Por Leonardo Tavani
Calificación: Excelente ★★★★★
VIERNES SANGRIENTO (The
Long Good Friday)
U.K, 1981.
Dirección: John Mackenzie – Fotografía: Phil Meheux – Música: Francis Monkman – Guión: Barrie Keefe - Elenco: Bob Hoskins, Helen Mirren, Dave
King, George Coulouris, Paul Freeman, Eddie Constantine, Bryan Marshall. – HandMadeFilms, 114 min.-
Los azares del tiempo hicieron que nunca volviera a verla, en ningún formato ni bajo ningún soporte. Pero nunca la olvidó. Por muchas razones, claro está, pero fundamentalmente porque aquella sería la primera vez que viera a una actriz del calibre de Helen Mirren, quien 35 años después sigue siendo la intérprete femenina favorita de este humilde escriba. Ahora y gracias a uno de esos sitios de intercambio y descarga, pudimos reencontrarnos con esta verdadera gema del cine, remasterizada y con todo su metraje, lejos de los crueles tijeretazos que el viejo Ente Nacional de Calificaciones le propinaba a todas las buenas películas (y también a las malas, ¡que va!), cortesía de su siniestro director, el tristemente célebre Paulino Tato. Trataremos, entonces, de contagiarles el maravilloso placer de sumergirse en el universo de esta película impar. Acompáñennos.
The
Long Good Friday (literalmente “El
Largo Viernes Santo”) comienza con una secuencia auténticamente hipnótica
que es cine en estado puro, una narración sin diálogos durante la cual la
cámara y el montaje hacen todo el trabajo, una verdadera muestra de oficio y
calidad en su máxima expresión. Un ignoto individuo, del que recién mucho
después sabremos se llamaba Colin (Paul Freeman, el villano Belloq de “Los
Cazadores del Arca Perdida”) sube a un coche portando una valija. La
abre y toma un par de fajos de dinero que estaban ocultos bajo la ropa. De
inmediato vemos una casa en la campiña en la que hay dos tipos con cara de
pocos amigos. Alguien llega y trae la valija que antes vimos en poder de Colin,
quien ahora está en un pub, intentando levantarse a un pibe bastante más joven
que él. Volvemos a la casa de campo; desde fuera de la ventana vemos que los
sujetos han contado el dinero y descubierto el faltante. De pronto irrumpe la
policía y todos quedan detenidos. Ahora Colin está en una pileta pública,
observando a un irlandés de poco más de 20 años, mucho más apuesto que su
conquista anterior. Da la casualidad que el efebo está interpretado por Pierce
Brosnan, quien aquí parece un recién destetado, pero no hay que dejarse llevar
por la sorpresa. En este filme apenas si hace de extra y jamás abre la boca; es
apenas una perlita que se disfruta desde este lado del calendario. Pero
sigamos; Colin se le acerca haciéndosele agua la boca, y el muchacho le
devuelve una mirada cómplice. Cuando parece que van a estamparse un beso, el
irlandés le apuñala sin piedad, dejándolo morir al borde de la pileta. Segundos
después, la cámara se regodea en mostrar la sangre que va tiñendo de rojo el
desagüe de las duchas. Toda la secuencia, narrada con pulso ejemplar y acompañada
de una música hipnótica, ejemplifica como ninguna otra la magnitud de la
pérdida estilística que el cine actual ha experimentado. The Long Good Friday
posee un estilo sencillamente perfecto, pero lamentablemente perdido para los noveles
realizadores y las igualmente nuevas audiencias. Es áspera, contundente, en
extremo realista a la vez que obra artística: esto quiere decir que el
hiperrealismo de la cinta esconde una inteligentísima construcción
cinematográfica, poniendo siempre la mira en cómo se cuenta por sobre qué se
cuenta; y sin embargo todo fluye como si en verdad estuviéramos asistiendo a
las desesperadas últimas 48 horas en la vida de un temible gángster londinense.
La historia de Viernes
Sangriento es tan concisa como su minimalista puesta en escena. Nos
encontramos al amanecer del Viernes Santo de 1979; a primera hora arriba al
aeropuerto de Londres Harold Shand (un inigualable Bob Hoskins), el jefe del
submundo del puerto de la ciudad y a la sazón de todo el crimen organizado de
esa capital. Harold se precia de dos cosas que le son valiosísimas, el actual
período de 10 años de paz entre las bandas —del que se considera exclusivo
responsable— y el próximo acuerdo inmobiliario que está negociando, un
ambicioso proyecto para convertir a “su” zona de los muelles en una
especie de mega-Puerto Madero al mejor estilo british. Es un negocio sucio en su concepción, pero que lo
blanqueará legal y socialmente una vez concretado. Para ello cuenta con un
concejal corrupto, quien le ha conseguido permisos y licencias bajo cuerda, y
el invaluable aporte de la mafia
norteamericana, la que a cambio de una tajada del pastel está a punto de
financiar una parte importante de la inversión. Pero esa misma mañana las cosas
se complicarán para Harold. Una serie de atentados, de la que el crimen de Colin
resultará apenas el disparador, se cernirán sobre su cabeza y obstaculizarán la
aprobación del proyecto. Pues bien, este es apenas el punto de partida del
filme, que concentra en tan solo 104 minutos una historia tan violenta como
amarga, pesimista y perturbadora; un cuento ácido acerca de la ambición
desmedida y la pretensión de cambiar de piel: de ser otro para legitimar el
pasado y borrar los pecados. Casi como en la Pascua que se avecina, que implica
el perdón de las culpas y la total redención, Harold aspira a reconvertirse en
alguien respetable. Pero es más que probable que quede anclado en la lógica del
Viernes de Dolor, el día de la muerte y la previa pasión.
No existe nada
mejor para explicar la sustancia con que está construida Viernes Sangriento que
centrar la mirada en una breve pero fundamental secuencia. Harold y sus
lugartenientes acaban de apretar a
uno de sus soplones para descubrir qué diablos ocurrió con el infortunado
Colin; al salir se topan con un par de chicos afirmados en su auto. “Les
cuidamos el coche” dice uno de ellos, esperando la forzada propina.
Harold los vapulea un poco y ellos le replican con ingenio y sarcasmo, y al
cabo de la escaramuza verbal les da el dinero con indisimulable satisfacción. “Yo
era como ellos. Salí de las calles y me hice a mí mismo”, rememora el
gángster con nostalgia. Y de inmediato hace un breve pero encendido elogio del
estilo de vida de esos pibes, a los que considera sus mejores sucesores. Porque
Harold Shand —que indudablemente jamás oyó hablar de ‘darwinismo social’— entiende
a la sociedad precisamente como una jungla en la que cada uno tiene que pelear
por la subsistencia con cuanta arma le sea posible emplear; eso y una dosis de
audacia y crueldad que aseguren la propia posición y su permanencia en el
tiempo. Él cree que los más favorecidos (políticos, aristócratas, celebridades
y demás yerbas) no son otra cosa que cobardes que se niegan a tomar con sus
propias manos lo que creen merecer, y que en cambio aceptan pasivamente el rol
que la vida les ha asignado, impotentes para alterar esas variables tanto en
uno como en otro sentido. Lo mismo vale para el crimen organizado yanqui, al
que Harold desprecia todavía más que al resto. Aunque se desviva organizando la
bienvenida al jefe Charlie (Eddie Constantine), quien aportará los fondos de
ultramar para el tan ansiado proyecto, Shand radiografía la banal petulancia de
sus ‘socios’ de allende el Atlántico con unas mordaces observaciones que no
debemos revelar aquí. Para Harold el poder y el respeto se obtienen de una
única manera: presionando y golpeando (en todos los crudos sentidos de ambos
términos), y haciendo luego patentemente visibles ambas acciones.
Ese inconmensurable
actor que fue Bob Hoskins, desaparecido hace algo más de año y medio, brinda
aquí una performance conmovedora. Su personaje, aparentemente en control y
satisfecho de sí mismo, deja asomar —sin embargo— una larvada inseguridad
acerca de su propia valía, como si intuyera que nunca será algo más que un
malviviente glorificado. A igual que lo haría en 1986 con su protagónico en Mona
Lisa (Neil Jordan), en la que compondría a otro delincuente lleno de
contradicciones, aquí también brilla la camaleónica aptitud del intérprete para
transformar por completo su dicción, tono de voz y modales, para así encarnar
con total fidelidad a este rudo londinense ‘cockney’ educado en las calles. Ahora bien, si Bob Hoskins realiza una labor
fascinante como Harold, de un realismo apabullante y una entrega actoral única,
a su lado brilla con luz propia la magnífica Helen Mirren. Al momento de rodar Viernes
Sangriento la actriz contaba con 33 años de edad y una impresionante
carrera teatral plagada de éxitos. Desde pequeña formó parte de la compañía National Youth Theatre y apenas con 21
años fue aceptada en la Royal Shakespeare
Company, para la que interpretó a las más distinguidas heroínas del teatro
clásico isabelino. En 1970 tuvo el honor de ser seleccionada por el mismísimo
Peter Brook para estudiar bajo su dirección, aunque para entonces ya era una consumada
intérprete de carácter. Su protagónico en Miss Julie (del propio Brook), en
1971, mereció elogios y premios por igual, mientras que con su siniestra Lady Macbeth (Macbeth, 1974-’75) causó
un verdadero escándalo nacional atreviéndose a un polémico desnudo. En el filme
que nos ocupa interpreta a Victoria, quien es mucho más que la pareja de
Harold, sino más bien su cerebro y sostén. El criminal sólo baja la guardia
frente a ella, que es la única persona que puede acceder a la faceta más humana
e íntima de Shand. Él la respeta implícitamente y confía ciegamente en su
‘integridad’, tanto que en medio de un festival de traiciones que lo llevan a
recelar de todos, tan solo Victoria permanecerá incólume ante sus ojos. Astuta,
profundamente inteligente y decididamente diplomática cuando las circunstancias
lo requieren, su compleja personalidad es retratada por Mirren con una
minuciosidad apabullante y una transparencia que impacta en el espectador. Su
Victoria es una persona real, que ama a ese hombre que se hizo a sí mismo
precisamente por ello, y se entrega a él activamente, siendo su guía, consejera
y amante. La manera en que envuelve al americano Charlie, cuando este ya ha
presenciado dos atentados y quiere abandonar el trato, resulta genuinamente
conmovedora. En dichas secuencias hay, qué duda cabe, mucho del espíritu de su
maquiavélica Lady Macbeth, sólo que en The Long Good Friday Victoria es
implícitamente leal a su hombre, al que sostendrá en su caída con todas las
armas de que disponga. Hoy que se discute tanto (y con razón) el rol de la
mujer en la industria del cine, es interesante notar cómo este y otros muchos
filmes británicos del período ofrecieron papeles femeninos sólidos y profundos,
alejados por completo del rol meramente decorativo o, en todo caso, “apto para
ganar premios” que tenían las actrices en otras cinematografías. Pero ese
es otro tema que bien merece un artículo propio.
Para finalizar,
entonces, nada mejor que brindarle unos merecidos párrafos al gran artífice que
se halla detrás de la cámara de este poderoso filme. Nos referimos a John
Mackenzie, nacido en Gran Bretaña en 1932, un hábil artesano que se formó como
cineasta siendo asistente de dirección de talentos tales como Alexander
Mackendrick, Basil Dearden y Ronald Neame. Para este último se animó a servir
como actor con un pequeño papel en Tunes of Glory (1960), debutando
como director, finalmente, en 1970 con One Brief Summer. Se ha destacado
siempre por la fluidez narrativa que le imprime a sus películas, así como por
un peculiar estilo de realismo —cuasi documental en ocasiones— que le ha
servido para infundirle nervio y credibilidad a producciones que, en otras
manos, hubieran caído en severos lugares comunes. Un perfecto ejemplo de ello
fue El
Cuarto Protocolo (The Fouth Protocol,
1987), basada en el best-seller de Frederick Forsyth, un thriller de espionaje
protagonizado por Michael Caine y Pierce Brosnan cuya trama es un puro cliché
de paranoia anti soviética, pero al cual el buen hacer de Mackenzie y su
profundo olfato artístico elevan al nivel de un producto dignamente
hitchcockiano. Y no deberíamos dejar de apuntar que el director pasó por
nuestro país a principios de 1983, cuando rodó en locaciones del noreste
argentino El Cónsul Honorario (Beyond
the Limit, 1983), thriller político basado en la novela de Graham Greene y
protagonizado por Richard Gere, Michael Caine, Joaquim de Almeida y el
mismísimo Bob Hoskins.
En definitiva, The Long Good Friday combina la radiografía descarnada de un delincuente que cree ser alguien y apenas si es un títere del destino, con una cruda panorámica acerca de la violencia incrustada en la sociedad inglesa a causa del IRA (Ejército republicano Irlandés), cuando esta organización clandestina desataba su ola de terror en el propio territorio del enemigo inglés. Y todo ello arropado en medio de un impecable thriller que a la vez es estudio de caracteres y agudo análisis social. Entre este magnífico film y nosotros se abre un abismo insondable de transformaciones gramaticales y narrativas que no siempre se han producido para bien. Darle una oportunidad equivale a acortar dicho abismo y acercarnos al mejor y más puro cine de género, uno que es atemporal y sencillamente perfecto. Nunca será poco.-
En definitiva, The Long Good Friday combina la radiografía descarnada de un delincuente que cree ser alguien y apenas si es un títere del destino, con una cruda panorámica acerca de la violencia incrustada en la sociedad inglesa a causa del IRA (Ejército republicano Irlandés), cuando esta organización clandestina desataba su ola de terror en el propio territorio del enemigo inglés. Y todo ello arropado en medio de un impecable thriller que a la vez es estudio de caracteres y agudo análisis social. Entre este magnífico film y nosotros se abre un abismo insondable de transformaciones gramaticales y narrativas que no siempre se han producido para bien. Darle una oportunidad equivale a acortar dicho abismo y acercarnos al mejor y más puro cine de género, uno que es atemporal y sencillamente perfecto. Nunca será poco.-
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