por Leonardo Tavani
Lo tuvo todo. Fama,
hombres, dinero, admiración mundial. Fue musa y amante, heroína y ángel caído.
Se construyó a sí misma, se perfeccionó, supo esperar y luego aprovechar su
momento. Fue adorada por los hombres y envidiada por las mujeres, tuvo el mundo
en un puño pero acabó tristemente enferma y casi olvidada. Desde su niñez,
cuando se esforzaba al máximo para complacer a su padre, el bailarín Eduardo
Cansino —exigente y despótico—, no hizo otra cosa que buscar hombres que llenaran
los zapatos de esa figura esquiva y poco afectuosa, que pudieran brindarle
seguridad y una genuina sensación de cariño. Alguna vez, cuando se le preguntó
por su agitada vida sentimental, respondió con sincera amargura: “casi siempre es lo mismo. Se acuestan con
Gilda, pero amanecen conmigo”[1]. Se
refería al personaje que la había convertido en un mito viviente, el del film
homónimo de 1946, que acabaría volviéndose parcialmente en su contra. Los
hombres la verían casi siempre a través de ese prisma de sensualidad y erotismo,
desencantándose invariablemente con la mujer real, y la industria de Hollywood la
encasillaría hasta el punto de no saber qué hacer con su madurez posterior ni
con su enorme talento. Porque lo tenía; lo había trabajado y desarrollado hasta
convertirse en una muy competente actriz capaz de asumir desafíos superiores.
Pero tuvo muy pocas oportunidades de demostrarlo en plenitud. De todos modos,
la parábola de su vida y su fulgurante carrera bien valen este recuerdo.
Acompáñennos en este viaje.
Pero volvamos un poco atrás todavía, al momento en que la actriz se divorcia y obtiene el estrellato, porque sería imposible hablar de Rita Hayworth y no mencionar dos filmes en los que brilló, aportando lo mejor de sí como bailarina e intérprete. Nos referimos a You’ll Never get Rich (1941, Sydney Lanfield), primera vez junto al gran Fred Astaire, y a You Were Never Lovelier/Bailando nace el Amor (1942, William A. Seiter), segunda actuación junto al gran actor y bailarín. Fueron cintas casi perfectas, musicales que lo tenían todo, excepto el color. El segundo film citado resulta toda una curiosidad para nosotros, ya que se trata de la remake en clave musical de “Los Martes Orquídeas”, la película nacional que lanzó a la fama a Mirtha Legrand, escrita por Sixto Pondál Ríos y Carlos Olivari. De hecho, todo el período que va de 1940 a 1946 resulta de lo más satisfactorio y productivo, brindando a la intérprete numerosas posibilidades de lucimiento, las que ella jamás desaprovechó, sino todo lo contrario. Pero en medio de esta carrera meteórica sucede un hecho curioso, su ausencia de las pantallas durante el año 1943 y casi todo 1944 (en el que tan solo rodaría un filme, la excelente Cover Girl, de Charles Vidor). Ocurre que había contraído matrimonio por segunda vez, ahora con Orson Welles, el por entonces enfant terrible de Hollywood. El prestigio tanto personal como intelectual del director de El Ciudadano/Citizen Kane (1941) influiría de manera negativa en la actriz, quien parecía sentirse poco adecuada para los altos estándares de su esposo. Sus biógrafos recalcan muy significativamente este hecho, que a la larga se filtraría en muchos resquicios de su vida privada y su carrera. Apenas casados ella se abocó por completo al actor y a formar una familia, relegando su lugar en la industria. Pero duraría poco. Si bien se divorciaron recién en 1948, la pareja estaba quebrada desde mucho antes, casi desde el segundo año de matrimonio. Welles, más allá de su fenomenal talento, era un narcisista snob y diletante, que se cansó de ella apenas casados, y al que la actriz nunca hubiera podido conformar por mucho que se esforzase.
Margarita Carmen
Cansino nació el 17 de Octubre de 1918 en Brooklyn, Nueva York. Sus padres eran
bailarines profesionales —especializados en ritmos latinos— y viajaban
frecuentemente para recalar en variados escenarios. Cuando Rita era una
adolescente deciden establecerse en Los Ángeles, aunque poco después se
divorciarán. La niña, entrenada dura y rudamente por su padre, lo acompañará
como pareja de baile ya desde sus 13 años, y juntos recalarán con frecuencia en
night-clubes de México y Cuba. Se convirtió en una consumada bailarina, dueña
de una sensualidad y perfección únicas, que se harían patentes en tantas
películas de los ‘50s, cuando parecía obligatorio que todo guión para ella
incluyese un número de danza. Décadas después y ya viejo, Joseph Cotten
observaría: “por malo que fuera el resto
de la película, cuando Rita se ponía a bailar era como ver un fenómeno de la
Naturaleza”.[2]
Fue descubierta en
1933 por un caza talentos que la presentó en los estudios Warner. Allí no
gustó, ya que consideraron que estaba un poco gorda y que tenía la frente
demasiado estrecha. Winfield Sheenan, director de producción de la Fox, tuvo
una diferente opinión. Quedó impresionado por la gracia de sus movimientos y su
contundente figura, así que le ofreció un contrato. Participó apenas como extra
en una de esas producciones de muy bajo presupuesto para el mercado mexicano,
generalmente rodadas en spanglish y
destinadas a los residentes aztecas en California, titulada Cruz
Diablo (así en español). Sin embargo, el filme ni se menciona en la
mayoría de sus filmografías, y sí se acepta como su debut oficial Charlie
Chan in Egypt (1935, Louis King), la 5ª cinta de la extensa saga
dedicada al oriental detective de la policía de Honolulu. Aún utilizaba su
propio nombre, Rita Cansino, y de ese modo figuró en los créditos de 4 filmes
más, a cual más abominable. Pero varios críticos la notaron en una breve pero
contundente escena de danza que Rita interpretó en Dante’s Inferno (1935,
Harry Lachman), un vehículo para Spencer Tracy y Claire Trevor. Comenzó a
llamar la atención por sus capacidades y estuvo a punto de dar el batacazo
cuando el estudio le ofrece protagonizar Ramona (1936, Henry King), un
western innovador cuyo protagonista masculino sería Don Ameche (Cocoon).
Pero justo cuando la cinta estaba en preproducción se oficializa la fusión de Fox con la 20th Century Films, creándose la compañía que conocemos hasta hoy.
La operación colocó al mítico Darryl F. Zanuck en la silla de Director de
Producción, y sea por el motivo que fuera (se dijo entonces que había acosado a
la joven actriz, cosa que siempre se negó enfáticamente) la sustituyó por
Loretta Young, cancelando además su contrato. Rita trabajó entonces free-lance para un par de Estudios,
rodando 4 westerns carentes de todo interés y apareciendo en 1936 en Meet
Nero Wolfe (Herbert Biberman), la primera de la que hubiera sido una
nueva saga basada en el detective creado por el novelista Rex Stout, pero que
se agotó en una única secuela (The League of Frightened Men, 1937;
Alfred E. Green). Aquí capturó bastante la atención, demostrando que tenía
pasta para más. Como hiciera notar Leonard Maltin alguna vez, los fanáticos de
la actriz que aseveraban que ya hacía gala de sus muchos talentos en esos
primeros tiempos, le hacían en verdad un flaco favor. Se la veía sexy, bastante
segura de sí misma y poco más, pero no sería sino hasta después de mucho
estudio y dedicación que veríamos surgir a la auténtica Rita Hayworth.
Junto a Gene Kelly |
El Camino a la Fama
Margarita Cansino
se había casado a inicios de los ‘30s con Edward C. Judson, una persona
sumamente inteligente —perteneciente al show
bussines— quien decide tomar las riendas de la carrera de su mujer luego de
advertir que parecía encaminarse a un descenso definitivo. Pero no resultó así.
Gracias a sus concejos y decisiones, más que oportunos, Rita tomó clases de
dicción, drama, modales y protocolo. Además le impuso una dieta para bajar de
peso, la apuntó en clases de expresión corporal (disciplina completamente
alejada de la danza contemporánea que ella tan bien dominaba), contrató
maquilladoras y estilistas para cambiar su aspecto y, sobre todo, la envió a
sesiones de electrólisis para ampliar su frente. Meses después ya era otra
mujer. Mucho más segura de sí misma, mucho más refinada, dueña ya de
imprescindibles herramientas del oficio actoral que hasta entonces echaba en
falta, su marido la presenta en varios estudios y a otros tantos agentes, hasta
que llama la atención de Harry Cohn, el despótico cofundador de Columbia
Pictures y toda una leyenda en sí mismo (merecedor de un próximo artículo aquí
mismo), quien no duda en contratarla por la suma de 250 dólares semanales. No
era poco dinero para la época —aunque hay que recordar que Cohn insistía en
mantener a su compañía en el rango de las “baratas”,
del que emergería precisamente con un perfecto vehículo para Rita: Gilda—
pero al cabo de 7 años se multiplicaron a
1750 por semana: la actriz resultaba una sabia inversión.
En ese preciso
instante nació Rita Hayworth. Cohn insistió en cambiarle el nombre
fundamentalmente para ocultar sus mediocres trabajos previos, y comenzó a
incluirla en cintas clase “B” para que adquiriera experiencia y descubrir qué
cuernos hacer con ella. Lo sabría muy pronto. Corría el año 1939 y Rita no
cumplía siquiera dos años completos en el Estudio, cuando la gran oportunidad
de su vida se le presentaría en bandeja de plata. Nada más ni nada menos que
ese genio de Howard Hawks la escoge personalmente para el rol de Judith
McPherson en Only Angels Have Wings, una de sus obras maestras y genuina
quintaesencia de su cine y visión. Protagonizada por Cary Grant y Jean Arthur,
la historia que escribió Jules Furthman (sobre idea de Hawks, inspirado —que
duda cabe— en Vuelo Nocturno de Saint-Exupéry)
presentaba a unos heroicos aviadores de correo asentados en Sudamérica,
arriesgando la vida en cada vuelo y dejando atrás a sus mujeres. Rita obtuvo,
precisamente, el papel de la sufrida y voluble esposa de Bath (Richard
Barthelmess), el segundo rol femenino de la cinta, y brilló sobremanera. Todos
quedaron satisfechos con su actuación, por lo que la balanza de la fortuna
comenzó a inclinarse a su favor. Pero es que Rita era una mujer paciente y
ambiciosa, que sabía golpear cuando era el momento, y por ello mismo supo
aprovechar cada rol que el estudio le ofrecía, conciente de que su capacidad se
haría evidente por sí sola. Y así ocurrió. Apenas seis meses después, y ya en
1940, el dramaturgo, guionista, novelista y productor Ben Hecht le ofrece el
protagónico para su primera película como director, Angels Over Broadway,
excelente drama y comedia negra co estelarizado por Douglas Fairbanks jr. Sería
otro gran hit de la actriz, ya que todas las críticas alabaron su actuación,
frescura y sofisticación. George Cukor, que le había tomado una prueba años
antes, se acordó de ella y la pidió prestada para Susan and God (1940),
donde secundaba nada menos que a Joan Crawford. El filme resultó muy exitoso y
Rita atrajo de nuevo las miradas de todos, tanto que llovieron pedidos en
Columbia para realizarle sesiones de fotos por parte de casi todas las revistas
de cine de entonces. Cohn aceptó encantado, ya que la imagen de una de sus
nuevas starlets circulaba como
reguero de pólvora, pero era cierto que él mismo no sabía todavía muy bien qué
hacer con ella[3].
Sin que el propio magnate lo aceptara, había nacido una estrella. The
Lady in Question, de ese mismo año y dirigida por el talentoso Charles
Vidor (que luego dirigiría a Rita en tres de sus éxitos más memorables),
demostró que la Columbia todavía andaba a los tumbos con ella. Fueron cintas para otros dos estudios las que
evidenciaron de qué madera estaba hecha la Hayworth.
Como "Gilda" |
Los Años de Gloria
Warner Bros había
planeado The Strawberry Blonde (1941, Raoul Walsh) para Anne Sheridan,
que en la historia tendría que robarle a Olivia de Havilland su marido, jugado por James Cagney. Sheridan
se negó de plano a teñirse de pelirroja, observando —no sin cierta lógica— que
la cinta sería fotografiada en blanco y negro. Se marchó y hubo que buscarle
reemplazo. Rita Hayworth les venía como anillo al dedo y además contaba con una
cualidad inestimable: haría cualquier cosa por un buen papel. Y lo hizo. Se
tiñó de pelirroja, que desde entonces sería su sello de identidad, y se apropió
completamente del rol. Lució sexy y sofisticada, divertida y atrevida, y le
robaba las escenas al mismísimo Cagney. El éxito fue mayúsculo. Luego de otra
comedia para el mismo estudio, esta vez mediocre, fue cedida a la Fox —de donde
había sido expulsada antes, vaya ironía!— para sustituir (otra más y van...) a
Carole Landis, quien tampoco quería teñirse ni mucho menos interpretar a la
arpía del filme. Que sería Blood and Sand/Sangre y Arena (1941, Rouben Mamoulian), filme mítico que tendría
una remake años más tarde y que ubicó
a la Hayworth en el pedestal de las diosas de la pantalla. De aquí en más Rita
se consolidó definitivamente como estrella y definió, ahora sí, su más claro
perfil cinematográfico. Se convirtió en una mujer que transmitía seguridad y
confianza, sensualidad y erotismo, pero sea que se lo hubieran sugerido o que
lo intuyera por sí misma, nunca se mostró sexualmente agresiva, no del modo que
espantaba a las mujeres —especialmente a las esposas, que jamás dejarían a sus
maridos fijarse en una vamp así— y
sí, en cambio, una que podía resultar falible, pero siempre pasible de
redención.
Siete filmes
después de Sangre y Arena, todos ellos sólidos y de gran factura, llegaría
el quiebre definitivo en su carrera. Que quede claro, ya era una star, pero el bombazo que significaría
esta producción le cambiaría la vida en muchos sentidos, desde el personal (ya
se había divorciado y tendría una serie interminable de romances, siempre a la
búsqueda del hombre perfecto) hasta el profesional, en el que se le abrirían
algunas magníficas puertas, pero muchas otras se le cerrarían a causa de un
cruel encasillamiento. Y es que en 1946 llegaba Gilda (Charles Vidor),
ese magnífico e imperecedero melodrama envuelto en policial negro que la
convirtió en la mujer más deseada del planeta. Y no es exageración. Ambientada
en una improbable Buenos Aires, nos muestra a un recién llegado Johnny Farell
(Glen Ford), quien se convertirá en la mano derecha del dueño de un casino,
Ballin Mundson (George Macready). Cuando luego de un extenso viaje éste vuelva
recién casado con la sensual Gilda,
antigua amante de Johnny, las cosas se complicarán al extremo, especialmente si
se agrega al cóctel un grupo de espías nazis refugiados, que utilizan a Ballin
para contrabandear ciertos insumos. Con la única excepción de una pésima
ambientación en estudios, que hace parecer a nuestra Capital una ciudad del
Caribe, el resto es sencillamente perfecto. Una trama virtuosa, actuaciones
perfectas, fotografía y vestuario de antología, y además la bofetada más
célebre de la historia del cine; todo ello hace a la virtuosidad de este mix que atravesó el tiempo y todavía hoy
se ve y se disfruta, casi tanto como Casablanca (1942, Richard Curtiz).
En la mítica escena del casto streap-tease
(en el que apenas se quita los guantes largos), Rita canta el ya clásico “Put the Blame on Mame”, pero doblada por
Anita Ellis, ya que la actriz tenía una muy mala voz y cantaba realmente mal. En
todos los musicales que rodó fue sistemáticamente doblada. Pero es apenas un
detalle insignificante: la belleza animal de la Hayworth, su escondida
vulnerabilidad, la química con su coestrella, la perfección del guión; todo
ello, en fin, hizo del filme un éxito arrollador que modelaría el futuro de su
protagonista. Cenando con su marido Orson Welles |
con Fred Astaire |
Pero volvamos un poco atrás todavía, al momento en que la actriz se divorcia y obtiene el estrellato, porque sería imposible hablar de Rita Hayworth y no mencionar dos filmes en los que brilló, aportando lo mejor de sí como bailarina e intérprete. Nos referimos a You’ll Never get Rich (1941, Sydney Lanfield), primera vez junto al gran Fred Astaire, y a You Were Never Lovelier/Bailando nace el Amor (1942, William A. Seiter), segunda actuación junto al gran actor y bailarín. Fueron cintas casi perfectas, musicales que lo tenían todo, excepto el color. El segundo film citado resulta toda una curiosidad para nosotros, ya que se trata de la remake en clave musical de “Los Martes Orquídeas”, la película nacional que lanzó a la fama a Mirtha Legrand, escrita por Sixto Pondál Ríos y Carlos Olivari. De hecho, todo el período que va de 1940 a 1946 resulta de lo más satisfactorio y productivo, brindando a la intérprete numerosas posibilidades de lucimiento, las que ella jamás desaprovechó, sino todo lo contrario. Pero en medio de esta carrera meteórica sucede un hecho curioso, su ausencia de las pantallas durante el año 1943 y casi todo 1944 (en el que tan solo rodaría un filme, la excelente Cover Girl, de Charles Vidor). Ocurre que había contraído matrimonio por segunda vez, ahora con Orson Welles, el por entonces enfant terrible de Hollywood. El prestigio tanto personal como intelectual del director de El Ciudadano/Citizen Kane (1941) influiría de manera negativa en la actriz, quien parecía sentirse poco adecuada para los altos estándares de su esposo. Sus biógrafos recalcan muy significativamente este hecho, que a la larga se filtraría en muchos resquicios de su vida privada y su carrera. Apenas casados ella se abocó por completo al actor y a formar una familia, relegando su lugar en la industria. Pero duraría poco. Si bien se divorciaron recién en 1948, la pareja estaba quebrada desde mucho antes, casi desde el segundo año de matrimonio. Welles, más allá de su fenomenal talento, era un narcisista snob y diletante, que se cansó de ella apenas casados, y al que la actriz nunca hubiera podido conformar por mucho que se esforzase.
A partir de la
citada Cover Girl, en la que cantaba y bailaba nada menos que a la
par de Gene Kelly, el prestigioso Rudolph
Maté se convertiría en el mejor operador de cámara e iluminador que trabajaría
con Rita, llegando pronto a esa cumbre de perfección estética que se aprecia en
Gilda.
La diva y el cameraman colaboraron en cinco filmes consecutivos. Pero
si la estrella había hallado al fotógrafo perfecto, es cierto que a partir de
esta última cinta ya no tendría la brújula correcta para su carrera. Ninguno de
los vehículos que Columbia le entregó estaba a la altura de sus capacidades.
Eran buenas películas en términos generales (incluso magníficas si se las
compara con la pobreza actual), pero ciertamente oportunistas, meras copias de
aspectos particulares de Gilda: vistas por separado, por
espectadores contemporáneos y sin el contexto de la época, resultan tan
competentes como cualquiera de las nominadas a los Oscar de este mismo
año. Así entonces, fue una incomprendida
princesa Salomé (1953, William Dieterle) —que en realidad bailaba para
salvar la vida del Bautista—, una esposa
atribulada y temerosa de su hombre en Affair in Trinidad (1952, Vincent
Sherman), o la alegre cigarrera (ya no trágica) de The Loves of Carmen
(1948, Charles Vidor). También rodó en 3-D y a todo color Miss
Sadie Thompson (1953, Curtis Bernhardt), realmente una muy sólida
historia basada en “Rain” de Somerset
Maughan.
Pero su mejor película en este período resultó The Lady of Shanghai, filme de su ex marido Orson Welles, estrenado en 1948. A pesar de sus magníficos valores, tanto estéticos como narrativos, la cinta resultó un fiasco de taquilla, quizás y sobre todo por aspectos extra cinematográficos. El director la obligó a cortarse el pelo y teñirlo de rubio platino (algo que espantó a su público); y el guión la presentaba como una mujer fría, calculadora y letal. Pero por sobre todas las cosas, no era este un film de Rita Hayworth, sino uno de Orson Welles. Excelente y oscuro, pero de Welles, que ya estaba peleado con el espectador promedio americano. La anécdota acerca del cómo fue concebida merece un artículo aparte, pero aquí alcanza con apuntar que Rita insistió firmemente en interpretarlo. Ni Welles ni ella pensaban en trabajar juntos, de hecho ni siquiera se hablaban desde el divorcio. Cuando Cohn le comenta los detalles que le había transmitido el director, la diva se entusiasma de tal modo que casi se apropia del proyecto. Siempre será una pena que el público de entonces le diera la espalda, porque hubiera modificado muchas cosas para ambos artistas.
Pero su mejor película en este período resultó The Lady of Shanghai, filme de su ex marido Orson Welles, estrenado en 1948. A pesar de sus magníficos valores, tanto estéticos como narrativos, la cinta resultó un fiasco de taquilla, quizás y sobre todo por aspectos extra cinematográficos. El director la obligó a cortarse el pelo y teñirlo de rubio platino (algo que espantó a su público); y el guión la presentaba como una mujer fría, calculadora y letal. Pero por sobre todas las cosas, no era este un film de Rita Hayworth, sino uno de Orson Welles. Excelente y oscuro, pero de Welles, que ya estaba peleado con el espectador promedio americano. La anécdota acerca del cómo fue concebida merece un artículo aparte, pero aquí alcanza con apuntar que Rita insistió firmemente en interpretarlo. Ni Welles ni ella pensaban en trabajar juntos, de hecho ni siquiera se hablaban desde el divorcio. Cuando Cohn le comenta los detalles que le había transmitido el director, la diva se entusiasma de tal modo que casi se apropia del proyecto. Siempre será una pena que el público de entonces le diera la espalda, porque hubiera modificado muchas cosas para ambos artistas.
La década de los
’50 resultó un tanto desigual para nuestra estrella. Rodó apenas 8 filmes
durante esos años, que si bien resultaron muy sólidos no estuvieron a la altura
de su ya probado talento.Ya se había librado de Harry Cohn y la Columbia hacía
rato (aunque volvería a firmar un contrato con ellos poco después), pero la
industria siempre pareció titubear demasiado a la hora de asignarle el rol
correcto; era como si su presencia cinematográfica y su personalidad como
actriz le complicara las decisiones a ciertos ejecutivos incapaces. Cuando uno
piensa en la carrera de alguien como Lana Turner, que apenas si se vio afectada
cuando su propia hija asesinó a Johnny Stompanato —gángster a las órdenes de
Mickey Cohen y amante de su madre— merece preguntarse qué clase de miopía
afectaba a esos productores. Como apuntamos antes, la sombra de Gilda se extendía siempre ante ella,
interponiéndose ante los mejores papeles
posibles y dejándola usualmente a mitad de camino. Habrá que esperar hasta 1957
para asistir a una excelente actuación suya en una igualmente buena película, Pal
Joey, brillantemente dirigida por George Sydney. Al lado de Frank
Sinatra y de una ascendente Kim Novak, no solo no desentonó para nada, sino que
se mostró fresca y cautivadora. Tenía 39 años y literalmente le robó escenas a
su más joven colega, a la vez que se despedía para siempre del musical con este
film. El éxito fue inmediato y marcó el regreso de la actriz a la Columbia. Este
enorme suceso le abrió las puertas para su siguiente gran filme, ganador de dos
premios Oscar y nominado a otros cuatro, Separate Tables / Mesas separadas (1958), dirigida por el
talentoso Delbert Mann (Marty, 1955) y escrita por Terence
Rattigan, basada en su propia obra teatral. Se trató de un espléndido drama
adulto y perfectamente ejecutado que la emparejó con Burt Lancaster, Deborah
Kerr y David Niven. Rita incluso opacó a la Kerr en varias escenas, demostrando
la seriedad con que encaró siempre su extensa carrera. Lo dijimos al principio
y bien vale remarcarlo: estudió, se perfeccionó, supo aguardar su turno, fue
tenaz y perseverante e incluso ambiciosa; y aunque cierto encasillamiento
posterior y una falta de buenas propuestas le quitaran un cierto brillo a la
etapa de madurez de su carrera, jamás se podrá decir que la trayectoria de Rita
Hayworth no representó una dignísima página en el libro dorado de Hollywood.
Con su hija Yasmin |
La Madurez y el Ocaso
Pero nos
adelantamos bastante en cuanto a lo profesional. Si Rita actuó menos que lo
esperado durante la primera mitad de los ‘50s, se debió fundamentalmente a su
nuevo enlace, contraído a principios de 1949 con el playboy internacional Aly Khan, hijo del Aga Khan. Una vez más
repitió la conducta que aplicó con Orson Welles, alejarse de la pantalla para
llevar una vida hogareña. Pero si no funcionó con el polifacético artista,
mucho menos lo haría con un seductor serial acostumbrado a rodearse de lujos,
hipocresía y servilismo. Todo lo que obtuvo de ese frustrado matrimonio
(concluido a finales de 1952) fue una hija, la princesa Yasmin Aga Khan.
Regresó a Hollywood mucho más madura y segura de sí. El año 1953 marcó dicho
retorno con las ya mencionadas Miss Sadie Thompson y Salome.
Lució espléndida y se mostró dueña de todos los recursos expresivos posibles,
pero —ya lo apuntamos— esos vehículos le quedaban chicos. No sucedería así con
su única cinta de 1958, la magnífica Separate
Tables, que ya reseñamos un poco antes. Los elogios al film y a su
precisa actuación llovieron por doquier, algo que la actriz deseaba desde hacía
mucho. Luego, en 1959, vendrían The Story in Page One, un correcto
drama policial acerca de una mujer acusada de planear junto a su amante la
muerte de su esposo, y más tarde una inusual mezcla de western crepuscular con
drama intimista, la muy lograda They Came to Cordura (Robert
Rossen), donde se la veía un tanto avejentada pero a la vez dueña de una
belleza serena y otoñal. Efectuó una actuación conmovedora al lado de un
también envejecido Gary Cooper, que fallecería apenas dos años después. No fue
un gran éxito, pero la envalentonó para incluso producir su siguiente película,
The
Happy Thieves (1962, George Marshall), que más allá de contar con un
brillante director (ya en su ocaso), y emparejarla con estrellas de la talla de
Rex Harrison y Alida Valli, no aportó nada mejor que la experiencia de rodar en
España.
Un par de filmes
más, todos olvidables, y llegaría por fin para Rita Hayworth la oportunidad de
despertar el interés de la crítica francesa (encarnada en el equipo de Cahiers du Cinéma), ya que
estelarizaría The Money Trap/ La Trampa del dinero (1965, Burt
Kennedy), excelente película policial basada en la novela homónima de Lionel
White. Glenn Ford (su pareja de Gilda), Elke Sommers, Joseph Cotten
y Ricardo Montalbán, rodearon competentemente a la actriz para dar forma a un
relato inteligente y moderno, con cierto aire a Ascensor para el Cadalso
(1957, Louis Malle), lo que atrajo —como dijimos— la atención de los críticos y
el público francés. No sería casual, entonces, que desde ese momento casi todas
sus películas fueran producciones europeas, de disímil calidad.
Lamentablemente, las puertas que se le abrían no estaban a la altura del
prestigio que había conquistado en el viejo continente. El mejor ejemplo de
esto sería La amapola también es una Flor /The Poppy is also a Flower(1966, Terence Young), pobrísima historia
sobre el tráfico de heroína en la que lucía realmente muy mal. Apenas dos
producciones de esta etapa, I Bastardi (1968) y Sur
la Route de Salina (1970) poseyeron un cierto interés. Rita
interpretaba a una alcohólica en la primera y a la decadente dueña de un café
en la segunda, y ambas fueron actuaciones sentidas y profundas. Pero ya se la
veía muy mal. Para el final de la década de los ‘70s se paseaba tristemente por
cuanta pantalla extranjera la convocase, entre ellas la vernácula.
Tuvo una publicitada visita a la mítica mesa de Mirtha Legrand, todavía en canal 13 y poco antes de que el gobierno de Isabel Perón la quitara del aire. El autor recuerda perfectamente ese almuerzo, y no puede evitar cierta sensación de pena. Había sido una gran estrella y una mejor actriz, un mito sexual y el objeto de deseo de millones de personas en todo el mundo, pero allí estaba, intentando comer en cámara mientras Mirtha fingía no advertir que era un ser acabado. Lo lamentable de esto, es que se afirmaba insistente e impunemente que era una alcohólica consumada, rumor que había empezado en su propia tierra, y algo que su aspecto general parecía confirmar. Pero no era así. Rita Hayworth apenas si probaba el alcohol, y la larga y lenta decadencia que había experimentado aproximadamente desde mediados de los ‘60s, no se debía a otra cosa que al mal de Alzheimer. Había sido diagnosticada con esta enfermedad degenerativa muchos años antes y por los mejores neurólogos y especialistas. De hecho, consumió su escasa fortuna intentando todo tipo de tratamientos, pero en vano. Mientras el mundo de Hollywood se burlaba de ella, mientras se regodeaban en comparar a esta frágil mujer con la exuberante carnalidad de Gilda, su mente se quebraba lenta pero inexorablemente. Y de igual forma su cuerpo, sometido a la degradación de esa cruenta enfermedad.
Tuvo una publicitada visita a la mítica mesa de Mirtha Legrand, todavía en canal 13 y poco antes de que el gobierno de Isabel Perón la quitara del aire. El autor recuerda perfectamente ese almuerzo, y no puede evitar cierta sensación de pena. Había sido una gran estrella y una mejor actriz, un mito sexual y el objeto de deseo de millones de personas en todo el mundo, pero allí estaba, intentando comer en cámara mientras Mirtha fingía no advertir que era un ser acabado. Lo lamentable de esto, es que se afirmaba insistente e impunemente que era una alcohólica consumada, rumor que había empezado en su propia tierra, y algo que su aspecto general parecía confirmar. Pero no era así. Rita Hayworth apenas si probaba el alcohol, y la larga y lenta decadencia que había experimentado aproximadamente desde mediados de los ‘60s, no se debía a otra cosa que al mal de Alzheimer. Había sido diagnosticada con esta enfermedad degenerativa muchos años antes y por los mejores neurólogos y especialistas. De hecho, consumió su escasa fortuna intentando todo tipo de tratamientos, pero en vano. Mientras el mundo de Hollywood se burlaba de ella, mientras se regodeaban en comparar a esta frágil mujer con la exuberante carnalidad de Gilda, su mente se quebraba lenta pero inexorablemente. Y de igual forma su cuerpo, sometido a la degradación de esa cruenta enfermedad.
ya con Alzheimer |
Por increíble que
parezca, la estrella cuya figura recorrió el mundo, la mujer más amada y
deseada de la pantalla, la ex esposa de actores y príncipes; esa mujer,
repetimos, estaba sola. Sola y sin auxilio. Sola y olvidada por la misma
industria a la que le hizo ganar millones. Apenas contó con la asistencia de su
hija, la princesa Yasmin, que se ocupó de ella durante los últimos 6 dolorosos
años de su vida. Rita Hayworth murió el 14 de Mayo de 1987, víctima de los
trastornos degenerativos de su enfermedad. De pronto, todos los que la habían
hecho a un lado esgrimían panegíricos dignos de una monarca. Y en parte lo
había sido. Sin importar cuanta hipocresía haya encontrado en su camino, o
cuanta indiferencia final, ella reinó en la pantalla como ninguna otra. Cuando
bailaba, contorneándose sensualmente hasta caer en los brazos de Fred Astaire o
Gene Kelly, el mundo parecía un lugar mejor. Incluso a través de una paupérrima pantallita blanco y negro de un
antiguo televisor (y en una tarde cualquiera de “sábados de súper acción”),
ella era capaz de encender las fantasías, y movilizar el deseo, de un pibe de
barrio con más ganas de explorar el mundo con una cámara que de jugar a la
pelota. Si adivinan quién era ese pibe, no se lo digan a nadie. Después de
todo, Rita Hayworth lo sabe. Es todo lo que importa.-
[1] Richard Curtis, el talentoso guionista y director británico, pone
en boca del personaje de Anna Scott (Julia Roberts) dicha frase. Se la cita a
William (Hugh Grant) en Notting Hill (1999), a la mañana
siguiente de consumar su amor, adjudicándose la misma frustración personal que
Rita.-
[2] Cotten, que había trabajado a las órdenes de Welles en Citizen
Kane (1941) y The Magnificent Ambersons (1942), se
convirtió en buen amigo de la Hayworth durante su matrimonio con Orson Welles.-
[3] En esa época, las fotos de los artistas bajo contrato exclusivo se
tomaban con autorización del estudio correspondiente, incluyendo su propio
equipo de maquilladores y estilistas; excepto las sesiones fotográficas
contratadas por el agente (si se lo tenía), las que podían hacerse de forma
externa y privada.-
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