas por un artesano del calibre de George Cukor, de
hecho un experto a la hora de dirigir actrices fuertes y contar historias
femeninas[1].
con Paulette Goddard y el marido de ésta |
junto a Jean Harlow y W.S.Van Dyke |
Pero volviendo al
cine, la inesperada y prematura muerte de Thalberg en septiembre de 1936
provocó a la larga el alejamiento de Anita de la MGM. No se sintió cómoda
trabajando con Louis B. Mayer, quien no la entendía ni le tenía paciencia, y
acabó por rescindir su contrato[2]. Perdió
interés en el cine, al menos en apariencia, y se abocó a sus cuentos y a
elaborar la que sería su segunda autobiografía. En 1943 regresó a Nueva York,
instalándose en una suite del hotel Ritz. Sus trabajos para la gran pantalla
serían escasos durante esa década: apenas seis filmes en 10 años[3]. Un
tiempo después compró un apartamento en la calle 57, frente al Carnegie Hall, desde donde organizó su
vida hasta el final. Para 1943 Anita Loos contaba con 50 años y ya empezaba a
pagar algunas facturas por sus limitados
excesos. Decimos “limitados” porque
en efecto jamás probó drogas ilícitas ni resultó una alcohólica, pero sí es
cierto que fumaba demasiado y bebía con poca moderación. Pero quizás sería la
maratónica vida nocturna que llevó durante años, con sus posteriores y muy
largas jornadas en vela (en las que se abocaba a escribir como posesa), la que
acabaría por mellar su de por sí frágil constitución. Aun así siguió siendo la
gran sacerdotisa de la alta sociedad neoyorquina, una genuina censora del mal
gusto típico de los nuevos ricos americanos y una anfitriona de calidad. Pero
que nadie piense que algunos simples achaques detendrían a la Loos: todavía
tuvo tiempo y ganas de casarse por tercera vez, ahora con el director y
guionista Richard Sale (The Girl Next Door, 1953).
En 1958 Vincente
Minnelli rodaría Gigí, basada en la novela homónima de Anita, pero ella no
participaría en el guión. De allí en más dejaría definitivamente de escribir
para la gran pantalla. A mediados de agosto de 1981, a sus 87 años y estando
gravemente enferma —tal vez presintiendo el final— se vistió con sus mejores
galas, pidió un taxi y se internó en un hospital de Nueva York. El día 18
finalmente falleció, rodeada de todo el afecto y admiración que había cosechado.
Pero si algo debemos rescatar de la fascinante parábola de su vida, es la
fabulosa brecha que abrió para otras mujeres en la industria del cine.
Sin
ella, personalidades como I.A.L.Diamond (inmigrante rumana que por más de 25
años escribió las mejores comedias de Billy Wilder), Leigh Brackett (guionista
de los mejores westerns de Hawks), Jay Presson Allen (Cabaret), Karen DeWolf (Nine
Girls), Valentine Davies (The Glenn Miller Story) o la
mismísima Nora Ephron (Cuando Harry Conoció a Sally/ Sleepless
in Seattle), jamás hubiesen trabajado en la industria ni hubieran
podido dejar la marca que imprimieron con su talento. Y esto se aplica a todas
las profesiones que involucran la producción cinematográfica, ya que sin Anita
Loos y su tenacidad, resultaría poco probable que se hubiera abierto la enorme
puerta que ella traspasó con éxito y responsabilidad.Portada de una de sus autobiografías |
[1] Little Women, 1933/ Sylvia Scarlett, 1935/ A
Star is Born, 1954/ My Fair Lady, 1964/ Adam’s
Rib 1949, entre otras.-
[2] A pesar de ello, el magnate le ofreció un contrato nuevo por 5000
dólares semanales, una fortuna para esa época. Anita aceptó a regañadientes
pero al cabo se marchó.-
[3] Pero algunas muy buenas, tales como Susan and God, 1940/ They
Met in Bombay, 1941/ I Married an Angel, 1942/ The
Pirate, 1948.-
[4] Escribió filmes como His Girl Friday, 1940/ Love
Crazy, 1941 o Kiss of Death, 1947.-
No hay comentarios.:
Publicar un comentario