por Leonardo Tavani
El maravilloso
poder simbólico del cinematógrafo engendró desde su nacimiento una serie de
nuevos fenómenos sociales —nuevas mitologías— que invocaron otras voces, otras
miradas. A él le pertenece la aparición del star
system, expresión glamorosa que esconde una realidad inabarcable, que es la
relación cuasi religiosa entre el público y la estrella de cine. ¿Y qué diablos
es una estrella? Pues otra cosa muy distinta del actor, y muy emparentada con
la Diva. A partir de la belle èpoque, cuando el teatro y la
ópera se volvieron respetables, esos mágicos seres que se adueñaban del espacio
simbólico de un escenario se transformaron en divos; eran amados y venerados
—imitados en sus excentricidades— y seguidos de ciudad en ciudad con admirable
estoicismo. La soprano era la diva de la ópera (Lotte Lehmann, Grace Bumbry,
Maria Callas), y la actriz de prestigio la diva de la prosa (Sarah Bernhardt,
Isadora Duncan, Henry Irving en la sección
masculina). El cine lo cambió todo, y de pronto, su hipnótica alquimia
transformó a esos divos en dioses, en seres más grandes que la vida; héroes y
heroínas de vidas infinitamente más interesantes que nuestras mediocres
existencias.
Y claro está, la maquinaria publicitaria sabía cómo explotar ese hechizo: las estrellas casi no se mostraban en público, no se embarazaban (cuando eso pasaba eran sacadas de circulación hasta que, mágicamente, un crío aparecía en sus brazos), en fin, no eran humanas... Pues bien, del corazón mismo de la mixtura entre la América india y la América española, ella surgió —se elevó— y brilló como ninguna otra; y no necesitó de la maquinaria hollywoodense ni de su vaporosa construcción de fantasías. Se alzó desde una tierra tan complicada como toda la América hispana, impuso su talento y su belleza sin que nadie pudiera jamás discutirle su reinado. Fue una diva y una estrella, intocable y a la vez carnal; fue atávicamente mexicana y maravillosamente universal. Vivió con convicción e impuso su condición de mujer frente a quienes no la respetaban. Fue la gran figura del cine mexicano y conquistó Europa. Fue “la Doña”, fue “la Estrella”, fue —indiscutiblemente— “María Bonita”: fue María Félix. Y dicho su nombre, sobran las palabras. Pasen a conocerla.
Y claro está, la maquinaria publicitaria sabía cómo explotar ese hechizo: las estrellas casi no se mostraban en público, no se embarazaban (cuando eso pasaba eran sacadas de circulación hasta que, mágicamente, un crío aparecía en sus brazos), en fin, no eran humanas... Pues bien, del corazón mismo de la mixtura entre la América india y la América española, ella surgió —se elevó— y brilló como ninguna otra; y no necesitó de la maquinaria hollywoodense ni de su vaporosa construcción de fantasías. Se alzó desde una tierra tan complicada como toda la América hispana, impuso su talento y su belleza sin que nadie pudiera jamás discutirle su reinado. Fue una diva y una estrella, intocable y a la vez carnal; fue atávicamente mexicana y maravillosamente universal. Vivió con convicción e impuso su condición de mujer frente a quienes no la respetaban. Fue la gran figura del cine mexicano y conquistó Europa. Fue “la Doña”, fue “la Estrella”, fue —indiscutiblemente— “María Bonita”: fue María Félix. Y dicho su nombre, sobran las palabras. Pasen a conocerla.
María de los
Ángeles Félix Güereña Nació en Álamos, estado de Sonora (México) el 8 de abril
de 1915 (la fecha de 1914 que se halla en la web es incorrecta). A los tres
años su familia se trasladó a Guadalajara y allí estudió teatro desde la preadolescencia.
Bellísima desde pequeña, dueña de un carisma único, era capaz de lograr que
casi todos los hombres del pueblo se volteasen a verla cuando llegaba a la
iglesia, de la mano de su madre, para asistir a la misa dominical. Su carácter
y temperamento eran volcánicos, y todos sus biógrafos coincidieron en afirmar
que sus personajes más fuertes en la pantalla apenas si se acercaron a la mujer
real. Luego de varios años en los escenarios y un incipiente reconocimiento
público, la industria cinematográfica mexicana posó —finalmente— sus ojos en
ella. Meses antes de cumplir 27 años acepta a regañadientes el concejo de su
agente y asiste a una prueba en los míticos Churubusco Estudios. Se trataba de
una campaña para reclutar nuevos rostros y la extraordinaria belleza de María
sellaría su destino sin mediar más trámites. Luego de unas pocas semanas de
entrenamiento actoral para desenvolverse frente a las cámaras, práctica que los
mexicanos habían clonado de sus vecinos del norte y que era muy necesaria para
liberar de ciertos vicios de estilo a los intérpretes recién llegados del
teatro, María Félix debuta, ya con 27 años cumplidos, en el filme El
Peñón de las Ánimas (1942, Miguel Zacarías). Al lado de un muy joven
Jorge Negrete, ídolo del cine azteca por más de dos décadas, la Félix luce
despampanante pero todavía insegura y poco afirmada. Y si bien Zacarías era un
director talentoso que había construido una carrera sólida y meritoria, esta
película en particular no haría nada por sostener tales pergaminos. Pero el
destino le reserva ese lugar al que apenas unos pocos elegidos pueden aspirar. “El
Peñón...” resultaría un éxito aun a pesar de sus debilidades, y por
otra parte, ¿a quién se le ocurriría esconder un rostro y una figura como la de
María Félix? Así que ese mismo año protagonizará María Eugenia, un débil
melodrama plagado de los tradicionales prejuicios morales mexicanos, heredados
de su férrea educación cristiano-católica. Estaba dirigida por Felipe Gregorio
Castillo, un artesano mediocre que durante un par de años estuvo a cargo del
departamento de censura, y mas allá de sus escasos valores sirvió para que la
imagen de la actriz se consolidase con rapidez.
La cinematografía
mexicana venía abrevando sistemáticamente en la tradición literaria y teatral hispano
americana, y las primeras películas de María Félix no escaparon a esta
realidad. En 1943 actúa dos veces a las órdenes de Fernando de Fuentes, en Doña
Bárbara y La Mujer Sin Alma, basadas en sendas novelas de Rómulo Gallegos
y Alphonse Daudet. Entre ambas protagoniza La China Poblana, de Fernando A.
Palacios, la que a igual que las anteriores presenta una débil adaptación y una
realización morosa; sin embargo, se rueda a color, y el estudio (Clasa Films)
monta una agresiva campaña publicitaria para puntualizar que por vez primera se
verá la “fresca belleza de María Félix a Colores naturales” (sic).
Ninguna de ellas recauda demasiado y, para colmo de males, todo lo que viene a continuación parece
conspirar contra la carrera de la intérprete. A las órdenes de Emilio Gómez
Muriel estrena La Monja Alférez (1944), pero el director es famoso por no
permitir aporte alguno de sus actores y por sus marcaciones cuasi militares. Ni
la Félix, ni José Cebrián, ni mucho menos Ángel Garasa, lucen cómodos o
correctos. Ese mismo año, y basada en un relato de Stefan Zweig, es dirigida
por el español Antonio Momplet en Amok, la que fracasa sonadamente.
Para inicios de 1945 ya lleva rodadas siete películas, y con la sola excepción
de las dos primeras, ninguna resulta un éxito o siquiera permite ver a la
actriz en todo su esplendor. Pero María es un torbellino en su vida privada, y
ese ingrediente —tan caro a la prensa rosa de todos los tiempos y latitudes— la
pone primera en las preferencias del público.
Lleva dos matrimonios fallidos,
el primero con el director, actor y productor Enrique Álvarez (con quien tuvo a
su único hijo), y el segundo con el archifamoso compositor y poeta Agustín Lara
(1900-1970; autor de letras como la célebre “Granada” —para Pedro
Vargas—, Tengo Celos o Gotas de Amor), quien compondrá para
ella la inolvidable “María Bonita”, tanto título como
apelativo que la acompañará toda la vida. Pero en medio de ambas relaciones sus
múltiples escándalos resultarán antológicos, ya que si un compañero de reparto
le parecía medianamente atractivo María no dudaba en hacerlo suyo. Y lo hacía
con poca o nula discreción, de igual modo a como los echaba: cuentan que a
Julián Soler —en una ocasión— lo sacó a botellazos de su camerino, mientras le
gritaba “impotente”, “poco hombre” y “afeminado”. Esa fuerza de carácter iba
pareja con su aura única e inigualable; de hecho, incluso en esta primera parte
de su carrera, cada vez que aparecía en pantalla acompañada por otros miembros
del reparto, inevitablemente los eclipsaba hasta hacerlos desaparecer, casi
como si fueran marionetas en manos del destino. Las miradas del público la
seguían a ella incluso cuando la acción era llevada adelante por otros, y eso
mismo le pasaba en la vida privada, lo que ayudó a socavar tanto su matrimonio
con Lara como el posterior con Jorge Negrete. Este último, célebre cantante y
actor (el ficticio Ernesto de la Cruz del maravilloso filme animado Coco
está basado en su figura), no estaba acostumbrado a quedar en segundo plano —y
menos Lara— y al lado de la Félix esto le ocurría a cada instante, lo que
causaba peleas antológicas que sistemáticamente “ganaba” la actriz: o por la fuerza o a los gritos, la Doña (uno de
sus apodos) imponía inevitablemente su voluntad. Pero esta dinámica le duraría
poco, ya que este matrimonio —contraído en 1952— concluiría al año siguiente a
causa del fallecimiento de Negrete.
Junto a Jorge Negrete en El Peñón de las Ánimas |
Pero nos
adelantamos un poco, al menos en lo que a vida personal implica. En cuanto a lo
laboral nos habíamos quedado en 1945, año de El Monje Blanco, filme
basado en la obra teatral de Eduardo Marquina que fracasa estrepitosamente
—entre otras causas— por mantener la estructura en verso del original, lo que
le resta posibilidades en taquilla. Pero lo dijimos antes, María Félix estaba
marcada por los hados, y ese toque especial se corporizaría finalmente en dicho
año con su siguiente interpretación, Remolino de Pasión (en España “Vértigo”). La cinta estaba basada en una
novela del francés Pierre Benoit (La
Atlántida; La Kermesse Heroica)
titulada “Alberta”, y en ella la
Félix encarnaría a Mercedes Mallea, una mujer pasional, provocadora, causante
de la ruina de los hombres y una auténtica mensajera de fatalidad.
Por fin una
película se ajustaba realmente a su personalidad extra cinematográfica tanto
como a su auténtico talento. La identificación actriz/personaje resultó tan
clara que el crítico García Riera escribió lo siguiente: “he aquí pues que el melodrama
cuenta con un nuevo subgénero: el dedicado a demostrar que la belleza de María
Félix es, de hecho, una calamidad que se ha abatido sobre el género humano.”
Más claro, imposible. La Doña había encontrado, finalmente, su nicho, y con él
llegaría la inevitable expansión internacional. Pero antes, en 1946, el más que
sugestivo título La Devoradora nos presentaría a Diana de Arellano, una mujer
que causaba la ruina de tres hombres otrora íntegros. Si bien su personaje
tiene un final trágico, la dirección de Fernando de Fuentes se encarga de
ensalzar los perversos atributos de su antiheroína, fijando definitivamente los
caracteres que la harían célebre. Este será, sin dudas, un año memorable para
la actriz, puesto que de inmediato se pondrá a las órdenes de ese genio (el más
reconocido fuera de México) que fue Emilio “El
Indio” Fernández (Coahuila, 26 de marzo de 1904 - México DF, 6 de agosto de
1986) para rodar Enamorada. Ya le dedicaremos un artículo a este enorme actor,
director, productor y guionista mexicano, pero por ahora baste decir que el
suyo era el talento que la Félix necesitaba. Gracias al excelente trabajo en
conjunto, la actriz se consagra obteniendo el Premio Ariel de la Academia Mexicana por su papel de la rica heredera
Beatriz Peñafiel, quien se enamora del general revolucionario Juan José Reyes,
interpretado por Pedro Armendáriz (Fort Apache, 1948, John Ford/ El
Bruto, 1952, Luis Buñuel/ From Russia With Love, 1963, Terence
Young). Con Armendáriz tuvo un sonado romance durante el rodaje y las malas
lenguas todavía hoy afirman que ello casi causa la ruptura de su larga amistad
con el Indio, ya que María también
habría probado la virilidad del
director, causando una riña de gallos entre ambos “machotes” de ley. En fin, como sea, ese año se cerrará con La
Mujer de Todos, cinta de Julio Bracho con genuina calidad dramática en
la que interpretará a María Romano, otra mujer capaz de atraer sobre sí la
tempestad y la ruina, así como para todo hombre que la pretenda. En 1947 la
balanza estará más equilibrada en cuanto a la calidad de sus envíos; La
Diosa Arrodillada, del talentoso y reconocido Roberto Gavaldón, será un
melodrama de poco espesor que causara poco impacto en taquilla, pero de
inmediato llegará en su auxilio Emilio Fernández, quien la dirigirá en la
bellísima Río Escondido, donde interpretará a una humilde maestra rural
que lo da todo por sus alumnos. La transformación resulta creíble y María Félix
consigue un buen blindaje para salir indemne de algunos pasos en falso, tales
como Que
Dios me Perdone (1947), de Tito Davison (de larga trayectoria en
nuestro país), filme mediocre por dónde se lo mire.
María Félix
consigue definir su perfil cinematográfico y consolidarlo precisamente en el
momento de la década en que el cine mexicano se afirma como nunca. A partir de
1946, cuando la férrea censura peronista degrade la calidad, cantidad e impacto
de nuestro cine en Latinoamérica, la posta será tomada por la industria azteca,
la que se diversificará y logrará conquistar mercados regionales e
internacionales antes vedados para ella. Se acercaba, entonces, el final de la
década de los ‘40s y María Félix volvía sobre seguro, lo que entonces significaba
unirse otra vez al Indio Fernández para rodar Maclovia (1948; “Belleza Maldita” en otros países),
hermoso filme que retomaba la temática indígena de un modo que recordaba a la
seminal María Candelaria (1943, Fernández). Además de su profundidad
dramática, la cinta contaba con la cámara e iluminación de Gabriel Figueroa,
quien realizó un trabajo por demás elogiado a nivel internacional. Precisamente
ese año de 1948 marcaría su esperado debut internacional con Mare
Nostrum, filme español dirigido por el prolífico Rafael Gil, al que le
seguirán Una Mujer Cualquiera (1949) y La Noche del Sábado (1950).
Entre estos tres productos ibéricos retornaría a su patria para ponerse,
nuevamente, a las órdenes de Tito Davison en Doña Diabla (1949), esta
vez con mejores resultados que en su primera colaboración. Ahora sí, y sin
discusión alguna, María Félix se convierte definitivamente en una actriz
internacional. La década de los ‘50s arranca para ella en Italia, en donde
filma Messalina (Carmine Gallone) y Hechizo Trágico (Incantesimo Tragio), ambas de 1951; para
luego mudarse a Francia en 1954 y rodar La Bella Otero y French
Cancán, producto meramente comercial el primero, que poco aportó a su
prestigio, y mucho mejor el segundo, ya que se trató —nada menos— que de un
filme escrito y dirigido por Jean Renoir (La Bestia Humana, 1938/ La
Gran Ilusión, 1937), aunque sin la potencia de sus trabajos anteriores.
De nuevo en México y otra vez bajo la batuta de Roberto Gavaldón filma La
Escondida (1955), un gran éxito que, según el ya citado García Riera, “señaló
el comienzo de una suerte de subgénero triunfante y prestigioso: el melodrama
revolucionario en colores, con María Félix y muchos extras... La función de
María en ésta y en el subgénero todo sería la de una especie de piedra de toque
o manzana de la discordia, que favorecía el paralelo de la lucha revolucionaria
por la posesión de la tierra con la lucha melodramática por la posesión de la
hembra”. Antes, en 1952, rodó una película (la única por ese año) a las
órdenes de nuestro compatriota Luis César Amadori, uno de los grandes cineastas
argentinos de todos los tiempos. El director de —entre tantas otras— Puerto Nuevo (1936), Don
Juan Tenorio (1948) o El Amor Nunca Muere (1955), unió a
María Félix con nuestro Carlos Thompson en Pasión Desnuda, suerte de thriller
negro con aspectos de melodrama en el que la Félix interpretaba a una vampiresa
que eclipsaba por completo la figura del galán porteño, quien intentaría una
carrera en EE UU pero sin lograr el éxito de su antecesor en dicha tarea,
Fernando Lamas. De allí en más, la mexicana seguiría filmando alternativamente
en Europa y en su propia patria, aunque preferiría cada vez más el cine en su
lengua. Camelia, Reportaje, El Rapto —todas de 1953—;
Los
Héroes Están Cansados, La escondida (ambas de 1955); Historias
de Casados, Amor Indio (Tizoc)
—1956—; Faustina, Flor de Mayo (las dos de 1957); Miércoles
de Ceniza, Café Colón, La Estrella Vacía, La
Cucaracha (todas de 1958), y las únicas que rodaría en 1959, Los
Ambiciosos y Sonatas, esta última en España y a
las órdenes del gran Juan Antonio Bardem, padre del actor Javier Bardem; mientras
que la primera —cuyo título real fue La Fièvre Monte á el Pao— (otra
gran película de Luis Buñuel) la mostraría como una actriz consumada, otra vez
en el rol de la mujer manipuladora que destruye la vida de cada hombre que la
rodea. Todas ellas resultaron, con sus más y sus menos, correctos vehículos
para el talento de la actriz, destacándose también la ya citada La
Cucaracha, una cinta polémica y con un reparto multiestelar, alabada
por los que tomaban a su director, Ismael Rodríguez, como un genio, y denostada
por los que pensaban lo contrario.
Al llegar la década
de 1960 el mito de María Félix se mantenía intacto, al igual que su belleza
—por cierto— que con la madurez no hacía otra cosa que incrementarse. Y si algo
la distingue de entre otras divas, además de su carácter indómito e
ingobernable y su poderosa personalidad en pantalla, es el hecho de no
necesitar de Hollywood para disparar su carrera internacional. Precisamente eso
la diferenció, por caso, de su compatriota Dolores del Río, quien se hizo muy
popular en EE UU con filmes como Flying Down To Rio (1933, Thornton
Freeland) o The Fugitive (1947, John Ford), o sea que su prestigio en
distintas cinematografías fue legítimamente ganado con la sola fuerza de su
talento, su poderosa identidad en pantalla y el aura de leyenda viva del que
—astutamente— se supo rodear. Sean ciertas, o no, algunas de sus aventuras
amorosas, lo cierto es que María Félix —a igual que Ava Gardner en USA— se
reinventó a sí misma (y desde muy joven) para encarnar un modelo de mujer que
el áspero machismo mexicano no solía tolerar: una hembra en toda la bella y
poderosa acepción de la palabra, una dama capaz de tomar aquello que deseaba
sin pedir disculpas a nadie por ello (y sin permitir que nadie se las pidiera,
por cierto); una mujer, en definitiva, dueña de su destino y libre de
prejuicios de toda índole. Como las mejores estrellas, su figura resultó más
grande que las películas que interpretó, salvando —claro está— esas pocas que
marcaron la diferencia y que ya hemos apuntado.
Por eso mismo, porque los mitos
no deben apagarse con languidez, María Félix comenzó a espaciar
—inteligentemente— sus apariciones en pantalla a partir de esta década. Únicamente
Juana
Gallo en 1960 (un drama sólido y convincente, con una actuación
soberbia de su parte); La Bandida y Si yo Fuera Millonario en
1962; Amor y Sexo en 1963 y La Valentina en 1965. Su aportación
a todas ellas resultaría desigual, sobre todo porque el cine internacional
estaba viviendo una revolución estilístico-temática de proporciones
gigantescas, y figuras como la suya —heredera de un cine de oro que para entonces
se empezaba a asociar con el bronce— resultaban, insistimos, más grandes que la
vida, demasiado para el minimalismo de movimientos como la nouvelle vague o el free
cinema. Prosiguió, eso sí, con sus legendarios amoríos, sus viajes a Europa
y sus paseos por el jet-set internacional.
Y luego de un bache de 4 años
aceptará protagonizar La Generala, de Juan Ibáñez (1969),
correcto filme que —sin embargo— no aportará nada a su carrera; y quizás por
ello mismo María intuye que, a la inversa, tampoco ella tiene más que aportar:
al menos no en este nuevo mundo que le toca vivir. Se niega a ser una estrella
invitada avejentada en filmes menores, tanto como rechaza por completo la
televisión. En 1970 decide mudarse a Francia, y ya formalmente retirada del cine,
se casa por cuarta vez con Alex Berger. En 1996 el gobierno galo le confiere su
más alta condecoración, con el título de Comandante
de la Orden de las Artes y las Letras. Sin embargo, su espíritu inquieto y
cierta nostalgia mal disimulada la devuelven a su México natal apenas unos años
después. El 8 de abril de 2002, rodeada del mismo misterio que iluminaba sus
ojos desde la gran pantalla, falleció en su residencia de México DF. Fue una
gran dama; fue una enorme estrella; fue mito y leyenda; fue una parte de México
y fue una parte del mundo: fue María Bonita y —¡quien lo duda!— María la Brava.
¡Qué Viva México! ¡Qué Viva
María Félix!
Junto a su único hijo |
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