Fim Noir o Cine Negro: Dos Nombres para el Género que Nos Retrata desde el Subsuelo

por Leonardo L. Tavani        
Bogart como Sam Spade en "El Halcón Maltés"
  Su nombre se evoca en francés, pero sus raíces son eminentemente norteamericanas. Sus estudiosos lo diseccionaron desde la ciudad luz, pero cada fotograma que lo definió brotó del corazón de Tinseltown. Es un estilo, una gramática, un movimiento. Es la noche, la niebla y el humo de un cigarrillo que asfixia el cielorraso de una habitación que apesta. Es la paranoia y el miedo, la pasión y la ciudad; el sexo sucio y la codicia irredenta. Film Noir le sienta bien, pero no le hace justicia; suena demasiado cool como para dibujar una realidad tan amarga. En su propia lengua suena mejor; en la nuestra también. Cuando apareció nadie sabía muy bien cómo clasificarlo. Se impuso porque era inevitable, porque nos reflejaba tal como éramos, no como decíamos ser. Triunfó sobre modas y corrientes hasta definir un modo casi unívoco de ver el mundo; de tolerarlo; de escupirle en el rostro. Es el Cine Negro. Es el lado ‘B’ del relato; de todo relato. Somos nosotros desnudos de toda moral. Bienvenidos al sótano.

EL CINE SONORO EN EE UU y el PRÓLOGO AL “NOIR           
"La Dalia Azul", con guión de Chandler
Los años ‘30s prohijaron una estética, una semántica en realidad, que no por subterránea resultó menos concreta. Los últimos años de la década anterior dotaron de palabra al cine, de palabra —decimos— que no voz; ‘voz’ es un concepto inherente a ese maravilloso micro universo que es un filme, porque una película es una voz que se alza para “decir”: {‘aquí estoy’-‘existo’-‘significo’}. Ese ‘estar’, ‘significar’ y ‘existir’ constituyen la gramática, semántica y estética del film, y esa es su voz; voz con la cual narra, relata, significa, resignifica, ilustra y representa. El sonido —o sea, la palabra— es aleatorio; que esté o no carece de interés: la palabra requiere de un vehículo (el sonido, el papel, una tablilla grabada), la voz solo necesita de sustancia; la sustancia adopta, a su vez, formas; la sustancia y su forma constituyen la voz de una expresión artística, en este caso el filme. Pero volvamos a la cuestión; una vez que la palabra dotó al cine de una forma nueva, de una sustancia menos directamente pictórica, la atención del espectador se vio forzada a discernir entre varios niveles de lectura, imbricados en la película pero subterráneos y subalternos a la narración. Un ejemplo, tomado de la maravillosa Double Indemnity (Perdición, 1944; Billy Wilder). Barton Keyes (Edward G. Robinson) acaba de visitar a Walter Neff (Fred MacMurray) para compartir sus dudas acerca de la póliza de seguros de la viuda Dietrichson (Barbara Stanwick). Ella se ve forzada a esconderse —primero en un mínimo espacio del apartamento de su cómplice, luego en el pasillo del edificio— de lo contrario Keyes confirmaría de inmediato que la muerte de su marido no fue accidental, sino un crimen premeditado. El pasillo es recto y estrecho, la puerta del apartamento de Neff se abre hacia fuera y para la derecha, hacia nosotros, los espectadores; al mantenerla abierta a 90º Phyllis logra esconderse detrás. En el viejo formato visual 1:33.1 la profundidad de campo luce maravillosamente sugestiva; Walter Neff está de pie intentando  ocultar el lado opuesto de la puerta; esta cubre a su amante, y un poco más adelante Barton no termina de despedirse para, al fin, llegar al ascensor. El pasillo, rematado en una pared aséptica y desnuda, se ve en ángulo oblicuo, dominando el cuadro visual en el que estas tres criaturas lucen como marionetas de un demiurgo. Cuando se ve el filme (y esta secuencia en especial), se advierte como Barton —en términos espaciales— domina la escena: aunque es mucho más bajo que Neff casi aparece por encima de él, y el claro nerviosismo de este no hace otra cosa que subsumirlo ante su colega. Siguiendo la diagonal imaginaria del pasillo, la posición del propio Walter lo hace ver como casi tocando el techo, y a la derecha y por debajo de él Phyllis se mantiene acurrucada tras la puerta pero con una clara expresión de seguridad y dominio, a pesar del riesgo de la situación. Pues bien, la lectura es simple, pero hoy en día resulta un ejercicio de física cuántica para las nuevas audiencias: Barton, el investigador de la aseguradora, ejerce una gran influencia sobre Walter (eso queda claro desde el inicio del filme), y su posición en el cuadro visual lo confirma por completo. Está a punto de descubrir la verdad y su ubicación sugiere que tiene a Walter en un puño (o más bien, que este así lo percibe); luego viene el propio Neff, y su lugar en el encuadre sugiere que está agobiado, en inferioridad de condiciones (recuerden, tiene el techo casi sobre su cabeza: o sea, el mundo se desploma sobre él); y por último tenemos a la femme fatal, la viuda Dietrichson, y la genialidad de esta composición visual consiste en que —a pesar de ser infinitamente más baja que Neff/MacMurray y de estar última en la línea visual— es ella quien, gracias al ángulo de la toma y a la profundidad de campo, resulta la absoluta dominadora de la secuencia. La única sartén por el mango la tiene ella. Y todo esto lo definimos sin hacer alusión siquiera a la perfecta iluminación, obra de John F. Seitz, que compone una sutil pintura de personalidades y situaciones con la sabia utilización de matices, sombras y estallidos de luz controlados.
Walter y Barton en una secuencia de Perdición
            El período mudo presentaba mucha más movilidad, belleza pictórica y metáforas bellas pero directas. No había otra forma para narrar, dado que los rótulos no bastaban para que la historia avanzase con la meridiana claridad del teatro. Cuando uno ve una obra maestra del expresionismo alemán como Das Kabinett Des Dr. Caligari (The Cabinet of.../El Gabinete del ...; 1919, Robert Wiene), advierte de inmediato que está asistiendo a una suerte de cuadro cubista/expresionista (o a una serie de ellos) que cobra vida; de acuerdo a cómo Cesare (Conrad Veidt) se ubica entre el asfixiante decorado —y a cómo la luz o la penumbra lo baña— el espectador descubre, o percibe, ciertas metáforas sobre la opresión, la falta de libertad, la angustia existencial, etc. Sin embargo, ir más allá destruiría la posibilidad de que dicho espectador se preste al juego de decodificar una historia que carece de “palabra” (léase ‘sonido’). Metropolis (1926, Fritz Lang), con sus más de 150 minutos originales (parcialmente restaurados con la copia hallada en Argentina recientemente), no sería tolerable para la audiencia si esta tuviera, además de todo, que decodificar innumerables sutilezas de composición, encuadre, iluminación, posición de los actores o de los objetos en el campo visual, etc. Todas las metáforas (o en su defecto, “alegorías” y/o “simbolismos”) acerca del mundo subterráneo de cuasi esclavitud (proletariado explotado) y las del mundo superior (oligarquía y burguesía ociosas y culpables) resultan claras y diáfanas; muy bellas en cuanta a lo pictórico, pero concisas y directas. En cambio, y volviendo a Perdición, hallamos que nuestra secuencia diseccionada está construida sobre la base de un material nuevo y disruptivo: la palabra. Recuerden, “palabra” y no “voz” (la “voz” es la materia toda del filme mismo. La palabra es resultado del sonido, y este apenas un elemento constructivo de la película, no constintutivo. O mejor aun, ‘sonido/palabra’ son parte de la forma-sustancia del film, no de su fondo-esencia). Pues bien, la palabra obliga a la atención, y en dicha secuencia Barton habla sin parar, dando en el clavo acerca del plan urdido por los amantes clandestinos, mientras que Walter responde con banalidades e incoherencias para distraer a su jefe y mandarlo a casa de una vez. El espectador se pone nervioso, ya que su empatía/simpatía está con el personaje del gran Fred MacMurray y desea que Barton se vaya sin descubrir a la viuda, pero a la vez tiene que decodificar (o más bien percibir y luego interpretar) todo lo que apuntamos acerca del mensaje subterráneo que transmite el encuadre, la posición de los actores en él, y la iluminación y estilo de montaje. Sin embargo, y aunque hoy día experimentemos una lamentable decadencia a este respecto, las plateas de entonces entendían implícitamente lo que estaban viendo, incluso de manera cuasi subliminal. De modo que el cine sonoro —de alguna manera y casi sin proponérselo— “reeducó” la percepción de los espectadores hasta imponer su nueva y renovada gramática, la que incluyó una semántica polisémica y multiforme que enriqueció no sólo al séptimo arte mismo, sino también a la crítica y al estudio multidisciplinario sobre él.
            Y antes de continuar, otro ejemplo ilustrativo. La palabra-sonido influyó tan decisivamente en la simbólica fílmica que incluso se permitió ir más allá de sí misma, engendrando un meta mensaje (o incluso un meta lenguaje) a partir del discurso mismo de los personajes. Nos explicamos. Volviendo a Double Indemnity, veremos que el filme se estructura a partir del relato en off que hace el propio Walter Neff desde un principio. Está herido de bala y en vez de ir a un hospital decide grabar su confesión, destinada a su colega Barton. Apenas arranca su relato, Neff nos cuenta que al llegar a la mansión Dietrichson se vio abrumado por la sensualidad, provocación y desfachatez de la joven esposa. Pero si prestamos atención a lo que vemos y no a la centralidad de la narración del agente de seguros, descubriremos de inmediato que eso no ocurrió realmente, sino que es lo que Neff cree que pasó. La mujer se muestra apenas como es, vulgar, lasciva y desentendida del supuesto rol social que debe cumplir. Es una arribista que se casó por dinero y trata a la gente de acuerdo a su propia mirada del mundo. Walter es quien se confunde y se siente atrapado por el aura de sensualidad y erotismo de la mujer, por lo tanto —y ya en retrospectiva— resulta natural que le eche la culpa a ella por su propia atracción enfermiza. Pues bien, esta característica exclusiva del cine negro, que ciertos personajes digan algo que en verdad se contradice con lo que vemos en pantalla, resulta otra de las novedades gramaticales y semánticas aportadas por la palabra-sonido al cine, y ello no estaba presente en la estructura del cine silente. El cine negro, sea en clave policial o dramática, tiene predilección por las narraciones en primera persona, ya que la ambigüedad del recurso permite desnudar la distancia que existe entre la conciencia del protagonista/narrador y la realidad objetiva de los hechos. El público aprendió sobre la marcha a interpretar estas múltiples capas de significados que cada nueva película aportaba. Y aun otro ejemplo. En 1926 el Maestro Alfred Hitchcock estrenaba en su Inglaterra natal The Lodger (El Inquilino en Sudamérica; El Enemigo de las Rubias en España), que no sólo fue su primer filme de suspenso, sino la primera cinta sonora británica (aunque rodada en ambas versiones). Pues bien, en una escena clave que transcurre apenas se ha descubierto el cadáver de una mujer asesinada en el barrio, el protagonista (el astro inglés del mudo Ivor Novello) —que es falsamente acusado por la policía— llega al lugar y es invadido por una barahúnda de voces entremezcladas y ruidos ambientales. Sin embargo, de a poco, se empieza a escuchar una palabra repetida cien veces: murderer (asesino). Una vecina chismosa, otros transeúntes, los oficiales de Scotland Yard, todos hablan a la vez, pero de entre todo ese barullo se distingue, cada vez más y con mayor claridad, la palabra ‘asesino’. Hitchcock trabajó más de una semana con su sonidista, que no sabía muy bien qué estaba haciendo, para lograr el efecto buscado. El maestro deseaba que el personaje, apenas llegado al departamento que estaba rentando, fuera embargado y abrumado por el sonido de la palabra ‘murderer’, que esa sola palabra estuviera como colgando en el ambiente, a modo de los globos de diálogo en una viñeta de cómic. En un reportaje brindado a inicios de los años ‘70s —refiriéndose a dicha escena y a cómo se vivía en la década de los ‘20s— dirá que “el mal nunca se ve directamente en una gran urbe, sólo se escucha hablar de él. Vemos instantáneas de marginalidad o miseria, pero el mal voluntario, el crimen aberrante, es una realidad que tan solo nos rodea por medio de palabras.” Como en aquel filme el espectador no sabe si Novello es culpable o no, dicha secuencia sirve para, a) que el público se sienta abrumado por la posibilidad de que el protagonista sea un asesino, y b) para que el propio personaje se sienta acosado por la duda de estar loco, demente y/o señalado por todos. En definitiva, algo así hubiera sido imposible en el período mudo y por eso mismo insistimos en que el valor, capacidad y disponibilidad de las películas para imbricar metáforas, símbolos y significantes, resultó más compleja, sutil y renovada a partir del sonoro.
Mitchum y Greer en Retorno al Pasado
EL ORIGEN DE UN ESTILO
            El cine negro nace estrictamente en EE UU, es un producto del Hollywood clásico y de ninguna otra cinematografía, sin embargo —bueno es decirlo— no se debe olvidar que Tinseltown se nutrió desde su mismo nacimiento de directores y guionistas emigrados de Europa, algunos de ellos traídos con generosos contratos y otros tantos escapados de los incipientes fascismos continentales. Y ni que hablar de los propios talentos locales, todos ellos hijos o nietos de inmigrantes, quienes ya traían en su ADN la idiosincrasia de las cinematografías (y la cultura) de sus respectivas herencias. Este maravilloso cóctel, ajustado a una industria que tuvo perfectamente en claro (y desde su nacimiento) hacia dónde quería ir, redundó en una gramática narrativa poco común que empezó a filtrarse en cada cinta norteamericana y casi sin importar a qué género perteneciera. Los inicios del sonoro fueron en parte decepcionantes puesto que las películas perdieron movilidad; de súbito, los pesados y voluminosos dispositivos para registrar el sonido restringieron en parte la fluidez cinemática de los filmes. Pero rápidamente llegaría el gran director Rouben Mamoulian (su respectivo artículo ya está en nuestras gateras) quien junto a un grupo de técnicos innovadores y ultra talentosos le devolvieron al cine la agilidad y movilidad de antaño gracias a novedosas técnicas de grabación y captación del sonido. En menos de cinco años desde su irrupción, el cine sonoro norteamericano conquistaría, entonces, la totalidad de los medios técnico/instrumentales que necesitaba para crecer y evolucionar estilísticamente. Y el siguiente factor que influiría decisivamente en la aparición del cine negro habría de ser el asfixiante clima de preguerra. En América del Norte nadie en su sano juicio quería involucrarse en otra contienda mundial, pero las tensiones políticas de la hora más la irrupción masiva y sostenida de los fascismos europeos, incrementaron exponencialmente la paranoia sociopolítica de los últimos años de la década de los ‘30s. Para entonces, en EE UU ya se había experimentado el fracaso de la ley seca con su respectiva ola de corrupción y crimen, la gran depresión, etc., etc. Nada de ello podía serle ajeno al cine; era inevitable que se filtrara, cuando menos, en su gramática, si no en su semántica. Lo haría en ambas.
            No existe acuerdo entre los historiadores del cine acerca de cual puede considerarse la primera película negra, pero no caben dudas que —como fenómeno surgido exclusivamente en la década de los ‘40s— el año del ingreso de EE UU a la gran contienda marcaría también el surgimiento de este característico estilo. Y así fue. Poco después de la declaración de hostilidades a las potencias del Eje se estrenaba Stranger on the Third Floor (1940, Boris Ingster), digno filme clase ‘B’ que inaugura inequívocamente la estética ‘noir’. Michael (John McGuire) es acusado de un crimen que no cometió; sin embargo, es el único que puede identificar al asesino (Peter Lorre, casi reprisando su rol de M, el Vampiro de Dusseldorf, a las órdenes de Fritz Lang), pero nadie le cree ni acepta la existencia del extraño, así que le tocará a su novia (Margaret Tallichet) perseguir al culpable hasta revelar su identidad. Por fin, y luego de innumerables cintas en las que ya se advertían los rasgos característicos del ‘noir’, será aquí que todas converjan a la vez, definiendo sus pautas más específicas. La ciudad como ámbito asfixiante y decadente, sus calles húmedas, neblinosas y sucias; la iluminación y los claroscuros como forma de subrayar estados emocionales, políticos y morales; el crimen mismo entendido como la consecuencia de las múltiples formas de la pasión/ambición (marginalidad, odio, despecho, envidia, deseo sexual, venganza, etc.); la narración en off del protagonista —que si bien no es obligatoria, resulta casi indispensable en esta vertiente, cosa que ya apuntamos antes— y con ella la necesidad imperiosa de redimirse de la culpa (aunque más no sea revelando la “verdad” a quien merezca la confianza suficiente para ello). Junto a todo ello se advierte siempre una atmósfera de paranoia e inquietud que acosa a los protagonistas; deseo erótico reprimido; la degradación del otro hasta su absoluta humillación; etc., etc. El cine negro, o film noir, se presentó en casi todos los géneros importantes (drama, western, terror, etc.), pero es en el policial donde halló las raíces perfectas para crecer fortalecido. En su célebre ensayo “El Simple Arte de Matar”, Raymond Chandler (creador del mítico detective privado Philip Marlowe y además guionista de un par de grandes cintas del género), dice refiriéndose a su colega Dashiell Hammett: “él sacó el homicidio de dentro del jarrón chino y lo colocó nuevamente en las calles, a donde pertenecía”. Y más adelante, en el corazón de su tesis, afirma: “Existe una realidad que las malas novelas policíacas olvidan,  la gente mata por razones sólidas.” Con estas dos citas bastaría para dar por concluido el presente artículo. El cine negro ilustra, mediante una poderosa iconografía y una gramática específica, las pasiones más auténticas del ser humano, y en vez de permitir que se camuflen en las aristocráticas y frías mansiones de la clase alta (caso Agatha Christie), las devuelve a su lugar correcto: las calles sucias de una puta ciudad —en la que vivimos nuestras putas vidas—, un apestoso cuarto de hotel en el que el olor a sexo no puede ocultar el sudor frío que corroe a los culposos amantes; o el despacho de un capitán de policía que acaba de recibir un llamado que sepulta en un instante una investigación seria; las oficinas de un político venal y corrupto que finge no ver al titiritero sobre su cabeza... en fin, todo aquello que nos recuerda que no somos tan libres como creemos ser, ni tan valientes como para enfrentarlo. Pero no abandonaremos este párrafo sin brindar, cuando menos, un par de ejemplos de westerns noir, que como las brujas, que los hay, los hay: The Man From Laramie (El Hombre de Laramie, 1955), obra maestra de Anthony Mann con su actor fetiche, James Stewart; y 3:10 to Yuma (El Último Tren a Yuma, 1957), el oscurísimo y brillante filme del gran Delmer Daves, mas negro que el carbón.
            Poco después, ya en 1941, el enorme John Huston debutaba tras las cámaras con The Maltese Falcon (El Halcón Maltés), adaptación propia de la novela homónima de Dashiell Hammett, la que los críticos sí reconocen como el primer filme ‘noir’ por ser —sencillamente— una producción clase ‘A’, no como la anteriormente citada. Rebelde y empecinado como en su vida privada, Huston ensaya sin red y contra todo consejo una serie de tomas, planos, juegos de luces y sombras, etc., que revolucionan el género policial y le dan chapa oficial al cine negro. Por ejemplo, cada vez que aparece en pantalla Kasper Gutman, el Gordo (el genial Sydney Greenstreet, el inolvidable Ferrari de Casablanca), la cámara se coloca en plano medio-bajo (para lo que el equipo técnico de la Warner tuvo que diseñar un tipo de trípode de mínima altura que permitiera el correcto control de la cámara), resaltando así la sensación de peligro, autoridad y dominio que envuelve al temido Gordo, además de resaltar la idea de la “distorsionada” visión del mundo del gángster. Pero tanto él como el evasivo señor Cairo (Peter Lorre, de nuevo), los supuestos “malos” del filme, así como la dudosa heroína Brigid —Mary Astor— están envueltos en una equívoca pátina de sospecha y paranoia que nos demuestra que ninguno de ellos es tan unívocamente malo o bueno; es más, ni siquiera el detective Sam Spade (inmortal Bogart) se nos muestra de una sola pieza; en todo caso, él se sobrepone a sus posibles tentaciones, pero ellas están allí, como la duplicidad en su alma. Se ha sugerido que el cine negro puede interpretarse como una metáfora de la “pesadilla americana”, o sea el reverso oscuro del “sueño americano”, y a favor de dicha teoría puede invocarse sin problemas la enorme cantidad de cambios culturales experimentados desde finales de los ‘30s: la gigantesca desilusión acerca de los valores morales vigentes hasta antes de la guerra (y en parte derrumbados por la propia experiencia bélica); rápido y sorpresivo derrumbe de los roles tanto sexuales como económicos vigentes hasta entonces, debidos a la primera gran corriente de emancipación de la mujer; y por sobre todo, la cabal comprensión de que los conceptos de paz, seguridad y prosperidad (tan duramente conquistadas) estaban —de hecho— seriamente en peligro y carecían de la estabilidad histórica que se les adjudicaba. Incertidumbre y paranoia política, así como inseguridad cultural y religiosa, resultaron componentes clave del género negro, los que tiñeron profundamente cada filme que hoy reconocemos bajo dicha calificación.
Los Sobornados, de Lang
DEFINICIÓN TÉCNICO-ESTILÍSTICA DEL CINE NEGRO
            Una vez entendido lo anterior, debemos recalcar que el film noir es ante todo un estilo visual, sonoro y dramatúrgico basado —excluyentemente— en lo “distorsionado”. La lluvia o la niebla caen sobre las calles sucias y oscuras, y la pálida iluminación de los carteles de neón (de un hotelucho, de una licorería, etc.) se refleja distorsionada en los charcos de las aceras; los claroscuros bañan el rostro de una mujer de modo que parezca ella misma oscura y perversa, o bien la iluminación se centra en la franja de los ojos —realzando la dureza de su mirada— de modo que el humo del cigarrillo más la composición lumínica del cuadro distorsiona de pronto esa hipnótica imagen; las perspectivas y las líneas (en su relación al campo visual) se vuelven difusas e inarmónicas, cortantes o elípticas, y siempre —absolutamente siempre— dichas perspectivas crean composiciones angulares —las que junto al resto de los edificios que rodean la escena— infunden la sensación de opresión y claustrofobia. Las sombras acentúan todavía más lo siniestro de la atmósfera y la composición integral del filme debe sugerir (directamente o no) peligro y corrupción, creando la certeza de que en ese ambiente tanto los valores morales, éticos o intelectuales son tan indefinidos, ambiguos y —por qué no— lóbregos como esas mismas miserables calles. En el cine negro nada ni nadie es lo que parece, y un examen detenido de sus motivaciones no resistiría la luz del día. Estas películas tienen un inequívoco aire de pesimismo fatalista y transcurren en una sociedad violenta, corrupta y falsa que amenaza al héroe/antihéroe y a veces también a los otros personajes. Incluso cuando el protagonista logra sobrevivir, como en el recién citado caso de Sam Spade en El halcón maltés, persiste sin embargo una sensación de derrota: Spade tiene que entregar a la policía a la mujer que ama ya que está acusada de asesinato (esta obsesión por la ‘mujer fatal’, peligrosa o autodestructiva, a menudo apoyada por otro hombre joven y guapo, es típica del cine negro). Lo mismo ocurre con Mildred (Joan Crawford), quien aunque logra reunirse con su primer marido al final de Mildred Pierce (1945, Alma en Suplicio) —brillante drama dirigido por Michael Curtiz— tanto de la narrativa general de la película como de la composición de la imagen final se desprende una absoluta e inexorable sensación de fracaso. Precisamente es esta cinta la que mejor ejemplifica el modo en que el estilo film noir lo impregna todo, enriqueciendo otros géneros y subvirtiendo sus mismas bases.
Boogie y Bacall en El Sueño Eterno, de Hawks
            Ahora bien, como toda novedad que se va creando y desarrollando sobre la marcha, el cine negro no tuvo, al principio, conciencia de sí mismo. Y tampoco la crítica, que va! El término cine negro tuvo inicialmente una connotación crítica y analítica que durante muchos años no despertó el interés de la industria cinematográfica. Cuando se estrenó la citada Alma en Suplicio fue clasificada y comercializada como melodrama. El concepto primigenio estaba asociado, lo repetimos, a un estilo visual fuerte y característico que, sin embargo, también presentaban películas de otras temáticas. Así entonces, la crítica no sabía si considerar a este tipo de cine como un género, un estilo o un movimiento. Las películas originales de los años ‘40s y ‘50s se caracterizaron —insistimos en ello— por una iluminación tenebrosa y expresionista basada en claroscuros; escenas nocturnas en calles de pavimento húmedo y resbaladizo; el uso de sombras para realzar la psicología de un personaje (como dijimos antes, planos de sombra en el rostro que sugieren el lado oscuro no revelado de la personalidad de ese protagonista) o para enfatizar la situación narrativa (proyectar sombras en forma de rejas que den la sensación de estar atrapado o sin opciones); y por último, un marco claustrofóbico claramente delimitado y composiciones estéticamente desequilibradas. Estos efectos, y toda su estética concomitante, resultaban especialmente impactantes en blanco y negro, aunque el color no ha renegado en absoluto del film noir. El cine negro, no lo olvidemos, ha sido considerado por parte de la crítica como el resultado de una suerte de fusión entre el cine de terror de la década de los ‘30s de la Universal Pictures y el subgénero de gángsteres, aunque este último no solía poner de manifiesto una preocupación por los orígenes sociales o personales del crimen, como sí lo haría el policial negro. En realidad esta afirmación es simplista, ya que ignora otras fuentes más específicas, y de entre ellas, no resulta menor la conexión cultural francesa. Estudios recientes han demostrado la existencia de sólidos vínculos entre el movimiento poético realista de dicha década en Francia y el cine negro de Hollywood, una relación que se advierte en el persistente pesimismo fatalista, la infructuosa lucha contra el destino y la inexorable corrupción de la sociedad. Está claro, por ejemplo, que el marcado fatalismo de They Live by Night (Los Amantes de la Noche, rodada en 1947 y estrenada en 1949), dirigida por Nicholas Ray, parece indicar una vuelta apasionada a los temas de Quai des Brumes (El Muelle de las Brumas, 1938; del enorme Marcel Carné), con la que mantiene más de una huella de identidad. Por otra parte, nótese que Ray (55 Days at Peking, 1956) fue realmente el primero en utilizar un helicóptero para el rodaje de las secuencias de acción, en un intento consciente de evocar la idea de predestinación, inevitabilidad e inexorabilidad para sus criaturas, y gran parte de sus dramas tuvieron siempre un inconfundible gusto noir.
            Ahora, y antes de proseguir, intentemos una brevísima recapitulación. El cine sonoro trajo consigo una renovación de forma, fondo y sustancia en la narrativa cinematográfica. El período mudo podía brindar una bella y enorme gama de posibilidades metafóricas, pero estas estaban más emparentadas con lo pictórico/estético que con lo psicológico y metafísico, a causa de sus propias restricciones técnico-narrativas. Finalmente, la ‘palabra’—por vía de su soporte, el ‘sonido’— liberó al cine de sus aparentes limitaciones, de modo que su utilización narrativa acabó por construir un universo más oscuro y retorcido de lo que podía pensarse antes de su llegada. Con este nuevo elemento más el concurso de grandes creadores llegados de Europa, el cine de Hollywood fue definiendo, progresivamente, una estética y una semántica casi subterránea, que se filtró en diferentes géneros a partir de su práctica en el ámbito del horror/terror, el suspenso y el policial gangsteril. Dicha estética y su correspondiente sustrato ideológico emanaron de una sociedad que no lograba adaptarse a los cambios que estaba experimentando, además de estar inmersa en un clima de absoluta paranoia, temor e inseguridad. Cuando finalmente comenzó a definirse y asentarse el estilo que hoy llamamos cine negro, este –sin embargo— no contó ni con la atención de la crítica ni con el prestigio académico. Sus raíces tuvieron, además, componentes franceses, tanto en lo cultural como en lo estético/semántico. Y quizás por ello mismo, sería desde el país galo que se prestaría la mayor atención a su existencia y se le dedicaría la más profunda y seria de las investigaciones; además de bautizarlo, claro está. Ya veremos cómo.
EL FILM-NOIR ADQUIRE DNI Y PASAPORTE
            Durante toda la ocupación Nazi las películas norteamericanas estuvieron prohibidas en Francia, pero a partir de finales de 1945 y de la mano de la liberación, el cine hollywoodense literalmente inundó las salas francesas. El cine negro estaba entonces en plena forma pero todavía carecía de una mirada crítica que lo reconociera como tal. Los críticos franceses lo advirtieron y descubrieron de inmediato, pero al carecer de una palabra propiamente americana para ello, recurrieron a su mercado editorial. Porque los grandes autores de la novela policial contemporánea (Chandler, Hammett, Cain, etc.) eran editados —hasta antes de la guerra— por la editorial Gallimard bajo su etiqueta (o colección) “Sèrie Noire”, de dónde surgió la expresión “novela negra”; y por extensión se bautizaría a este estilo “Cine Negro” (film noire, que por convención, en EE UU se escribe sin la ‘e’ final, tal como lo venimos haciendo hasta aquí), ya que gran parte de dichas películas se basaban, precisamente, en novelas de esos autores. No sería ninguna casualidad que este género (o estilo) americano atrajese tanto a los franceses: tanto el estado de ánimo, como la desesperanza, pesimismo y escepticismo de estas cintas, les evocaban claramente los nihilistas —e incluso desesperados—puntos de vista brindados por sus autores existencialistas más preciados, tales como Sartre, Camus o Malraux. Y no solo eso, sino que estas películas traían un ethos que parecía calcado del cine galo previo a la guerra, con su desgarrador romanticismo y su pesimismo obsesivo, de modo que con ellas se sintieron casi interpelados por su propio universo cultural. Para los años ‘50s, con la aparición de Cahiers du Cinéma y los filmes de la Nouvelle Vague, el ‘noir’ era ya un clásico amado por la cinefilia gala, y su concienzudo estudio y análisis una genuina tradición editorial en ese país. Por eso, tampoco debería sorprender a nadie, pues, que su cinematografía desarrollara un estilo deudor del ‘noir’, pleno de ejemplos con inolvidables resultados, tales como Las Diabólicas (Les Diabolique, 1955, Henri-Georges Clouzot) o À Bout de Soufflé (Breathless/Sin Aliento, 1959, Jean-Luc Godard), filme que citamos adrede, ya que si bien es muy diurno y lleno de acción, está impregnado de la lógica noir hasta su médula. (Como siempre, yanquilandia rodaría su propia y tardía versión de este clásico, la de todos modos muy buena Breathless, producción de 1983 con Richard Gere y Valerie Kaprisky a las órdenes del buen artesano Jim McBride).
            A continuación, y para simplificar, copiamos la lista que aparece en The Katz's Film Enciclopedia (versión digital de 1996), la que presenta un número limitado —pero por demás representativo— de filmes negros dirigidos por los más grandes cineastas americanos de todos los tiempos. Dejamos los títulos en inglés ya que así es como los podrán descargar de la web. Huelga decir, por cierto, que todos ellos son genuinas obras maestras. Allí va:
John Huston's THE MALTESE FALCON (1941), KEY LARGO (1948), and THE ASPHALT JUNGLE (1950)
Howard Hawks's TO HAVE AND HAVE NOT (1944) and THE BIG SLEEP (1946)
Michael Curtiz' CASABLANCA (1942) and MILDRED PIERCE (1945)
Tay Garnett's THE POSTMAN ALWAYS RINGS TWICE (1946)
Billy Wilder's DOUBLE INDEMNITY (1944), THE LOST WEEKEND (1945), SUNSET BLVD. (1950), and THE BIG CARNIVAL (1951)
Orson Welles's THE LADY FROM SHANGHAI (1948)
Otto Preminger's LAURA (1944), FALLEN ANGEL (1945), and WHERE THE SIDEWALK ENDS (1950)
Robert Siodmak's PHANTOM LADY (1944), THE SUSPECT (1944), THE STRANGE AFFAIR OF UNCLE HARRY (1945), THE KILLERS (1946), THE DARK MIRROR (1946), and CRY OF THE CITY (1948)
Jacques Tourneur's OUT OF THE PAST (1947)
Charles Vidor's GILDA (1946)
George Cukor's GASLIGHT (1944)
Frank Tuttle's THIS GUN FOR HIRE (1942)
Fritz Lang's THE WOMAN IN THE WINDOW (1944), SCARLET STREET (1945), and THE BIG HEAT (1953)
John Brahm's THE LODGER (1944) and HANGOVER SQUARE (1945)
Alfred Hitchcock's SPELLBOUND (1945)
Lewis Milestone's THE STRANGE LOVE OF MARTHA IVERS (1946)
Edward Dmytryk's MURDER, MY SWEET (1944) and CORNERED (1945)
André De Toth's DARK WATERS (1944) and PITFALL (1948)
Stuart Heisler's THE GLASS KEY (1942)
Jean Negulesco's THE MASK OF DIMITRIOS (1944), THREE STRANGERS (1946), NOBODY LIVES FOREVER (1946), and ROAD HOUSE (1948)
Anthony Mann's T-MEN (1947), RAW DEAL (1948), and SIDE STREET (1949)
Fred Zinnemann's ACT OF VIOLENCE (1949)
Rudolph Maté's THE DARK PAST (1948), D.O.A. (1950), and UNION STATION (1950)
Henry Hathaway's KISS OF DEATH (1947) and CALL NORTHSIDE 777 (1948)
Robert Rossen's JOHNNY O'CLOCK (1947) and BODY AND SOUL (1947) 
Abraham Polonsky's FORCE OF EVIL (1948)
John Cromwell's DEAD RECKONING (1947) and THE RACKET (1951)
Robert Montgomery's LADY IN THE LAKE (1946) and RIDE THE PINK HORSE (1947)
Delmer Daves's DARK PASSAGE (1947); Robert Wise's THE SET-UP (1949) and THE CAPTIVE CITY (1952)
Jules Dassin's BRUTE FORCE (1947), THE NAKED CITY (1948), THIEVES' HIGHWAY (1949), and NIGHT AND THE CITY (1950)
John Farrow's THE BIG CLOCK (1948) and ALIAS NICK BEAL (1949)
Elia Kazan's BOOMERANG! (1947) and PANIC IN THE STREETS (1950)
Edgar G. Ulmer's RUTHLESS (1948)
Joseph H. Lewis's THE UNDERCOVER MAN (1949) and GUN CRAZY (1949)
Nicholas Ray's THEY LIVE BY NIGHT (1949), IN A LONELY PLACE (1950), and ON DANGEROUS GROUND (1951)
Phil Karlson's SCANDAL SHEET (1952), 99 RIVER STREET (1953), and TIGHT SPOT (1955)
Samuel Fuller's PICKUP ON SOUTH STREET (1953)
Robert Aldrich's KISS ME DEADLY (1955). 
Bogart junto a Gloria Grahame

            Expresamos antes que el cine negro es una combinación de estilo, contenido, forma y dramaturgia. En cuanto al estilo —y asociado a él— la forma, hallamos que el gran antecedente europeo del noir fue el expresionismo alemán del período mudo, y dicha influencia se extiende a los decorados, la iluminación (con su respectivo uso de sombras acentuadas) y el montaje seco y directo. En cuanto a lo dramático, la tensión dialéctica entre el torturado mundo íntimo de sus personajes —y el exterior, que los repele— constituye uno de los puntos de unión entre los filmes germanos de los ‘20s y los americanos de los’40s. La otra conexión, más directa, es la presencia en Hollywood de Fritz Lang, uno de los grandes arquitectos del expresionismo alemán. Su influencia fue enorme y dejó un brillante testamento de filmes perfectos, de entre los cuales destaca Los Sobornados (The Big Heat, 1953, incluida en la lista superior), la preferida de este crítico. Violenta y descarnada, Debbie (Gloria Grahame) —que ha sido quemada en el rostro por su amante, el gángster Vince (Lee Marvin)— acude al sargento Bannion (Glenn Ford). Este, asqueado por el estilo de vida de la mujer, se lo reprocha amargamente, a lo que ella responde: “Verás, en la vida lo he sido todo. He sido rica y he sido pobre. Y créeme, rica es mejor.” Por segunda vez, una cita merece concluir este artículo. Nada puede describir mejor el amargo cinismo que envuelve a los personajes del cine negro. Pero volviendo a Lang, recordemos que Hollywood prohijó una gran gama de “sucesores y herederos” de su arte (casi todos en el listado superior), como Wilder, von Sternberg, Siodmak, etc. En cuanto a la filiación francesa del noir, no debemos olvidar las influencias directas de Marcel Carné (de quien ya citamos El Muelle de las Brumas, pero que cuenta también con filmes como Le Jour Se Leve, 1939, —en USA, Daybreak— o La Marie du Port, 1951) y el gran Julien Duvivier (Pépé le Moko, 1937). Pero claro está que muy por encima de ellos se halla la enorme sombra del inolvidable Jean Renoir, hijo del célebre pintor Auguste Renoir, un cineasta que nos ha legado joyas inimitables como La Grande Illusion /La Gran Ilusión/Grand Illusion, 1937, o Les Bas-Fonds/Los Bajos Fondos/The Lower Dephts, 1936. Claramente un cineasta pre-noir, si no uno por derecho propio, Renoir vivió unos años en EE UU, donde filmó algunas películas, con lo que su influencia en cuanto al surgimiento del cine negro no pudo ser menos obvia. Con dicho estilo ya en boga, el maestro rueda en USA The Woman on the Beach (1947), un oscuro drama con toques de thriller que resulta una más que bienvenida aportación al noir.
Andrews y Tierney en Laura, de Preminger
CONSIDERACIONES FINALES
            De entre todas las características del cine negro hemos dejado para el final la cuestión de la música. El tono del score de una película noir se fue definiendo sobre la marcha, adquiriendo muy rápidamente identidad propia. Se trata absolutamente siempre de melodías urbanas, entre las que destaca el jazz, cuyos sonidos deben evocar melancolía, una cierta sensación de fracaso y una inequívoca nostalgia por tiempos mejores. Para mediados de los ‘40s los espectadores americanos comenzaban a identificar dichas bandas sonoras y a sus compositores, ya que les paraban los pelos de la nuca, sumergiéndolos en un clima del que resultaba difícil desprenderse una vez fuera del cine. Incluso en un filme noir más estilizado y menos asfixiante como Laura (1944, Otto Preminger), la música juega un rol decisivo: Preminger quería a toda costa utilizar Summertime (parte de la ópera folk Porgy & Bess, de Gershwin) como el leitmotiv para la supuestamente asesinada protagonista. Su director musical, un muy joven David Raksin, insistía en que eso no iba a funcionar, pero el alemán era tozudo y además no conocía previamente al músico ni quería trabajar con él. Luego de una discusiones que casi acaban a los puñetazos, un viernes por la tarde Preminger opta por poner fin a la disputa con una condición. Si el lunes a las 09:00 hs en punto el compositor podía tocar en el piano de la oficina una melodía que lo convenciese, el director retiraría su exigencia. De no lograrlo, pediría al Estudio que le cambiaran al músico. Raksin aceptó no sin un cierto escalofrío en su médula, pero al cabo de un fin de semana encerrado en su apartamento, se presentó ese lunes, puntual y nervioso, en las oficinas de Preminger. Este ni lo saludó y apenas si le señaló el piano con un ademán seco. Raksin acercó una silla que ni siquiera le resultaba cómoda, acomodó las partituras escritas a mano y comenzó a tocar. Cuando concluyó su Laura’s Theme, Otto Preminger se mantuvo callado por varios segundos, los que resultaron una eternidad para el compositor, hasta que de pronto se levantó de su silla, lo miró fijamente y le ladró: “Usted gana; utilice eso.” Mas allá de la anécdota, que Raksin se pasó décadas contando a quien quisiera oírlo, lo cierto es que sin su maravilloso y polisémico tema, Laura sería una película bien diferenta a la que es, y sin dudas que no hubiera pasado la prueba del tiempo.
La Crawford en Mildred Pierce
            La banda de sonido de un filme noir no sólo sugiere y denota, sino que revela y devela, a la vez que contribuye con los diálogos para implicar eso que ya señalamos mucho antes, que se puede decir algo en pantalla (incluso con sinceridad) que en efecto resulta contrario a las acciones que se ven plasmadas en ella. Y noten lo siguiente: en el cine negro las acciones de sus personajes no requieren de explicaciones ni su psicología de justificación. Ellos son así, actúan de tal modo y viven y mueren de acuerdo a sus convicciones (e incluso por la falta de ellas). Pero la música incidental es casi siempre la encargada de “decirnos” otras cosas acerca de sus vidas, las que la trama debe obviar necesariamente para sostener su concisión dramático/narrativa. Volviendo a un ejemplo que expusimos más arriba, si en un plano-secuencia vemos a una mujer (la femme-fatale o vampiresa) con la franja de sus ojos oscurecida, dando a entender preocupación o incluso temor ante un peligro, es más que probable que la música implique una sensación de melifluo desdén, una suerte de sonidos que transmitan seguridad, dominio y peligrosidad. Con ello, la partitura nos advertirá que el héroe está por caer en una trampa, que la dama es realmente peligrosa y que de ningún modo se halla en dificultades. Más tarde, tal vez cuando el director nos la muestre a solas y bebiendo un whisky, la música se tornará más profundamente dramática y desesperanzada, con lo que intentará decirnos que su pasado ha sido tortuoso e infeliz, y que quizás no sea tan culpable de la mala vida que lleva. Pues bien, todo ello lo decodificaremos a través de estos signos significantes —música inductiva, iluminación dirigida, encuadres sugestivos— pero nunca por medios directos, de lo contrario no estaríamos ante un film noir. Cuando citamos Alma en Suplicio evitamos señalar —para hacerlo en este apartado— cómo la música juega un rol decisivo en la tragedia de Mildred (Joan Crawford), quien se sacrifica hasta la anonadación por su única hija, para luego ver como esta seduce, atrapa y destruye a su marido. El genial Max Steiner ilustra la psicología de la perversa hija, Veda (Ann Blyth), con maestría absoluta, y resalta el sufrimiento de la madre con unos acordes que parecen surgidos de su mismo corazón destrozado.
Sed de Mal, de Welles
            El cine negro continuó su derrotero hasta bien avanzada la década de los ‘50s. Mientras la administración Eisenhower más se empeñaba en promover una visión optimista, coherente y auto indulgente de América y Occidente, filmes como la citada The Big Heat o la impresionante Kiss Me Deadly (1955, Robert Aldrich) la hacían saltar por los aires. Resulta más que significativo que cuando el cine negro regresa a finales de los ‘60s y principios de los ‘70s, con cintas como Klute (1971, Alan J. Pakula), Bullit (1968, Peter Yates) o Night Moves (La Noche se Mueve; 1975, Arthur Penn), lo haga precisamente cuando la situación política se torna decisivamente parecida a la de los ‘40s y ‘50s, ahora con la polémica guerra de Vietnam en lugar de la de Corea, y el escándalo Watergate generando una crisis política similar al McCartismo. Inevitablemente, Hollywood volvía a sugerir que tanto la traición como la corrupción seguían vivas, pululando por las alcantarillas del aparentemente perfecto American Way of Life. A partir de entonces, y aunque el fenómeno original de mediados del siglo XX sea el referente ineludible de lo que llamamos cine negro, dicho estilo se ha filtrado insistentemente en variadas cinematografías y con muy buenos resultados. En Inglaterra ha tenido sólidos exponentes, pero han sido algunos filmes   tardíos los que mejor lo representaron: Robbery (1967, Peter Yates), una agria mirada al célebre robo al tren postal; y por sobre todo la escalofriante y sobresaliente The Long Good Friday (Viernes Sangriento; 1980, John MacKenzie), durísima y áspera como su protagonista, un mafioso que controla el puerto de Londres y que ve como su imperio se desmorona en 24 horas. En Francia, por otra parte, ha contado con innumerables ejemplos, pero en honor a la brevedad sólo citaremos la magnífica Alphaville (1965), del enorme Jean-Luc Godard, y Ascensor para el Cadalso (Ascenseur pour L’echafaud/Elevator to the Gallows; 1957), obra impar del recordado Louis Malle; mientras que en Alemania ha presentado perlitas como la excelente El Amigo Americano (The American Friend, 1977), adaptación libre de Wim Wenders sobre Ripley’s Game, la novela de Patricia Highsmith; y por cierto Gotter der Pest (Dioses de la Peste, 1970), impresionante filme de Rainer Werner Fassbinder. Incluso en el Japón de posguerra asentaría sus reales el cine negro, adaptándose a su muy peculiar estilo narrativo, con ejemplos tales como The Outcast (1982, Kon Ichikawa), la tardía Vengeance is Mine (1979, Shohei Imamura), y —cómo no citarla aquí— la obra maestra de Akira Kurosawa, Rashomon (1950), ganadora de cuanto premio internacional se le puso delante.
            El cine negro, entonces, nos ha dado claras muestras de negarse a morir. El año pasado retornó a lo grande dentro del formato de la ciencia ficción dramática, de la mano de la sensacional Blade Runner 2049 (2017, Denis Villeneuve), la que hemos analizado ya en su respectivo artículo, demostrando que ni el color ni la tecnología de rodaje digital pueden impedir que el genuino arte brote sin restricciones. Apenas si se requieren un par de buenos talentos, sólidas ideas y un marco social, político y cultural que haga de la desesperanza, la paranoia y la inseguridad el pan de cada día. Si algo de ello les suena, incluso en medio de la desesperante crisis creativa hollywoodense, será posible esperar mucho más del cine negro. Él siempre está allí, dispuesto a ilustrar la ciénaga, siempre listo para filmar en el sótano; es nuestro espejo deformante y, a la vez, nuestro mejor biógrafo. Es el Film Noir. Es la pulga en la oreja.-








            

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