por Leonardo L. Tavani
Mamoulian junto a Marlene Dietrich |
Rouben Mamoulian nació el 8 de octubre
de 1897 en Tiflis, Georgia, estado transcaucásico entonces perteneciente al
imperio Ruso y luego anexado a la ex URSS. Sus padres, de buena posición y gran
cultura personal, emigraron desde Armenia a causa de los conflictos con el
imperio Otomano, intentando obtener una vida menos azarosa para la familia.
Interesado por el arte desde muy pequeño, se graduó —sin embargo— en Derecho
Penal en la Universidad de Moscú, aunque por la noche estudiaba actuación,
dirección teatral y puesta en escena en el Teatro de las Artes de Moscú, bajo
la dirección personal de Eugene Vakhtangov, discípulo y amigo personal de
Stanislavsky. El joven Rouben retorna a Tiflis y funda en 1918 un estudio de
drama y una compañía teatral que rápidamente alcanzan gran prestigio y
aceptación. En apenas tres años ya habían logrado un contrato para una gira
internacional, la que los llevó a Inglaterra con el recién bautizado Russian
Repertory Theatre. Mamoulian hablaba fluidamente inglés y francés, lo
que le facilitaba las cosas y le permitiría a la postre abandonar su compañía
para quedarse en Londres. Allí dirigió una obra que obtendría un éxito rotundo,
The
Beating on the Door, la que motivó a George Eastman —el fundador e
inventor de la empresa que más haría en el mundo por la fotografía y el cine,
quien en ese momento estaba en Londres por negocios— a cursarle una invitación
a Mamoulian para viajar a Rochester, New York, para que se hiciera cargo de la
dirección artística de la American Opera Company. El director
arribó a América en 1923 y ya en 1926 enseñaba y dirigía como miembro de la
Theatre Guild. Luego de un muy elogiado paso por el off, su primera producción en Broadway sería Porgy (1927), la obra
original en que se basó George Gershwin para su ópera folk Porgy and Bess. La puesta
resultó revolucionaria en todos los sentidos; primero porque Mamoulian insistió
y logró estrenarla con actores negros, un verdadero sacrilegio para la época,
en la que a lo sumo se maquillaba a intérpretes blancos al mejor estilo de Al
Jolson en “El Cantor de Jazz”. Y segundo, porque el director utilizó una
inventiva overtura, consistente en sonidos urbanos astutamente grabados y
mezclados para aparentar una genuina sinfonía sonora. Fue un golpe maestro que
Mamoulian utilizaría años después para su filme Applause (1929).
Aplauso |
De Porgy
a Applause
hubo apenas un paso. Cuando dos directivos de Paramount vieron la obra junto a
sus respectivas esposas, quedaron tan encantados que casi de inmediato
invitaron al director a volcarse al cine. La Compañía todavía poseía sus viejos
estudios de Astoria, New York, y allí fue donde Mamoulian rodó la citada cinta,
su ópera prima. Estrenada a mediados
de 1929, cuando el sonido estaba aun en pañales, Aplauso sorprendió a
todos por la intensidad del drama, la profundidad de los recursos narrativos de
que hizo gala su debutante director y, por supuesto, su revolucionario uso del
sonido. Hay que decir que Hollywood echó mano de varios directores teatrales en
los inicios del sonoro, porque los magnates de la industria creyeron que ellos
podrían lidiar mejor con la dirección de actores (quienes ahora ya no podían
únicamente hacer mímica, sino que debían actuar y vocalizar integralmente), y
hacerlo además con el uso mismo del aspecto técnico del sistema sonoro. Pues
bien, como lo apuntamos brevemente en nuestro reciente artículo acerca del cine
negro, sería finalmente Mamoulian quien mejor sabría integrar la “palabra/sonido” al universo del
cinematógrafo. El armenio tenía ideas propias y una absoluta falta de
prejuicios, además de ser un entusiasta neto que sabía motivar a su equipo.
Otra escena de Aplauso |
En Applause
Mamoulian se negó de plano a permitir que la cámara se quedase inmovilizada por
causa de los micrófonos y el resto del equipo de registro sonoro. Innovó con
idas propias que ya venía ensayando en el teatro de prosa y de ópera, y lo hizo
con tanta competencia que el entonces prestigioso crítico Thornton Delahanty
escribió en The Arts: “Lo que ocurre con este film, es que en lugar
de permitir que los diálogos interfieran con la historia y la acción, o incluso
se tropiecen con ella, ocupando un lugar excesivo, Mamoulian ha utilizado la
cámara como es debido y ha logrado contar su historia con ella, y no tan solo
con las palabras.” La escena inicial de la cinta es, 79 años después,
una obra maestra insuperada de narración visual cinemática. El director rueda
en estudios a cielo abierto recreando una calle de pueblo, uno al que está por
llegar Kitty Darling y su show de variedades. La cámara se mueve en un
travelling imposible que va desde un cartel roto que anuncia el espectáculo, un
par de tiendas cerradas, un perro callejero, una calle desierta llena de basura
revoloteando por el viento, una niña que recoge al perro, y recién después se
llega a otro lugar donde está reunida la gente, esperando la llegada de los
artistas de variedades. De allí, la cámara nos conduce hasta la mismísima Kitty,
recibida como una reina, y con un simple golpe de montaje nos hallamos ahora en
el interior del teatro, y de ahí a la orquesta y el foro, haciendo un paneo por
los músicos ensayando; y luego la platea, y después el escenario y un grupo de
piernas que intentan, patéticamente, alzarse como las de las bailarinas de
verdad, y aun de allí se recala en Kitty, preparándose en su camerino. Pues
bien, recién van unos tres minutos de película, en los que no se ha dicho ni
una palabra, la música se ha integrado al relato visual de manera brillante, y
los espectadores ya han sido introducidos en el sórdido mundo de la corista.
Sórdido y decadente, por cierto, pero de una claridad narrativa y una potencia
metafórica abrumadora. El resto es un melodrama de sacrificio, humillación y
postrera redención, que si no tuviera a Mamoulian detrás podría haber pasado
desapercibido sin más. Pero además de elevar la calidad de un guión al borde de
la mediocridad, el filme y su director le dieron el espaldarazo definitivo a
los dubitativos técnicos de sonido que venían asustando a la industria con sus
negativas constantes. Rouben Mamoulian les demostró a todos que tan solo hacía
falta un poco de osadía, espíritu competitivo y firmeza en las decisiones
empresariales. La suerte estaba echada.
En el centro, dirigiendo a la Garbo en Reina Cristina de Suecia |
30 años después, el célebre director
evocaba: “En aquellos primeros días del sonoro, la gente creía que las películas
tenían que ser todo hablar, hablar y hablar. Pero yo quería hacer todas esas
cosas que no podía lograr sobre un escenario, como por ejemplo utilizar la
cámara móvil. Pero eso era imposible, porque ocurre que dicha cámara, el
operador, el sonidista, el ayudante de cámara y —muy probablemente— hasta el
camarero, estaban todos amontonados sobre una suerte de plataforma metálica —o
casita— sobre ruedas. Y el sonido se grababa todo en una sola pista y por medio
de un micrófono universal, que lo captaba todo, incluso los sonidos que uno no
quería: si en una escena aparecía una carta, había que remojarla antes del
rodaje, para que no crujiera estruendosamente.” En una secuencia vital
de Applause, Kitty (Helen Morgan)
intenta cantarle una canción de cuna a su hija pequeña, pero como sólo conoce
el mundo del varieté le tararea una obscena melodía apenas camuflada como una
nana. Al mismo tiempo, la niña pasa las cuentas de un rosario y ensaya una
oración. Mamoulian deseaba grabar estos sonidos a la vez, pero todos le decían
que resultaba imposible. Insistió en presionar a George Folsey, el sonidista, pero
sin resultados. Indignado, acude a la oficina de George Zukor, el mandamás de
Paramount, quien estaba acompañado de Jesse L. Lasky, y le grita: “Oiga,
aquí nadie hace lo que le pido”. Zukor baja con él hasta el set y
consulta a los técnicos; Folsey se queja: “Mr. Mamoulian desea que grabe cada cosa con
micrófonos diferentes y en pistas distintas, para luego mezclarlas todas. Eso
es imposible”. El magnate lo interpela: “¿Acaso lo ha intentado antes?
¿Cómo sabe que no funcionará?”. Al sonidista no le queda más remedio
que complacer al director y al presidente de la compañía. Según recuerda
Mamoulian, a la mañana siguiente llegó al estudio cuando todos los ejecutivos
estaban encerrados en el cuarto de proyección, viendo los fragmentos en
cuestión. Cuando por fin se abrieron las puertas, las sonrisas de satisfacción
emitieron el veredicto sin palabras. El director había triunfado en su empeño,
y las técnicas que seguiría ensayando durante la siguiente década lo colocarían
a la vanguardia del cine mundial. El movimiento, la libertad de la cámara,
había regresado finalmente al cine.
Todavía bajo contrato con Paramount, se
traslada a los estudios de Hollywood para rodar su siguiente filme, City
Streets (1931, Las Calles de la
Ciudad), excelente historia policial basada en un relato de Dashiell
Hammett, un producto claramente expresionista en su concepción visual
(innegablemente, un filme pre-noir), cargado de simbolismos y con una
elaboradísima construcción de climas y atmósfera. Protagonizada por un muy
joven Gary Cooper y la talentosa Sylvia Sydney, la verdadera estrella de la
cinta es Lee Garmes (1898-1978), uno de los directores de fotografía más
talentosos de la historia del cine, el que mejor iluminó a la mítica Marlene
Dietrich (Shanghai Express, 1932; Josef von Sternberg/ Scarface,
1932; Howard Hawks/ Gone With the Wind, 1939; Victor Fleming). Garmes trabajó codo
a codo con Mamoulian para obtener unas texturas únicas, claroscuros quirúrgicamente
diseccionados, sombras sugestivas y espacios asfixiantes. La cinta no puede
calificarse aun de Film Noir —cuando
menos por otros aspectos intrínsecos, tales como el tratamiento de personajes,
el sentido mismo de la trama, etc. — pero lo cierto es que resulta un
antecedente más que evidente. En cuanto a otros aspectos narrativos, con esta
película Mamoulian literalmente inventa el luego denominado “monólogo interior”, que no es lo mismo
que la narración en off, en la que un personaje relata los hechos y así ayuda
al avance de la historia. El monólogo interior es, precisamente, la revelación
audible de los pensamientos de un personaje, los que sólo son escuchados por la
platea, claro está. Dice el director a este respecto: “Shakespeare utilizaba los
soliloquios para dotar de expresión oral a los pensamientos, pero luego el
soliloquio quedó anticuado. Pero se trata de un medio expresivo maravilloso,
así que decidí utilizar un primer plano de Sylvia Sydney, sola en la cárcel, y
sobreimprimirle audiblemente todos sus recuerdos y sentimientos. Una vez más
todos insistieron en que ello era imposible y que el público no comprendería
que se trataba de sus pensamientos en tiempo real. Argumenté que en el cine
mudo se había utilizado la estilización, los símiles, la poesía visual, y el
público los había aceptado naturalmente. ¿Por qué no en el sonoro? Esto es lo
que quise hacer con el sonido, y posteriormente con el color; y en cuanto a ese
recurso, naturalmente, hoy se ha convertido en una cosa común.” Y vaya
si lo sería...! En 1959, por caso, Doris Day y Rock Hudson están en la barra de
un club de jazz pasando una velada maravillosa; pero ocurre que Rock finge ser
otra persona y Doris no se atreve a reconocer que está muerta con él, así que
mientras una cantante negra interpreta una bella canción los espectadores
escuchamos, alternativamente, los pensamientos de ambos. Luego, en un taxi, la
cosa se repite, y por cierto que aunque hoy día parece un recurso perimido,
filmes como Pillow Talk (Charlas de
Alcoba, Michael Gordon) —una sofisticada comedia romántica que inauguró la
década de los ‘60s— demuestran hasta que punto su utilización era moneda
corriente hasta algo más de tres décadas después de que Mamoulian lo impusiera.
La siguiente, e inmediata, genialidad
del director fue Love Me Tonight (Ámame
esta Noche, 1932), comedia musical hoy considerada seminal para el género,
una cinta maravillosa y perfecta. Protagonizada por el inolvidable chansonnière Maurice Chevalier y
Jeannette MacDonald, la cinta presenta un estudiado y cuidadoso uso del sonido
que resultaría revolucionario. Cuando Mamoulian montó la versión de prosa de Porgy
(que ya citamos más arriba), incluyó una sinfonía de sonidos urbanos grabados
previamente en París (desde el sonido de escobas barriendo hasta un gallo
cantando, por ejemplo), a los que editó como un ritmo de cuatro por cuatro
primero, seis por ocho después, y finalmente sincopado, finalizando en un charleston a todo volumen. En un viaje
relámpago a Francia, previo al rodaje, volvió a cronometrar (con la ayuda de un
metrónomo) todos los sonidos matutinos de parís para luego montarlos a su
voluntad. Incluso se afanó en que el humo de las chimeneas brotase a intervalos
regulares y “musicales” —cosa que
casi no puede lograr— hasta que Joe Youngerman, su experto en efectos visuales,
lo consiguió por completo. Mamoulian evocaría posteriormente, “Joe
vio mi desesperación y resolvió el problema. Todavía no sé cómo lo hizo.”
Nótese cómo el cineasta innovaba a cada paso pero sin perder jamás de vista el
resultado dramático del filme. Porque como le ocurrió al mismísimo Hitchcock en
unas pocas de sus primeras películas sonoras, cuando ya comenzaba a perfilarse
hacia el suspenso, en ocasiones la consecución del “efecto” deseado llegó interferir con la fluidez narrativa de la
cinta, poniendo al “guiñol” (sea del
tipo que sea) por encima de la verosimilitud dramática.
En una pausa del rodaje de El Hombre y la Bestia |
Ámame esta Noche también
estuvo producida por el director, y ese doble rol lo repitió el mismo año con
el estreno de una de sus películas más recordadas y celebradas, Dr.
Jekyll and Mr. Hyde (El Hombre y
la Bestia, 1932), basada en la inmortal novela de Robert Louis Balfour
Stevenson (1850-1894). Nuevamente, las innovaciones del director harían
historia y dejarían huella. Antes que nada, resulta imperativo decir que el
filme resultó genuinamente brillante; por su balance dramático, por su
equilibrio narrativo, por su impecable creación de climas, en fin, por todos
los aspectos que confluyen en la factura de una producción cinematográfica.
Para graficar la transformación de Jekyll en Hyde, al que Mamoulian se negaba a
ver como maligno, sino como una fuerza primitiva y atávica, se le presentaba
una serie limitadísima de opciones para utilizar. Pero acudamos, mejor, a la
palabra del genial armenio: “El problema más grave era el de cómo
presentar la transformación del hombre al monstruo en una serie coherente de
transiciones, sin cortes previsibles ni con una serie mecánica de
fundidos-encadenados, ni mucho menos puras imágenes congeladas. Me pasé semanas
dándole vueltas al asunto, hasta que de pronto se me ocurrió una idea. Me
empeciné en lograr la secuencia de transformación en una única toma, un solo
plano continuado sin cortes y sin rebobinar la película en la cámara para
permitir el maquillaje adicional en el rostro de Fredric March, que hubiera
sido lo usual. Mi idea consistió en usar una serie de transparencias en color,
las que al retirarse gradualmente iban revelando partes seleccionadas del
maquillaje. Como es sabido, un filtro rojo absorbe los tonos rojos pero revela
todos los demás, mientras que uno verde consigue todo lo contrario. Basándome
en ese principio, fuimos colocando una serie de filtros de color frente a la
cámara, uno detrás del otro, permitiendo que la película virgen se fuera
positivando captando partes sucesivas del maquillaje de Fredric March. Era todo
bastante primitivo, ya que los filtros habían sido pintados a mano, pero
funcionó.”
A Mamoulian el árbol nunca le impedía
perder de vista el bosque, por lo que cada innovación técnica, cada efecto
logrado, se integraba perfectamente a una trama y una realización sobresalientes.
Y sobresaliente sería su emparejamiento con la mítica Greta Garbo, a la que
dirigiría en Queen Christina (1933, La
reina Cristina de Suecia), todavía hoy una obra maestra insuperable. La
célebre actriz sueca nunca estuvo mejor ni más luminosa, demostrando cabalmente
que era una intérprete todo terreno y no apenas una estrella del ex período
mudo; y por cierto que sus escenas románticas con John Gilbert levantaron tanta
polvareda como para oscurecer todo el cielo de California. Ese mismo año el
director lograría la proeza de que Marlene Dietrich aceptase ser dirigida en
Hollywood —por vez primera— por otro director que no fuera su ex marido, Josef
von Sternberg. El resultado sería Song of Songs, un drama estilizado,
ágil en su narrativa y de impecable factura visual. En 1934 sólo dirige un
filme, We Live Again, drama histórico basado en el relato “Resurrección” de León Tolstoi. Sería una
película correcta pero sin la magia y calidad de las anteriores, ya que habían
comenzado los tironeos tanto con el estudio que lo tenía contratado como con
algunos miopes productores de la industria. Dedicó gran parte del año a montar
dos espectáculos en Broadway, hasta que Tinseltown lo convocó para el que sería
su siguiente gran éxito y otro hito en la historia técnica del séptimo arte.
Repasando letra con los actores de Becky Sharp |
Becky Sharp (1935, La Feria de la Vanidad) era una cinta que
originalmente no lo tenía tras las cámaras. La había comenzado Lowell Sherman (She
Done Him Wrong, 1933), quien al cabo de sólo dos semanas de trabajo
fallecería inesperadamente, con apenas 49 años de edad. Mamoulian ya había roto
su contrato con Paramount y ello permitió que la R.K.O. lo convocase para
retomar el rodaje. Obviamente el director rediseñó rápidamente el proyecto de
acuerdo a su propia mirada e insistió en filmarlo en color. Hasta entonces la
empresa Technicolor había
desarrollado un costoso y poco prometedor sistema bicromático, que se utilizó
íntegramente en pocas ocasiones, como —por ejemplo— The Black Pirate (1926,
Albert Parker), el clásico silente protagonizado por Douglas Fairbanks; y
parcialmente en secuencias seleccionadas, tales como la introducción de Ben-Hur
(1926, Fred Niblo). En esta ocasión, Mamoulian se lanzaba a trabajar junto a
Robert Edmond Jones, técnico especialista en el área, y con su director de
fotografía, Ray Rennahan, obteniendo unos perfectos efectos dramáticos a partir
de la exposición del color. ¿Cómo? Pues muy simple (aunque no lo era tanto en
su época): comenzaron la cinta casi en blanco y negro, con tonalidades lavadas
y opacas, y a medida que el dramatismo de la historia se iba incrementando lo
hacía gradualmente el color, que para el tercio final de la proyección ya era
tan claro y directo como la tragedia personal de la protagonista.
En 1936
apenas si rueda una comedia musical, The Gay Desperado (El Alegre Bandolero), una buena idea en
el papel que sin embargo no lució tan bien en el celuloide; aunque Mamoulian se
las arregló para hacerla ver casi como una opereta de Lehar o Strauss —género
que conocía al dedillo—, para el público la cosa presentaba demasiadas
extravagancias. Ver a un harapiento bandolero mexicano, que hace de las suyas
en la frontera, cantar y bailar como Fred Astaire, era demasiado pedir para la
capacidad imaginativa del americano promedio de entonces. En 1937 estrenará Hide,
Wide and Handsome (La Furia del
Oro Negro), un western musical que se adelantó en el tiempo al clásico de
clásicos de dicho subgénero, Siete Novias para Siete Hermanos (Seven Brides from Seven Brothers, 1954;
Stanley Donen). El filme era realmente muy bueno, pero mezclar a un héroe del
oeste como Randolph Scott (Ride the High Country, 1962; Sam
Peckinpah) —entonces en su apogeo— con Dorothy Lamour (estrella de la serie de
filmes “Road to...”, en las que secundaba al impagable dúo de Bob Hope
y Bing Crosby) e Irene Dunne (actriz de carácter), era como acompañar
pepinillos con dulce de leche. El director percibía estas cosas con suma
claridad y se enojaba con todos los ejecutivos que se las imponían, pero las
decisiones se tomaban siempre por encima de él, siendo el resultado
invariablemente el mismo: si la cinta recaudaba menos de lo esperado, como fue
este el caso, la culpa era suya; si en cambio resultaba un éxito, se trataba de
un esfuerzo en conjunto.
El duelo final entre Diego Vega y el Capitán, de La Marca del Zorro |
Amargado por la imposibilidad de
obtener financiamiento para varios proyectos propios, Mamoulian pasa dos años
sin filmar hasta que resulta convocado por la Columbia para hacerse cargo de Golden
Boy (Sueño Dorado, 1939),
potable historia en la que un joven y sensible violinista (William Holden) abandona
su carrera para sobrevivir como peleador por dinero. Al lado de Barbara
Stanwick, mucho mayor que él, Holden luce algo inseguro y poco comprometido con
el rol. Así llegamos, finalmente, a 1940, y con la nueva década Rouben
Mamoulian brinda una de sus inolvidables obras maestras, un filme impar que
todavía hoy divierte, maravilla y permite soñar con el más puro heroísmo: La
Marca del Zorro (The Mark of
Zorro). El inmortal personaje creado por Johnston McCulley había llegado al
cine en pleno período mudo y, como no podía ser de otra manera, en la piel de
ese enorme mito americano que fue Douglas Fairbanks Sr. Con idéntico título, la
cinta de 1920 contaba también con guión del propio actor, quien se divertía
como nadie realizando proezas increíbles y definiendo la imagen cinematográfica
del héroe enmascarado. Quizás porque la de Fairbanks era una de esas figuras
difíciles de imitar, pero lo cierto era que a nadie se le había ocurrido volver
sobre The Curse of Capristano, la
novela de McCulley que introducía a Don Diego de la Vega y su alter ego, el
Zorro. Sería 20th Century Fox la compañía encargada de dotar al vengador californiano
de nueva vida y sonido, y lo haría con una superproducción en toda regla, una
de esas inequívocas muestras del poderío de Hollywood que ninguna otra
cinematografía ha podido emular jamás. Y quien mejor que Mamoulian, un artesano
revolucionario e inclasificable, un genuino rebelde de la industria, para
narrar la historia de otro rebelde con causa. Rebelde que necesitaba de un rostro,
y ese sería el de Tyrone Power. El armenio lo había visto apenas unos meses
atrás en un cine de Nueva York, protagonizando Jesse James (1939) de
Henry King, y había quedado encantado con su prestancia, apostura y talento.
Además estaba bajo contrato con el Estudio desde 1937, con lo que las cuentas
cerraban a la perfección. Y The Mark of Zorro resultaría un
éxito casi sin precedentes tanto para la fox como para todos los involucrados.
Fresca, inteligente, bien actuada y mejor dirigida, la película es uno de los
puntos más altos del género de capa y espada (swashbuckler en inglés) de todos los tiempos, con un protagonista
enamorado de su personaje al que dota de tridimensionalidad, carnalidad,
frescura y encanto. Diego Vega es el hijo del gobernador de California y se
halla en España a punto de graduarse con honores en la escuela militar, pero
recibe una carta que lo alerta de graves problemas en la colonia.
Tyrone Power y Linda Darnell |
Diego
abandona los estudios y parte para América. Una vez llegado descubre que su
progenitor ha sido desalojado tanto del poder como de su residencia, en la que
ahora manda don Luis Quintero (J. Edward Bromberg), secundado por la crueldad
del capitán Esteban Pasquale (Basil Rathbone). Diego opta por fingir ser un
joven diletante, amante de las sedas y los lujos de la corte, para así
infiltrarse en la intimidad de los Quintero, vía la esposa del nuevo
gobernador, quien queda prendada de las atenciones del recién llegado y sus
finas maneras. Pero claro, todo se complica con la presencia de Lolita Quintero
(una jovencísima y arrebatadoramente bella Linda Darnell), de la que Diego se
enamora ipso facto pero a la que solo puede cortejar como el Zorro. Si una
advertencia puede hacérsele a las nuevas audiencias, es que deben olvidar tanto
la estética como el estilo de la serie clásica con Guy Williams, que todos los
mediodías galopa en la pantalla de canal 13, ya que ella nos ha acostumbrado a
una forma casi unívoca de entender y disfrutar del personaje, que en este filme
magnífico se muestra de otra manera, menos elegante y sobria, si se quiere,
pero definitivamente arrebatadora.
Para la historia quedaría el duelo final
entre el Zorro y el capitán Pasquale, filmado con un brío y un nervio
ejemplares. Además de ser el más inolvidable Sherlock Holmes de la historia del
cine, Rathbone (nacido en Johannesburgo, Sudáfrica, en 1892 y educado en
Inglaterra, en Eton) era un eximio esgrimista y por ello mismo había sido
elegido para el rol del villanísimo sir Guy de Gisbourne en The
Adventures of Robin Hood (1938, Michael Curtiz/ ver nuestro artículo
sobre Errol Flynn). Rathbone encaró todas sus escenas de esgrima sin recurrir a
dobles, lo que redundó en esa cualidad única que tenía el cine clásico —y que
incluso se extendió hasta principios de los ‘80s— la de recurrir al más “estéticamente sofisticado realismo”, ese
que ilustrara una escena de acción con brío, belleza estética y poder visual,
pero sin escapar nunca de cierta cinematográfica plausibilidad. Comparar el
filme del que hablamos con las dos basuras protagonizadas por Antonio Banderas
a finales de los ‘90s causa hepatitis crónica. Aunque en ellas hay dobles de
riesgo por doquier (si no los hubiera su sindicato hubiera paralizado el
rodaje), el recurso a los efectos digitales y ópticos —eso sí, muy bien
camuflados en la primera cinta— resulta asfixiante. Y eso por no hablar del
cariz mismo de las escenas de acción, en las que el Zorro debe ejecutar proezas
que dejarían acobardado al mismísimo Capitán América. Recuerden si no, en la
segunda cinta, la escena en que el Zorro salta con Tornado desde un risco para
caer sobre un tren que va a más velocidad que un Aston Martin DB5. Véanla, y
eso nos eximirá de mayores comentarios.
Rita Hayworth en Sangre y Arena |
Pero continuemos. Si nos detuvimos en
el filme citado es debido a su importancia histórica y a la gran huella y
herencia que legó al cine. En 1941, entonces, Mamoulian repite impacto, calidad
dramática y belleza estética al estrenar Sangre y Arena (Blood and Sand), impactante drama ambientado en España y en el
mundo de la tauromaquia. Remake del clásico silente protagonizado por Rodolfo
Valentino, la Fox —encantada con los resultados de “el Zorro”— vuelve a confiar en el armenio para conducir esta
superproducción que, en diferentes manos, podía haber naufragado sin remedio.
Ya la citamos antes en nuestro artículo acerca de Rita Hayworth, quien aquí
interpreta a una ardiente doña Sol, una mujer capaz de llevar a la hoguera a
cualquier hombre. Ella y Linda Darnell (como Carmen Espinosa) se disputarán el
cuerpo y el alma del torero Juan Gallardo, otra vez en la piel de Tyrone Power,
el que después de su Don Diego Vega podía darse el lujo de elegir el papel que
quisiera, incluso contra los deseos del Estudio. Basada en la novela de Vicente
Blasco Ibáñez, la cinta recaudó una verdadera fortuna para la época y colocó a
todos sus protagonistas en el altar más alto del Star System. Mamoulian, por
otra parte, seguía interesado en narrar con la imagen, y entre tantas
genialidades del filme, no resulta nada menor señalar el calculado uso de los
colores en el vestuario de la Hayworth, siempre vestida de carmesí en las
escenas más apasionadas y con tonos opacos en el momento que el drama se adueña
de la trama. Toda la cinta estuvo concebida visualmente como un homenaje a los
grandes maestros españoles, Sorolla, Velásquez y el Greco, y el color y las
texturas tenían que ajustarse a esa pretensión. Para la escena en que el torero
va a la capilla a rezar —sabiendo que su vida está en riesgo— Mamoulian y su
director de fotografía (Ernest Palmer, asistido por Ray Rennahan) llegan
incluso a colocar gelatina de manzana frente al lente, para lograr un tono de
verde que no podían obtener con los filtros estándar. Al principio parecía que
la toma resultaría un desastre, pero luego de la positivación se comprobó que
la idea del armenio había sido afortunada.
El director, como se advierte, estaba entonces en el mejor momento de su
carrera, pero aun así encontraba obstáculos insólitos que carecían de todo
fundamento. Sangre y Arena, por ejemplo, estuvo a punto de rodarse en blanco
y negro a pesar de las protestas de Mamoulian, quien se desgañitaba por
explicar la necesidad del uso del color para sugerir climas, pasiones, estados
de ánimo, etc. Finalmente triunfó en su empeño, pero ni el éxito del filme lo
libró del mote de “director conflictivo”:
a pesar de que sus productos eran sumamente rentables, contaban con la
aceptación de la crítica y además habían revolucionado los mismísimos métodos
técnicos de la industria, aun así los ejecutivos más obcecados preferían
artesanos menos demandantes y creativos, pero satisfactoriamente mansos y
manejables. Esto explica el hecho de que Mamoulian no resultara tan prolífico
como otros colegas, estrenando apenas una cinta por año desde 1934 —más los dos
baches fuera de Hollywood ya mencionados— a pesar de su gran pasión por las
posibilidades técnicas, expresivas y artísticas del séptimo arte. Nuevamente se
repetirá esta dinámica en 1942, cuando tan solo logre concluir una muy sólida
comedia romántica, Rings on her Fingers, con los roles estelares de Henry Fonda y
Gene Tierney. La cinta pretendía explotar el suceso que Fonda acababa de
obtener junto a Barbara Stanwick en la magnífica The Lady Eve (1941),
genialidad de ese monstruo de la comedia que fue el director Preston Sturges. Como
Fonda había obtenido el raro privilegio de la libertad contractual, United
Artists lo convoca para protagonizar el filme de marras, pero —en cambio— a
Mamoulian no sabrán entenderlo y no le brindarán la libertad que necesitaba
como el agua. El resultado, que aunque visto en retrospectiva es bastante
sólido, no estará a la altura de lo que se esperaba de los involucrados y
tendrá una tibia respuesta en taquilla. Esta merma de recaudación será la
excusa perfecta para relegar laboralmente al director, cuando menos temporalmente,
y este aprovechará ese tiempo para montar varias obras teatrales y viajar por
Europa. Será un impasse de sorprendentes cinco años, un lustro sin que el
armenio pudiera brindar su arte y su enorme capacidad innovadora. Su
independencia y originalidad chocaban con las restricciones que el sistema de
Estudios imponía a sus creativos, y esto se patentizó en las numerosas veces
que fue removido de la silla del director con las cintas ya en rodaje. Le
ocurrió con Laura (1944), que luego pasó a manos de Otto Preminger; le
pasó con Porgy and Bess (1959), la que también acabaría completando
Preminger; y le sucedería con el gran fiasco económico de la Fox, Cleopatra
(1963), finalmente terminada por Joseph L. Mankiewicz.
Retornará a las pantallas, felizmente,
de la mano de la MGM con Summer Holiday (1948), comedia
musical remake de Ah, Wilderness (1935, Clarence Brown), estelarizada por Mickey
Rooney y Gloria DeHaven. Tuvo muy buenos resultados y el estudio quedó conforme
con ellos. Dos años después lo convocarán para una tarea por demás extraña,
filmar retomas y ocuparse del nuevo montaje de una cinta británica, The
Wild Heart (1950), originalmente dirigida por Michael Powell y Emeric
Pressburger. Titulada en su país Gone the
Earth y con 110 minutos de metraje, este drama histórico se reeditó con el
agregado de nuevas tomas, se le otorgó el título ya citado y se estrenó con
apenas 86 minutos totales. Luego de este insólito encargo se producirá una
lamentable ausencia de casi una década —a contar desde su último film propio,
claro está—, en la cual sus desavenencias con la industria no cesarían de
causarle más de un dolor de cabeza. Finalmente, la despedida del cine de Rouben
Mamoulian se daría con uno de los mejores musicales de la historia, Silk
Stockings (1957), refinada, estilizada y original remake de Ninotchka
(1939), la inmortal comedia con Greta Garbo dirigida por el igualmente inmortal
Ernest Lubitsch, ahora reinventada en clave de comedia musical. Y si bien Cantando
Bajo la Lluvia o The Band Wagon tienen todavía hoy
mejor prensa, eso no quita que el filme de Mamoulian no sea en verdad muy
superior a todos ellos. Escuchemos una vez más al propio director rememorar su
trabajo: “Contaba con dos de los mejores bailarines del mundo, Fred Astaire y Cyd
Charisse, y lo que en realidad me importaba era que la danza describiera por sí
sola las psicologías de los personajes y que solo por ella pudiera avanzar la
trama. De hecho, la acción en sí no era otra cosa que una repetición de la de
Ninotchka, y por eso mismo deseaba utilizar la danza como una forma de hacer
avanzar la historia de amor de los protagonistas.” En efecto, y a
diferencia de los tan alabados musicales de Vincente Minnelli, su filme logró
integrar a la perfección el color con el movimiento, a resultas de lo cual
Mamoulian obtuvo, finalmente, una película ‘puramente’
musical y cinemática. Rodada en
esplendoroso CinemaScope, su inteligente utilización de la pantalla panorámica
no tuvo precedentes en el género y, mucho tememos, no los tendría incluso después.
El director había refinado tanto su arte que, en definitiva, el único tema, la
única esencia de Silk Stockings eran el movimiento, la música y el color. Y si
alguien piensa que acaso por ello podría ser mínimamente aburrida, pues
descárguela de la Web y véala: luego conversamos.
El prematuro final de la carrera
cinematográfica de Mamoulian, harto de los manoseos y la primacía de las
finanzas, tuvo —sin embargo— el brillo suficiente como para no ser olvidado
jamás. Después de todo, el armenio sabía bien lo que hacía. Ya en 1943 había
montado en Broadway su propia puesta del aclamado musical Oklahoma! (el que también
se llevaría al cine), la que se caracterizó, precisamente, por ser la primera
en utilizar las canciones y la danza como forma de hacer avanzar la trama.
Incluso se había atrevido entonces a podarle secciones enteras de diálogo al
texto de la obra, para que los números musicales avanzasen más fluidamente y de
acuerdo a su propia visión de la puesta. Carousel (1945) y Lost
in the Stars (1949) fueron apenas dos de tantos éxitos teatrales suyos,
a los que sumó varias obras propias (todas estrenadas con gran éxito), algunas
novelas, un libro infantil —Abigayil (1964)— y un texto sobre
técnica dramática, Hamlet Revised and Interpreted (1965). En definitiva, creador
inquieto, rupturista e innovador, sus aportaciones a la consolidación del cine
como arte e industria no podrán ignorarse nunca. Dejó tras de sí un legado
exiguo de filmes, al menos en comparación con otros colegas, pero cada uno de ellos
resultó en un trabajo de orfebrería muy especial, la perfecta demostración de
que el cine no se construye desde las teóricas oficinas de la redacción de una
revista de prestigio, ni mucho menos en los despachos de los avaros ejecutivos
de la industria: el cine se crea, se engendra, cobra vida y razón,
exclusivamente en el set. Allí y en las discusiones con y entre sus genuinos
hacedores, los que se atreven a ensayar lo que nadie ha intentado antes,
aportando aquello que a nuestro director le sobraba en demasía: talento, olfato
y creatividad.
El 4 de diciembre de 1987, en su residencia de
Woodland Hills, California —y con 90 años cumplidos— Rouben Mamoulian se despedía de este plano para,
probablemente, ir a ensayar un cuadro musical con Astaire, Kelly, Rogers y
Charisse. Habrá sido uno memorable, por cierto, pero no hay registros de el: el
paraíso de los artistas le está vedado a ojos mortales, pero no así a la
imaginación. La misma que Mamoulian cultivó con su inclasificable y poderosa
filmografía. A redescubrirla!
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