Por Leonardo L. Tavani
Calificación: Buena ★★★
Mi
Obra Maestra. Argentina-España,
2018.
Dirección:
Gastón Duprat – Guión: Andrés Duprat
- Música: Emilio y Alejandro Kauderer
– Elenco:
Luis Brandoni, Guillermo Francella, Andrea Frigerio, Raúl Arévalo.-
Arturo y Renzo son amigos de toda la vida.
La suya es una de esas amistades que trascienden todas las cosas y superan cada
agachada posible. ¡Y vaya si Renzo ha cometido agachadas…! Especialmente hacia
su sufrido camarada, que ya no sabe cómo justificar la lealtad que a duras
penas le mantiene. La vida, la vejez, los fracasos; esas y muchas otras cosas
han llevado a ambos hacia extremos opuestos. Renzo Nervi, artista plástico que
alguna vez conoció las mieles del éxito, ha profundizado cada una de esas
manías que la juventud disimulaba. Misántropo, desencantado de todo, narcisista
pero a la vez autodestructivo, el pintor parece no poder evitar profundizar la
caída perpetua en que ha convertido su existencia. Ya no vende un cuadro ni por
casualidad, su arte parece perdido en el limbo del hastío, y su soledad se
disimula con pequeños rituales sin sentido.
En el extremo opuesto tenemos a Arturo, galerista y merchante de arte, su eterno mecenas y sostén; un hombre exitoso y seguro de sí, quien por momentos desearía librarse de ese lastre desagradecido que es Renzo, pero su conciencia —y su ética— no se lo permiten. Cada uno de ellos simboliza una cara de esa malhadada moneda que llamamos “argentinidad”. Mientras Renzo encarna a ese cada vez más extendido grupo que podríamos bautizar como “psico-izquierdista-estatista-antiimperialista” (o sea, ese sector que está mesiánicamente convencido de que todo occidente se ha confabulado para destruirnos, que el Estado debe proveernos de todo sin importar de dónde diablos salgan los fondos para ello, que toda empresa es una entidad maligna explotadora del proletariado, y bla, bla, bla…), Arturo —por su parte— representa al argentino moderno y capitalista sin culpas, que sabe aprovechar las oportunidades que le brindan el mercado y las circunstancias, un hombre que sin embargo mantiene ciertas pautas éticas a las que se niega a renunciar. De hecho, no solo se le presentan mil ocasiones para estafar a su amigo, sino que incluso este se lo merecería, pero su porteñísima esencia se lo impide por completo. Así y todo es una persona muy capaz de cruzar ciertos límites si con ello protege a quienes ama o a sí mismo, con lo que acaba por ilustrar cabalmente la fascinante y a la vez frustrante dualidad ‘argenta’.
En el extremo opuesto tenemos a Arturo, galerista y merchante de arte, su eterno mecenas y sostén; un hombre exitoso y seguro de sí, quien por momentos desearía librarse de ese lastre desagradecido que es Renzo, pero su conciencia —y su ética— no se lo permiten. Cada uno de ellos simboliza una cara de esa malhadada moneda que llamamos “argentinidad”. Mientras Renzo encarna a ese cada vez más extendido grupo que podríamos bautizar como “psico-izquierdista-estatista-antiimperialista” (o sea, ese sector que está mesiánicamente convencido de que todo occidente se ha confabulado para destruirnos, que el Estado debe proveernos de todo sin importar de dónde diablos salgan los fondos para ello, que toda empresa es una entidad maligna explotadora del proletariado, y bla, bla, bla…), Arturo —por su parte— representa al argentino moderno y capitalista sin culpas, que sabe aprovechar las oportunidades que le brindan el mercado y las circunstancias, un hombre que sin embargo mantiene ciertas pautas éticas a las que se niega a renunciar. De hecho, no solo se le presentan mil ocasiones para estafar a su amigo, sino que incluso este se lo merecería, pero su porteñísima esencia se lo impide por completo. Así y todo es una persona muy capaz de cruzar ciertos límites si con ello protege a quienes ama o a sí mismo, con lo que acaba por ilustrar cabalmente la fascinante y a la vez frustrante dualidad ‘argenta’.
Ahora bien, el peso de la narración de Mi
Obra Maestra recae en el personaje de Arturo, el que jugado por
Guillermo Francella se muestra demasiado frío en los momentos que requieren
emoción y excesivamente intenso en las escenas que implican contención. El
intérprete parece sentirse un tanto incómodo con su criatura y no acierta a
darle el tono justo a lo largo del metraje, aunque ciertamente se pone a tono
en la recta final. Francella es un actor talentoso y de múltiples recursos,
pero requiere de mucha dirección; tantos años como comediante en tevé lo
llenaron de manierismos y recursos que todos le festejan, pero a la hora de
encarar otros desafíos el otrora Pepe Argento necesita de la mano firme de —por
ejemplo— un Campanella, quien lo dirigió como los dioses en El
Secreto de sus Ojos, logrando que el intérprete se abandone a sí mismo
y se pierda en la profundidad del personaje. Aquí oscila permanentemente entre
esos pequeños tics que lo caracterizan (camuflados como guiños al espectador,
de hecho, y que dispara cuando su personaje debe enojarse y/o fastidiarse) y
una máscara particularmente árida en ciertos pasajes, como si le costara reconciliar
las dos facetas de su criatura, la de tiburón de los negocios del arte con la
de amigo fiel y sentimental. En la discusión con el crítico de arte, por
ejemplo, imprime una intensidad violenta y agresiva innecesaria, alejada del
tono satírico de dicha secuencia, y cerca del final —cuando el joven español
les plantee un dilema peliagudo— utilizará una máscara digna de un thriller
dramático. Son vaivenes evidentes para el espectador atento y conocedor del
oficio actoral, y aunque no impiden el disfrute del filme merecen ser
apuntados. Y si los personajes son esencialmente opuestos en sus psicologías,
de igual modo lo son sus actores protagonistas, y esto se traslada y verifica
en la figura del enorme Luis ‘Beto’
Brandoni, un actor inigualable y de excelsa ductilidad. Su Renzo es un ser
vivo, de carne y hueso, fiel a sus ideas (equivocadas) sobre la vida y el arte,
a la vez que profundamente escéptico,
frustrado y ego maníaco. Sus parlamentos son una fiesta para el espectador, ya
que los dice con una autenticidad y una entrega formidables, mientras que la
construcción física del personaje raya con la maestría absoluta. Su Renzo
camina de una manera particular (y no podría ser de otra forma, pueden estar
seguros), desplaza su mirada con una displicencia supina (como si el mundo no
le ofreciera nada que importara ver), se viste como un pordiosero y deja asomar
en cada gesto una melancólica agonía, una que disimula con la pomposa gravedad
de sus infatuadas peroratas. El personaje de Brandoni está enemistado con el
sentido común y ello es parte de su fracaso vital, y en lugar de expresarlo
oralmente —cosa que de todos modos hace el Arturo de Francella— el gran ‘Beto’ lo manifiesta con todo su cuerpo,
con cada ademán, en toda mirada. El corazón y el alma de este filme está con
Luis Brandoni, uno de los pocos intérpretes que hace fácil lo difícil y al que
nunca, pero nunca, se le notan los hilos.
En cuanto a su trama, Mi
Obra Maestra es por demás minimalista. El guión de Andrés Duprat,
hermano del director, focaliza la historia en dos momentos muy diferenciados.
El primero es aquel en que se nos presentan los personajes y se los ubica tanto
ideológica como existencialmente. Con pocas pinceladas basta para pintar la
realidad de Renzo, perdedor por voluntad propia, así como para introducirnos en
la vida desahogada y autosuficiente de Arturo. Lo que empaña el arranque del
film es la desafortunada narración en off a cargo del propio Arturo, ya que
resulta artificial, excesiva (incluso se permite una elegía a la ciudad de
Buenos Aires que está por completo descolgada de la trama) y carece de sentido.
Si bien el personaje de Francella tiene una justificada razón de ser, ya que
esta es una comedia dramática acerca de la amistad y lo que se llega a hacer en
su nombre, no deja de ser cierto que el guión —por momentos— no acierta a saber
con certeza qué diablos hacer con él, de modo que en algunos segmentos parece
tornarse un convidado de piedra en su propia película. Pero esto se disimula
bien con la muy buena química en pantalla que se establece entre ambos actores,
siendo sus momentos juntos —especialmente los del tercio final de la cinta— lo
mejor de Mi Obra Maestra. El segundo segmento es aquel en que Renzo
sufre un accidente (no espoliamos nada, ya que eso está en todos los avances
del filme), puesto que a partir de allí las cosas giran exclusivamente en torno
a la posible transformación moral del pintor y a cómo Arturo podrá (o no)
reverdecer el interés sobre su obra, de modo que el artista cuente con medios
para su subsistencia. Esta segunda parte del film, la más extensa, es también
la más estática y la más conversada, como si los Duprat no lograran resolver
con imágenes el dilema personal de sus criaturas. Aun así el interés se
sostiene, lo que no es poco mérito. Pero es igualmente cierto que en este
segmento se echa en falta una secuencia del calibre cómico y simbólico como lo
es la de Renzo en el restorán, un hallazgo que no vamos a quemar y que bien
merece su visionado sin más. Además de la genial interpretación de ‘Beto’ Brandoni, que en esta escena se
vuelve sublime, toda la ideología cocoliche
de su Renzo Nervi —que aquí se torna tan patética como vacua y que lo ha
conducido a su inexorable derrota como persona— se patentiza con un descarnado y
bienvenido distanciamiento, el mayor logro del director en esta película.
Cuando el artista, que se niega a pagar la cuenta, afirma “a mí me lo deben; esta sociedad
está en deuda conmigo”, no se puede evitar cierta referencia a la realidad
cuyo significado último quedará a cargo de cada espectador.
Ya se sabe que esta es la primera
producción en que los realizadores se dividen las tareas, escribiendo el guión
Andrés y dirigiendo Gastón Duprat (su inmediato trabajo anterior fue El
Ciudadano Ilustre), y tal vez ello los haya hecho caer en algunas
lagunas poco comprensibles. Existe un momento, por caso, que resulta por
completo incomprensible y descolgado, y es aquel en que Arturo/Francella se
halla repentinamente solo en una plaza, y mientras observa a los transeúntes nos
narra en off lo que cree adivinar de la personalidad y oficios de cada uno de
ellos. Si algún ciberlector tiene una explicación coherente para la existencia
de esta secuencia, el crítico le agradecerá enfáticamente que se la haga
llegar: su pobre y vapuleada inteligencia no ha logrado decodificar el por qué
de su inclusión en la cinta. De todos modos, y en honor a la verdad, el filme
presenta un buen ritmo que casi no decae nunca (con la sola excepción del lapso
posterior a la salida de Renzo de la clínica), presenta algunas réplicas
ciertamente originales y un tono para nada solemne, cosa que se agradece sin
reparos. Y si la dupla protagónica está a la altura del desafío, no es menos
cierto que los secundarios cumplen con su cometido; mención aparte para Andrea
Frigerio, quien encarna a Dudú, una coleccionista y vendedora internacional de
arte cuya cabellera se parece sospechosamente a la de María Kodama. La ex
modelo se luce especialmente en su segunda y tercera aparición, en las que se
muestra sofisticada, pretenciosa y snob. Tampoco desentona el español Raúl
Arévalo, joven intérprete que encarna a un molesto admirador de Nervi, quien
desea empeñosamente que este se convierta en su maestro de arte. El muchacho
acabará por volverse un grano en el glúteo de ambos amigos, situación cuyo
clímax se resolverá en un pasaje que debió resultar desopilante pero
desafortunadamente apenas si despierta un par de sonrisas comprensivas. Y es
que el segmento al que nos referimos permitía jugar con el humor negro “in extremis”, lo que hubiera redundado
en un epílogo seguramente mucho más desopilante y original. Pero Andrés Duprat
no se atreve a tanto y prefiere ir por el camino correcto: sus muchachos no
pueden salirse con la suya sin más y tienen que recibir —de algún modo— su
merecido. Ir más lejos de eso, al mejor estilo Tarantino si se quiere, está muy
por encima del poder de abstracción mental del guionista y coproductor de esta
cinta; y es una lástima, porque la cosa permitía bastante más delirio que los
escasos deslices que se permiten los Duprat.
De todos modos, y sin ignorar las
objeciones vertidas, el filme se yergue como un producto digno, de buena
factura, interesante trama y buen ritmo, una radiografía muy interesante de cómo
somos y cómo creemos ser, dialéctica encarnada en los devenires de estos amigos
tan opuestos que en definitiva se necesitan y complementan. A despecho de su
título, esta no es una obra maestra, pero se deja ver sin inconvenientes,
despierta más de una sonrisa y permite vernos un poquito reflejados en la
pantalla. No es poco; ni tampoco tanto. Pero está Brandoni, y con eso basta.
Pueden creerlo.-
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