por Leonardo Tavani
El presente artículo nació de una conversación entre amigos, cuando uno de ellos hizo notar la absoluta vacuidad de la última cinta de la franquicia Jurassic Park. Nuestro querido contertulio asistió por vez primera a una sala “4-D”, uno de esos inventos absurdos para retener a las audiencias que en verdad no hacen otra cosa que bastardear la esencia misma del cine, y dicha película era la programada para fungir como conejillo de indias del experimento. La cuestión era que nuestro amigo reconocía que, a no ser por el novedoso sistema de proyección, el filme había resultado más de lo mismo, tan intrascendente como olvidable. Entonces la conversación viró hacia la obvia pregunta acerca de la validez de tanta secuela en cadena, tema por demás interesante, ya que el concepto mismo de “continuación”, “saga” o “secuela” contiene en sí mismo un germen peligroso que la industria hollywoodense parece ignorar por completo, una cuestión de vital importancia que los ejecutivos actuales (todos ellos tiburones corporativos, desconocedores de la esencia misma del negocio del cine) pasan por alto olímpicamente, en pos de un lucro millonario que en ocasiones ni siquiera consiguen, tal el caso de Alien: Covenant (2017), lamentable fiasco de taquilla que mereció mejor suerte y al que ya volveremos más adelante. Desarrollemos a continuación nuestro tema.
la nueva saga jurásica |
Powell y Loy como el matrimonio Charles |
La Cena de los Acusados |
Nick y Nora no son objetos, ni mucho
menos monstruos antediluvianos, sino seres reales de carne y hueso. Si, ya lo
sabemos, tus vecinos en Puerto Madero
Center no andan por ahí resolviendo crímenes, pero esa es la gracia del
cine (y de la Tevé), que nos hace tomar como perfectamente naturales conductas
que en la vida real resultarían absurdas. De hecho, Hart to Hart (1979) —la
serie que protagonizaron Robert Wagner y Stephanie Powers— era un descarado
plagio del matrimonio Charles, adaptado tanto para la pantalla chica como a los
nuevos tiempos. Pero sigamos. La gracia, entonces, radicaba en la maravillosa química
entre los esposos, lo deliciosamente ridículo de las tramas, las nuevas
incorporaciones (como el hijo de ambos, surgido en la tercera película), etc.
La gente iba a ver “una del ‘Hombre
Delgado’” precisamente para reencontrarse con viejos amigos y ver cómo
salían airosos del nuevo desafío. Lo mismo pasaba con Basil Rathbone y su
inolvidable Sherlock Holmes; algunas de sus cintas resultaron un plomazo, pero
el público iba al cine para otra cosa:
cuando el actor le lanzaba a Watson (Nigel Bruce) su célebre “elemental,
mi querido Watson” la platea estallaba a gritos. Si acaso en una de las
películas no se llegaba a pronunciar tal frase, una turba enfurecida era capaz
de ir a incendiar los Estudios R.K.O. Nuevamente volvemos (como lo apuntamos en
nuestra crítica a Tomb Raider 2018-ver artículo-) al tema del cuento Kabuki y su intencional
repetición esquemática de fórmulas. Con James Bond 007 pasa lo mismo; cambian
los villanos, se alteran las guaridas, se viaja a diferentes países, pero el
cuento es siempre el mismo. Siempre. Si no, carecería de gracia. Vamos al cine
para ver a Moneypenny coquetear con James, a M fastidiándose por el sibaritismo
hedonista de su agente, a Q protestando por el mal uso que este hace de sus
gadgets... En fin, lo que subyace es la identificación empática y sublimante
del espectador para con sus personajes favoritos. Empática, porque efectivamente empatizamos con ellos (incluso con
un antihéroe, como Simon Templar el Santo),
nos identificamos con sus personalidades, nos adherimos a su ethos e involucramos con su pathos. Y ‘sublimante’, porque sublimamos nuestras frustraciones, deseos y
demás pulsiones en la suerte simbólica del héroe/protagonista; y lo hacemos de
modo catártico, claro está, de tal
forma que al acabar el filme nos sentimos más felices, satisfechos y relajados,
casi como si nos hubieran quitado un peso de los hombros. Cuando John McClane logra
salir —¡por fin!— del Nakatomi Plaza, herido pero victorioso, la platea suspira
aliviada, ya que ha experimentado casi la misma tensión psíquica que el
protagonista. Y ya que mencionamos Duro de Matar (Die Hard, 1988; John McTiernan), aquí tenemos un ejemplo
inmejorable de lo que tratamos de explicar: aunque todas ellas resultaron basura,
las secuelas de aquel filme sensacional se sostuvieron apenas en la potencia
simbólica de su personaje principal; y si la gente todavía asiste al cine es
para reencontrarse con ese viejo amigo, ese héroe con el que nos identificamos,
y no tanto por la mucha o poca calidad del guión de turno.
La Nave Enterprise, NCC-1701 |
Ahora bien, ¿son únicamente los
personajes y su atractivo los que sostienen una saga? Definitivamente no. Existe
otro aspecto, otro elemento, que resulta incluso más sustancioso a la hora de
analizarlo, dadas sus múltiples y polisémicas interpretaciones: el Espacio Vital Significante. Antes de
desarrollarlo, ejemplifiquémoslo. Uno de los más amados espacios vitales
significantes no es otro que la NCC-1701,
USS ENTERPRISE, la nave estelar que irrumpió en las vidas de todos en 1966
(y por la NBC) a través de la mítica serie Star Trek. Planteado el ejemplo de
base, vamos a por la explicación. Decimos primero que se trata de un ‘espacio’, o sea un lugar físico y
concreto, ya que ese espacio contiene no solo a los personajes sino que es
condición necesaria (aunque no suficiente) para el desarrollo dramático de la
historia. La Enterprise cumple a
rajatabla con esta primera definición, y podríamos citar múltiples ejemplos
más, tales como la residencia Sheffield (sin la cual carecerían de sentido
tanto las metidas de pata como los aciertos de Fran Fine en The
Nanny), el Pacific Princess
de El
Crucero del Amor (The Love Boat,
1976-’84) —buque de lujo que es a la vez necesario y suficiente para la trama—,
el rascacielos del filme Infierno en la Torre (The Towering Inferno, 1974; John
Guillermin), el trasatlántico ‘Poseidón’
de The
Poseidon Adventure (1872, Ronald Neame), la propia isla de The
Fantasy Island (La Isla de la
Fantasía, 1978-’84), etc., etc. Por otro lado, y aunque pueda resultar
polémico, ‘Kit’ —El Auto Fantástico/Knight Rider— es un automóvil con I.A. que también representa un espacio
vital significante, no solo un medio de transporte ni un mero interlocutor para
Michael (David Hasselhoff).
El Crucero del Amor |
Luego decimos que ese espacio es ‘vital’ porque las vidas de ficción que
allí se cruzan necesitan de él para cumplir su pathos, o sea su razón de ser, su destino, su función dramática en
la trama. Nuestra astronave cumple perfectamente —de nuevo— con esta definición,
tanto que uno de los spin-off de la serie (Star Trek: Deep Space 9) se permitió
el lujo de darle una vuelta de tuerca a la premisa, abandonando un espacio
vital móvil y autónomo por otro fijo e interdependiente (una estación espacial),
experimentando así una serie de drásticos cambios en la forma de concebir,
presentar y desarrollar sus historias. Además de los ejemplos ya citados, que hasta
aquí encajan como un guante, podemos enumerar algunos contraejemplos, que nos servirán para ilustrar mejor lo que decimos,
cuando menos por oposición. En la inolvidable serie Kojak (CBS, 1973-’78) el
personaje de Telly Savalas no cuenta realmente con ningún espacio vital
significante, ya que tanto su despacho en el precinto de policía como su
departamento privado son apenas ámbitos en los que el detective deambula,
pernocta, trabaja; pero su verdadero ‘lugar’
son las calles de Nueva York, el barrio griego, los antros sórdidos: Kojak
apenas si necesita de su sombrero y el eterno chupetín que lo ayuda a deducir
con eficacia. El mítico teniente Frank Columbo, que Peter Falk
interpretó en la serie de telefilmes presentados por el “NBC Sunday Mystery Movie”
entre 1971 y 1977, tampoco contaba con espacio determinado alguno. Él
deambulaba a gusto por la escena del crimen, las mansiones de los sospechosos y
los bares de mala muerte, pero casi nunca en un ambiente que le sea propio o bien
significante. Ni siquiera su casa se veía en pantalla; o en todo caso apareció en
tan pocas y breves ocasiones que ni siquiera la registramos. Y por último,
decimos ‘significante’ porque este
espacio vital carga con sentido y trascendencia; no es un ámbito aséptico que
—a pesar de ser material e inanimado— carezca de valor intrínseco. Es más,
aunque esté hecho de metal (como la Enterprise) o construido en puro concreto
(como el hospital de ER Emergencias), este espacio
siempre interactúa con sus
moradores, los impregna, les brinda sentido y aporta un fin último para sus
vidas. Volviendo a uno de nuestros ejemplos previos, nótese que el episodio
final de La Niñera nos muestra a Fran y el resto de la familia
abandonando la mansión, ya que se mudan a Los Ángeles para que Maxwell emprenda
una nueva carrera como productor de cine. Los últimos instantes presentan a la
ex niñera, con la canción ‘Memories’
de fondo, rememorando sus seis años allí y despidiéndose para siempre de la
casa. Sin esa mansión en Park Avenue, sin las escapadas a Flushing Queens para
visitar a su madre, sin el asilo de la abuela Yetta, la sit-com perdería toda
la dinámica que realza la figura y personalidad de Fran en función de esos
mismos espacios. Entonces, para que el espectador pueda cerrar la puerta junto
a los personajes, la serie concluye con el abandono definitivo de dicha
mansión. En cuanto a un espacio como la Enterprise,
ocurre que su propia naturaleza habilita que en su seno se sucedan múltiples
líneas narrativas, innumerables posibilidades que disparan tramas y subtramas
cada vez más intrincadas y derivativas. La astronave es un micro cosmos, un
universo en miniatura en el que todo —al menos subordinado a ciertas reglas—
resulta posible. Cuando en 1987 se lanzaba Star Trek: The Next Generation,
todas las dudas estaban centradas en cuanto pegarían los nuevos personajes y si
serían capaces de recrear la irrepetible química de sus antecesores; pero una
cuestión sí estaba casi resuelta, y era la nave misma: había otra Enterprise, ahora con apenas la letra “D” como agregado al número de registro
y un diseño absolutamente novedoso; pero siempre que una Enterprise estuviera por allí, los Trekkers estarían dispuestos a
darle una chance. Y algo más todavía; si nos permiten una licencia poco
ortodoxa (que no implicará juicio alguno acerca de la calidad del producto que
vamos a citar y del que no éramos espectadores), un espacio como el que estamos
definiendo tuvo en Argentina un ejemplo evidente, la peluquería de Don
Mateo. Con el correr de los años, Gerardo Sofovich fue moldeando ese
programa de forma que la peluquería misma se transformó en un ámbito
surrealista en el que variopintos y estrafalarios personajes entraban y salían
de escena, aportando —con mayor o menor fortuna— una dosis permanente de humor
absurdo. Que puede gustar o no (a nosotros no), pero en efecto pretendía serlo.
En fin, sepan disculpar el (mal) ejemplo, pero resultaba tan evidente que no lo
podíamos pasar por alto.
"Los Hart" |
Ahora sí, entonces, concluimos
retornando —paradójicamente— a la introducción de este artículo. Mencionábamos
antes a Alien: Covenant, el escalofriante filme que Ridley Scott
pergeñó como preludio al final de esta nueva trilogía, una precuela del filme
original de 1979. Más allá de que Disney, nueva propietaria de Fox, ha
declarado que no continuará con la saga, lo cierto es que su magra recaudación
en taquilla la sentenció bastante antes que la fusión empresarial. Scott
reconoció en un polémico reportaje que “el xenomorfo es una figura agotada”,
frase que —más allá de su honestidad brutal— devela aquello que hemos intentado
exponer en este trabajo: que la supervivencia en el tiempo de sagas basadas en
monstruos, dinosaurios y demás yerbas no conscientes acaban por agotar a
la audiencia, dado que no existen verdaderos anclajes emocionales, ni
personajes atractivos, ni ámbitos significantes que motiven el interés por la
trama. A pesar de mantener al protagonista de la cinta anterior, en la última y
recién estrenada “Jurassic World: El Reino Caído” se advierte un descafeinado
insostenible, una repetición agotadora de situaciones y, para peor, ni siquiera
la continuidad de dicho personaje logra sostener el interés por la historia. En
cuanto a Alien, las dos cintas estrenadas hasta ahora (excelentes ambas)
presentaron un único personaje en común, el siniestro y diabólico androide
David (Michael Fassbender), pero ni aun eso logró capturar a la platea, ya que
el xenomorfo en sí mismo —tanto su figura como la amenaza que representa— resulta
agotador, repetitivo y tedioso. ¿Cuánta gracia más puede causar ver a estos
horribles bichos despanzurrar humanos? Fíjense, la única excepción a esta regla
la constituye King Kong (1933): Kong tiene alma, tiene “personalidad”, hay tridimensionalidad en él. Su interés por Ann
Darrow es genuino y comprensible, y su forzado traspaso a la civilización
urbana lo transforma tanto en víctima como en héroe trágico. Sin embargo (y
esto fue algo inteligente), el filme clásico tuvo apenas una secuela (The
Son of Kong, 1934), una remake en los ‘70s y otra más en los 2000, de
la mano de Peter Jackson (eso sí, exagerada, desmesurada, megalómana y fallida).
Insistimos, si no existen personajes atractivos y con los que establecer
empatía, y si además tampoco contamos con un ámbito vital significante tal como
una nave, un buque, un automóvil especial, etc., resulta virtualmente imposible
establecer un lazo emocional y afectivo para con los espectadores, de modo que
la saga que no presente todos (o algunos) de estos elementos estará inevitablemente
condenada al fracaso, o a languidecer sin pena ni gloria al cabo de unos pocos
filmes.
Fran Drescher en el espacio vital de la Mansión Sheffield |
Ahora una adenda al párrafo
anterior. Sagas como Pesadilla en lo Profundo de la Noche (Nightmare on Elm Street, 1984, Wes
Craven) o Halloween (1978, John Carpenter) se sostuvieron en el tiempo
con irregulares resultados debido a un factor que confirma nuestra tesis: si
ambos personajes no están bien escritos en el guión, y si además los restantes
secundarios resultan sosos y carentes de interés, los filmes resultantes serán
irremediablemente mediocres y causarán la misma abulia que el monstruo de
Alien. En definitiva, ¿cuántas veces más asistiremos a los asesinatos oníricos
que ejecuta Freddy Krueger? ¿Cuánto interés nos puede despertar ver tanto
destripamiento gratuito? ¿Y cuantas otras más toleraremos ver a ese muñeco
silencioso de Michael Myers acuchillar jovencitas semidesnudas? En el caso de
Freddy, la saga clásica se agotó porque los guiones fallaban en otorgarle
gracia a su personaje; esto significa que si sus parlamentos resultan filosos y
ácidos, sarcásticos y mordaces, entonces la platea podrá empatizar con él y
disfrutar de sus malignos homicidios. Se trata de un ambiguo placer que sólo el
cine puede ofrecer: permitirnos estar del lado del villano, incluso contra toda
lógica, y a su vez disfrutar cuando este muere o es derrotado, momento en que
volvemos a ponernos nuestra máscara de ciudadanos decentes, derechos y humanos.
En cuanto al psicópata de Halloween la cosa es más complicada.
Se trata de una figura mitológica, que encarna el mal en estado puro, un ser
que solamente puede y desea matar, que no habla, no se comunica, está
enmascarado y apenas si vemos sus ojos alguna que otra vez. Resulta imposible empatizar con él, en cambio eso sí debe
suceder con sus posibles víctimas, léase la Laurie que jugaba una casi
adolescente Jamie Lee Curtis, el Dr. Loomis de Donald Pleasence y algúno que
otro vecino más. A partir de la secuela de 1981 los personajes fueron escritos
(y luego plasmados en pantalla) apenas como meros muñequitos de torta para que
Michael los destripe a gusto y piacere,
y eso hace que se pierda rápido interés en la franquicia, ya que cada nueva
entrega apenas si incrementa las dosis de sangre y mal gusto, olvidando el
elemento clave de este tipo de historias: presentarnos personajes ricos y
tridimensionales por los que podamos sentirnos atraídos, comprometidos e
interesados, para que suframos por su suerte y gocemos cuando se salvan o triunfan
sobre el mal. En definitiva, tomar al espectador como un adulto inteligente y
no como a un tonto, apelando a esos recursos que eran habituales en los filmes
de Hitchcock, Michael Powell o el primer De Palma. Cosa curiosa, el gran Alfred
jamás rodó una secuela de ninguna de sus obras maestras, apenas una auto remake
(The
Man Who Knew Too Much, 1956), dado que siempre consideró que su versión
de 1934 —rodada en Inglaterra— carecía de los medios técnicos que él exigía
para dicha historia.
Werner Oland (derecha) como Charlie Chan |
Finalizando, y haciendo notar que
hemos mezclado ejemplos cinematográficos con televisivos para hacer más claros
nuestros conceptos, cabe destacar que hay que diferenciar muy bien las sagas
fílmicas cuyo origen es genuinamente cinematográfico (aunque su fuente de base
sea una novela, un cómic o una radionovela), de las que surgieron de series
televisivas originales. Como ya lo distinguimos en nuestro artículo acerca de
la nueva Lost in Space-ver artículo-, la verdad
es que ninguna serie debería trasponerse a la gran pantalla, no al menos si se
quiere mantener su magia y efectividad. Pero dado que ese traspaso de formato
es un hecho consumado, cuando menos deberíamos exigir que los guiones apuesten
menos por el efectismo pirotécnico extremo, y más por la profundidad
argumental, el correcto desarrollo de personajes (a los que en definitiva
conocemos de años frente a la pantalla chica) y la fidelidad esencial a la
premisa creativa de la teleserie de que se trate. Por eso mismo, las sagas cinematográficas
adaptadas de la tevé deben andar todavía con mayor pie de plomo, poniendo más y
mejor atención en respetar tanto el ambiente vital significante de su premisa
(la nave Enterprise en Star Trek), y la correcta tridimensionalidad e
interacción de sus personajes centrales (por ejemplo, que Spock sea Spock, que Kirk actúe como Kirk, etc.). Llega un punto
en que mil dinosaurios en pantalla —por muy realistas que luzcan— o diez mil aliens indestructibles dejan de causar
efecto alguno. Ya se sabe, la mejor manera de ocultar a un elefante es
colocarlo junto a una manada de ellos, y la más óptima forma de cegar e
insensibilizar los sentidos del espectador es saturarlo hasta la náusea. Rodada
en 1942, Cat People (La Mujer
Pantera, Jacques Tourneur) todavía asusta y electriza por una razón
inatacable: jamás vemos a Irina realmente convertida en pantera. Apenas unas
sombras con forma de felino, unos claroscuros aterradores y un clima asfixiante
le alcanzan y sobran para tener al público en vilo. Las buenas sagas deben ir
siempre por el mismo camino; que más no siempre es mejor, es simplemente más. Y
lo mucho satura y empalaga hasta el desgano. Si los espectadores nos volvemos
exigentes y dejamos de pagar entradas carísimas por estos productos adocenados
y predecibles, finalmente la cosa empezará a cambiar. ¿O no? Bueno, este
crítico tiene hoy una tarde optimista... digamos que sí. Buenas tardes.-
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