por Leonardo L. Tavani
Bogart como Sam Spade en "El Halcón Maltés" |
EL CINE SONORO EN EE UU y el PRÓLOGO AL “NOIR”
"La Dalia Azul", con guión de Chandler |
Walter y Barton en una secuencia de Perdición |
El período mudo
presentaba mucha más movilidad, belleza pictórica y metáforas bellas pero
directas. No había otra forma para narrar, dado que los rótulos no bastaban
para que la historia avanzase con la meridiana claridad del teatro. Cuando uno
ve una obra maestra del expresionismo alemán como Das Kabinett Des Dr. Caligari
(The Cabinet of.../El Gabinete del ...; 1919, Robert
Wiene), advierte de inmediato que está asistiendo a una suerte de cuadro
cubista/expresionista (o a una serie de ellos) que cobra vida; de acuerdo a
cómo Cesare (Conrad Veidt) se ubica entre el asfixiante decorado —y a cómo la
luz o la penumbra lo baña— el espectador descubre, o percibe, ciertas metáforas
sobre la opresión, la falta de libertad, la angustia existencial, etc. Sin
embargo, ir más allá destruiría la posibilidad de que dicho espectador se
preste al juego de decodificar una historia que carece de “palabra” (léase ‘sonido’).
Metropolis
(1926, Fritz Lang), con sus más de 150 minutos originales (parcialmente
restaurados con la copia hallada en Argentina recientemente), no sería
tolerable para la audiencia si esta tuviera, además de todo, que decodificar
innumerables sutilezas de composición, encuadre, iluminación, posición de los
actores o de los objetos en el campo visual, etc. Todas las metáforas (o en su
defecto, “alegorías” y/o “simbolismos”) acerca del mundo
subterráneo de cuasi esclavitud (proletariado explotado) y las del mundo
superior (oligarquía y burguesía ociosas y culpables) resultan claras y
diáfanas; muy bellas en cuanta a lo pictórico, pero concisas y directas. En
cambio, y volviendo a Perdición, hallamos que nuestra
secuencia diseccionada está construida sobre la base de un material nuevo y
disruptivo: la palabra. Recuerden, “palabra” y no “voz” (la “voz” es la
materia toda del filme mismo. La palabra es resultado del sonido, y este apenas
un elemento constructivo de la
película, no constintutivo. O mejor
aun, ‘sonido/palabra’ son parte de la forma-sustancia
del film, no de su fondo-esencia).
Pues bien, la palabra obliga a la atención, y en dicha secuencia Barton habla
sin parar, dando en el clavo acerca del plan urdido por los amantes
clandestinos, mientras que Walter responde con banalidades e incoherencias para
distraer a su jefe y mandarlo a casa de una vez. El espectador se pone
nervioso, ya que su empatía/simpatía está con el personaje del gran Fred
MacMurray y desea que Barton se vaya sin descubrir a la viuda, pero a la vez
tiene que decodificar (o más bien percibir y luego interpretar) todo lo que
apuntamos acerca del mensaje subterráneo que transmite el encuadre, la posición
de los actores en él, y la iluminación y estilo de montaje. Sin embargo, y
aunque hoy día experimentemos una lamentable decadencia a este respecto, las
plateas de entonces entendían implícitamente lo que estaban viendo, incluso de
manera cuasi subliminal. De modo que el cine sonoro —de alguna manera y casi
sin proponérselo— “reeducó” la
percepción de los espectadores hasta imponer su nueva y renovada gramática, la
que incluyó una semántica polisémica y multiforme que enriqueció no sólo al
séptimo arte mismo, sino también a la crítica y al estudio multidisciplinario
sobre él.
Y antes de
continuar, otro ejemplo ilustrativo. La palabra-sonido
influyó tan decisivamente en la simbólica fílmica que incluso se permitió ir
más allá de sí misma, engendrando un meta mensaje (o incluso un meta lenguaje)
a partir del discurso mismo de los personajes. Nos explicamos. Volviendo a Double
Indemnity, veremos que el filme se estructura a partir del relato en
off que hace el propio Walter Neff desde un principio. Está herido de bala y en
vez de ir a un hospital decide grabar su confesión, destinada a su colega
Barton. Apenas arranca su relato, Neff nos cuenta que al llegar a la mansión
Dietrichson se vio abrumado por la sensualidad, provocación y desfachatez de la
joven esposa. Pero si prestamos atención a lo que vemos y no a la centralidad de la narración del agente
de seguros, descubriremos de inmediato que eso no ocurrió realmente, sino que
es lo que Neff cree que pasó. La mujer se muestra apenas como es, vulgar,
lasciva y desentendida del supuesto rol social que debe cumplir. Es una
arribista que se casó por dinero y trata a la gente de acuerdo a su propia
mirada del mundo. Walter es quien se confunde y se siente atrapado por el aura
de sensualidad y erotismo de la mujer, por lo tanto —y ya en retrospectiva—
resulta natural que le eche la culpa a ella por su propia atracción enfermiza.
Pues bien, esta característica exclusiva del cine negro, que ciertos personajes
digan algo que en verdad se contradice con lo que vemos en pantalla, resulta
otra de las novedades gramaticales y semánticas aportadas por la
palabra-sonido al cine, y ello no estaba presente en la estructura del cine
silente. El cine negro, sea en clave policial o dramática, tiene predilección
por las narraciones en primera persona, ya que la ambigüedad del recurso
permite desnudar la distancia que existe entre la conciencia del
protagonista/narrador y la realidad objetiva de los hechos. El público aprendió
sobre la marcha a interpretar estas múltiples capas de significados que cada
nueva película aportaba. Y aun otro ejemplo. En 1926 el Maestro Alfred Hitchcock
estrenaba en su Inglaterra natal The Lodger (El Inquilino en Sudamérica; El
Enemigo de las Rubias en España), que no sólo fue su primer filme de
suspenso, sino la primera cinta sonora británica (aunque rodada en ambas
versiones). Pues bien, en una escena clave que transcurre apenas se ha
descubierto el cadáver de una mujer asesinada en el barrio, el protagonista (el
astro inglés del mudo Ivor Novello) —que es falsamente acusado por la policía—
llega al lugar y es invadido por una barahúnda de voces entremezcladas y ruidos
ambientales. Sin embargo, de a poco, se empieza a escuchar una palabra repetida
cien veces: murderer (asesino). Una
vecina chismosa, otros transeúntes, los oficiales de Scotland Yard, todos
hablan a la vez, pero de entre todo ese barullo se distingue, cada vez más y
con mayor claridad, la palabra ‘asesino’. Hitchcock trabajó más de una semana
con su sonidista, que no sabía muy bien qué estaba haciendo, para lograr el
efecto buscado. El maestro deseaba que el personaje, apenas llegado al
departamento que estaba rentando, fuera embargado y abrumado por el sonido de
la palabra ‘murderer’, que esa sola
palabra estuviera como colgando en el
ambiente, a modo de los globos de diálogo en una viñeta de cómic. En un
reportaje brindado a inicios de los años ‘70s —refiriéndose a dicha escena y a
cómo se vivía en la década de los ‘20s— dirá que “el mal nunca se ve directamente en una gran urbe, sólo se escucha
hablar de él. Vemos instantáneas de marginalidad o miseria, pero el mal
voluntario, el crimen aberrante, es una realidad que tan solo nos rodea por
medio de palabras.” Como en aquel filme el espectador no sabe si Novello es
culpable o no, dicha secuencia sirve para, a)
que el público se sienta abrumado por la posibilidad de que el protagonista sea
un asesino, y b) para que el propio
personaje se sienta acosado por la duda de estar loco, demente y/o
señalado por todos. En definitiva, algo así hubiera sido imposible en el
período mudo y por eso mismo insistimos en que el valor, capacidad y disponibilidad
de las películas para imbricar metáforas, símbolos y significantes, resultó más
compleja, sutil y renovada a partir del sonoro.
Mitchum y Greer en Retorno al Pasado |
EL ORIGEN DE UN ESTILO
El cine negro nace estrictamente en
EE UU, es un producto del Hollywood clásico y de ninguna otra cinematografía,
sin embargo —bueno es decirlo— no se debe olvidar que Tinseltown se nutrió
desde su mismo nacimiento de directores y guionistas emigrados de Europa,
algunos de ellos traídos con generosos contratos y otros tantos escapados de
los incipientes fascismos continentales. Y ni que hablar de los propios
talentos locales, todos ellos hijos o nietos de inmigrantes, quienes ya traían
en su ADN la idiosincrasia de las cinematografías (y la cultura) de sus
respectivas herencias. Este maravilloso cóctel, ajustado a una industria que
tuvo perfectamente en claro (y desde su nacimiento) hacia dónde quería ir,
redundó en una gramática narrativa poco común que empezó a filtrarse en cada
cinta norteamericana y casi sin importar a qué género perteneciera. Los inicios
del sonoro fueron en parte decepcionantes puesto que las películas perdieron
movilidad; de súbito, los pesados y voluminosos dispositivos para registrar el
sonido restringieron en parte la fluidez cinemática de los filmes. Pero
rápidamente llegaría el gran director Rouben Mamoulian (su respectivo artículo
ya está en nuestras gateras) quien junto a un grupo de técnicos innovadores y ultra
talentosos le devolvieron al cine la agilidad y movilidad de antaño gracias a
novedosas técnicas de grabación y captación del sonido. En menos de cinco años
desde su irrupción, el cine sonoro norteamericano conquistaría, entonces, la
totalidad de los medios técnico/instrumentales que necesitaba para crecer y
evolucionar estilísticamente. Y el siguiente factor que influiría decisivamente
en la aparición del cine negro habría de ser el asfixiante clima de preguerra.
En América del Norte nadie en su sano juicio quería involucrarse en otra
contienda mundial, pero las tensiones políticas de la hora más la irrupción
masiva y sostenida de los fascismos europeos, incrementaron exponencialmente la
paranoia sociopolítica de los últimos años de la década de los ‘30s. Para
entonces, en EE UU ya se había experimentado el fracaso de la ley seca con su
respectiva ola de corrupción y crimen, la gran depresión, etc., etc. Nada de
ello podía serle ajeno al cine; era inevitable que se filtrara, cuando menos, en
su gramática, si no en su semántica. Lo haría en ambas.
No existe acuerdo entre los
historiadores del cine acerca de cual puede considerarse la primera película negra,
pero no caben dudas que —como fenómeno surgido exclusivamente en la década de
los ‘40s— el año del ingreso de EE UU a la gran contienda marcaría también el
surgimiento de este característico estilo. Y así fue. Poco después de la
declaración de hostilidades a las potencias del Eje se estrenaba Stranger
on the Third Floor (1940, Boris Ingster), digno filme clase ‘B’ que inaugura inequívocamente la
estética ‘noir’. Michael (John
McGuire) es acusado de un crimen que no cometió; sin embargo, es el único que
puede identificar al asesino (Peter Lorre, casi reprisando su rol de M, el
Vampiro de Dusseldorf, a las órdenes de Fritz Lang), pero nadie le cree
ni acepta la existencia del extraño, así que le tocará a su novia (Margaret
Tallichet) perseguir al culpable hasta revelar su identidad. Por fin, y luego
de innumerables cintas en las que ya se advertían los rasgos característicos
del ‘noir’, será aquí que todas
converjan a la vez, definiendo sus pautas más específicas. La ciudad como
ámbito asfixiante y decadente, sus calles húmedas, neblinosas y sucias; la
iluminación y los claroscuros como forma de subrayar estados emocionales,
políticos y morales; el crimen mismo entendido como la consecuencia de las
múltiples formas de la pasión/ambición
(marginalidad, odio, despecho, envidia, deseo sexual, venganza, etc.); la
narración en off del protagonista —que si bien no es obligatoria, resulta casi
indispensable en esta vertiente, cosa que ya apuntamos antes— y con ella la
necesidad imperiosa de redimirse de la culpa (aunque más no sea revelando la “verdad” a quien merezca la confianza
suficiente para ello). Junto a todo ello se advierte siempre una atmósfera de
paranoia e inquietud que acosa a los protagonistas; deseo erótico reprimido; la
degradación del otro hasta su absoluta humillación; etc., etc. El cine
negro, o film noir, se presentó en casi todos los géneros importantes (drama,
western, terror, etc.), pero es en el policial donde halló las raíces perfectas
para crecer fortalecido. En su célebre ensayo “El Simple Arte de Matar”,
Raymond Chandler (creador del mítico detective privado Philip Marlowe y además
guionista de un par de grandes cintas del género), dice refiriéndose a su
colega Dashiell Hammett: “él sacó el homicidio de dentro del jarrón
chino y lo colocó nuevamente en las calles, a donde pertenecía”. Y más
adelante, en el corazón de su tesis, afirma: “Existe una realidad que las malas
novelas policíacas olvidan, la gente
mata por razones sólidas.” Con estas dos citas bastaría para dar por
concluido el presente artículo. El cine negro ilustra, mediante una poderosa
iconografía y una gramática específica, las pasiones más auténticas del ser
humano, y en vez de permitir que se camuflen en las aristocráticas y frías
mansiones de la clase alta (caso Agatha Christie), las devuelve a su lugar
correcto: las calles sucias de una puta ciudad —en la que vivimos nuestras
putas vidas—, un apestoso cuarto de hotel en el que el olor a sexo no puede
ocultar el sudor frío que corroe a los culposos amantes; o el despacho de un
capitán de policía que acaba de recibir un llamado que sepulta en un instante
una investigación seria; las oficinas de un político venal y corrupto que finge
no ver al titiritero sobre su cabeza... en fin, todo aquello que nos recuerda
que no somos tan libres como creemos ser, ni tan valientes como para
enfrentarlo. Pero no abandonaremos este párrafo sin brindar, cuando menos, un
par de ejemplos de westerns noir, que como las brujas, que los
hay, los hay: The Man From Laramie (El
Hombre de Laramie, 1955), obra maestra de Anthony Mann con su actor
fetiche, James Stewart; y 3:10 to Yuma (El Último Tren a Yuma, 1957), el oscurísimo y brillante filme del
gran Delmer Daves, mas negro que el carbón.
Poco después, ya en 1941, el enorme
John Huston debutaba tras las cámaras con The Maltese Falcon (El Halcón Maltés), adaptación propia de
la novela homónima de Dashiell Hammett, la que los críticos sí reconocen como
el primer filme ‘noir’ por ser
—sencillamente— una producción clase ‘A’,
no como la anteriormente citada. Rebelde y empecinado como en su vida privada,
Huston ensaya sin red y contra todo consejo una serie de tomas, planos, juegos
de luces y sombras, etc., que revolucionan el género policial y le dan chapa
oficial al cine negro. Por ejemplo, cada vez que aparece en pantalla Kasper
Gutman, el Gordo (el genial Sydney Greenstreet, el inolvidable Ferrari de Casablanca),
la cámara se coloca en plano medio-bajo (para lo que el equipo técnico de la
Warner tuvo que diseñar un tipo de trípode de mínima altura que permitiera el correcto
control de la cámara), resaltando así la sensación de peligro, autoridad y
dominio que envuelve al temido Gordo, además de resaltar la idea de la “distorsionada” visión del mundo del gángster.
Pero tanto él como el evasivo señor Cairo (Peter Lorre, de nuevo), los
supuestos “malos” del filme, así como
la dudosa heroína Brigid —Mary Astor— están envueltos en una equívoca pátina de
sospecha y paranoia que nos demuestra que ninguno de ellos es tan unívocamente malo o bueno; es más, ni siquiera el detective Sam Spade (inmortal Bogart)
se nos muestra de una sola pieza; en todo caso, él se sobrepone a sus posibles
tentaciones, pero ellas están allí, como la duplicidad en su alma. Se ha
sugerido que el cine negro puede interpretarse como una metáfora de la “pesadilla americana”, o sea el reverso
oscuro del “sueño americano”, y a favor
de dicha teoría puede invocarse sin problemas la enorme cantidad de cambios
culturales experimentados desde finales de los ‘30s: la gigantesca desilusión
acerca de los valores morales vigentes hasta antes de la guerra (y en parte
derrumbados por la propia experiencia bélica); rápido y sorpresivo derrumbe de
los roles tanto sexuales como económicos vigentes hasta entonces, debidos a la
primera gran corriente de emancipación de la mujer; y por sobre todo, la cabal
comprensión de que los conceptos de paz, seguridad y prosperidad (tan duramente
conquistadas) estaban —de hecho— seriamente en peligro y carecían de la
estabilidad histórica que se les adjudicaba. Incertidumbre y paranoia política,
así como inseguridad cultural y religiosa, resultaron componentes clave del
género negro, los que tiñeron profundamente cada filme que hoy reconocemos bajo
dicha calificación.
Los Sobornados, de Lang |
DEFINICIÓN
TÉCNICO-ESTILÍSTICA DEL CINE NEGRO
Una vez entendido lo anterior,
debemos recalcar que el film noir es
ante todo un estilo visual, sonoro y dramatúrgico basado —excluyentemente— en
lo “distorsionado”. La lluvia o la
niebla caen sobre las calles sucias y oscuras, y la pálida iluminación de los
carteles de neón (de un hotelucho, de una licorería, etc.) se refleja distorsionada
en los charcos de las aceras; los claroscuros bañan el rostro de una mujer de
modo que parezca ella misma oscura y perversa, o bien la iluminación se centra
en la franja de los ojos —realzando la dureza de su mirada— de modo que el humo
del cigarrillo más la composición lumínica del cuadro distorsiona de pronto esa
hipnótica imagen; las perspectivas y las líneas (en su relación al campo
visual) se vuelven difusas e inarmónicas, cortantes o elípticas, y siempre
—absolutamente siempre— dichas perspectivas crean composiciones angulares —las
que junto al resto de los edificios que rodean la escena— infunden la sensación
de opresión y claustrofobia. Las sombras acentúan todavía más lo siniestro de
la atmósfera y la composición integral del filme debe sugerir (directamente o
no) peligro y corrupción, creando la certeza de que en ese ambiente tanto los
valores morales, éticos o intelectuales son tan indefinidos, ambiguos y —por
qué no— lóbregos como esas mismas miserables calles. En el cine negro nada ni
nadie es lo que parece, y un examen detenido de sus motivaciones no resistiría
la luz del día. Estas películas tienen un inequívoco aire de pesimismo
fatalista y transcurren en una sociedad violenta, corrupta y falsa que amenaza
al héroe/antihéroe y a veces también a los otros personajes. Incluso cuando el
protagonista logra sobrevivir, como en el recién citado caso de Sam Spade en El halcón maltés, persiste sin embargo una sensación
de derrota: Spade tiene que entregar a la policía a la mujer que ama ya que
está acusada de asesinato (esta obsesión por la ‘mujer fatal’, peligrosa o autodestructiva, a menudo apoyada por
otro hombre joven y guapo, es típica del cine negro). Lo mismo ocurre con
Mildred (Joan Crawford), quien aunque logra reunirse con su primer marido al
final de Mildred Pierce (1945, Alma en Suplicio) —brillante drama
dirigido por Michael Curtiz— tanto de la narrativa general de la película como
de la composición de la imagen final se desprende una absoluta e inexorable sensación
de fracaso. Precisamente es esta cinta la que mejor ejemplifica el modo en que
el estilo film noir lo impregna todo, enriqueciendo otros géneros y
subvirtiendo sus mismas bases.
Boogie y Bacall en El Sueño Eterno, de Hawks |
Ahora bien, como toda novedad que se
va creando y desarrollando sobre la marcha, el cine negro no tuvo, al principio,
conciencia de sí mismo. Y tampoco la crítica, que va! El término cine negro tuvo inicialmente una
connotación crítica y analítica que durante muchos años no despertó el interés
de la industria cinematográfica. Cuando se estrenó la citada Alma en Suplicio fue clasificada
y comercializada como melodrama. El concepto primigenio estaba asociado, lo
repetimos, a un estilo visual fuerte y característico que, sin embargo, también
presentaban películas de otras temáticas. Así entonces, la crítica no sabía si
considerar a este tipo de cine como un género, un estilo o un movimiento. Las
películas originales de los años ‘40s y ‘50s se caracterizaron —insistimos en
ello— por una iluminación tenebrosa y expresionista basada en claroscuros;
escenas nocturnas en calles de pavimento húmedo y resbaladizo; el uso de
sombras para realzar la psicología de un personaje (como dijimos antes, planos
de sombra en el rostro que sugieren el lado oscuro no revelado de la
personalidad de ese protagonista) o para enfatizar la situación narrativa (proyectar sombras en forma de rejas que den la
sensación de estar atrapado o sin opciones); y por último, un marco
claustrofóbico claramente delimitado y composiciones estéticamente
desequilibradas. Estos efectos, y toda su estética concomitante, resultaban
especialmente impactantes en blanco y negro, aunque el color no ha renegado en
absoluto del film noir. El cine negro,
no lo olvidemos, ha sido considerado por parte de la crítica como el resultado
de una suerte de fusión entre el cine de terror de la década de los ‘30s de la
Universal Pictures y el subgénero de gángsteres, aunque este último no solía
poner de manifiesto una preocupación por los orígenes sociales o personales del
crimen, como sí lo haría el policial negro. En realidad esta afirmación es
simplista, ya que ignora otras fuentes más específicas, y de entre ellas, no
resulta menor la conexión cultural francesa. Estudios recientes han demostrado
la existencia de sólidos vínculos entre el movimiento poético realista de dicha década en Francia y el
cine negro de Hollywood, una relación que se advierte en el persistente
pesimismo fatalista, la infructuosa lucha contra el destino y la inexorable
corrupción de la sociedad. Está claro, por ejemplo, que el marcado fatalismo de
They Live by Night (Los
Amantes de la Noche, rodada en 1947 y estrenada en 1949), dirigida por
Nicholas Ray, parece indicar una vuelta apasionada a los temas de Quai des Brumes (El Muelle de las Brumas, 1938; del
enorme Marcel Carné), con la que mantiene más de una huella de identidad. Por otra parte, nótese que Ray (55
Days at Peking, 1956) fue realmente el primero en utilizar un
helicóptero para el rodaje de las secuencias de acción, en un intento
consciente de evocar la idea de predestinación, inevitabilidad e inexorabilidad
para sus criaturas, y gran parte de sus dramas tuvieron siempre un
inconfundible gusto noir.
Ahora, y antes de proseguir,
intentemos una brevísima recapitulación. El cine sonoro trajo consigo una
renovación de forma, fondo y sustancia en la narrativa cinematográfica. El
período mudo podía brindar una bella y enorme gama de posibilidades
metafóricas, pero estas estaban más emparentadas con lo pictórico/estético que
con lo psicológico y metafísico, a causa de sus propias restricciones
técnico-narrativas. Finalmente, la ‘palabra’—por
vía de su soporte, el ‘sonido’— liberó
al cine de sus aparentes limitaciones, de modo que su utilización narrativa
acabó por construir un universo más oscuro y retorcido de lo que podía pensarse
antes de su llegada. Con este nuevo elemento más el concurso de grandes
creadores llegados de Europa, el cine de Hollywood fue definiendo,
progresivamente, una estética y una semántica casi subterránea, que se filtró
en diferentes géneros a partir de su práctica en el ámbito del horror/terror,
el suspenso y el policial gangsteril. Dicha estética y su correspondiente
sustrato ideológico emanaron de una sociedad que no lograba adaptarse a los
cambios que estaba experimentando, además de estar inmersa en un clima de
absoluta paranoia, temor e inseguridad. Cuando finalmente comenzó a definirse y
asentarse el estilo que hoy llamamos cine
negro, este –sin embargo— no contó ni con la atención de la crítica ni con
el prestigio académico. Sus raíces tuvieron, además, componentes franceses, tanto
en lo cultural como en lo estético/semántico. Y quizás por ello mismo, sería
desde el país galo que se prestaría la mayor atención a su existencia y se le
dedicaría la más profunda y seria de las investigaciones; además de bautizarlo,
claro está. Ya veremos cómo.
EL FILM-NOIR ADQUIRE DNI Y PASAPORTE
Durante toda la ocupación Nazi las
películas norteamericanas estuvieron prohibidas en Francia, pero a partir de
finales de 1945 y de la mano de la liberación, el cine hollywoodense
literalmente inundó las salas francesas. El cine negro estaba entonces en plena
forma pero todavía carecía de una mirada crítica que lo reconociera como tal.
Los críticos franceses lo advirtieron y descubrieron de inmediato, pero al
carecer de una palabra propiamente americana para ello, recurrieron a su
mercado editorial. Porque los grandes autores de la novela policial
contemporánea (Chandler, Hammett, Cain, etc.) eran editados —hasta antes de la
guerra— por la editorial Gallimard bajo su etiqueta (o colección) “Sèrie
Noire”, de dónde surgió la expresión “novela negra”; y por
extensión se bautizaría a este estilo “Cine Negro” (film noire, que por convención, en EE UU se escribe sin la ‘e’ final, tal como lo venimos haciendo
hasta aquí), ya que gran parte de dichas películas se basaban, precisamente, en
novelas de esos autores. No sería ninguna casualidad que este género (o estilo)
americano atrajese tanto a los franceses: tanto el estado de ánimo, como la
desesperanza, pesimismo y escepticismo de estas cintas, les evocaban claramente
los nihilistas —e incluso desesperados—puntos de vista brindados por sus
autores existencialistas más preciados, tales como Sartre, Camus o Malraux. Y
no solo eso, sino que estas películas traían un ethos que parecía calcado del cine galo previo a la guerra, con su
desgarrador romanticismo y su pesimismo obsesivo, de modo que con ellas se
sintieron casi interpelados por su propio universo cultural. Para los años
‘50s, con la aparición de Cahiers du
Cinéma y los filmes de la Nouvelle
Vague, el ‘noir’ era ya un
clásico amado por la cinefilia gala, y su concienzudo estudio y análisis una
genuina tradición editorial en ese país. Por eso, tampoco debería sorprender a
nadie, pues, que su cinematografía desarrollara un estilo deudor del ‘noir’, pleno de ejemplos con
inolvidables resultados, tales como Las Diabólicas (Les Diabolique, 1955, Henri-Georges Clouzot) o À Bout de Soufflé (Breathless/Sin Aliento, 1959,
Jean-Luc Godard), filme que citamos adrede, ya que si bien es muy diurno y
lleno de acción, está impregnado de la lógica noir hasta su médula. (Como siempre, yanquilandia rodaría su propia y tardía versión de este clásico, la
de todos modos muy buena Breathless, producción de 1983 con
Richard Gere y Valerie Kaprisky a las órdenes del buen artesano Jim McBride).
A continuación, y
para simplificar, copiamos la lista que aparece en The Katz's Film Enciclopedia
(versión digital de 1996), la que presenta un número limitado —pero por demás
representativo— de filmes negros dirigidos por los más grandes cineastas americanos
de todos los tiempos. Dejamos los títulos en inglés ya que así es como los
podrán descargar de la web. Huelga decir, por cierto, que todos ellos son
genuinas obras maestras. Allí va:
John Huston's
THE MALTESE FALCON (1941), KEY LARGO
(1948), and THE ASPHALT JUNGLE (1950)
Howard Hawks's
TO HAVE AND HAVE NOT (1944) and THE BIG SLEEP (1946)
Michael
Curtiz' CASABLANCA (1942) and MILDRED
PIERCE (1945)
Billy Wilder's
DOUBLE INDEMNITY (1944), THE LOST WEEKEND (1945), SUNSET BLVD. (1950), and THE BIG CARNIVAL (1951)
Orson Welles's
THE LADY FROM SHANGHAI
(1948)
Otto Preminger's LAURA (1944), FALLEN ANGEL (1945), and WHERE THE
SIDEWALK ENDS (1950)
Robert Siodmak's
PHANTOM LADY (1944), THE SUSPECT (1944), THE STRANGE AFFAIR OF UNCLE HARRY
(1945), THE KILLERS (1946), THE DARK MIRROR (1946), and CRY OF THE CITY (1948)
Jacques Tourneur's
OUT OF THE PAST (1947)
Charles Vidor's
GILDA (1946)
George Cukor's
GASLIGHT (1944)
Frank Tuttle's
THIS GUN FOR HIRE (1942)
Fritz Lang's
THE WOMAN IN THE WINDOW (1944), SCARLET
STREET (1945), and THE BIG HEAT (1953)
John Brahm's
THE LODGER (1944) and HANGOVER
SQUARE (1945)
Alfred Hitchcock's
SPELLBOUND (1945)
Lewis Milestone's
THE STRANGE LOVE OF MARTHA IVERS (1946)
Edward Dmytryk's
MURDER, MY SWEET (1944) and CORNERED (1945)
André De Toth's
DARK WATERS (1944) and PITFALL (1948)
Stuart Heisler's
THE GLASS KEY (1942)
Jean Negulesco's
THE MASK OF DIMITRIOS (1944), THREE STRANGERS (1946), NOBODY LIVES FOREVER
(1946), and ROAD HOUSE (1948)
Anthony Mann's
T-MEN (1947), RAW DEAL (1948), and SIDE STREET (1949)
Fred Zinnemann's
ACT OF VIOLENCE (1949)
Rudolph Maté's
THE DARK PAST (1948), D.O.A. (1950), and UNION STATION (1950)
Henry Hathaway's
KISS OF DEATH (1947) and CALL NORTHSIDE 777 (1948)
Robert Rossen's
JOHNNY O'CLOCK (1947) and BODY AND SOUL (1947)
Abraham Polonsky's
FORCE OF EVIL (1948)
John Cromwell's
DEAD RECKONING (1947) and THE RACKET (1951)
Robert Montgomery's LADY IN THE LAKE (1946) and RIDE THE
PINK HORSE (1947)
Delmer Daves's
DARK PASSAGE (1947); Robert Wise's THE SET-UP (1949) and THE CAPTIVE CITY
(1952)
Jules Dassin's
BRUTE FORCE (1947), THE NAKED CITY (1948), THIEVES' HIGHWAY (1949), and NIGHT
AND THE CITY (1950)
John Farrow's
THE BIG CLOCK (1948) and ALIAS NICK BEAL (1949)
Elia Kazan's
BOOMERANG! (1947) and PANIC IN THE STREETS (1950)
Edgar G. Ulmer's
RUTHLESS (1948)
Joseph H. Lewis's
THE UNDERCOVER MAN (1949) and GUN CRAZY (1949)
Nicholas Ray's
THEY LIVE BY NIGHT (1949), IN A LONELY PLACE (1950), and ON DANGEROUS GROUND
(1951)
Phil Karlson's
SCANDAL SHEET (1952), 99 RIVER
STREET (1953), and TIGHT SPOT (1955)
Samuel Fuller's
PICKUP ON SOUTH STREET
(1953)
Robert Aldrich's
KISS ME DEADLY (1955).
Expresamos antes que
el cine negro es una combinación de estilo, contenido, forma y dramaturgia. En
cuanto al estilo —y asociado a él— la forma,
hallamos que el gran antecedente europeo del noir fue el expresionismo alemán del período mudo, y dicha
influencia se extiende a los decorados, la iluminación (con su respectivo uso
de sombras acentuadas) y el montaje seco y directo. En cuanto a lo dramático,
la tensión dialéctica entre el torturado mundo íntimo de sus personajes —y el
exterior, que los repele— constituye uno de los puntos de unión entre los
filmes germanos de los ‘20s y los americanos de los’40s. La otra conexión, más
directa, es la presencia en Hollywood de Fritz Lang, uno de los grandes
arquitectos del expresionismo alemán. Su influencia fue enorme y dejó un brillante
testamento de filmes perfectos, de entre los cuales destaca Los
Sobornados (The Big Heat,
1953, incluida en la lista superior), la preferida de este crítico. Violenta y
descarnada, Debbie (Gloria Grahame) —que ha sido quemada en el rostro por su
amante, el gángster Vince (Lee Marvin)— acude al sargento Bannion (Glenn Ford).
Este, asqueado por el estilo de vida de la mujer, se lo reprocha amargamente, a
lo que ella responde: “Verás, en la vida lo he sido todo. He sido
rica y he sido pobre. Y créeme, rica es mejor.” Por segunda vez, una
cita merece concluir este artículo. Nada puede describir mejor el amargo
cinismo que envuelve a los personajes del cine negro. Pero volviendo a Lang,
recordemos que Hollywood prohijó una gran gama de “sucesores y herederos” de su arte (casi todos en el listado
superior), como Wilder, von Sternberg, Siodmak, etc. En cuanto a la filiación
francesa del noir, no debemos olvidar
las influencias directas de Marcel Carné (de quien ya citamos El
Muelle de las Brumas, pero que cuenta también con filmes como Le
Jour Se Leve, 1939, —en USA, Daybreak— o La Marie du Port, 1951) y
el gran Julien Duvivier (Pépé le Moko, 1937). Pero claro está
que muy por encima de ellos se halla la enorme sombra del inolvidable Jean
Renoir, hijo del célebre pintor Auguste Renoir, un cineasta que nos ha legado
joyas inimitables como La Grande Illusion /La Gran Ilusión/Grand Illusion, 1937, o Les Bas-Fonds/Los Bajos Fondos/The Lower
Dephts, 1936. Claramente un cineasta pre-noir, si no uno por derecho
propio, Renoir vivió unos años en EE UU, donde filmó algunas películas, con lo
que su influencia en cuanto al surgimiento del cine negro no pudo ser menos
obvia. Con dicho estilo ya en boga, el maestro rueda en USA The
Woman on the Beach (1947), un oscuro drama con toques de thriller que
resulta una más que bienvenida aportación al noir.
Andrews y Tierney en Laura, de Preminger |
CONSIDERACIONES
FINALES
De entre todas las características
del cine negro hemos dejado para el final la cuestión de la música. El tono del
score
de una película noir se fue
definiendo sobre la marcha, adquiriendo muy rápidamente identidad propia. Se
trata absolutamente siempre de melodías urbanas, entre las que destaca el jazz,
cuyos sonidos deben evocar melancolía, una cierta sensación de fracaso y una
inequívoca nostalgia por tiempos mejores. Para mediados de los ‘40s los
espectadores americanos comenzaban a identificar dichas bandas sonoras y a sus
compositores, ya que les paraban los pelos de la nuca, sumergiéndolos en un
clima del que resultaba difícil desprenderse una vez fuera del cine. Incluso en
un filme noir más estilizado y menos
asfixiante como Laura (1944, Otto Preminger), la música juega un rol decisivo:
Preminger quería a toda costa utilizar Summertime (parte de la ópera folk Porgy
& Bess, de Gershwin) como el leitmotiv para la supuestamente
asesinada protagonista. Su director musical, un muy joven David Raksin,
insistía en que eso no iba a funcionar, pero el alemán era tozudo y además no
conocía previamente al músico ni quería trabajar con él. Luego de una
discusiones que casi acaban a los puñetazos, un viernes por la tarde Preminger
opta por poner fin a la disputa con una condición. Si el lunes a las 09:00 hs
en punto el compositor podía tocar en el piano de la oficina una melodía que lo
convenciese, el director retiraría su exigencia. De no lograrlo, pediría al
Estudio que le cambiaran al músico. Raksin aceptó no sin un cierto escalofrío
en su médula, pero al cabo de un fin de semana encerrado en su apartamento, se
presentó ese lunes, puntual y nervioso, en las oficinas de Preminger. Este ni
lo saludó y apenas si le señaló el piano con un ademán seco. Raksin acercó una
silla que ni siquiera le resultaba cómoda, acomodó las partituras escritas a
mano y comenzó a tocar. Cuando concluyó su Laura’s Theme, Otto Preminger se
mantuvo callado por varios segundos, los que resultaron una eternidad para el
compositor, hasta que de pronto se levantó de su silla, lo miró fijamente y le
ladró: “Usted gana; utilice eso.” Mas allá de la anécdota, que Raksin
se pasó décadas contando a quien quisiera oírlo, lo cierto es que sin su
maravilloso y polisémico tema, Laura sería una película bien
diferenta a la que es, y sin dudas que no hubiera pasado la prueba del tiempo.
La Crawford en Mildred Pierce |
La banda de sonido de un filme noir
no sólo sugiere y denota, sino que revela y devela, a la vez que contribuye con
los diálogos para implicar eso que ya señalamos mucho antes, que se puede decir
algo en pantalla (incluso con sinceridad) que en efecto resulta contrario a las
acciones que se ven plasmadas en ella. Y noten lo siguiente: en el cine negro
las acciones de sus personajes no requieren de explicaciones ni su psicología
de justificación. Ellos son así, actúan de tal modo y viven y mueren de acuerdo
a sus convicciones (e incluso por la falta de ellas). Pero la música incidental
es casi siempre la encargada de “decirnos” otras cosas acerca de sus
vidas, las que la trama debe obviar necesariamente para sostener su concisión
dramático/narrativa. Volviendo a un ejemplo que expusimos más arriba, si en un
plano-secuencia vemos a una mujer (la femme-fatale
o vampiresa) con la franja de sus
ojos oscurecida, dando a entender preocupación o incluso temor ante un peligro,
es más que probable que la música implique una sensación de melifluo desdén,
una suerte de sonidos que transmitan seguridad, dominio y peligrosidad. Con
ello, la partitura nos advertirá que el héroe está por caer en una trampa, que
la dama es realmente peligrosa y que de ningún modo se halla en dificultades.
Más tarde, tal vez cuando el director nos la muestre a solas y bebiendo un whisky,
la música se tornará más profundamente dramática y desesperanzada, con lo que
intentará decirnos que su pasado ha sido tortuoso e infeliz, y que quizás no
sea tan culpable de la mala vida que lleva. Pues bien, todo ello lo
decodificaremos a través de estos signos significantes
—música inductiva, iluminación dirigida, encuadres sugestivos— pero nunca por
medios directos, de lo contrario no estaríamos ante un film noir. Cuando citamos Alma en Suplicio evitamos señalar
—para hacerlo en este apartado— cómo la música juega un rol decisivo en la
tragedia de Mildred (Joan Crawford), quien se sacrifica hasta la anonadación
por su única hija, para luego ver como esta seduce, atrapa y destruye a su
marido. El genial Max Steiner ilustra la psicología de la perversa hija, Veda
(Ann Blyth), con maestría absoluta, y resalta el sufrimiento de la madre con
unos acordes que parecen surgidos de su mismo corazón destrozado.
Sed de Mal, de Welles |
El
cine negro continuó su derrotero hasta bien avanzada la década de los ‘50s.
Mientras la administración Eisenhower más se empeñaba en promover una visión
optimista, coherente y auto indulgente de América y Occidente, filmes como la
citada The Big Heat o la impresionante Kiss Me Deadly (1955,
Robert Aldrich) la hacían saltar por los aires. Resulta más que significativo
que cuando el cine negro regresa a finales de los ‘60s y principios de los
‘70s, con cintas como Klute (1971, Alan J. Pakula), Bullit
(1968, Peter Yates) o Night Moves (La Noche se Mueve; 1975, Arthur Penn), lo haga precisamente cuando
la situación política se torna decisivamente parecida a la de los ‘40s y ‘50s,
ahora con la polémica guerra de Vietnam en lugar de la de Corea, y el escándalo
Watergate generando una crisis política similar al McCartismo. Inevitablemente,
Hollywood volvía a sugerir que tanto la traición como la corrupción seguían
vivas, pululando por las alcantarillas del aparentemente perfecto American Way of Life. A partir de
entonces, y aunque el fenómeno original de mediados del siglo XX sea el
referente ineludible de lo que llamamos cine
negro, dicho estilo se ha filtrado insistentemente en variadas cinematografías
y con muy buenos resultados. En Inglaterra ha tenido sólidos exponentes, pero
han sido algunos filmes tardíos los que mejor lo representaron: Robbery
(1967, Peter Yates), una agria mirada al célebre robo al tren postal; y
por sobre todo la escalofriante y sobresaliente The Long Good Friday (Viernes Sangriento; 1980, John
MacKenzie), durísima y áspera como su protagonista, un mafioso que controla el
puerto de Londres y que ve como su imperio se desmorona en 24 horas. En Francia,
por otra parte, ha contado con innumerables ejemplos, pero en honor a la
brevedad sólo citaremos la magnífica Alphaville (1965), del enorme
Jean-Luc Godard, y Ascensor para el Cadalso (Ascenseur
pour L’echafaud/Elevator to the
Gallows; 1957), obra impar del recordado Louis Malle; mientras que en
Alemania ha presentado perlitas como la excelente El Amigo Americano (The American Friend, 1977), adaptación
libre de Wim Wenders sobre Ripley’s Game, la novela de Patricia
Highsmith; y por cierto Gotter der Pest (Dioses de la Peste, 1970), impresionante
filme de Rainer Werner Fassbinder. Incluso en el Japón de posguerra asentaría
sus reales el cine negro, adaptándose a su muy peculiar estilo narrativo, con
ejemplos tales como The Outcast (1982, Kon Ichikawa), la tardía Vengeance
is Mine (1979, Shohei Imamura), y —cómo no citarla aquí— la obra
maestra de Akira Kurosawa, Rashomon (1950), ganadora de cuanto
premio internacional se le puso delante.
El cine negro, entonces, nos ha dado
claras muestras de negarse a morir. El año pasado retornó a lo grande dentro
del formato de la ciencia ficción dramática, de la mano de la sensacional Blade
Runner 2049 (2017, Denis Villeneuve), la que hemos analizado ya en su
respectivo artículo, demostrando que ni el color ni la tecnología de rodaje
digital pueden impedir que el genuino arte brote sin restricciones. Apenas si
se requieren un par de buenos talentos, sólidas ideas y un marco social,
político y cultural que haga de la desesperanza, la paranoia y la inseguridad
el pan de cada día. Si algo de ello les suena, incluso en medio de la
desesperante crisis creativa hollywoodense, será posible esperar mucho más del
cine negro. Él siempre está allí, dispuesto a ilustrar la ciénaga, siempre
listo para filmar en el sótano; es nuestro espejo deformante y, a la vez,
nuestro mejor biógrafo. Es el Film Noir. Es la pulga en la oreja.-
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