por Leonardo Tavani
Calificación: Excelente ★★★★★
Coco (ídem) EE UU, 2017.
Dirección:
Lee Unkrich y Adrian Molina– Producida por John Lasseter para
Pixar Animation Studios y Disney
Pictures. 143 min.-
Coco es un film conmovedor y
emocionante, cuyo eje central consiste en las atávicas influencias familiares,
esos tentáculos invisibles que desde el pasado moldean y condicionan nuestras
vidas presentes, cadenas más fuertes que el acero y que en muchas ocasiones nos
llevan a dibujar el mapa de nuestra propia vida de acuerdo a lo que creemos que
ellos esperaban de nosotros. O a lo que nos contaron.
Coco
bucea en los complejos lazos familiares, en la lealtad a la que obligan, a las
frustraciones que pueden provocar. La familia es un ancla que casi siempre
brinda un lugar de pertenencia, en donde se supone seremos siempre aceptados y
comprendidos; pero también puede volverse un enorme grillete de hierro,
aferrado a nuestros tobillos para no dejarnos volar, para confirmar las neurosis
que las amarguras de la vida causaron en nuestros padres o ancestros, los
mismos que forjaron esas místicas cadenas que solo se pueden quebrar con el
perdón y la aceptación.
Coco
es también —y por sobre todo— una poderosísima y movilizante historia étnica y
cultural, que en estos amargos tiempos de Trump y Putin le devuelve el
esplendor y la magia a la brillante riqueza folclórica de una sociedad
actualmente despreciada: la mexicana. Sus tradiciones, casi tan antiguas como
las creencias celtas del norte de Europa, que también celebraban una vez al año
el vínculo místico entre el mundo de los muertos y el de los vivos, ilustran
aquí el amoroso cuidado de toda una sociedad para con sus ancestros, la
creencia (acertadísima) de que olvidarlos es hacerlos desaparecer
definitivamente, matarlos dos veces. Pero Coco advierte con firmeza: tampoco
podemos vivir aferrados a caducos mandatos del
pasado, que tal vez se originaron en una herida tan humana como pueril. Y
nos alerta que traspasar el umbral de la vida sin abrazar el perdón
incondicional resulta aun peor que vivir amargado.
Coco
está contada desde el punto de vista de Miguel, un chico que solo quiere
cantar, que admira a su ídolo máximo, Ernesto de la Cruz, “el mejor cantante del mundo”, genio y figura del viejo cine
mexicano que alguna vez partió de ese mismo pueblito olvidado, Santa Cecilia,
para seguir sus sueños y alcanzar la gloria. Hoy yace enterrado en su tierra
natal, en un mausoleo dignísimamente señorial, donde también yacen frustrados los
sueños de Miguelito, el que tiene estrictamente prohibido cantar. Porque la
música está severamente expurgada de la familia Rivera, los zapateros más célebres de Santa Cecilia.
Expurgada e impugnada desde que mamá Imelda se quedó sola con su pequeña hijita
Coco, casi 90 años atrás, cuando su marido, también músico, partió al mundo para cumplir su sueño de
cantar. Nunca más volvió, e Imelda se enojó tanto con la música, que le había
arrebatado un esposo y a su niña un padre, que la eliminó por completo de su
vida y de toda la familia. También eliminó todo recuerdo de ese hombre. Ni
fotos, ni nombres, ni nada de nada. Cuando decidió ganarse la vida aprendiendo
a fabricar zapatos, no solo les heredó a sus sucesores un oficio en el que
supieron brillar, sino un medio de mantener unido lo que la música había
dividido.
Coco es una hermosa
viejita senil, eternamente quietecita en su silla de ruedas, que ya no reconoce
a nadie y vive en su propio mundo interior. El mismo título del filme nos
sugiere que ella es el centro de esta historia; sin embargo, son los ojos y las
desventuras de Miguel las que hacen avanzar el relato, porque el muchachito es
la encarnación viva de toda la línea familiar —profundamente matriarcal— y el
primero que rompa con las tradiciones establecidas y los férreos mandatos
heredados. Miguelito abre y cierra a la vez el círculo de su vida y el de su
linaje, tanto que tendrá que pasar al mundo de los muertos (único mortal vivo
que lo hace) para poder deshacer el entuerto de su familia, que como él mismo
advierte en el maravilloso y estéticamente arrebatador prólogo del filme, es
una especie de maldición que pende sobre todos los Rivera.
¿Qué lazo
misterioso une al fallecido y célebre De la Cruz con la anciana Coco, y a Migue
con un muerto pobretón llamado Héctor? No es posible adelantarlo, porque la
mágica trama de esta película avanza quitándole una capa a la cebolla por vez,
develando secretos y encajando gradualmente todas las piezas de un rompecabezas
familiar que hasta incluye un crimen, un asesinato que la propia víctima ignora
haber sufrido; porque ya verán, existen muchas formas de eliminar a alguien, y
algunas son más lentas y casi no dejan rastros. Ernesto de la Cruz tenía un
lema, “haz lo que sea para aprovechar tu
momento”, y es probable que alguien se haya obsesionado con ese concepto,
tanto como para ir demasiado lejos. ¿Y si un crimen impidió cierto reencuentro?
¿Y si el alto coste de nuestros sueños no necesariamente deba ser pagado? Quizás
no haya que vender el alma para cumplir nuestra vocación, Miguel acaso deba
aprender esto de ciertos infaustos ejemplos que reciba en ese país allende la
vida.
Coco
nos transporta en las alas de los míticos alebrijes
hasta depositarnos en la tierra de los muertos, tan burocrática como la nuestra
e idénticamente estratificada. Parece ser que el cercano más allá también sabe
de ricos y famosos. Miguel acaba en ese mundo para completar el viaje iniciático
de todo héroe —en este caso un héroe cotidiano y real, uno que siquiera ansía
poder cantar y no armar zapatos— solo que este periplo comienza por el final,
por la muerte misma, y es que de ese tanático reino solo podrá salir si aprende
una regla de oro: no es posible darle la espalda a la familia. Tampoco a su
herencia, por pesada que sea; ni a sus mandatos, por arbitrarios que nos
resulten. Parecerá cursi, pero la lección es que únicamente el amor restaña
todas las heridas y cubre todas las ausencias; y además —no poca cosa— que ese
amor filial jamás se entrega con condiciones. Debe se gratuito, libre y
definitivo. Y así, finalmente, Miguelito retornará a casa para cantarle una
canción a mamá Coco, esa que su padre le compuso cuando era apenas una bebita y
que amorosamente le canturreaba sobre su cuna. Y Coco abrirá sus ojos por
última vez. Esos acordes aclararán su mente tanto como para evocar la figura de
papá antes de partir, para que ese postrer recuerdo impida que él desaparezca
del más allá. Porque mientras alguien te recuerde aquí, tu espíritu seguirá
existiendo allí; pero si ya nadie queda para evocarte, tu alma se desintegra,
desaparece en medio de un océano de silencio y abandono.
Coco
es una película animada, una que utiliza las técnicas más modernas y avanzadas,
una creada digitalmente y que luce como del siglo XXIII, no del XXI. Pero Coco
es también una película a la antigua, una hecha para emocionar, para conmover,
para salir del cine un poco mejor que como se entró. Una para conectar con
nuestras emociones más íntimas, esas que escondemos de todos los demás. Coco
es una peli para recuperar el placer por dejarnos engañar, el gusto por ver el
truco “que no se puede hacer más lento”
y al que no queremos descubrir por nada del mundo. Una cinta para soñar con
algo mejor que este mundo árido y a veces pedestre, en el que todos miran
obsesivamente una pantalla de 7 pulgadas, pero jamás a los ojos de una abuela
que nos necesita para recuperar su humanidad; y su dignidad, que es casi lo
mismo.
Coco
luce real, como si algunos planos hubieran sido rodados en escenarios
naturales. Coco se zambulle en la tierra de los muertos con una imaginería
visual y una inventiva que dejan sin aliento. Coco golpea y sorprende
a nuestros sentidos, pero por sobre todo nos pega en un lugar que hace tiempo
empezamos a endurecer, el corazón. No hay manera de no rendirse a su embrujo,
no hay forma de escapar al espejo que pone delante nuestro. ¿Cómo tratamos a
nuestros viejos? ¿Cuántas cosas no hicimos y cuántas no dijimos? ¿Y cuántas
hicimos mal? ¿Cuántas heridas causamos, pensando que nunca llegaría el
remordimiento? Coco nos interpela y nos cuestiona, pero sin dedito admonitorio
ni mensaje aleccionador de manual; sin acusaciones ni moralinas. Coco
no habla solo de México ni de sus creencias; habla de todos nosotros, sin
fronteras ni distinciones culturales, sin importar la fe o la falta total de
ella.
Coco nos habla de reencuentros, aunque sean en el más allá; nos
invita a perdonarnos para poder perdonar; nos invita a jamás arriar las
banderas de nuestros sueños, pero nunca a costa de quebrar los únicos lazos que
valen la pena. En definitiva, Coco nos llama a levantar la mirada
y sencillamente ver, mirar, observar: ver al otro, mirarlo profundamente para
aprender a no dejarlo languidecer en la indiferencia. Coco nos enseña a no
dejarnos engañar por una apariencia vieja y gastada, porque en cada ser humano
que se apaga todavía late una niña pequeña que mira embelesada a los ojos de
papá, que añora sus brazos y al que volverá a encontrar algún día, en algún
lugar. ¡Quién sabe, tal vez en la imaginación...!
Coco
está más allá de premios y ceremonias. Poco importan un Oscar o la nada misma.
Poco importa lo que otros digan de ella, incluyendo a este insignificante
crítico. Porque después del llanto y la garganta anudada, después de las
heridas personales que nos evoca o de los buenos recuerdos que motiva, Coco,
que en un principio no era ni pretendía otra cosa que ser una película animada,
se erige como un evento maravillosamente luminoso, un viaje interior a la
emoción y un redescubrimiento felizmente esperanzador: el cine no ha muerto, la
magia no ha acabado, la pasión aún perdura. No hay nada más que decir, al menos
no con palabras. Hay una que voló en círculos
sobre este texto, dando giros y giros en el aire, una que lo resume todo
y lo impregna todo. Es una palabra. Es un nombre. Es una viejita. Es una niña.
Somos nosotros. Es una vieja foto. Es una culpa. Es un perdón. Es luz. Es CINE.
COCO.-
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