por Leonardo L. Tavani
Margarethe
von Trotta nació el 21 de febrero de 1942 en pleno corazón de Berlín, cuando la
maquinaria de guerra Nazi devastaba Europa, el norte de África y se adentraba
cada vez más en el laberinto insensato de la invasión a la U.R.S.S. El arte
estaba en su ADN, ya que su padre fue el eminente artista plástico Alfred
Roloff, quien la apoyó sistemáticamente en su constante búsqueda expresiva, y
su madre la aristócrata Elisabeth von Trotta (un mecenas del arte), de quien
optó por tomar su apellido artístico. Aunque no debe haber resultado gratis nacer en medio de aquel infierno,
Margarethe —por fortuna—no contaba aun con cuatro años de edad cuando la guerra
llegó a su fin. Su familia, sin embargo, escapa oportunamente antes de los
bombardeos y el saqueo de la ciudad. Retornarán poco después de que los aliados
se hagan cargo de la parte occidental de Berlín y allí transcurrirá la primera
infancia de la futura cineasta. Estudió en la Academia Superior de Arte
Dramático, obteniendo sendos diplomas como actriz y directora de escena.
Posteriormente a su graduación prosiguió formándose en dramaturgia y actuación
asistiendo a las clases de los mejores maestros de Europa. Luego de actuar en
varias obras, escribir un par de ellas y dirigir otras tantas, Margarethe
centrará su atención en el cine. Toda la vanguardia al inicio mismo de los
fértiles años ‘60s, muy particularmente en Berlín occidental, se centraba en
las posibilidades revolucionarias y transformadoras del cine. El teatro seguía
siendo respetado como medio transformador (aunque Brecht había muerto en 1956,
y con él parecía haber desaparecido la impronta ideológica del teatro alemán),
pero los nuevos intelectuales percibieron —no sin cierta razón— que el cine
llegaba realmente más rápido y a muchísima más gente que una obra teatral.
Había salas en todos lados, tenían infinitamente mayor capacidad de
localidades, y —lo más importante— la gente iba decididamente a ellas. El cine
era popular, y lo era en todas sus vertientes; como también sucedía en Buenos
Aires (y aquí en La Plata en el desaparecido cine Select), un filme de Ingmar
Bergman era visto por todo el mundo, no por apenas un gueto ilustrado. Y en
medio de esa hermosa revolución cultural centroeuropea, surgirá con suma
rapidez el llamado New German Cinema (Nuevo
Cine Alemán), movimiento al principio inorgánico y desorganizado que a
partir de la segunda mitad de los ‘60s y durante toda la década siguiente
revitalizará la moribunda industria germana.
En uno de sus primeros trabajos como actriz |
Von
Trotta, que en 1962 contaba con apenas 20 años, comienza casi impensadamente
una creciente carrera como actriz en el cine, al margen de sus trabajos en los
escenarios. Durante la primera mitad de esa década las cosas para el cine
alemán no pudieron estar peor; al cabo de 12 años de férreo control Nazi, el
que acabó con los estudios independientes, la distribución organizada de los
filmes y toda pretensión de independencia argumental y temática, los intereses
americanos de algún modo interfirieron con la posible revitalización de una industria genuinamente nacional
y con identidad propia. A medida que llegaban las películas clandestinas de
Europa del este, denunciando los abusos y el totalitarismo soviéticos (ver
nuestro artículo sobre Krisztof Kieslowski), los jóvenes estudiantes de cine
comenzaron a organizarse de manera más o menos coordinada y se fue gestando una
corriente que desembocaría en el citado nuevo
cine alemán. Aunque nunca llegó a ser un movimiento claramente unificado,
los esfuerzos personales de muchos cineastas (re)condujeron los intereses de
todos los involucrados hasta hallar una novel voz propia, una corriente
expresiva que dejaba atrás una historia amarga pero que no cerraba los ojos a
las miserias del presente, por mucho optimismo cultural que se viviera. Antes,
como sugeríamos, los aliados habían desmantelado el centralizado sistema nazi,
impartiendo en su lugar cuotas de pantalla para películas de su propia
industria, retiro del circuito de filmes
de propaganda nazi-fascista que permanecían inéditos, controles estrictos de
contenidos racistas o supremacistas arios, etc.
Hay que entender, de todos
modos, que para el final de la guerra los cineastas germanos independientes se
contaban en dos grupos: los exiliados y los muertos. Esta amarga realidad llevó
a una situación tan lamentable que la misma explotó en la ceremonia del entonces
retomado Festival de Cine de Berlín de 1961, en la que no se entregó el premio
al mejor filme alemán puesto que ninguno de los seleccionados estaba a la
altura del mérito necesario para obtener tal presea. De allí en más las cosas tenían
que cambiar, y lo hicieron en la medida que fueron apareciendo los primeros
nombres propios de este impensado movimiento, tales como Rainer Werner
Fassbinder, Wim Wenders, Werner Herzog, Alexander Kluge, Hans-Hürgen Syberberg,
Reinhard Hauff, Volker Schlöndorff y, claro está, quien se convertiría en su
esposa a mediados de 1971, la mismísima von Trotta. Claro que antes de dicha
unión, tanto artística como conyugal, la futura directora habría de divorciarse
de su primer marido, el editor Jürgen Moeller, padre de su hijo, el también
cineasta Felix Moeller. Se habían casado en 1964, siendo quizás demasiado
jóvenes, y su intensa colaboración con Schlöndorff (al que conoció hacia
finales del ’68) precipitaría su divorcio en 1969.
Luego
de un par de interpretaciones para la pantalla carentes de genuino interés para
ella, colaborará con el controvertido Herbert Achternbusch, un director y
creativo sumamente extremo en sus métodos. Margarethe no quedará completamente
conforme con los resultados, pero comprenderá que el cine es el camino
expresivo ideal para esa hora histórica. Y entonces sí, la llegada de
Schlöndorff a su vida lo cambiará todo: junto a él Von Trotta hallará su propia
voz expresiva y definirá el sesgo femenino y humanista que singularizará su
cine. Pero antes, actuará todavía a las órdenes de Fassbinder en Götter
der Pest (1969, Dioses de la
Peste) y Der Amerikanische Soldat (El
Soldado Americano, 1970). Ese mismo año, estando ya en pareja con
Schlöndorff, co escribirá para él Der Plötzliche Reichtum der Armen Leute Von
Kombach, filme que también protagonizará, y al que a su vez le
seguirá Die Ehegattin (Una Mujer
Libre, 1972). Finalmente, será en 1975 que se produzca su esperado debut
como directora —aunque en colaboración con Schlöndorff—, presentando la
adaptación de una novela de Heinrich Böll, Die Verlorene Ehre Der Katharina Blum (El Honor Perdido de Katharina Blum), excelente
cinta cuyo guión también co escribió. El filme, un drama sólido y atrapante,
presenta la odisea de una mujer perseguida por resultar sospechosa de colaborar
con unos terroristas, y aunque no cae nunca en innecesarios subrayados, se
convierte —felizmente— en un férreo alegato a favor de la libertad individual,
una denuncia a los totalitarismos represivos
y —tema de suma importancia— el peligro de la utilización de los medios
de comunicación como forma de manipulación de la opinión pública. Casi de
inmediato volverá a actuar para su marido en la adaptación de una novela de
Marguerite Yuorcenar, Coup de Grace (1976, Der Fangschus),
rodada en co producción con Francia y nuevamente con ella como co guionista. Finalmente
llegará el momento de dirigir en solitario y con absoluto control del material
elegido —más allá de las obvias coincidencias tanto estéticas como ideológicas
con su esposo y colega— y lo hará presentando Das Zweite Erwachen der Christa
Klages (1977, El Segundo
Despertar de Chr. Klages), cinta que introduce casi todas las
preocupaciones que Von Trotta desarrollará a lo largo de su filmografía, desde
la complejidad de las relaciones femeninas, pasando por las contradicciones del
liberalismo y el rol de la mujer en la Alemania de posguerra, hasta llegar a la
cuestión de los efectos amargos —y contradictorios— del uso de la violencia
como medio de afirmación ideológica.
dirigiendo su hasta ahora penúltima cinta |
Dos
años después, ya en 1979, Margarethe escribirá y dirigirá uno de sus más finos
trabajos en cuanto a estudio de psicologías y conductas, y pueden creer que es
uno que equilibra con gran maestría la forma, el fondo y el contenido de la
narración cinematográfica. Nos referimos a Schwestern, Oder Die Balance Des Gluecks
(Hermanas, o el Balance de la Felicidad),
en la que se muestran las tortuosas relaciones entre una confundida y autodestructiva
secretaria de Hamburgo con sus dos hermanas; una biológica y la otra adoptada.
El tema de las relaciones entre hermanas volverá tres años después, en una de
sus mejores producciones, pero antes de ello escribirá todavía un muy buen
guión para su marido (Die Falschung, 1981); y entonces sí,
llegará finalmente la multipremiada Las Hermanas Alemanas (1981, Die
Bleierne Zeit / Marianne and Juliane),
ganadora del León de Oro del Festival de Venecia de dicho año, un absoluto
triunfo en cuanto a integración de tema, estilo, resolución e impacto. Profundo
estudio del terrorismo y sus motivaciones, presenta a dos hermanas en pugna;
una de ellas, Juliane, es una periodista y editora feminista que trabaja por
sus ideas desde dentro del sistema, mientras que Marianne es una
activista-terrorista radicalizada, miembro del Baader-Meinhof (en alemán Rote Armee Fraktion, grupo anarquista
que emprendió acciones terroristas en la Alemania Oriental desde finales de los
‘60s). De hecho, el guión se inspiró en las vidas reales de Gudrun y Christiane
Ensslin, pero no caben dudas que aquí la directora logró dar un paso más allá
de la simple exposición de hechos reales, transformando a estas criaturas en
seres que representaron con profundidad inaudita el drama de la adscripción a
ideologías cerradas, tanto como el de la obcecación en las propias convicciones
y la imposibilidad de contrastarlas con las del resto de la humanidad o
ponerlas en discusión.
En el rodaje de "Las Hermanas Alemanas" |
Durante
1984, ya dueña de un prestigio internacional enorme (de hecho, Las
Hermanas Alemanas fue un verdadero exitazo cuando se estrenó en Buenos
Aires, ¡que tiempos aquellos...!),
apenas si participará en un filme como actriz, Blaubart, y luego en otro como guionista, Unerreichbare
Naehe. Pero es que su verdadera pasión estaba enfocada entonces en el
desarrollo de su siguiente película, un trabajo personal, sutil y de múltiples
lecturas. Nos referimos a Rosa Luxembourg, estrenada en 1986
con gran suceso de público y crítica. El filme presentaba a una absolutamente
perfecta Barbara Sukowa (Berlin Alexanderplatz, 1980;
Fassbinder/ Lola, 1982; Fassbinder/ Zentropa, 1992; Lars von Trier) en
la piel de la célebrte activista, intelectual y revolucionaria polaco-alemana,
fusilada —junto a su marido— el 15 de enero de 1919. Tan compleja y
contradictoria como los tiempos que le tocó vivir, Luxemburgo es retratada por
Von Trotta con gran amor y delicadeza, respetando tanto la figura histórica
como la dimensión íntima y personal de su derrotero vital. La cinta le da un
justo lugar a cada faceta de esta mujer fascinante y para algunos
contradictoria, quien aunaba —a la vez— su adhesión al comunismo con una sólida
vocación democrática (ya que no advertía incompatibilidad entre ambas vías), tanto
como su posición radicalizada —dispuesta a la acción directa cuando fuera
necesario— con un profundo pacifismo, y en todos los casos, un enorme y
decidido humanismo.
El filme huye del panfleto, escapa al panegírico y desdeña
el golpe bajo, con lo cual le significó un enorme triunfo de estilo, contenido
y profundidad a su directora y guionista. Luego de este paso fundamental en su
carrera, Margarethe dirigirá sólo una película en 1987, Félix (no estrenada en
nuestro país), y en 1988 actuará en Calling the Shots, una coproducción
con Inglaterra. Pero a finales de ese mismo año retomará la dirección y con
otro guión propio estrenará Love and Fear/Paure e Amore/ Three Sisters, cuya multiplicidad de
títulos se debe a su calidad de coproducción entre Italia, Francia, Alemania e
Inglaterra. Una vez más se advierte de entrada el sello característico de las
preocupaciones humanas de la directora, ya que por enésima vez (y siempre con
buena fortuna, hay que decirlo) se ocupará del universo femenino desde el rol
filial que más le gusta retratar. Y es que ahora son nuevamente tres las hermanas
que resultan diseccionadas por la sutil mirada de la directora, quien se
muestra como una verdadera maestra a la hora de describir personalidades que
resuman autenticidad y a la vez sirvan de arquetipos psicológicos válidos, sin
por ello caer jamás en macchietas o manierismos vacuos. En un reparto de lujo
destacan Fanny Ardant como la mayor, una intelectual que comienza a flaquear en
sus propias convicciones a causa del temor al paso del tiempo y la vejez; Greta
Scacchi como la hermana del medio, quien no ha logrado una identidad
profesional y comienza a cuestionarse su existencia; y por último la no menos talentosa
Valeria Golino, que en la piel de la menor interpreta a la más apasionada de
todas, la más entregada y vital, una estudiante de medicina que ansía marcar la
diferencia con su vida. Rodada íntegramente en Roma, estaba muy remotamente
basada en la obra teatral de Chéjov “Tres
Hermanas”, y marcaría —curiosamente— el inicio de un raro, y breve, bajón
creativo a posteriori.
Con el team de su último filme |
Las
dos producciones siguientes de nuestra directora y guionista tuvieron sello de
coproducción con Italia, una de las partes involucradas en el filme
inmediatamente anterior. L’Africana/The African Woman en 1990, con guión propio, y en 1993 Il
Lungo Silenzio (aquí sólo tras las cámaras), resultaron apenas unas
correctas películas que no aportaron absolutamente nada a su carrera ni en
términos estéticos ni en aspectos creativos. Tal vez fuera porque el período
coincidiría con algunos serios problemas de salud de su marido, posteriormente
superados, pero lo cierto es que Von Trotta comenzaba a perder —o así lo
parecía— su agudeza y sensibilidad en cuanto a la elección de temas y
desarrollo de personajes. Pero no se trataba de eso: como todos los creadores
genuinamente talentosos, Margarethe von Trotta se hallaba, más que
probablemente, intentando asimilar las revolucionarias transformaciones que su
país estaba experimentando a finales de los años ‘80s. La caída, en 1989, de la
infame Cortina de Hierro —simbolizada en el Muro de Berlín— cambiaría dramática
y drásticamente la vida de los alemanes a ambos lados del muro. El cimbronazo
experimentado por occidente sería tan descomunal que provocaría un sismo en las
bases ideológicas, culturales y geopolíticas del así llamado ‘mundo libre’. Von Trotta lograría
resumir —exitosamente, por cierto— sus propias vivencias (y claro está, los
temores y ansiedades que la hora provocaba) convirtiéndolas en cine puro, esta
vez con la muy buena cinta The Promise/ La Promesa, estrenada a mediados de 1994 y protagonizada por
Corinna Harfouch y Meret Becker, en la que la problemática de la Alemania
reunificada está contada desde el punto de vista de las vidas de dos amantes y
sus pequeñas tragedias personales y familiares.
Fue una correcta película, de
buena factura y sólido interés dramático (muy por encima del nivel de las dos
anteriores), pero estaba claro que el fuego de los años últimos años ’60s
comenzaba a extinguirse, quizás —y en parte— por culpa de los nuevos tiempos,
que ya exigían a los cineastas mayores resultados en taquilla ante los
renovados (e invasivos) tanques hollywoodenses del momento (léase los Batman de Tim Burton; Speed, de Jan de Bont, Duro
de Matar, etc.), o acaso porque la incipiente modernidad líquida no
permitía ya la profundización de temas sensibles como los que obsesionaban a la
cineasta. Como fuera, Margarethe von Trotta demostraría a la larga que resulta
imposible extinguir el genio, por mucho que involucionen la cultura y el
compromiso social a nuestro alrededor; y por ello —con bríos renovados y una
recuperada urgencia por narrar— la directora superará un largo y sorpresivo
silencio de casi 9 años para presentar La Calle de las Rosas (Rosenstrasse, 2003), excelente y
vibrante drama intimista basado en hechos reales, protagonizado por Katja
Riemann. Con 61 años cumplidos ese mismo año y su amor por el cine intacto,
dicho filme se alzaría con el premio David de Donatello a la Mejor Película
Europea, demostrando que siempre es posible adaptarse a los nuevos tiempos y
encarar nóveles desafíos si se permanece fiel a los propios principios y en
constante búsqueda expresiva.
Su
siguiente proyecto sería Yo Soy el Otro (2006), cinta
estrenada en nuestro país tan sólo en el marco del festival Bafici, la que obtendría críticas
sumamente laudatorias y le valdría un par más de premios internacionales. Tres
años después y con un brío renovado que desmiente su edad, Von Trotta se pone
de nuevo tras las cámaras en Visión: De la Vida de Hildegard de Bingen
(2009), biopic acerca de la abadesa y
santa medieval germana, una mujer que a pesar de vivir gran parte de su vida
como monja de clausura dejó una marca importantísima en la historia del
pensamiento europeo. Tanto sobre este como acerca de su siguiente proyecto, la
directora ha declarado que desde su anterior filme sobre Rosa Luxemburgo ha
seguido estando interesada por explorar las vidas, pasiones y desafíos de
aquellas mujeres de lengua alemana que fueron pioneras en el ámbito de la
filosofía, la ciencia o la política, y esta película en particular sería algo
así como la segunda de una trilogía dedicada a dichas personalidades. Para
confirmarlo apenas si hará falta esperar otros tres años, ya que en 2012 Von
Trotta dirigirá Hannah Arendt, poderoso y
magnífico filme acerca de la filósofa y politóloga germano-judía, que se centra fundamentalmente
en el período de su vida en que concibe su obra más famosa, La
Banalidad del Mal, inspirada en las revelaciones surgidas del juicio
celebrado al criminal de guerra nazi Adolf Eichmann en Jerusalén, durante 1962.
Una vez más la directora echaría mano de la actriz Barbara Sukowa, una fiel
ladera en varias de sus aventuras fílmicas, la que brindó aquí —según todas las
críticas internacionales— un retrato sencillamente perfecto y conmovedor de la célebre
intelectual posteriormente nacionalizada norteamericana.
Luego
de este gran éxito internacional, Margarethe von Trotta escribirá y dirigirá en
2015 El
Mundo Abandonado, sin lugar a dudas la película más íntima y personal
de casi toda su carrera. Motivada por un hecho verídico acaecido casi treinta
años atrás, la directora describe así su concepción: “Cuando falleció mi madre, recibí
una carta de una mujer preguntándome si ella había nacido en Moscú y si se
llamaba Elisabeth. Contesté que sí, y que mi madre había muerto recientemente.
La mujer, entonces una desconocida, contestó inmediatamente: “Soy su hermana”.
Nos conocimos poco después. Se parecía mucho más a mi madre que yo, fue un poco
como una resurrección.” Y luego acota: “Tenía esa historia dentro de mí,
y pensé que había llegado el momento de sacarla, aunque quizá también haya
afectado el hecho de que ya tengo una cierta edad y no sé cuánto tiempo más voy
a poder hacer películas…” La cinta por cierto que ‘ficcionaliza’ su propia historia personal (de modo que no se torne
demasiado autobiográfica), aunque la meticulosa y larga preproducción del filme
—más el hecho de recurrir nuevamente a dos de sus actrices favoritas, Barbara
Sukowa y Katja Riemann— demuestran lo singularmente importante e íntimo que
resultó este proyecto para la cineasta. De
este modo, finalmente llegamos al pasado
año 2017, en el que —con dinámicos 75 años cumplidos— presentó Olvídate
de Nick, curiosa y sorpresiva comedia dramática que obtuvo muy buenas
críticas internacionales y la confirma como una de las mejores y más sólidas
cineastas de su generación, una de las pocas que ha trascendido épocas, modas,
ideologías y tendencias. No estrenada en nuestro medio, actualmente cooptado en
su totalidad por las efectistas producciones hollywoodenses y sus eficaces distribuidoras,
la ventanita sustitutiva que representa el citado festival Bafici no alcanza a compensar tantas lamentables lagunas. Pero algo
es algo, cuando menos.
En
definitiva, mujer comprometida, ecléctica, talentosa y profundamente
inteligente, Margarethe von Trotta ha sabido elegir —como cineasta— cuales
batallas dar y cuales evitar, de modo que en vez de languidecer en un posible
descafeinado de su cine; o peor aun, en dejarse
tentar por una obsesiva fijación con temáticas e ideologías perimidas, ha
optado sabiamente por ejercer la más maravillosa libertad de elección, madurando
ella misma junto a sus filmes y transformando tanto su estética como su estilo,
el que ha logrado trascender las posibles limitaciones que las urgencias
ideológicas de la era previa a la glasnot
le imprimieron al cine hecho por toda su generación. Además, y no es poco, se
ha mantenido constantemente en plena actividad, pero diversificando siempre sus
energías creativas, ya que ha trabajado alternativamente para la televisión
europea (en Inglaterra, Italia, España y en su propio país) y ha escrito y dirigido
—a su vez— numerosas obras teatrales durante la última década y media,
enriqueciendo de tal modo su propia mirada, renovando la semántica de su
narrativa y ahuyentando de ese modo el fantasma de la vejez, que no es otra
cosa que el estancamiento intelectual y la obstinación (anti)creadora. Para alguien tan comprometida con la realidad de su
tiempo, la directora corría el riesgo de volverse obsoleta a la hora de
interpelar la realidad y plasmarla en pantalla, debido sobre todo a los veloces
y furiosos cambios que ha experimentado occidente en estas últimas dos décadas.
Sin embargo, y en parte gracias a sus sabias decisiones, Margarethe von Trotta
deja tras de sí una producción cinematográfica más que excelente, verdaderamente
luminosa, humanista y existencialista, además de mantener abierta la puerta
para brindarnos mucho más de sí misma. Hija de una generación heredera de los
dramáticos fracasos de los nacionalismos fascistas y de las izquierdas
autoritarias, Von Trotta trató de conciliar en su cine una nueva mirada sobre
la sociedad y el rol que la mujer estaba llamada (y destinada) a ocupar en
ella. No es poco. Nunca lo será. Siempre le agradeceremos su compromiso, al que
supo —y sabe— ilustrar con buenas, bellas y profundas películas. A
redescubrirla pues, que nunca es tarde.-
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