Margarethe von Trotta: Pasión y Compromiso para el Nuevo Cine Alemán de los ‘70s



por Leonardo L. Tavani        
   Por cierto que las mujeres han tenido que remar, y mucho, para conquistar cada palmo de libertad y autodeterminación que llevan obtenidos, aunque está claro que aun falta un enorme camino por recorrer para que la igualdad sea algo más que una simple palabreja carente de sentido y vacía de todo significado. El mundo del cine no ha sido ajeno a los vaivenes culturales de cada época, y si bien durante el período mudo las estrellas femeninas alcanzaron un status único (de hecho, por mucho que les sorprenda, en esos tiempos tanto la estrella femenina como la masculina cobraban prácticamente lo mismo por película; las discriminatorias diferencias actuales se remontan a principios de los ‘70s), lo cierto es que la silla del director resultó el bastión más difícil de alcanzar para ellas. No sería el único, pero sí el de más importante simbolismo. La norteamericana Dorothy Arzner (1900-1979) fue una auténtica pionera en ese rubro (también fue montadora y guionista), contando con filmes tales como Old Ironsides (1926), The Wild Party (1929) o Christopher Strong (1933), pero en esta ocasión nos vamos a ocupar de la ex República Federal Alemana y una de sus directoras más influyentes y talentosas, hija directa de la posguerra y —casi sin ninguna duda— la que mayor fama internacional ha conseguido: la enorme Margarethe von Trotta.



         Margarethe von Trotta nació el 21 de febrero de 1942 en pleno corazón de Berlín, cuando la maquinaria de guerra Nazi devastaba Europa, el norte de África y se adentraba cada vez más en el laberinto insensato de la invasión a la U.R.S.S. El arte estaba en su ADN, ya que su padre fue el eminente artista plástico Alfred Roloff, quien la apoyó sistemáticamente en su constante búsqueda expresiva, y su madre la aristócrata Elisabeth von Trotta (un mecenas del arte), de quien optó por tomar su apellido artístico. Aunque no debe haber resultado  gratis nacer en medio de aquel infierno, Margarethe —por fortuna—no contaba aun con cuatro años de edad cuando la guerra llegó a su fin. Su familia, sin embargo, escapa oportunamente antes de los bombardeos y el saqueo de la ciudad. Retornarán poco después de que los aliados se hagan cargo de la parte occidental de Berlín y allí transcurrirá la primera infancia de la futura cineasta. Estudió en la Academia Superior de Arte Dramático, obteniendo sendos diplomas como actriz y directora de escena. Posteriormente a su graduación prosiguió formándose en dramaturgia y actuación asistiendo a las clases de los mejores maestros de Europa. Luego de actuar en varias obras, escribir un par de ellas y dirigir otras tantas, Margarethe centrará su atención en el cine. Toda la vanguardia al inicio mismo de los fértiles años ‘60s, muy particularmente en Berlín occidental, se centraba en las posibilidades revolucionarias y transformadoras del cine. El teatro seguía siendo respetado como medio transformador (aunque Brecht había muerto en 1956, y con él parecía haber desaparecido la impronta ideológica del teatro alemán), pero los nuevos intelectuales percibieron —no sin cierta razón— que el cine llegaba realmente más rápido y a muchísima más gente que una obra teatral. Había salas en todos lados, tenían infinitamente mayor capacidad de localidades, y —lo más importante— la gente iba decididamente a ellas. El cine era popular, y lo era en todas sus vertientes; como también sucedía en Buenos Aires (y aquí en La Plata en el desaparecido cine Select), un filme de Ingmar Bergman era visto por todo el mundo, no por apenas un gueto ilustrado. Y en medio de esa hermosa revolución cultural centroeuropea, surgirá con suma rapidez el llamado New German Cinema (Nuevo Cine Alemán), movimiento al principio inorgánico y desorganizado que a partir de la segunda mitad de los ‘60s y durante toda la década siguiente revitalizará la moribunda industria germana.
En uno de sus primeros trabajos como actriz

         Von Trotta, que en 1962 contaba con apenas 20 años, comienza casi impensadamente una creciente carrera como actriz en el cine, al margen de sus trabajos en los escenarios. Durante la primera mitad de esa década las cosas para el cine alemán no pudieron estar peor; al cabo de 12 años de férreo control Nazi, el que acabó con los estudios independientes, la distribución organizada de los filmes y toda pretensión de independencia argumental y temática, los intereses americanos de algún modo interfirieron con la posible  revitalización de una industria genuinamente nacional y con identidad propia. A medida que llegaban las películas clandestinas de Europa del este, denunciando los abusos y el totalitarismo soviéticos (ver nuestro artículo sobre Krisztof Kieslowski), los jóvenes estudiantes de cine comenzaron a organizarse de manera más o menos coordinada y se fue gestando una corriente que desembocaría en el citado nuevo cine alemán. Aunque nunca llegó a ser un movimiento claramente unificado, los esfuerzos personales de muchos cineastas (re)condujeron los intereses de todos los involucrados hasta hallar una novel voz propia, una corriente expresiva que dejaba atrás una historia amarga pero que no cerraba los ojos a las miserias del presente, por mucho optimismo cultural que se viviera. Antes, como sugeríamos, los aliados habían desmantelado el centralizado sistema nazi, impartiendo en su lugar cuotas de pantalla para películas de su propia industria, retiro del circuito de  filmes de propaganda nazi-fascista que permanecían inéditos, controles estrictos de contenidos racistas o supremacistas arios, etc. 

Hay que entender, de todos modos, que para el final de la guerra los cineastas germanos independientes se contaban en dos grupos: los exiliados y los muertos. Esta amarga realidad llevó a una situación tan lamentable que la misma explotó en la ceremonia del entonces retomado Festival de Cine de Berlín de 1961, en la que no se entregó el premio al mejor filme alemán puesto que ninguno de los seleccionados estaba a la altura del mérito necesario para obtener tal presea. De allí en más las cosas tenían que cambiar, y lo hicieron en la medida que fueron apareciendo los primeros nombres propios de este impensado movimiento, tales como Rainer Werner Fassbinder, Wim Wenders, Werner Herzog, Alexander Kluge, Hans-Hürgen Syberberg, Reinhard Hauff, Volker Schlöndorff y, claro está, quien se convertiría en su esposa a mediados de 1971, la mismísima von Trotta. Claro que antes de dicha unión, tanto artística como conyugal, la futura directora habría de divorciarse de su primer marido, el editor Jürgen Moeller, padre de su hijo, el también cineasta Felix Moeller. Se habían casado en 1964, siendo quizás demasiado jóvenes, y su intensa colaboración con Schlöndorff (al que conoció hacia finales del ’68) precipitaría su divorcio en 1969.


         Luego de un par de interpretaciones para la pantalla carentes de genuino interés para ella, colaborará con el controvertido Herbert Achternbusch, un director y creativo sumamente extremo en sus métodos. Margarethe no quedará completamente conforme con los resultados, pero comprenderá que el cine es el camino expresivo ideal para esa hora histórica. Y entonces sí, la llegada de Schlöndorff a su vida lo cambiará todo: junto a él Von Trotta hallará su propia voz expresiva y definirá el sesgo femenino y humanista que singularizará su cine. Pero antes, actuará todavía a las órdenes de Fassbinder en Götter der Pest (1969, Dioses de la Peste) y Der Amerikanische Soldat (El Soldado Americano, 1970). Ese mismo año, estando ya en pareja con Schlöndorff, co escribirá para él Der Plötzliche Reichtum der Armen Leute Von Kombach, filme que también protagonizará, y al que a su vez le seguirá Die Ehegattin (Una Mujer Libre, 1972). Finalmente, será en 1975 que se produzca su esperado debut como directora —aunque en colaboración con Schlöndorff—, presentando la adaptación de una novela de Heinrich Böll, Die Verlorene Ehre Der Katharina Blum (El Honor Perdido de Katharina Blum), excelente cinta cuyo guión también co escribió. El filme, un drama sólido y atrapante, presenta la odisea de una mujer perseguida por resultar sospechosa de colaborar con unos terroristas, y aunque no cae nunca en innecesarios subrayados, se convierte —felizmente— en un férreo alegato a favor de la libertad individual, una denuncia a los totalitarismos represivos  y —tema de suma importancia— el peligro de la utilización de los medios de comunicación como forma de manipulación de la opinión pública. Casi de inmediato volverá a actuar para su marido en la adaptación de una novela de Marguerite Yuorcenar, Coup de Grace (1976, Der Fangschus), rodada en co producción con Francia y nuevamente con ella como co guionista. Finalmente llegará el momento de dirigir en solitario y con absoluto control del material elegido —más allá de las obvias coincidencias tanto estéticas como ideológicas con su esposo y colega— y lo hará presentando Das Zweite Erwachen der Christa Klages (1977, El Segundo Despertar de Chr. Klages), cinta que introduce casi todas las preocupaciones que Von Trotta desarrollará a lo largo de su filmografía, desde la complejidad de las relaciones femeninas, pasando por las contradicciones del liberalismo y el rol de la mujer en la Alemania de posguerra, hasta llegar a la cuestión de los efectos amargos —y contradictorios— del uso de la violencia como medio de afirmación ideológica.
dirigiendo su hasta ahora penúltima cinta
 

         Dos años después, ya en 1979, Margarethe escribirá y dirigirá uno de sus más finos trabajos en cuanto a estudio de psicologías y conductas, y pueden creer que es uno que equilibra con gran maestría la forma, el fondo y el contenido de la narración cinematográfica. Nos referimos a Schwestern, Oder Die Balance Des Gluecks (Hermanas, o el Balance de la Felicidad), en la que se muestran las tortuosas relaciones entre una confundida y autodestructiva secretaria de Hamburgo con sus dos hermanas; una biológica y la otra adoptada. El tema de las relaciones entre hermanas volverá tres años después, en una de sus mejores producciones, pero antes de ello escribirá todavía un muy buen guión para su marido (Die Falschung, 1981); y entonces sí, llegará finalmente la multipremiada Las Hermanas Alemanas (1981, Die Bleierne Zeit / Marianne and Juliane), ganadora del León de Oro del Festival de Venecia de dicho año, un absoluto triunfo en cuanto a integración de tema, estilo, resolución e impacto. Profundo estudio del terrorismo y sus motivaciones, presenta a dos hermanas en pugna; una de ellas, Juliane, es una periodista y editora feminista que trabaja por sus ideas desde dentro del sistema, mientras que Marianne es una activista-terrorista radicalizada, miembro del Baader-Meinhof  (en alemán Rote Armee Fraktion, grupo anarquista que emprendió acciones terroristas en la Alemania Oriental desde finales de los ‘60s). De hecho, el guión se inspiró en las vidas reales de Gudrun y Christiane Ensslin, pero no caben dudas que aquí la directora logró dar un paso más allá de la simple exposición de hechos reales, transformando a estas criaturas en seres que representaron con profundidad inaudita el drama de la adscripción a ideologías cerradas, tanto como el de la obcecación en las propias convicciones y la imposibilidad de contrastarlas con las del resto de la humanidad o ponerlas en discusión.
En el rodaje de "Las Hermanas Alemanas" 

         Durante 1984, ya dueña de un prestigio internacional enorme (de hecho, Las Hermanas Alemanas fue un verdadero exitazo cuando se estrenó en Buenos Aires, ¡que tiempos aquellos...!), apenas si participará en un filme como actriz, Blaubart,  y luego en otro como guionista, Unerreichbare Naehe. Pero es que su verdadera pasión estaba enfocada entonces en el desarrollo de su siguiente película, un trabajo personal, sutil y de múltiples lecturas. Nos referimos a Rosa Luxembourg, estrenada en 1986 con gran suceso de público y crítica. El filme presentaba a una absolutamente perfecta Barbara Sukowa (Berlin Alexanderplatz, 1980; Fassbinder/ Lola, 1982; Fassbinder/ Zentropa, 1992; Lars von Trier) en la piel de la célebrte activista, intelectual y revolucionaria polaco-alemana, fusilada —junto a su marido— el 15 de enero de 1919. Tan compleja y contradictoria como los tiempos que le tocó vivir, Luxemburgo es retratada por Von Trotta con gran amor y delicadeza, respetando tanto la figura histórica como la dimensión íntima y personal de su derrotero vital. La cinta le da un justo lugar a cada faceta de esta mujer fascinante y para algunos contradictoria, quien aunaba —a la vez— su adhesión al comunismo con una sólida vocación democrática (ya que no advertía incompatibilidad entre ambas vías), tanto como su posición radicalizada —dispuesta a la acción directa cuando fuera necesario— con un profundo pacifismo, y en todos los casos, un enorme y decidido humanismo.

 El filme huye del panfleto, escapa al panegírico y desdeña el golpe bajo, con lo cual le significó un enorme triunfo de estilo, contenido y profundidad a su directora y guionista. Luego de este paso fundamental en su carrera, Margarethe dirigirá sólo una película en 1987, Félix (no estrenada en nuestro país), y en 1988 actuará en Calling the Shots, una coproducción con Inglaterra. Pero a finales de ese mismo año retomará la dirección y con otro guión propio estrenará Love and Fear/Paure e Amore/ Three Sisters, cuya multiplicidad de títulos se debe a su calidad de coproducción entre Italia, Francia, Alemania e Inglaterra. Una vez más se advierte de entrada el sello característico de las preocupaciones humanas de la directora, ya que por enésima vez (y siempre con buena fortuna, hay que decirlo) se ocupará del universo femenino desde el rol filial que más le gusta retratar. Y es que ahora son nuevamente tres las hermanas que resultan diseccionadas por la sutil mirada de la directora, quien se muestra como una verdadera maestra a la hora de describir personalidades que resuman autenticidad y a la vez sirvan de arquetipos psicológicos válidos, sin por ello caer jamás en macchietas o manierismos vacuos. En un reparto de lujo destacan Fanny Ardant como la mayor, una intelectual que comienza a flaquear en sus propias convicciones a causa del temor al paso del tiempo y la vejez; Greta Scacchi como la hermana del medio, quien no ha logrado una identidad profesional y comienza a cuestionarse su existencia; y por último la no menos talentosa Valeria Golino, que en la piel de la menor interpreta a la más apasionada de todas, la más entregada y vital, una estudiante de medicina que ansía marcar la diferencia con su vida. Rodada íntegramente en Roma, estaba muy remotamente basada en la obra teatral de Chéjov “Tres Hermanas”, y marcaría —curiosamente— el inicio de un raro, y breve, bajón creativo a posteriori.
Con el team de su último filme 

         Las dos producciones siguientes de nuestra directora y guionista tuvieron sello de coproducción con Italia, una de las partes involucradas en el filme inmediatamente anterior. L’Africana/The African Woman en 1990, con guión propio, y en 1993 Il Lungo Silenzio (aquí sólo tras las cámaras), resultaron apenas unas correctas películas que no aportaron absolutamente nada a su carrera ni en términos estéticos ni en aspectos creativos. Tal vez fuera porque el período coincidiría con algunos serios problemas de salud de su marido, posteriormente superados, pero lo cierto es que Von Trotta comenzaba a perder —o así lo parecía— su agudeza y sensibilidad en cuanto a la elección de temas y desarrollo de personajes. Pero no se trataba de eso: como todos los creadores genuinamente talentosos, Margarethe von Trotta se hallaba, más que probablemente, intentando asimilar las revolucionarias transformaciones que su país estaba experimentando a finales de los años ‘80s. La caída, en 1989, de la infame Cortina de Hierro —simbolizada en el Muro de Berlín— cambiaría dramática y drásticamente la vida de los alemanes a ambos lados del muro. El cimbronazo experimentado por occidente sería tan descomunal que provocaría un sismo en las bases ideológicas, culturales y geopolíticas del así llamado ‘mundo libre’. Von Trotta lograría resumir —exitosamente, por cierto— sus propias vivencias (y claro está, los temores y ansiedades que la hora provocaba) convirtiéndolas en cine puro, esta vez con la muy buena cinta The Promise/ La Promesa, estrenada a mediados de 1994 y protagonizada por Corinna Harfouch y Meret Becker, en la que la problemática de la Alemania reunificada está contada desde el punto de vista de las vidas de dos amantes y sus pequeñas tragedias personales y familiares. 

Fue una correcta película, de buena factura y sólido interés dramático (muy por encima del nivel de las dos anteriores), pero estaba claro que el fuego de los años últimos años ’60s comenzaba a extinguirse, quizás —y en parte— por culpa de los nuevos tiempos, que ya exigían a los cineastas mayores resultados en taquilla ante los renovados (e invasivos) tanques hollywoodenses del momento (léase los Batman de Tim Burton; Speed, de Jan de Bont, Duro de Matar, etc.), o acaso porque la incipiente modernidad líquida no permitía ya la profundización de temas sensibles como los que obsesionaban a la cineasta. Como fuera, Margarethe von Trotta demostraría a la larga que resulta imposible extinguir el genio, por mucho que involucionen la cultura y el compromiso social a nuestro alrededor; y por ello —con bríos renovados y una recuperada urgencia por narrar— la directora superará un largo y sorpresivo silencio de casi 9 años para presentar La Calle de las Rosas (Rosenstrasse, 2003), excelente y vibrante drama intimista basado en hechos reales, protagonizado por Katja Riemann. Con 61 años cumplidos ese mismo año y su amor por el cine intacto, dicho filme se alzaría con el premio David de Donatello a la Mejor Película Europea, demostrando que siempre es posible adaptarse a los nuevos tiempos y encarar nóveles desafíos si se permanece fiel a los propios principios y en constante búsqueda expresiva.


         Su siguiente proyecto sería Yo Soy el Otro (2006), cinta estrenada en nuestro país tan sólo en el marco del festival Bafici, la que obtendría críticas sumamente laudatorias y le valdría un par más de premios internacionales. Tres años después y con un brío renovado que desmiente su edad, Von Trotta se pone de nuevo tras las cámaras en Visión: De la Vida de Hildegard de Bingen (2009), biopic acerca de la abadesa y santa medieval germana, una mujer que a pesar de vivir gran parte de su vida como monja de clausura dejó una marca importantísima en la historia del pensamiento europeo. Tanto sobre este como acerca de su siguiente proyecto, la directora ha declarado que desde su anterior filme sobre Rosa Luxemburgo ha seguido estando interesada por explorar las vidas, pasiones y desafíos de aquellas mujeres de lengua alemana que fueron pioneras en el ámbito de la filosofía, la ciencia o la política, y esta película en particular sería algo así como la segunda de una trilogía dedicada a dichas personalidades. Para confirmarlo apenas si hará falta esperar otros tres años, ya que en 2012 Von Trotta dirigirá  Hannah Arendt, poderoso y magnífico filme acerca de la filósofa y politóloga  germano-judía, que se centra fundamentalmente en el período de su vida en que concibe su obra más famosa, La Banalidad del Mal, inspirada en las revelaciones surgidas del juicio celebrado al criminal de guerra nazi Adolf Eichmann en Jerusalén, durante 1962. Una vez más la directora echaría mano de la actriz Barbara Sukowa, una fiel ladera en varias de sus aventuras fílmicas, la que brindó aquí —según todas las críticas internacionales— un retrato sencillamente perfecto y conmovedor de la célebre intelectual posteriormente nacionalizada norteamericana.


         Luego de este gran éxito internacional, Margarethe von Trotta escribirá y dirigirá en 2015 El Mundo Abandonado, sin lugar a dudas la película más íntima y personal de casi toda su carrera. Motivada por un hecho verídico acaecido casi treinta años atrás, la directora describe así su concepción: “Cuando falleció mi madre, recibí una carta de una mujer preguntándome si ella había nacido en Moscú y si se llamaba Elisabeth. Contesté que sí, y que mi madre había muerto recientemente. La mujer, entonces una desconocida, contestó inmediatamente: “Soy su hermana”. Nos conocimos poco después. Se parecía mucho más a mi madre que yo, fue un poco como una resurrección.” Y luego acota: “Tenía esa historia dentro de mí, y pensé que había llegado el momento de sacarla, aunque quizá también haya afectado el hecho de que ya tengo una cierta edad y no sé cuánto tiempo más voy a poder hacer películas…” La cinta por cierto que ‘ficcionaliza’ su propia historia personal (de modo que no se torne demasiado autobiográfica), aunque la meticulosa y larga preproducción del filme —más el hecho de recurrir nuevamente a dos de sus actrices favoritas, Barbara Sukowa y Katja Riemann— demuestran lo singularmente importante e íntimo que resultó este  proyecto para la cineasta. De este modo, finalmente  llegamos al pasado año 2017, en el que —con dinámicos 75 años cumplidos— presentó Olvídate de Nick, curiosa y sorpresiva comedia dramática que obtuvo muy buenas críticas internacionales y la confirma como una de las mejores y más sólidas cineastas de su generación, una de las pocas que ha trascendido épocas, modas, ideologías y tendencias. No estrenada en nuestro medio, actualmente cooptado en su totalidad por las efectistas producciones hollywoodenses y sus eficaces distribuidoras, la ventanita sustitutiva que representa el citado festival Bafici no alcanza a compensar tantas lamentables lagunas. Pero algo es algo, cuando menos.


         En definitiva, mujer comprometida, ecléctica, talentosa y profundamente inteligente, Margarethe von Trotta ha sabido elegir —como cineasta— cuales batallas dar y cuales evitar, de modo que en vez de languidecer en un posible descafeinado de  su cine; o peor aun, en dejarse tentar por una obsesiva fijación con temáticas e ideologías perimidas, ha optado sabiamente por ejercer la más maravillosa libertad de elección, madurando ella misma junto a sus filmes y transformando tanto su estética como su estilo, el que ha logrado trascender las posibles limitaciones que las urgencias ideológicas de la era previa a la glasnot le imprimieron al cine hecho por toda su generación. Además, y no es poco, se ha mantenido constantemente en plena actividad, pero diversificando siempre sus energías creativas, ya que ha trabajado alternativamente para la televisión europea (en Inglaterra, Italia, España y en su propio país) y ha escrito y dirigido —a su vez— numerosas obras teatrales durante la última década y media, enriqueciendo de tal modo su propia mirada, renovando la semántica de su narrativa y ahuyentando de ese modo el fantasma de la vejez, que no es otra cosa que el estancamiento intelectual y la obstinación (anti)creadora. Para alguien tan comprometida con la realidad de su tiempo, la directora corría el riesgo de volverse obsoleta a la hora de interpelar la realidad y plasmarla en pantalla, debido sobre todo a los veloces y furiosos cambios que ha experimentado occidente en estas últimas dos décadas. Sin embargo, y en parte gracias a sus sabias decisiones, Margarethe von Trotta deja tras de sí una producción cinematográfica más que excelente, verdaderamente luminosa, humanista y existencialista, además de mantener abierta la puerta para brindarnos mucho más de sí misma. Hija de una generación heredera de los dramáticos fracasos de los nacionalismos fascistas y de las izquierdas autoritarias, Von Trotta trató de conciliar en su cine una nueva mirada sobre la sociedad y el rol que la mujer estaba llamada (y destinada) a ocupar en ella. No es poco. Nunca lo será. Siempre le agradeceremos su compromiso, al que supo —y sabe— ilustrar con buenas, bellas y profundas películas. A redescubrirla pues, que nunca es tarde.-

          

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