La Casa de Papel: El Más Estimulante Robo de Este Siglo

Serie de Tevé
Por Leonardo Tavani
Calificación: Muy Buena (★★★★)

La Casa de Papel.  España, 2017.
Producción de Atresmedia para Antena 3. Auspiciada por Netflix.
Dirección: Álex Pina (creador)Jesús ColmenarMiguel Ángel VivasAlex Rodrigo,Alejandro BazzanoJavier Quintas -Guión: Álex Pina, Esther Martínez Lobato, David Barrocal, Pablo Roa, Fernando Sancristóval, Javier Gómez Santander, Esther Morales - Elenco: Alba FloresPaco TousÁlvaro MorteÚrsula CorberóPedro AlonsoMiguel Herrán,Kiti ManverEnrique ArceMaría PedrazaAnna GrasFernando SotoDarko Peric,Juan FernándezItziar ItuñoJaime LorenteFran MorcilloRoberto García Ruiz,Esther AceboMario de la RosaClara AlvaradoMiguel García.-
Temporada única de 15 episodios para España y 19 para netflix.-      

   Se estrenó en Argentina —vía Netflix— apenas el 20 de diciembre del año pasado, pero ya es un fenómeno social en ascenso (e imparable). Se oye hablar de ella tanto en una fiambrería como en una oficina de primer nivel, las redes sociales multiplican sus comentarios (y los “likes”) hasta el infinito y el ingobernable negocio de la piratería digital se frota las manos satisfecha del golazo que anotó. Se trata de la serie española que ha revolucionado el gallinero audiovisual, la mejor muestra de que el talento, la originalidad y el olfato comercial pueden ir de la mano, juntitos y a paso firme. Se titula La Casa de Papel y ese nombre ya es una marca registrada. Pocas producciones iberoamericanas pueden jactarse de ello, y aquí intentaremos demostrar el por qué de este innegable mérito. Vamos a por ello.   
     

   La premisa de La Casa de Papel es tan conocida como simple, asaltar la Casa de la Moneda y Timbre de España. Lo que no tiene nada de sencillo es el cómo llegaremos a tamaño atraco, que no solo no es tal en sentido estricto (ya que los delincuentes piensan imprimir su propio dinero y no robar el depósito), sino que presenta una complejidad tal que acojonaría a los profesionales más experimentados. Y aquí aparece la primera pista que explica el éxito del envío, su osada originalidad, mal que le pese a los despistados que creen lo contrario. Los robos milimétricamente planificados tienen una larga e ilustre tradición en el cine, desde Rififí (1954, Jules Dassin), The Asphalt Jungle (1950, John Huston) o The Killing (1956, Stanley Kubrick), pasando por How to Steal a Million (1966, William Wyler), Robbery (1967, Peter Yates) y The (First) Great Train Robbery (1979, Michael Crichton), hasta The Italian Job (1969, Michael Collinson), la sensacional The Lavender Hill Mob (1951, Charles Crichton) o la igualmente brillante The League of Gentlemen (1960, Basil Dearden). Los creadores de esta serie sin dudas aman el cine y alguna de estas producciones debe haberlos inspirado, pero la mayor fortaleza de La Casa de Papel radica en la sabia combinación de elementos conocidos, desde ciertos clichés de género hasta aspectos del melodrama más clásico, con otros menos transitados y audaces, para luego darles vuelta y media de tuerca hasta que no se parezcan a nada que hayamos visto antes.
           
La historia nos es narrada en primera persona por el personaje de Silene Oliveira, alias Tokio (la sensual Úrsula Corberó), una joven delincuente experta en fregar cualquier cosa buena que pase por su vida, incluyendo los golpes en que participa. Su mirada nos conducirá por cada uno de los miembros de la banda, todos ellos ilustres perdedores con poco para perder y mucho para ganar. Comenzando por El Profesor, el cerebro de la operación, un ser de aspecto frágil y melancólico que sin embargo esconde mucho más de lo que aparenta. Interpretado magistralmente por Álvaro Morte, su papel va mucho más allá de la intrincada planificación del atraco —inédita en su minuciosidad— o la conducción del agotador período previo de 5 meses de entrenamiento. Él es la voz que negocia con la policía, quien controla cada aspecto de la operación desde el exterior, y a su vez el líder que debe dominar la inevitable ansiedad de sus cómplices, quienes por momentos resienten que no se encuentre arriesgando el pellejo a su lado. Como veremos con el correr de los episodios, El Profesor no solo arriesga su libertad, sino en un par de ocasiones su propia vida. A lo largo de estos capítulos lo veremos desplegar una capacidad de improvisación genuinamente asombrosa, a la vez que se irá enredando en una telaraña que él mismo tejió sin saberlo, la del amor. Peligrosa combinación para alguien que necesita las manos libres y los sentimientos maniatados.

            El plan es sencillamente una obra maestra de ingeniería intelectual, una pesadilla logística que el Profesor ha previsto y resuelto con una minuciosidad tan obsesiva como magistral. No pasa desapercibido para el espectador que Sergio Marquina, tal su nombre real, sea presentado como un obsesivo de los detalles y el orden, un individuo que clasifica  toda su ropa por colores, tamaños, funcionalidad y otras yerbas, capaz de prever con días de anticipación toda su vestimenta para cada jornada. Recién en la recta final descubriremos que la idea original del atraco no le pertenece, sino que fue la última aspiración de su padre, un ladrón de poca suerte que pasó gran parte de su vida cuidando de su único hijo, enfermo y postrado durante años. Jamás sabremos qué condición afectó al pequeño Sergio, pero queda claro que se recuperó de ello y que cada paso que da tiene como objetivo reivindicar la memoria de su padre, tanto como desquitarse por aquellos años de extrema  fragilidad. Su personalidad, tímida e introvertida, se contrapone con la firmeza de sus convicciones, las que incluyen el motivo mismo del golpe: darle por culo a un sistema que deshecha a las personas tanto como las deshumaniza.

            El primer riesgo que corría La Casa de Papel estribaba en la enorme cantidad de personajes que presenta. Ocho atracadores dentro de la Casa de Moneda, el Profesor desde el exterior, Raquel Murillo —la experta negociadora— y casi una docena más entre rehenes, policías y otros de dispar relevancia. Los quince episodios originales (de entre 60 y 80 minutos), que Antena 3 emitió en dos bloques (del 2 de mayo al 27 de junio de 2017, y del 16 de octubre al 23 de noviembre), son una auténtica lección de cómo narrar una historia tan intrincada y a la vez comprimida (ya que el asalto se desarrolla en un espacio de tiempo y lugar limitados) y no fracasar en el intento. Todos los personajes importantes tienen su momento y su desarrollo, y los secundarios aportan las grageas justas y perfectas, resultando altamente funcionales al relato. En este tipo de cuentos policiales es muy habitual recurrir a elementos que conforman aquello que denominamos deus ex máchina, o sea, un recurso “descolgado”, un injerto narrativo que llega de la nada y como si nada, apenas para resolver o explicar una situación determinada. Nada de ello hay en La Casa de Papel. Por el contrario, hasta los eventos aparentemente fortuitos de la acción resultan tan connaturales al relato como también creíbles y orgánicos. Una única queja tenemos en contra de la serie, y es la varias veces molesta narración en off del personaje de Tokio. Porque en demasiadas ocasiones explica redundantemente lo que vemos pasar en pantalla. Remarca demasiado y se vuelve literal. En cambio, cuando ella nos abre sus propios pensamientos o especula sobre algunos de sus compañeros tal narración adquiere sentido, mientras que en las restantes ocasiones debería silenciarse. Eso no impide que el disfrute sea total, porque esta producción se yergue por sobre sus escasos defectos, arrasándolos con sus innumerables aciertos. Que no son únicamente los impactantes tiroteos, ni los autos que vuelan por el aire antes de estrellarse, ni las fugas de antología. Todo eso está, y al mejor estilo anglosajón, pero lo más importante radica en la rica personalidad de sus criaturas, los sorpresivos giros del guión y el creciente suspenso que toma al espectador por el cuello y no lo suelta hasta la conclusión. 

            El segundo desafío de esta mini serie estribaba en el formato narrativo a elegir. Hay un prólogo (tan breve como preciso), una exposición concisa y un “ir a por ello” casi inmediato. Una vez dentro de la Casa de Moneda y Timbre las diversas situaciones vividas  dispararán flashbacks que conformarán el complejo puzzle a reconstruir. Y este desafío fue sorteado con inteligencia y astucia. Los flashes del período de entrenamiento sirven para penetrar poco a poco en la psicología de nuestros antihéroes, revelar tanto sus miserias como sus fortalezas, y paralelamente permiten conocer el móvil que los ha colocado allí. Algunos tienen absurdos sueños de grandeza, otros apenas si aspiran a vivir bajo el sol y sin trabajar, y algunos más —como Nairobi (Alba Flores) — se conforman con pequeñas utopías tan íntimas como inmateriales; que en su caso significa recuperar a su hijo, perdido cuando era apenas un bebé, luego de ser apresada por comprar drogas. A Nairobi el dinero le resbala, ella cree que si se acerca al chaval y le cuenta su verdad, al menos le podrá dejar toda esa pasta como herencia, sin importar si el chico la acepta o le perdona. Esta daga clavada en su corazón, que la serie nos va mostrando con sutileza y sin sentimentalismos de culebrón, se une a las pequeñas miserias y los eternos fracasos de todo el resto de los atracadores. Como el caso de Moscú (Paco Tous, verdadero actorazo), un hombre sencillo y abrumado por decisiones del pasado, que siente sobre sus hombros el peso de las opciones de su hijo —Denver, interpretado con singular solvencia y sensibilidad por Jaime Lorente— al que cree haber empujado sin quererlo al mundo del crimen, a causa de su propio ejemplo y de la falta de su madre, de la que descubriremos una triste verdad recién en el antepenúltimo episodio. La relación entre ambos, que oscila entre hermosas vivencias compartidas —tales como una canción gitana que interpretan a dúo o una noche de confesiones mutuas bajo las estrellas, todas ellas vividas durante los meses de entrenamiento— y las tensiones propias de un encierro forzoso en el lugar del crimen (cuando los nervios y la ansiedad sueltan la lengua), tendrá finalmente un epílogo que conmoverá a todos. A veces, el amor puede ser más fuerte que el plan más minucioso o que todas las armas del mundo apuntándote a la cabeza.

            El tercer desafío de La Casa de Papel estribaba en el desarrollo del plan, su ejecución y su conclusión; o sea, la logística del guión tanto como la  de la producción misma. Otro reto superado con laureles dorados. Desde el inicio mismo, a minutos del desembarco en la Casa de la Moneda, Tokio la caga y en grande. Perdonen la expresión, pero no cabe otra. No espoliamos nada, ya que eso ocurre —insistimos— al principio mismo del atraco. Sin embargo, un poco la suerte, otro tanto la destreza intelectual y operativa del Profesor, y —claro está— la fiera y obstinada determinación de los asaltantes, lograrán que el plan siga adelante a pesar de todas las pifiadas y de cada inesperado obstáculo que el destino les pondrá en el camino. Que no serán pocos, e irán creciendo en complejidad y dramatismo con el correr de las horas y los días. Desde la fase de planificación se deja bien en claro que se pretende ejecutar un atraco libre de sangre, sin víctimas ni victimarios. El Profesor desea que la opinión pública se vuelque a su favor, percibiéndolos como una suerte de Robin Hoods modernos, o si se quiere, unos vengadores anti-sistema, que imprimirán su propio dinero sin quitarle el suyo a nadie. El día “D” será el que coincida con una cierta visita escolar, la del Colegio Británico en que estudia la adolescente Allison Parker, hija del Embajador británico en España. Si acaso a alguien se le ocurriera la idea de imponer una política de “daños colaterales”, la presencia de Allison como rehén evitaría tal contingencia. Su seguridad y su vida son asuntos de Estado, y el Profesor cuenta con ese certero as bajo la manga. Pero la mayor importancia para el plan radica en los propios empleados de la institución. Ellos deberán trabajar para los atracadores imprimiendo Euros a destajo, clasificándolos y embalándolos con enormes bolsas de grueso nylon que se cerrarán al vacío. Ya se verá el objeto de tal procedimiento. Al mismo tiempo, los maleantes tienen que asegurarse el escape y el traslado de los billetes, algo que ha sido rigurosamente planeado cinco años atrás, cuando el Profesor mandó cavar un túnel inacabado que nadie ha detectado. La policía cree que ellos piensan huir por un drenaje cloacal cuya accesibilidad resulta factible. El cerebro de la banda lo sabe, y por ello ha instruido a sus cómplices para que pongan a trabajar a un grupo de rehenes en esa dirección. Es una distracción, tanto para las autoridades como para los sismógrafos que utilizan para detectar las tareas de cavado. No conviene adelantar nada sobre este punto, pero la misión del veterano Moscú consistirá, precisamente, en abrir determinada bóveda (su especialidad) para luego emprender el excavado que acabará por conectarlos con el túnel ya mencionado.
Berlín con la oficial Murillo
            Como se ve, lo que necesitan imperiosamente los atracadores es tiempo. Tiempo para imprimir billetes, tiempo para abrir su propio túnel, tiempo para distraer a las autoridades. Pero el tiempo se transformará, paradójicamente, en su peor enemigo. Los minutos parecerán días, las horas semanas y los días meses. Y los nervios comenzarán a tensarse, las dudas a carcomerlos y la paranoia hará su trabajo oportunamente y sin falta. El guión resulta inapelable en cuanto a ello. No le ahorra traspiés ni obstáculos a los complotados, los pone al límite de su tolerancia y los coloca en situación de mostrar mucho de lo peor de sí mismos, como así también algo de lo mejor de algunos de ellos. Pero se necesitan dos para bailar el tango, y aquí la otra parte son los rehenes. Arturo Román (un ecléctico Enrique Arce) es el director de la institución. Justo antes del golpe, minutos apenas, se entera que su secretaria Mónica (una talentosísima Esther Acebo) está embarazada de él. Claro que un señor en su posición no se divorciará de su esposa, así que prácticamente le pondrá una pastilla abortiva en la boca a la sufrida empleada. Si no llega a hacerlo, es porque en ese preciso instante se desata el pandemonio. Y Arturo se convertirá en uno de los platos fuertes del show. Patéticamente cobarde, pero auto convencido de su valentía, el suyo será el más rico en matices de todos los personajes secundarios. Planeará fugas que se abortarán con un suspiro, tramará traiciones que se volverán en su contra, psicopateará a su amante yendo y viniendo respecto de la futura criatura, será héroe y villano; en fin, que “Arturito” será un punto alto de esta serie que ni Tarantino se atrevería a imaginar. Y no lo citamos porque sí, ya que el natural de Knoxville parece haber olvidado cómo escribir personajes así, y cuando actualmente logra una criatura fascinante —como el doctor Schultz de Django Unchained— se trata siempre de personajes “más grandes que la vida”, seres tales como este odontólogo alemán devenido caza-recompensas, amante de los mitos y la filosofía. Un tipo común, un ejecutivo burócrata y aburrido con amante incluida, es algo que hoy escapa a la capacidad de abstracción del bueno de Quentin. Bien, los guionistas de La Casa de Papel han optado —felizmente— por poner la mirada en seres comunes y ordinarios, incluso si algunos portan un arma desde su adolescencia. ¿O acaso no tenemos en Rosario “soldaditos” de la droga, todos con su pistola en la cintura y de apenas 8 o 9 años de edad? La realidad supera a la ficción, y esta serie se ancla en personalidades creíbles, que son fruto —todas ellas— de una sociedad hiper utilitarista, que descarta al rezagado y le pone una (inalcanzable) zanahoria en las narices a quienes tienen vedado llegar a ella. Arturo y los propios delincuentes son personajes de este tenor, todos ellos motivados por escapar de una vida que los agobia por diferentes razones pero similares insatisfacciones. Casi en la recta final, Nairobi gritará (apuntándole en la sien a un compañero), “¡Coño! ¡Que esto no es una puta peli de Tarantino!”; y eso es estrictamente cierto, esta serie es mucho mejor.

            Ahora bien, más allá de la obsesiva planificación y de la impresionante logística desplegada, el plan va haciendo agua a cada paso por causa de los propios implicados. Desde la inmadurez de Tokio, que arrastra consigo al casi adolescente Río (Miguel Herrán) —que está prendado de ella y de su sexo— pasando por el enamorado Denver, que solo ve a través de los ojos de Mónica, la rehén que descubre que Arturo es un pelele demasiado fácil de olvidar; hasta llegar al personaje más fascinante de todos, Berlín, o mejor dicho Andrés de Fonollosa, encarnado con asombrosa ductilidad por un sobresaliente y maravilloso Pedro Alonso. El actor, que este crítico lamenta no haber conocido antes, realiza una labor de tal calibre que quedará en los anales de la Tevé mundial. Así de simple. Su Berlín es una criatura hipnóticamente atrapante. Psicopático —pero no psicópata— narcisista, ególatra, apasionado por el mando, refinado y culto a la vez, capaz de la más sutil de las crueldades tanto como de los más altos sacrificios, Berlín se adueña de la pantalla en cada aparición; a su lado todos los demás parecen simples marionetas, y los hilos están siempre enrollados en su mano. Es el único que tiene una relación previa con Sergio (el Profesor), una amistad que pronto se verá es tan firme como ambigua, y que lo pone naturalmente al mando del atraco en el terreno. Sus parlamentos resultan brillantes, de una acidez difícil de tragar e impregnados con un escepticismo tan realista como irreductible. Cruel por momentos, caprichoso otros, burlón siempre, Berlín se transforma en el emblema no solo del atraco, sino de la serie misma, un personaje que amamos odiar y odiamos amar, pero que a la vez se reivindicará por medio de un acto que le investirá con toda la dignidad que le es propia. Pedro Alonso se nos revela como un actor sutil y meticuloso, capaz de construir un personaje tan complicado como peligrosamente ambiguo, y lograr asimismo que lo amemos a pesar de sus diabólicas aristas. El intérprete merece, sin dudas, la misma expansión al mercado angloparlante que otros de sus compatriotas, varios de los cuales no le llegan ni a los tobillos en cuanto a talento y carisma.
El genial Pedro Alonso como Berlín
            La genialidad del guión también radica en la sabia elección de los defectos y fallas en la conducta de los atracadores. ¿Que por qué resulta ello una genialidad? Pues porque nadie más que este tipo de personalidades hubiera aceptado tamaña locura. Ya lo apuntamos antes, el plan es genial, meticuloso y de relojería. Pero si siempre cabe la posibilidad de que algo falle, el hecho de que ellos requieran de al menos diez días de atrincheramiento para lograr su objetivo, los expone a una posible falla sistémica que los conduciría irremediablemente al cadalso. Cualquiera lo sabría, por muy loco que estuviera, y allí entra en juego la mediocre inteligencia de cada uno. Eso y su condición de outsiders sin nada que perder. La excepción, ustedes lo adivinan, es Berlín. Además de inteligente, porta un secreto que pronto se revelará y explicará el motivo de su ciega adhesión al proyecto. Y aquí tenemos que apuntar un detalle no menor acerca de estos delincuentes. Aunque ya dijimos que todo el plan es una suerte de revancha contra el sistema, esto no debe traducirse en los términos usuales de cierto discurso progre y bienpensante.
Ni el capitalismo, ni la democracia, ni ninguna de esas categorías tan gastadas están en discusión para los personajes de La casa de Papel. Ellos quieren cosas tan capitalistas, materialistas y pueriles como vivir holgazaneando en una isla paradisíaca. Lo dicen con toda claridad a lo largo de los episodios. Pero en el mismísimo capítulo final, cuando el Profesor deba escupirle al rostro su verdad a la mujer de la que se enamoró inesperadamente, se nos plantearán —finalmente— los sustratos ideológicos que mueven este atraco. Casi como si hablara de Argentina, Sergio Marquina enumera apenas los últimos casos en que el Banco Central devaluó la moneda e imprimió toneladas de billetes, creando tanta inflación como ello lo hace posible. Luego le recuerda a Raquel que todo eso es legal simplemente porque el Gobierno se arroga ese derecho, aun cuando haciéndolo arruina tantas vidas como quiebra numerosas empresas por mero capricho institucional. Ni el Profesor ni los descerebrados de sus compinches ponen en duda el “sistema” entendiéndolo con ese romántico y caprichoso idealismo de izquierda tan caro a los latinoamericanos. Simplemente desprecian a la elite de aves de rapiña que hace décadas se adueñaron de él, llámense “políticos”, “congresistas” o “economistas”. A ellos pretenden “darles por culo”, imprimiendo y apropiándose de algo más de mil millones de Euros. Es la revancha de los que creyeron en el sistema, pero fueron traicionados por los que lo administran en su propio beneficio. Sergio le espeta a Raquel: “te han enseñado todo en términos de bien y mal, pero la vida no es tan sencilla”. Tiene razón, y quizás movida más por un sentimiento que ya no puede negar que por auténtica convicción, la mujer policía le dará un giro inesperado a la situación. En cierto modo, su personaje simboliza a los propios espectadores, que se identifican con los delincuentes por múltiples y polisémicas razones.

            Habría mucho más para comentar, aspectos tales como detalles ricos en dobles lecturas o ciertos personajes que hemos obviado, como el callado Helsinki (Darko Peric), un ex combatiente serbio de ambigua sexualidad. Una de sus pocas frases, “hombre cuida a hombre”, se volverá de antología. Pero esta es una review que pretende, antes que nada, no aburrir a nadie, y los intensos 19 episodios (según la versión para Netflix) de La Casa de Papel son una montaña rusa inacabable de acciones, diálogos y situaciones sorprendentes. Pretender resumirlas a todas resulta una petulancia inexcusable. Alcanzará, entonces, con reseñar brevemente la última de las fortalezas que presenta esta serie, que no por dejarla para el final es la menos importante. Nos referimos a la producción misma y a la factura visual del producto en sí. La Casa de Papel coloca a España en un sitio de honor entre las mejores televisiones del mundo. Su look completamente cinematográfico, su impactante producción (de varios cientos de millones de Euros), y su osada dirección, la ponen a la cabeza de la más que fascinante producción europea. Si ya Alemania y Suecia venían pisando fuerte en este terreno, esta miniserie —que junto a El Tiempo Entre Costuras (excelente adaptación de la novela de María Dueñas disponible en Netflix) lideran la incursión ibérica en los servicios de streaming— muestra el camino a seguir de ahora en adelante. Y como lo sugerimos fugazmente en el inicio de este artículo, los argentinos muy bien podríamos aprender algunas buenas lecciones de esta magnífica producción. Ahora que nuestra tevé abierta está en franca decadencia, seguida por un cable con pocas opciones por fuera del deporte, sería el momento justo para dar un golpe de timón y —poniendo unos buenos pesitos sobre la mesa— producir algo digno del mucho talento que se desperdicia sin acceder a un crédito o subsidio del INCAA. Telefé en dos ocasiones y el Trece en una, vapulearon tres productos de Juan José Campanella, cambiándolos de horario y día de emisión como si se tratara de jugar a la perinola. Así no hay quien aguante. Y ahora que Netflix co produjo un envío local, Edda o Edha (vaya uno a saber como se escribe), resultó un bodrio incalificable protagonizado por el rostro de roca granítica más notorio de nuestro medio, Juana Viale, que si algún mérito ostenta proviene del pedigrí de su abuela, Mirtha Legrand. En fin, nos desviamos un poquito, es cierto, pero valía la pena. La Casa de Papel es tan intensamente audaz, tan astutamente competitiva y tan cojonudamente “comercial” —dicho esto último como el mayor de los elogios— que no podemos menos que morirnos de envidia. Ya antes habían llegado “Los Gozos y las Sombras”, y “Anillos de Oro”, y “Pepe Carvalho”; y más recientemente “Velvet” y otras más. Es mucho. Es como que te metan el dedito y encima te hagan molinete. Va siendo hora que nuestros productores y realizadores se despierten, o quedaremos tan secos como la Casa de Moneda y Timbre de España. ¿Cómo, que acaso estamos insinuando que los muchachos lograron escapar con su botín? No necesariamente; para saberlo con certeza hay que ver La Casa de Papel. Pueden creerlo, será tiempo bien empleado.- 
           


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