Rouben Mamoulian, el Director que le Devolvió el Movimiento al Cine


por Leonardo L. Tavani
  Apenas 18 películas le bastaron para quedar inscrito en el libro de oro de la historia del cine, tan solo 18 oportunidades para desplegar su arrolladora creatividad, su independencia de criterio y su indoblegable creatividad. Revolucionó el naciente período sonoro con la aplicación de técnicas de grabación hasta entonces inauditas, y dejó su sello marcado a fuego en la aplicación temprana del color, al que utilizó como vehículo plástico de narración y sugestión. Pero todo esto se resume en una definitoria herencia que todavía hoy debemos agradecerle: le devolvió al cine el Movimiento. Cuando sus criterios y libertad creativa entraron en colisión con los obtusos intereses de los magnates de la industria, simplemente tomó su sombrero, se sacudió el polvo de los zapatos y sin decir palabra se marchó. No volvió a rodar un solo palmo de celuloide en toda su vida, pero su herencia se mantiene  todavía inalterable, por lo que resulta imposible pasarla por alto. Acompáñennos a redescubrir a uno de los más grandes directores de la historia del séptimo arte, Rouben Mamoulian.
Mamoulian junto a Marlene Dietrich

         Rouben Mamoulian nació el 8 de octubre de 1897 en Tiflis, Georgia, estado transcaucásico entonces perteneciente al imperio Ruso y luego anexado a la ex URSS. Sus padres, de buena posición y gran cultura personal, emigraron desde Armenia a causa de los conflictos con el imperio Otomano, intentando obtener una vida menos azarosa para la familia. Interesado por el arte desde muy pequeño, se graduó —sin embargo— en Derecho Penal en la Universidad de Moscú, aunque por la noche estudiaba actuación, dirección teatral y puesta en escena en el Teatro de las Artes de Moscú, bajo la dirección personal de Eugene Vakhtangov, discípulo y amigo personal de Stanislavsky. El joven Rouben retorna a Tiflis y funda en 1918 un estudio de drama y una compañía teatral que rápidamente alcanzan gran prestigio y aceptación. En apenas tres años ya habían logrado un contrato para una gira internacional, la que los llevó a Inglaterra con el recién bautizado Russian Repertory Theatre. Mamoulian hablaba fluidamente inglés y francés, lo que le facilitaba las cosas y le permitiría a la postre abandonar su compañía para quedarse en Londres. Allí dirigió una obra que obtendría un éxito rotundo, The Beating on the Door, la que motivó a George Eastman —el fundador e inventor de la empresa que más haría en el mundo por la fotografía y el cine, quien en ese momento estaba en Londres por negocios— a cursarle una invitación a Mamoulian para viajar a Rochester, New York, para que se hiciera cargo de la dirección artística de la American Opera Company. El director arribó a América en 1923 y ya en 1926 enseñaba y dirigía como miembro de la Theatre Guild. Luego de un muy elogiado paso por el off, su primera producción en Broadway sería Porgy (1927), la obra original en que se basó George Gershwin para su ópera folk Porgy and Bess. La puesta resultó revolucionaria en todos los sentidos; primero porque Mamoulian insistió y logró estrenarla con actores negros, un verdadero sacrilegio para la época, en la que a lo sumo se maquillaba a intérpretes blancos al mejor estilo de Al Jolson en “El Cantor de Jazz”. Y segundo, porque el director utilizó una inventiva overtura, consistente en sonidos urbanos astutamente grabados y mezclados para aparentar una genuina sinfonía sonora. Fue un golpe maestro que Mamoulian utilizaría años después para su filme Applause (1929).
Aplauso
         De Porgy a Applause hubo apenas un paso. Cuando dos directivos de Paramount vieron la obra junto a sus respectivas esposas, quedaron tan encantados que casi de inmediato invitaron al director a volcarse al cine. La Compañía todavía poseía sus viejos estudios de Astoria, New York, y allí fue donde Mamoulian rodó la citada cinta, su ópera prima. Estrenada a mediados de 1929, cuando el sonido estaba aun en pañales, Aplauso sorprendió a todos por la intensidad del drama, la profundidad de los recursos narrativos de que hizo gala su debutante director y, por supuesto, su revolucionario uso del sonido. Hay que decir que Hollywood echó mano de varios directores teatrales en los inicios del sonoro, porque los magnates de la industria creyeron que ellos podrían lidiar mejor con la dirección de actores (quienes ahora ya no podían únicamente hacer mímica, sino que debían actuar y vocalizar integralmente), y hacerlo además con el uso mismo del aspecto técnico del sistema sonoro. Pues bien, como lo apuntamos brevemente en nuestro reciente artículo acerca del cine negro, sería finalmente Mamoulian quien mejor sabría integrar la “palabra/sonido” al universo del cinematógrafo. El armenio tenía ideas propias y una absoluta falta de prejuicios, además de ser un entusiasta neto que sabía motivar a su equipo.
Otra escena de Aplauso
 En Applause Mamoulian se negó de plano a permitir que la cámara se quedase inmovilizada por causa de los micrófonos y el resto del equipo de registro sonoro. Innovó con idas propias que ya venía ensayando en el teatro de prosa y de ópera, y lo hizo con tanta competencia que el entonces prestigioso crítico Thornton Delahanty escribió en The Arts: “Lo que ocurre con este film, es que en lugar de permitir que los diálogos interfieran con la historia y la acción, o incluso se tropiecen con ella, ocupando un lugar excesivo, Mamoulian ha utilizado la cámara como es debido y ha logrado contar su historia con ella, y no tan solo con las palabras.” La escena inicial de la cinta es, 79 años después, una obra maestra insuperada de narración visual cinemática. El director rueda en estudios a cielo abierto recreando una calle de pueblo, uno al que está por llegar Kitty Darling y su show de variedades. La cámara se mueve en un travelling imposible que va desde un cartel roto que anuncia el espectáculo, un par de tiendas cerradas, un perro callejero, una calle desierta llena de basura revoloteando por el viento, una niña que recoge al perro, y recién después se llega a otro lugar donde está reunida la gente, esperando la llegada de los artistas de variedades. De allí, la cámara nos conduce hasta la mismísima Kitty, recibida como una reina, y con un simple golpe de montaje nos hallamos ahora en el interior del teatro, y de ahí a la orquesta y el foro, haciendo un paneo por los músicos ensayando; y luego la platea, y después el escenario y un grupo de piernas que intentan, patéticamente, alzarse como las de las bailarinas de verdad, y aun de allí se recala en Kitty, preparándose en su camerino. Pues bien, recién van unos tres minutos de película, en los que no se ha dicho ni una palabra, la música se ha integrado al relato visual de manera brillante, y los espectadores ya han sido introducidos en el sórdido mundo de la corista. Sórdido y decadente, por cierto, pero de una claridad narrativa y una potencia metafórica abrumadora. El resto es un melodrama de sacrificio, humillación y postrera redención, que si no tuviera a Mamoulian detrás podría haber pasado desapercibido sin más. Pero además de elevar la calidad de un guión al borde de la mediocridad, el filme y su director le dieron el espaldarazo definitivo a los dubitativos técnicos de sonido que venían asustando a la industria con sus negativas constantes. Rouben Mamoulian les demostró a todos que tan solo hacía falta un poco de osadía, espíritu competitivo y firmeza en las decisiones empresariales. La suerte estaba echada.
En el centro, dirigiendo a la Garbo en Reina Cristina de Suecia
         30 años después, el célebre director evocaba: “En aquellos primeros días del sonoro, la gente creía que las películas tenían que ser todo hablar, hablar y hablar. Pero yo quería hacer todas esas cosas que no podía lograr sobre un escenario, como por ejemplo utilizar la cámara móvil. Pero eso era imposible, porque ocurre que dicha cámara, el operador, el sonidista, el ayudante de cámara y —muy probablemente— hasta el camarero, estaban todos amontonados sobre una suerte de plataforma metálica —o casita— sobre ruedas. Y el sonido se grababa todo en una sola pista y por medio de un micrófono universal, que lo captaba todo, incluso los sonidos que uno no quería: si en una escena aparecía una carta, había que remojarla antes del rodaje, para que no crujiera estruendosamente.” En una secuencia vital de Applause, Kitty (Helen Morgan) intenta cantarle una canción de cuna a su hija pequeña, pero como sólo conoce el mundo del varieté le tararea una obscena melodía apenas camuflada como una nana. Al mismo tiempo, la niña pasa las cuentas de un rosario y ensaya una oración. Mamoulian deseaba grabar estos sonidos a la vez, pero todos le decían que resultaba imposible. Insistió en presionar a George Folsey, el sonidista, pero sin resultados. Indignado, acude a la oficina de George Zukor, el mandamás de Paramount, quien estaba acompañado de Jesse L. Lasky, y le grita: “Oiga, aquí nadie hace lo que le pido”. Zukor baja con él hasta el set y consulta a los técnicos; Folsey se queja: Mr. Mamoulian desea que grabe cada cosa con micrófonos diferentes y en pistas distintas, para luego mezclarlas todas. Eso es imposible”. El magnate lo interpela: “¿Acaso lo ha intentado antes? ¿Cómo sabe que no funcionará?”. Al sonidista no le queda más remedio que complacer al director y al presidente de la compañía. Según recuerda Mamoulian, a la mañana siguiente llegó al estudio cuando todos los ejecutivos estaban encerrados en el cuarto de proyección, viendo los fragmentos en cuestión. Cuando por fin se abrieron las puertas, las sonrisas de satisfacción emitieron el veredicto sin palabras. El director había triunfado en su empeño, y las técnicas que seguiría ensayando durante la siguiente década lo colocarían a la vanguardia del cine mundial. El movimiento, la libertad de la cámara, había regresado finalmente al cine.

         Todavía bajo contrato con Paramount, se traslada a los estudios de Hollywood para rodar su siguiente filme, City Streets (1931, Las Calles de la Ciudad), excelente historia policial basada en un relato de Dashiell Hammett, un producto claramente expresionista en su concepción visual (innegablemente, un filme pre-noir), cargado de simbolismos y con una elaboradísima construcción de climas y atmósfera. Protagonizada por un muy joven Gary Cooper y la talentosa Sylvia Sydney, la verdadera estrella de la cinta es Lee Garmes (1898-1978), uno de los directores de fotografía más talentosos de la historia del cine, el que mejor iluminó a la mítica Marlene Dietrich (Shanghai Express, 1932; Josef von Sternberg/ Scarface, 1932; Howard Hawks/ Gone With the Wind, 1939; Victor Fleming). Garmes trabajó codo a codo con Mamoulian para obtener unas texturas únicas, claroscuros quirúrgicamente diseccionados, sombras sugestivas y espacios asfixiantes. La cinta no puede calificarse aun de Film Noir —cuando menos por otros aspectos intrínsecos, tales como el tratamiento de personajes, el sentido mismo de la trama, etc. — pero lo cierto es que resulta un antecedente más que evidente. En cuanto a otros aspectos narrativos, con esta película Mamoulian literalmente inventa el luego denominado “monólogo interior”, que no es lo mismo que la narración en off, en la que un personaje relata los hechos y así ayuda al avance de la historia. El monólogo interior es, precisamente, la revelación audible de los pensamientos de un personaje, los que sólo son escuchados por la platea, claro está. Dice el director a este respecto: “Shakespeare utilizaba los soliloquios para dotar de expresión oral a los pensamientos, pero luego el soliloquio quedó anticuado. Pero se trata de un medio expresivo maravilloso, así que decidí utilizar un primer plano de Sylvia Sydney, sola en la cárcel, y sobreimprimirle audiblemente todos sus recuerdos y sentimientos. Una vez más todos insistieron en que ello era imposible y que el público no comprendería que se trataba de sus pensamientos en tiempo real. Argumenté que en el cine mudo se había utilizado la estilización, los símiles, la poesía visual, y el público los había aceptado naturalmente. ¿Por qué no en el sonoro? Esto es lo que quise hacer con el sonido, y posteriormente con el color; y en cuanto a ese recurso, naturalmente, hoy se ha convertido en una cosa común.” Y vaya si lo sería...! En 1959, por caso, Doris Day y Rock Hudson están en la barra de un club de jazz pasando una velada maravillosa; pero ocurre que Rock finge ser otra persona y Doris no se atreve a reconocer que está muerta con él, así que mientras una cantante negra interpreta una bella canción los espectadores escuchamos, alternativamente, los pensamientos de ambos. Luego, en un taxi, la cosa se repite, y por cierto que aunque hoy día parece un recurso perimido, filmes como Pillow Talk (Charlas de Alcoba, Michael Gordon) —una sofisticada comedia romántica que inauguró la década de los ‘60s— demuestran hasta que punto su utilización era moneda corriente hasta algo más de tres décadas después de que Mamoulian lo impusiera.

         La siguiente, e inmediata, genialidad del director fue Love Me Tonight (Ámame esta Noche, 1932), comedia musical hoy considerada seminal para el género, una cinta maravillosa y perfecta. Protagonizada por el inolvidable chansonnière Maurice Chevalier y Jeannette MacDonald, la cinta presenta un estudiado y cuidadoso uso del sonido que resultaría revolucionario. Cuando Mamoulian montó la versión de prosa de Porgy (que ya citamos más arriba), incluyó una sinfonía de sonidos urbanos grabados previamente en París (desde el sonido de escobas barriendo hasta un gallo cantando, por ejemplo), a los que editó como un ritmo de cuatro por cuatro primero, seis por ocho después, y finalmente sincopado, finalizando en un charleston a todo volumen. En un viaje relámpago a Francia, previo al rodaje, volvió a cronometrar (con la ayuda de un metrónomo) todos los sonidos matutinos de parís para luego montarlos a su voluntad. Incluso se afanó en que el humo de las chimeneas brotase a intervalos regulares y “musicales” —cosa que casi no puede lograr— hasta que Joe Youngerman, su experto en efectos visuales, lo consiguió por completo. Mamoulian evocaría posteriormente, “Joe vio mi desesperación y resolvió el problema. Todavía no sé cómo lo hizo.” Nótese cómo el cineasta innovaba a cada paso pero sin perder jamás de vista el resultado dramático del filme. Porque como le ocurrió al mismísimo Hitchcock en unas pocas de sus primeras películas sonoras, cuando ya comenzaba a perfilarse hacia el suspenso, en ocasiones la consecución del “efecto” deseado llegó interferir con la fluidez narrativa de la cinta, poniendo al “guiñol” (sea del tipo que sea) por encima de la verosimilitud dramática. 
En una pausa del rodaje de El Hombre y la Bestia
Ámame esta Noche también estuvo producida por el director, y ese doble rol lo repitió el mismo año con el estreno de una de sus películas más recordadas y celebradas, Dr. Jekyll and Mr. Hyde (El Hombre y la Bestia, 1932), basada en la inmortal novela de Robert Louis Balfour Stevenson (1850-1894). Nuevamente, las innovaciones del director harían historia y dejarían huella. Antes que nada, resulta imperativo decir que el filme resultó genuinamente brillante; por su balance dramático, por su equilibrio narrativo, por su impecable creación de climas, en fin, por todos los aspectos que confluyen en la factura de una producción cinematográfica. Para graficar la transformación de Jekyll en Hyde, al que Mamoulian se negaba a ver como maligno, sino como una fuerza primitiva y atávica, se le presentaba una serie limitadísima de opciones para utilizar. Pero acudamos, mejor, a la palabra del genial armenio: “El problema más grave era el de cómo presentar la transformación del hombre al monstruo en una serie coherente de transiciones, sin cortes previsibles ni con una serie mecánica de fundidos-encadenados, ni mucho menos puras imágenes congeladas. Me pasé semanas dándole vueltas al asunto, hasta que de pronto se me ocurrió una idea. Me empeciné en lograr la secuencia de transformación en una única toma, un solo plano continuado sin cortes y sin rebobinar la película en la cámara para permitir el maquillaje adicional en el rostro de Fredric March, que hubiera sido lo usual. Mi idea consistió en usar una serie de transparencias en color, las que al retirarse gradualmente iban revelando partes seleccionadas del maquillaje. Como es sabido, un filtro rojo absorbe los tonos rojos pero revela todos los demás, mientras que uno verde consigue todo lo contrario. Basándome en ese principio, fuimos colocando una serie de filtros de color frente a la cámara, uno detrás del otro, permitiendo que la película virgen se fuera positivando captando partes sucesivas del maquillaje de Fredric March. Era todo bastante primitivo, ya que los filtros habían sido pintados a mano, pero funcionó.”

         A Mamoulian el árbol nunca le impedía perder de vista el bosque, por lo que cada innovación técnica, cada efecto logrado, se integraba perfectamente a una trama y una realización sobresalientes. Y sobresaliente sería su emparejamiento con la mítica Greta Garbo, a la que dirigiría en Queen Christina (1933, La reina Cristina de Suecia), todavía hoy una obra maestra insuperable. La célebre actriz sueca nunca estuvo mejor ni más luminosa, demostrando cabalmente que era una intérprete todo terreno y no apenas una estrella del ex período mudo; y por cierto que sus escenas románticas con John Gilbert levantaron tanta polvareda como para oscurecer todo el cielo de California. Ese mismo año el director lograría la proeza de que Marlene Dietrich aceptase ser dirigida en Hollywood —por vez primera— por otro director que no fuera su ex marido, Josef von Sternberg. El resultado sería Song of Songs, un drama estilizado, ágil en su narrativa y de impecable factura visual. En 1934 sólo dirige un filme, We Live Again, drama histórico basado en el relato “Resurrección” de León Tolstoi. Sería una película correcta pero sin la magia y calidad de las anteriores, ya que habían comenzado los tironeos tanto con el estudio que lo tenía contratado como con algunos miopes productores de la industria. Dedicó gran parte del año a montar dos espectáculos en Broadway, hasta que Tinseltown lo convocó para el que sería su siguiente gran éxito y otro hito en la historia técnica del séptimo arte.
Repasando letra con los actores de Becky Sharp
         Becky Sharp (1935, La Feria de la Vanidad) era una cinta que originalmente no lo tenía tras las cámaras. La había comenzado Lowell Sherman (She Done Him Wrong, 1933), quien al cabo de sólo dos semanas de trabajo fallecería inesperadamente, con apenas 49 años de edad. Mamoulian ya había roto su contrato con Paramount y ello permitió que la R.K.O. lo convocase para retomar el rodaje. Obviamente el director rediseñó rápidamente el proyecto de acuerdo a su propia mirada e insistió en filmarlo en color. Hasta entonces la empresa Technicolor había desarrollado un costoso y poco prometedor sistema bicromático, que se utilizó íntegramente en pocas ocasiones, como —por ejemplo— The Black Pirate (1926, Albert Parker), el clásico silente protagonizado por Douglas Fairbanks; y parcialmente en secuencias seleccionadas, tales como la introducción de Ben-Hur (1926, Fred Niblo). En esta ocasión, Mamoulian se lanzaba a trabajar junto a Robert Edmond Jones, técnico especialista en el área, y con su director de fotografía, Ray Rennahan, obteniendo unos perfectos efectos dramáticos a partir de la exposición del color. ¿Cómo? Pues muy simple (aunque no lo era tanto en su época): comenzaron la cinta casi en blanco y negro, con tonalidades lavadas y opacas, y a medida que el dramatismo de la historia se iba incrementando lo hacía gradualmente el color, que para el tercio final de la proyección ya era tan claro y directo como la tragedia personal de la protagonista.

 En 1936 apenas si rueda una comedia musical, The Gay Desperado (El Alegre Bandolero), una buena idea en el papel que sin embargo no lució tan bien en el celuloide; aunque Mamoulian se las arregló para hacerla ver casi como una opereta de Lehar o Strauss —género que conocía al dedillo—, para el público la cosa presentaba demasiadas extravagancias. Ver a un harapiento bandolero mexicano, que hace de las suyas en la frontera, cantar y bailar como Fred Astaire, era demasiado pedir para la capacidad imaginativa del americano promedio de entonces. En 1937 estrenará Hide, Wide and Handsome (La Furia del Oro Negro), un western musical que se adelantó en el tiempo al clásico de clásicos de dicho subgénero, Siete Novias para Siete Hermanos (Seven Brides from Seven Brothers, 1954; Stanley Donen). El filme era realmente muy bueno, pero mezclar a un héroe del oeste como Randolph Scott (Ride the High Country, 1962; Sam Peckinpah) —entonces en su apogeo— con Dorothy Lamour (estrella de la serie de filmes “Road to...”, en las que secundaba al impagable dúo de Bob Hope y Bing Crosby) e Irene Dunne (actriz de carácter), era como acompañar pepinillos con dulce de leche. El director percibía estas cosas con suma claridad y se enojaba con todos los ejecutivos que se las imponían, pero las decisiones se tomaban siempre por encima de él, siendo el resultado invariablemente el mismo: si la cinta recaudaba menos de lo esperado, como fue este el caso, la culpa era suya; si en cambio resultaba un éxito, se trataba de un esfuerzo en conjunto.
El duelo final entre Diego Vega y el Capitán, de La Marca del Zorro
         Amargado por la imposibilidad de obtener financiamiento para varios proyectos propios, Mamoulian pasa dos años sin filmar hasta que resulta convocado por la Columbia para hacerse cargo de Golden Boy (Sueño Dorado, 1939), potable historia en la que un joven y sensible violinista (William Holden) abandona su carrera para sobrevivir como peleador por dinero. Al lado de Barbara Stanwick, mucho mayor que él, Holden luce algo inseguro y poco comprometido con el rol. Así llegamos, finalmente, a 1940, y con la nueva década Rouben Mamoulian brinda una de sus inolvidables obras maestras, un filme impar que todavía hoy divierte, maravilla y permite soñar con el más puro heroísmo: La Marca del Zorro (The Mark of Zorro). El inmortal personaje creado por Johnston McCulley había llegado al cine en pleno período mudo y, como no podía ser de otra manera, en la piel de ese enorme mito americano que fue Douglas Fairbanks Sr. Con idéntico título, la cinta de 1920 contaba también con guión del propio actor, quien se divertía como nadie realizando proezas increíbles y definiendo la imagen cinematográfica del héroe enmascarado. Quizás porque la de Fairbanks era una de esas figuras difíciles de imitar, pero lo cierto era que a nadie se le había ocurrido volver sobre The Curse of Capristano, la novela de McCulley que introducía a Don Diego de la Vega y su alter ego, el Zorro. Sería 20th Century Fox la compañía encargada de dotar al vengador californiano de nueva vida y sonido, y lo haría con una superproducción en toda regla, una de esas inequívocas muestras del poderío de Hollywood que ninguna otra cinematografía ha podido emular jamás. Y quien mejor que Mamoulian, un artesano revolucionario e inclasificable, un genuino rebelde de la industria, para narrar la historia de otro rebelde con causa. Rebelde que necesitaba de un rostro, y ese sería el de Tyrone Power. El armenio lo había visto apenas unos meses atrás en un cine de Nueva York, protagonizando Jesse James (1939) de Henry King, y había quedado encantado con su prestancia, apostura y talento. Además estaba bajo contrato con el Estudio desde 1937, con lo que las cuentas cerraban a la perfección. Y The Mark of Zorro resultaría un éxito casi sin precedentes tanto para la fox como para todos los involucrados. Fresca, inteligente, bien actuada y mejor dirigida, la película es uno de los puntos más altos del género de capa y espada (swashbuckler en inglés) de todos los tiempos, con un protagonista enamorado de su personaje al que dota de tridimensionalidad, carnalidad, frescura y encanto. Diego Vega es el hijo del gobernador de California y se halla en España a punto de graduarse con honores en la escuela militar, pero recibe una carta que lo alerta de graves problemas en la colonia. 
Tyrone Power y Linda Darnell
Diego abandona los estudios y parte para América. Una vez llegado descubre que su progenitor ha sido desalojado tanto del poder como de su residencia, en la que ahora manda don Luis Quintero (J. Edward Bromberg), secundado por la crueldad del capitán Esteban Pasquale (Basil Rathbone). Diego opta por fingir ser un joven diletante, amante de las sedas y los lujos de la corte, para así infiltrarse en la intimidad de los Quintero, vía la esposa del nuevo gobernador, quien queda prendada de las atenciones del recién llegado y sus finas maneras. Pero claro, todo se complica con la presencia de Lolita Quintero (una jovencísima y arrebatadoramente bella Linda Darnell), de la que Diego se enamora ipso facto pero a la que solo puede cortejar como el Zorro. Si una advertencia puede hacérsele a las nuevas audiencias, es que deben olvidar tanto la estética como el estilo de la serie clásica con Guy Williams, que todos los mediodías galopa en la pantalla de canal 13, ya que ella nos ha acostumbrado a una forma casi unívoca de entender y disfrutar del personaje, que en este filme magnífico se muestra de otra manera, menos elegante y sobria, si se quiere, pero definitivamente arrebatadora. 

Para la historia quedaría el duelo final entre el Zorro y el capitán Pasquale, filmado con un brío y un nervio ejemplares. Además de ser el más inolvidable Sherlock Holmes de la historia del cine, Rathbone (nacido en Johannesburgo, Sudáfrica, en 1892 y educado en Inglaterra, en Eton) era un eximio esgrimista y por ello mismo había sido elegido para el rol del villanísimo sir Guy de Gisbourne en The Adventures of Robin Hood (1938, Michael Curtiz/ ver nuestro artículo sobre Errol Flynn). Rathbone encaró todas sus escenas de esgrima sin recurrir a dobles, lo que redundó en esa cualidad única que tenía el cine clásico —y que incluso se extendió hasta principios de los ‘80s— la de recurrir al más “estéticamente sofisticado realismo”, ese que ilustrara una escena de acción con brío, belleza estética y poder visual, pero sin escapar nunca de cierta cinematográfica plausibilidad. Comparar el filme del que hablamos con las dos basuras protagonizadas por Antonio Banderas a finales de los ‘90s causa hepatitis crónica. Aunque en ellas hay dobles de riesgo por doquier (si no los hubiera su sindicato hubiera paralizado el rodaje), el recurso a los efectos digitales y ópticos —eso sí, muy bien camuflados en la primera cinta— resulta asfixiante. Y eso por no hablar del cariz mismo de las escenas de acción, en las que el Zorro debe ejecutar proezas que dejarían acobardado al mismísimo Capitán América. Recuerden si no, en la segunda cinta, la escena en que el Zorro salta con Tornado desde un risco para caer sobre un tren que va a más velocidad que un Aston Martin DB5. Véanla, y eso nos eximirá de mayores comentarios.
Rita Hayworth en Sangre y Arena
         Pero continuemos. Si nos detuvimos en el filme citado es debido a su importancia histórica y a la gran huella y herencia que legó al cine. En 1941, entonces, Mamoulian repite impacto, calidad dramática y belleza estética al estrenar Sangre y Arena (Blood and Sand), impactante drama ambientado en España y en el mundo de la tauromaquia. Remake del clásico silente protagonizado por Rodolfo Valentino, la Fox —encantada con los resultados de “el Zorro”— vuelve a confiar en el armenio para conducir esta superproducción que, en diferentes manos, podía haber naufragado sin remedio. Ya la citamos antes en nuestro artículo acerca de Rita Hayworth, quien aquí interpreta a una ardiente doña Sol, una mujer capaz de llevar a la hoguera a cualquier hombre. Ella y Linda Darnell (como Carmen Espinosa) se disputarán el cuerpo y el alma del torero Juan Gallardo, otra vez en la piel de Tyrone Power, el que después de su Don Diego Vega podía darse el lujo de elegir el papel que quisiera, incluso contra los deseos del Estudio. Basada en la novela de Vicente Blasco Ibáñez, la cinta recaudó una verdadera fortuna para la época y colocó a todos sus protagonistas en el altar más alto del Star System. Mamoulian, por otra parte, seguía interesado en narrar con la imagen, y entre tantas genialidades del filme, no resulta nada menor señalar el calculado uso de los colores en el vestuario de la Hayworth, siempre vestida de carmesí en las escenas más apasionadas y con tonos opacos en el momento que el drama se adueña de la trama. Toda la cinta estuvo concebida visualmente como un homenaje a los grandes maestros españoles, Sorolla, Velásquez y el Greco, y el color y las texturas tenían que ajustarse a esa pretensión. Para la escena en que el torero va a la capilla a rezar —sabiendo que su vida está en riesgo— Mamoulian y su director de fotografía (Ernest Palmer, asistido por Ray Rennahan) llegan incluso a colocar gelatina de manzana frente al lente, para lograr un tono de verde que no podían obtener con los filtros estándar. Al principio parecía que la toma resultaría un desastre, pero luego de la positivación se comprobó que la idea del armenio había sido afortunada.

         El director, como se advierte,  estaba entonces en el mejor momento de su carrera, pero aun así encontraba obstáculos insólitos que carecían de todo fundamento. Sangre y Arena, por ejemplo, estuvo a punto de rodarse en blanco y negro a pesar de las protestas de Mamoulian, quien se desgañitaba por explicar la necesidad del uso del color para sugerir climas, pasiones, estados de ánimo, etc. Finalmente triunfó en su empeño, pero ni el éxito del filme lo libró del mote de “director conflictivo”: a pesar de que sus productos eran sumamente rentables, contaban con la aceptación de la crítica y además habían revolucionado los mismísimos métodos técnicos de la industria, aun así los ejecutivos más obcecados preferían artesanos menos demandantes y creativos, pero satisfactoriamente mansos y manejables. Esto explica el hecho de que Mamoulian no resultara tan prolífico como otros colegas, estrenando apenas una cinta por año desde 1934 —más los dos baches fuera de Hollywood ya mencionados— a pesar de su gran pasión por las posibilidades técnicas, expresivas y artísticas del séptimo arte. Nuevamente se repetirá esta dinámica en 1942, cuando tan solo logre concluir una muy sólida comedia romántica, Rings on her Fingers, con los roles estelares de Henry Fonda y Gene Tierney. La cinta pretendía explotar el suceso que Fonda acababa de obtener junto a Barbara Stanwick en la magnífica The Lady Eve (1941), genialidad de ese monstruo de la comedia que fue el director Preston Sturges. Como Fonda había obtenido el raro privilegio de la libertad contractual, United Artists lo convoca para protagonizar el filme de marras, pero —en cambio— a Mamoulian no sabrán entenderlo y no le brindarán la libertad que necesitaba como el agua. El resultado, que aunque visto en retrospectiva es bastante sólido, no estará a la altura de lo que se esperaba de los involucrados y tendrá una tibia respuesta en taquilla. Esta merma de recaudación será la excusa perfecta para relegar laboralmente al director, cuando menos temporalmente, y este aprovechará ese tiempo para montar varias obras teatrales y viajar por Europa. Será un impasse de sorprendentes cinco años, un lustro sin que el armenio pudiera brindar su arte y su enorme capacidad innovadora. Su independencia y originalidad chocaban con las restricciones que el sistema de Estudios imponía a sus creativos, y esto se patentizó en las numerosas veces que fue removido de la silla del director con las cintas ya en rodaje. Le ocurrió con Laura (1944), que luego pasó a manos de Otto Preminger; le pasó con Porgy and Bess (1959), la que también acabaría completando Preminger; y le sucedería con el gran fiasco económico de la Fox, Cleopatra (1963), finalmente terminada por Joseph L. Mankiewicz.

         Retornará a las pantallas, felizmente, de la mano de la MGM con Summer Holiday (1948), comedia musical remake de Ah, Wilderness (1935, Clarence Brown), estelarizada por Mickey Rooney y Gloria DeHaven. Tuvo muy buenos resultados y el estudio quedó conforme con ellos. Dos años después lo convocarán para una tarea por demás extraña, filmar retomas y ocuparse del nuevo montaje de una cinta británica, The Wild Heart (1950), originalmente dirigida por Michael Powell y Emeric Pressburger. Titulada en su país Gone the Earth y con 110 minutos de metraje, este drama histórico se reeditó con el agregado de nuevas tomas, se le otorgó el título ya citado y se estrenó con apenas 86 minutos totales. Luego de este insólito encargo se producirá una lamentable ausencia de casi una década —a contar desde su último film propio, claro está—, en la cual sus desavenencias con la industria no cesarían de causarle más de un dolor de cabeza. Finalmente, la despedida del cine de Rouben Mamoulian se daría con uno de los mejores musicales de la historia, Silk Stockings (1957), refinada, estilizada y original remake de Ninotchka (1939), la inmortal comedia con Greta Garbo dirigida por el igualmente inmortal Ernest Lubitsch, ahora reinventada en clave de comedia musical. Y si bien Cantando Bajo la Lluvia o The Band Wagon tienen todavía hoy mejor prensa, eso no quita que el filme de Mamoulian no sea en verdad muy superior a todos ellos. Escuchemos una vez más al propio director rememorar su trabajo: “Contaba con dos de los mejores bailarines del mundo, Fred Astaire y Cyd Charisse, y lo que en realidad me importaba era que la danza describiera por sí sola las psicologías de los personajes y que solo por ella pudiera avanzar la trama. De hecho, la acción en sí no era otra cosa que una repetición de la de Ninotchka, y por eso mismo deseaba utilizar la danza como una forma de hacer avanzar la historia de amor de los protagonistas.” En efecto, y a diferencia de los tan alabados musicales de Vincente Minnelli, su filme logró integrar a la perfección el color con el movimiento, a resultas de lo cual Mamoulian obtuvo, finalmente, una película ‘puramente’ musical y cinemática. Rodada en esplendoroso CinemaScope, su inteligente utilización de la pantalla panorámica no tuvo precedentes en el género y, mucho tememos, no los tendría incluso después. El director había refinado tanto su arte que, en definitiva, el único tema, la única esencia de Silk Stockings eran el movimiento, la música y el color. Y si alguien piensa que acaso por ello podría ser mínimamente aburrida, pues descárguela de la Web y véala: luego conversamos.

         El prematuro final de la carrera cinematográfica de Mamoulian, harto de los manoseos y la primacía de las finanzas, tuvo —sin embargo— el brillo suficiente como para no ser olvidado jamás. Después de todo, el armenio sabía bien lo que hacía. Ya en 1943 había montado en Broadway su propia puesta del aclamado musical Oklahoma! (el que también se llevaría al cine), la que se caracterizó, precisamente, por ser la primera en utilizar las canciones y la danza como forma de hacer avanzar la trama. Incluso se había atrevido entonces a podarle secciones enteras de diálogo al texto de la obra, para que los números musicales avanzasen más fluidamente y de acuerdo a su propia visión de la puesta. Carousel (1945) y Lost in the Stars (1949) fueron apenas dos de tantos éxitos teatrales suyos, a los que sumó varias obras propias (todas estrenadas con gran éxito), algunas novelas, un libro infantil —Abigayil (1964)— y un texto sobre técnica dramática, Hamlet Revised and Interpreted (1965). En definitiva, creador inquieto, rupturista e innovador, sus aportaciones a la consolidación del cine como arte e industria no podrán ignorarse nunca. Dejó tras de sí un legado exiguo de filmes, al menos en comparación con otros colegas, pero cada uno de ellos resultó en un trabajo de orfebrería muy especial, la perfecta demostración de que el cine no se construye desde las teóricas oficinas de la redacción de una revista de prestigio, ni mucho menos en los despachos de los avaros ejecutivos de la industria: el cine se crea, se engendra, cobra vida y razón, exclusivamente en el set. Allí y en las discusiones con y entre sus genuinos hacedores, los que se atreven a ensayar lo que nadie ha intentado antes, aportando aquello que a nuestro director le sobraba en demasía: talento, olfato y creatividad.

          El 4 de diciembre de 1987, en su residencia de Woodland Hills, California —y con 90 años cumplidos—  Rouben Mamoulian se despedía de este plano para, probablemente, ir a ensayar un cuadro musical con Astaire, Kelly, Rogers y Charisse. Habrá sido uno memorable, por cierto, pero no hay registros de el: el paraíso de los artistas le está vedado a ojos mortales, pero no así a la imaginación. La misma que Mamoulian cultivó con su inclasificable y poderosa filmografía. A redescubrirla!
        
        
        

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