Drácula en el Cine: Una Historia de Hemoglobina y Celuloide


por Leonardo Tavani

INTRODUCCIÓN


         Si bien los vampiros habían revoloteado antes por las páginas de la literatura gótica inglesa (The Vampire, 1821, de John William Polidori / Melmoth the Wanderer, 1820, de Charles Robert Maturin / Varney the Vampire, or the Feast of Blood, 1847, de John Malcolm Rymer / Carmilla, 1871, de Joseph Sheridan Le Fanu), no sería sino hasta la publicación de Drácula —en 1897— que los no-muertos alcanzarían el status de íconos de la cultura popular occidental que hasta hoy ostentan. Su autor, el irlandés Abraham “Bram” Stoker (1847-1912) —esoterista e iniciado en la Hermetic Order of the Golden Dawn (Orden Hermética del Amanecer Dorado)— se inspiró en la figura del Voivoda (similar o equivalente a “príncipe”) Vlad Tepes (o Tsepesch), alias Vlad Drakul y Vlad “el empalador”, quien ocupó por tres veces el trono de Valaquia durante el último tercio del siglo XV y combatió ferozmente a los turcos hasta el final de su vida. Sus peculiares hábitos, entre ellos el de beber la sangre de sus enemigos recientemente ejecutados —fruto, sin dudas, de prácticas mágicas (nigromancia y necromancia) en las que estaba iniciado— unido a su proverbial ferocidad en batalla, lo hicieron el candidato ideal para encarnar al príncipe de los vampiros. Stoker utilizó un amplio material de estudio que le proveyó su amigo personal y “hermano” en la Orden, el profesor Arminius de la Universidad de Copenhague, al que se permite nombrar dos veces en la novela, haciéndolo pasar como colega del ficticio Dr. Van Helsing. Los detalles acerca de su creación son por demás jugosos, pero deberán quedar para un blog que trate exclusivamente de literatura; nosotros, de aquí en más, nos abocaremos a su traspaso a la gran pantalla. ¡A cuidar las carótidas!


EL CHUPASANGRE LLEGA AL CINE


            Nuestra historia principia con un filme singular que, sin embargo, no portaba en ningún lado el nombre “Drácula”. Nosferatu: Eine Symphonie des Grauens (Alemania, 1921), la obra maestra de Friedrich Wilhelm Murnau, adaptaba muy libremente el trabajo de Stoker debido a que la viuda del escritor se negó de plano a venderle los derechos al director germano. Por ello el vampiro pasó a llamarse conde Graf Orlok y toda la trama, insistimos, resultó pura invención. Pero este verdadero monumento expresionista al arte cinematográfico alemán anterior al fascismo, genuina perla del período silente, nos servirá como referencia tanto estilística como histórica. El film de Murnau (Der Knabe in Blau, 1919/ Sunrise, 1927) abrió una puerta hasta entonces casi inédita (inédita, de hecho: habrá que esperar hasta 1932 —un año después de la versión de Drácula con Bela Lugosi en EE UU— para que ese enorme genio y pionero del cine danés que fue Carl Theodor Dreyer (1889-1968), rodara (en coproducción entre Alemania y Francia) Vampyr, bellísimo y estilizado film basado muy libremente en Carmilla, de Le Fanu), marcando el camino a todos los cineastas que trataron a posteriori (y ya en el sonoro, como la citada Vampyr) el tema del vampiro y, en especial, al personaje de Stoker. Nosferatu se conoce en varias versiones, de acuerdo a los distintos positivos que se han ido encontrando a través de las décadas. Lo cierto es que cualquier copia con su duración original, cercana a las tres horas, se encuentra perdida hasta hoy. El autor no está al tanto de nuevos descubrimientos posteriores a 2002, año en que se hallaron significativos fragmentos rescatables que se añadieron a una edición posterior en DVD.

            Antes de continuar, resulta imperativo citar un filme genial y escalofriante que se da el lujo de homenajear no sólo al clásico de Murnau, sino —de hecho— a la historia misma de su rodaje. Shadow of the Vampire (La Sombra del Vampiro, 2000), obra maestra escrita, coproducida y dirigida por E. Elias Mehrige, narra de manera magistral una versión alternativa del rodaje de dicho clásico. En su  hipnótica trama, Murnau —en búsqueda del más profundo realismo— da en plena Europa oriental con un vampiro real. Pacta con él para que finja llamarse Max Schreck (tal como el actor real que lo interpretó en la pantalla), actúe su papel y reciba a posteriori su premio. Que no será otro que cenarse a la actriz Greta Schroeder, quien en el filme genuino interpretó a Ellen. El monstruo, en la piel de un sensacional e irreconocible Willem Dafoe (de actuación antológica) se maravilla con esa extraña tecnología que le permite algo tan simple como ver el sol y no morir por ello. En fin, podríamos seguir hasta el infinito hablando de esta joya del séptimo arte, pero deseamos que baste con citarla para que nuestros lectores se interesen por ella. Así que  prosigamos. Como se desprende de lo ya dicho —entonces— la novela de Stoker no se adaptaría al cine con su propio nombre sino hasta la llegada del cine sonoro, y ello no ocurriría en Inglaterra, tierra natal de la obra: sería en Hollywood, de la mano del entonces joven estudio Universal, el hogar de los monstruos clásicos por antonomasia.

            Dracula (recuerden que el nombre no lleva acento en inglés, sólo en castellano, así que aquí aparecerá —alternativamente— en ambas formas) se estrenó a mediados de 1931 en el Pantage de Los Ángeles, causando una verdadera sensación. Estaba dirigida por un artesano que tuvo grandes dificultades en Hollywood, Tod Browning, un director con ideas propias que apenas al año siguiente lograría presentar uno de los mejores filmes bizarros y malditos de todo los tiempos; mitad drama pasional, mitad policial negro con toques de horror, Freaks (Fenómenos, 1932) mostraba impiadosamente a seres con deformaciones y/o alteraciones genéticas de nacimiento (todos ellos crudamente reales) que eran cruelmente explotados en un circo abominable. La cinta, polémica y censurada con fiereza, experimentó cortes, prohibiciones, decomisos de las copias y toda clase de persecuciones que la dejaron arrumbada en el desván polvoriento de los historiadores del cine. En los años ‘80s fue rescatada, remasterizada y —afortunadamente— restaurada en su metraje original. Pero volvamos al conde transilvano. Para el personaje central hacía falta un actor que le aportara un estilo tan original como distintivo, y sería Carl Laemmle —el mandamás del estudio— quien sugeriría (tratándose de Laemmle es difícil pensar en una “sugerencia”) el nombre de Bela Lugosi. Nacido en Lugos, Hungría, el 20 de octubre de 1882 (de donde adaptó su apellido artístico, ya que se llamaba en verdad Béla Blasko), era hijo de un banquero muy bien posicionado y estudió desde muy joven en la Academia de Arte Dramático de Budapest. Ya en 1901 era parte de la escena teatral de dicha capital y en 1915 debutaba en el cine, utilizando el seudónimo de Arisztid Olt. En 1918, cuando la monarquía húngara colapsa y se establece el partido comunista local, Béla se involucra en política y funda un sindicato de actores.
En 1919 la izquierda es derrotada y ante el temor de que se desatase una cacería de brujas, Béla abandona su país recalando en Alemania, donde trabajaría tanto en teatro como en un par de filmes. Emigra hacia EE UU en 1921 y rápidamente se afianza como actor de carácter en los escenarios, además de contar con algunas esporádicas apariciones en la gran pantalla. En 1927 y luego de haberla presentado en Broadway, emprende una gira de 2 años con la obra teatral “Dracula”, escrita por Hamilton Deane y John Balderston (en la cual se basaría el filme posterior). Alguien cercano a Laemmle vio al actor en dicha gira y se lo recomendó vivamente, de modo que al cabo de una única entrevista el rol quedaría en sus manos. En cuanto a la película en sí hay que decir que el tiempo no ha sido muy benévolo con ella. La parte inicial, con la llegada de Harker (David Manners) al castillo en Transilvania es sencillamente perfecta. Los decorados de Charles D. Hall son una orgía de talento; los interiores —espaciosos, desolados, polvorientos— envuelven al espectador y lo transportan a la olvidada tierra de los Cárpatos. La enorme y abierta escalera fue una genuina obra maestra de concepción espacio-lumínica, un trabajo realizado a dúo con el operador Karl Freund (ese monstruo de la cámara —luego director— nacido en Koeniginhof, Bohemia, el 16 de enero de 1890), de modo que todo el campo visual contenido en el cuadro se vuelve una fiesta para los sentidos. Esa escalera sería “homenajeada” por Kenneth Brannagh en su filme de 1994, Mary Shelley’s Frankenstein, en la que el diseñador Tim Harvey presenta una imponente réplica descomunal, la que domina toda la sala central de la mansión Frankenstein. Volviendo a la cinta que nos ocupa, el formato 1:33.1 parece concebido para esos espacios (aunque es al revés, claro), y para cuando el conde se regocija del aullido de los lobos, diciéndole a Harker que se trata de la “música de los hijos de la noche”, la platea queda literalmente hipnotizada. Lamentablemente, apenas la acción se traslada a Londres, las cosas cambian y la narración se torna lenta, morosa, poco interesante y —en definitiva— decepcionante.
Pero si el filme aun amerita interés es por el inconfundible “estilo” que deja instaurado desde entonces. Lugosi, que ya hablaba inglés con fluidez, se regodea en arrastrar las sílabas, alargar las palabras y engolar la garganta a la hora de profundizar su acento magiar. Su forma, única en verdad, de decir “i---am---Dráaa----cuuu----laa” se volvió antológica. Su mirada, penetrante y lasciva, fue copiada hasta el cansancio; y por supuesto, el magnífico vestuario, decididamente pre-victoriano para el conde, con su levita impecable y su majestuosa (y mil veces imitada) capa, marca de fábrica para la posteridad. Cuando Lugosi se inclina sobre la cama en que duerme Lucy Weston (Frances Dade), aprestándose a hacerla su víctima, la imagen es tan poderosa que queda grabada en la retina. Como solía pasar en los ‘30s, algunos filmes se rodaban también en versión castellana, con actores y técnicos mexicanos en su mayoría, destinadas al mercado sudamericano, y este Drácula no sería la excepción. Con dirección de George Melford y protagónico de Carlos Villarías, la mencionamos porque los historiadores del cine están universalmente de acuerdo en que la versión latina, que se rodaba a partir de las 19:00 hs y hasta casi la madrugada en los mismos sets, resultó más vívida, menos estática e incluso más aterradora que la “oficial”.

UNA NUEVA ETAPA: LOS AÑOS’40s y ‘50s

            El siniestro conde desaparecería de las pantallas hasta 1943, cuando retornaría en otra producción de la Universal, The Son of Dracula, de Robert Siodmak (The Killers, 1946). Protagonizada por Lon Chaney Jr., hijo del gran intérprete del terror durante el mudo (The Phantom of the Opera, 1925/ The Hunchback of Notre Dame, 1923/ The Monster, 1925), presentaba a un refinado conde llamado Alucard (obvio, Drácula al revés) que se mudaba al sur profundo de EE UU para hacer de las suyas. Por esas cosas del sistema de producción de la época, el filme se presentó con un título idiota —ya que se trata del conde mismo, no de un hipotético hijo— y una campaña de publicidad deficiente, lo que petardeó sus posibilidades comerciales. Sin embargo, se mantiene como una obra mayor, notablemente superior a su antecesora, de rico ambiente y sutil atmósfera. Vale la pena rescatarla. Al siguiente año, 1944, Jonn Carradine (padre de los también actores David —“Kung Fu”— Keith, Robert y Bruce) se puso en la piel del vampiro en House of Frankenstein (Erle C. Kenton), curiosa película basada en el relato The Devil’s Brood de Curt Siodmak (hermano de Robert, citado más arriba), en la que se mezclaban varios de los personajes clásicos del horror. Cuasi episódica y despareja, la cinta contaba con el conde en la primera parte, considerada la mejor, fundamentalmente por la muy destacada performance del protagonista. De allí en más la cosa iría cuesta abajo, al menos en lo que a seriedad concierne: House of Dracula (1945, E. C. Kenton) ponía otra vez al veterano Carradine en la piel del chupasangre, pero ahora incluso con menos consistencia dramática que su antecesora. Y si eso resultó malo, bueno, no quieran saber lo que vino después. Que no fue otra cosa que el esperado regreso de Bela Lugosi a su tan amado rol, aunque en condiciones poco menos que deshonrosas: Abbott & Costello meet Frankenstein (1948, Charles Barton) fue, sin duda alguna, la mejor de la decena de películas del dúo cómico integrado por los inolvidables Bud Abbott y Lou Costello, “el Gordo y el Flaco”; pero eso no quita que ver al vapuleado Lugosi —intentando transplantar el cerebro de Costello en el cráneo de la criatura de Frankenstein— nos cause vergüenza ajena. No tiene nada que ver con la calidad del filme, sino con el hecho de que el actor no estaba para eso; y para colmo, ni el tono ni la estética de la cinta permitían esto que hoy día nos resulta tan familiar, que actores célebres y de carácter realicen una participación especial en comedias descerebradas. En Fin...

            Como decíamos, con los albores de la década de los ‘50s el Príncipe de las Tinieblas abandonaría temporalmente las pantallas de habla inglesa para mudarse a cinematografías como la italiana y la española. Pero, de hecho, olviden que lo mencionamos: ignoren este párrafo. Porque fueron un puñado de cintas producto del fernet en una tarde de verano en Italia, y de tapas bien regadas con maderna en la tierra de Franco. Paul Naschy, suerte de Nathán Pinzón hispánico pero con algo más de prestigio, interpretó alguna de ellas, aunque su verdadera pasión era el “hombre lobo”, ya que le permitía maquillarse él mismo, su verdadera especialidad. Las pelis italianas, por su parte, no fueron otra cosa que antecesoras de sus primas de los ‘70s, meras excusas para mostrar damiselas con las tetas al aire. Por lo demás, hasta en Turquía recalaría nuestro conde, que haría de las suyas en Drakula Istanbulda (1953), siendo allí personificado por el actor Atif Kaptan. (¡Encantado, mucho gusto...!) Que podemos decir, fue una década para todos los gustos. En México, por caso, una comedieta de terror dirigida por un tal Soler (vean, ni su nombre de pila conseguimos!!), titulada El Castillo de Drácula (1957), presentaba a Germán Robles, futuro actor de telenovelas, como el funesto vampiro. Ese mismo año nuestro murciélago retornaría a EE UU con Blood of Dracula, mamotreto soporífero supuestamente dirigido por Herbert L. Strock en el que un tal Jerry Blaine encarnaba al personaje de marras. Al año siguiente (1958), clave en nuestra historia, se estrena The Return of Dracula, con dirección de Paul Landres y protagonizada por Francis Lederer. Todo seguía siendo un negocio de clase ‘B’, en el que la Universal apenas si cedía los derechos de su personaje más por cortesía que por lucro; después de todo, muchas de esas productoras independientes veían distribuidas sus cintas por el mismo Estudio, que así cerraba el círculo del negocio. Pero decíamos antes que 1958 había sido un año clave para el monstruo de Transilvania, y nada podría ser menos cierto. ¿Por qué?

LA HAMMER ABRE LA CRIPTA

            Pues porque ese año, a todo color y en 35 mm, Inglaterra se sacudía el polvo de la modorra y de la mano de la inolvidable Hammer Film Production estrenaba Dracula, retitulada para EE UU y Latinoamérica como Horror of Dracula. Dirigida por el realizador estrella del Estudio, el gran Terence Fisher (Londres, 23 de febrero de 1904 - 18 de junio de 1980), el film no solo puso en el mapa a la compañía de Michael Carreras y Anthony Hinds (vean aquí nuestro artículo acerca de la Hammer), sino que renovó por completo la estética, la gramática narrativa y la semántica misma del género de terror cinematográfico. En cuanto a Drácula en sí, resultó una auténtica revolución para el personaje. Clásica y moderna a la vez, explícita y victoriana, directa pero sugerente, la película fue un auténtico triunfo que dio la razón a los directivos de la empresa y a sus productores de confianza, Anthony Nelson-Keys y Aida Young, entre otros. Con un impecable guión de Jimmy Sangster, quien llegó a ser parte del inventario de la empresa —a la que se unió casi desde sus inicios, en calidad de Asistente de Dirección— El Horror de Drácula lanzaba por la borda la trama de la novela de Stoker y se tomaba más de una bienvenida licencia. Primero de todo, geográfica: por una misteriosa razón, la acción pasaba a transcurrir en Austria primero (la tierra del conde) y Alemania después (donde viven Arthur Holmwood, su esposa y su hija Lucy). Esta referencia geográfica —la del imperio Austro-Húngaro al final del siglo XIX como hogar del vampiro— se mantendrá a lo largo de toda la historia posterior de la Hammer; y no sólo para las cintas del personaje, sino para todas las otras que presentaron diferentes vampiros, tales como Kiss of the Vampire (1963, Don Sharp) o Twins of Evil (1972, John Hough). Segundo, la profunda libertad temático-moral de su trama. El vampiro (un impecable y aterrador Christopher Lee), ahora todo un caballero victoriano, seductor y sofisticado, se transforma —sin embargo— en un monstruo lascivo y feroz, un animal capaz de todo por su presa. Inteligente y perspicaz, ya en Karlsbad les tiende una trampa a Van Helsing y Holmwood digna de la inteligencia de Holmes. En cuanto a su némesis, la llegada del enorme e inolvidable Peter Cushing a la Hammer fue uno de los aciertos más grandes de la historia del cine. Aplomado, con enorme e indudable autoridad en pantalla, se adueña por completo del personaje de Van Helsing, al que brinda convicción, sobriedad y un cierto encanto que lo convierte casi en el dueño exclusivo del show, incluso en desmedro del personaje del título. James Bernard, músico fijo del estudio —junto a Philip Martell— compuso un score maravilloso y electrizante, la iluminación y la fotografía de Jack Asher resultaron sencillamente perfectas, y los decorados de Bernard Robinson —otra gema de la Hammer— le brindaron al filme un ambiente único e irrepetible. En términos futboleros, un golazo olímpico difícil de repetir.

            A partir de aquí, la historia del personaje estaría indefectiblemente asociada a la compañía británica. En nuestro artículo ya mencionado evitamos profundizar en las cintas acerca de Drácula precisamente porque ya planeábamos este trabajo y no deseábamos repetirnos. Así entonces, luego de Horror of Drácula, la empresa le daría un inesperado descanso al conde —embarcada como estaba en una catarata de filmes de género, incluyendo al mejor Holmes de todos los tiempos, The Hound of the Baskervilles (1959, Terence Fisher)— quien no retornaría a la pantalla sino hasta 1966 en Dracula, Prince of Darkness, también de Fisher y sin el concurso de Cushing. El filme se rodó en pantalla ancha (TechniScope) y con una producción muy sólida, pero lo que realmente importa son esos momentos únicos que tan sólo la Hammer sabía y podía proveer, tales como la resurrección de Drácula, una secuencia escalofriante y creativa que si hubiera contado, además, con la perfección en F/X de hoy día hubiera dejado escalofriada y con insomnio a media Europa. Los personajes, como siempre, son ricos en matices y observaciones sociales, pero las palmas se las lleva el fraile del actor Andrew Kier, clérigo de armas tomar que conoce muy bien el poder del enemigo.

            Pero claro, una vez que la Hammer lanzó la botella al mar ya no hubo vuelta atrás. Tuvimos Draculines y Draculones para todos los gustos: desde el propio Lee tomándose el pelo en una comedia italiana, Tempi Duri per i Vampiri (1959, G. Steno), hasta un filme coreano titulado Ahkea Khots (1961, Y. Lee) en la que Drácula era interpretado por Yechoon Lee; pasando luego por la norteamericana Billy The Kid vs Dracula (1966, William Beaudine), con el veterano Carradine nuevamente en la piel del conde, hasta una bazofia clase Z titulada The Worst Crime of All (1966, Lamb), presentando a un ignoto actorzuelo llamado Pluto Fleix encarnando a nuestro transilvano favorito. De aquí en más la lista es larga y sólo puede aburrir; valga —por mera diversión— citar los casos más bizarros, tales como la mexicana El Vampiro y el Sexo (1968, René Cardona) con Aldo Monti como el conde, o la coproducción hispano-alemana Vampiros Lesbos (1970, Franco Monera), con Dennis Price en el rol de marras. De idéntica nacionalidad provenía Nachst, Wenn Dracula Erwacht (1970, Jesús Franco) que presentaba a Christopher Lee en su papel más querido (esos sí, horriblemente doblado tanto al alemán como al español); así como de Japón llegaba Chi o Su Me (1972, Michio Yamamoto) con Mori Kisluda como el temido vampiro; y otra vez de España arribaba el mítico Paul Naschy con El Gran Amor del Conde Drácula (1972, Javier Aguirre), mientras que León Klimowsky dirigía a nuestro recordado Narciso Ibáñez Menta en La saga de los Drácula (España, 1972); y así podríamos seguir hasta casi el infinito. Y esto apenas en cuanto al personaje en cuestión, ya que la ola de filmes sobre vampiros que se desató durante los años ‘60s y ‘70s fue realmente imparable.

            Pero volvamos a los filmes que valen la pena reseñar. En 1968 la Hammer expulsaba nuevamente de su tumba al fúnebre conde para presentarlo en Dracula Has Risen From The Grave, de Freddie Francis. Drácula Vuelve de la Tumba puede considerarse sin pudor alguno la mejor de toda la saga, incluso más que la joyita de 1958 que lo empezó todo. Con el pulso de un director de fuste, de quien ya nos ocupamos ampliamente en nuestro citado artículo sobre la Hammer, el filme destaca por la inteligencia y el correcto balance de los ingredientes del guión, un trabajo sencillamente perfecto de John Elder. Incluso se permite presentar a un clérigo cobarde cuya voluntad es abducida por el maléfico Drácula, quien lo utiliza para ejecutar su venganza hacia María, la sobrina del Monseñor que exorcizó  y bendijo su castillo. El estudio de personajes es quizás el más rico de la saga y contiene, además, algunos momentos ciertamente escalofriantes. Elder mostraría idéntico interés en el estudio de las ambiguas personalidades de sus criaturas en el siguiente filme, que también escribió, Taste The Blood of Drácula (1970, Peter Sasdy). Aunque menos perfecto y con algunas lagunas en cuanto al sostenimiento de los climas, Prueba la Sangre de Drácula es, sin embargo, feroz en su pintura de cierta moral pos victoriana en la clase alta inglesa. Geoffrey Keen encarna a un agresivo, machista y puritano jefe de familia, capaz de anatemizar a su hija por tan sólo saludar a un muchacho en el patio de la iglesia, quien —amparado en la excusa de una obra mensual de caridad— acude al más selecto y privado burdel de Londres en busca de sexo, drogas y degradación. Lo hace en compañía de sus dos mejores amigos, a los que en público finge despreciar, también ellos acomodados miembros de la alta sociedad. En el burdel se topan con un noble venido a menos, un practicante de las artes oscuras que les promete —a cambio de dinero— una experiencia sensorial inigualable. El ritual, que en realidad es una treta de Lord Courtley para revivir a Drácula, sale mal en apariencia y los complotados lo asesinan a bastonazos, así como se lee. Claro, los tres se comprometen a no decir una palabra y huyen de la capilla abandonada sin saber que en realidad el conde logra volver a la vida. Este se vengará de ellos por haber eliminado a su sirviente de ultratumba en sus hijas e hijos. Sinceramente, el filme hubiera sido mucho mejor sin Lee como el conde, ya que todo lo anterior se sostiene mucho mejor sin la necesidad de introducir al personaje de Stoker. Con esta, que aunque despareja sigue siendo —insistimos— una muy buena cinta, concluye la etapa más fértil para Drácula. Los años ‘70s serán los de la desaparición de la productora  Hammer y el cine internacional irá mutando tanto en estilos como en modas, generando una transición hacia nuevos horizontes. Vayamos a su encuentro.

DRÁCULA Y LA MODERNIDAD BEATNIK

            Las nuevas tendencias, entre ellas el hippismo con su apertura hacia las minorías étnicas y sexuales, indujeron al cine a explorar caminos poco o nada transitados. En la línea del blacksplotation, el movimiento de filmes de y para la comunidad negra americana —usualmente policiales descarnados y con altas dosis de sexo, de entre los que destacó Shaft (1971, Gordon Parks Sr.)— surgió una película producida por la abominable American Internacional Pictures de Samuel Z. Arkoff, Blacula (1972, William Crain), cinta que mencionamos puesto que se abre con el mismísimo conde (Charles MacCauley) recibiendo en Transilvania al rey africano Mamawalde (William Marshall), quien acude a protestar por la práctica de la cacería de esclavos (¡!). Claro que el vampiro se burla de él y lo maldice convirtiéndolo en un no-muerto, no sin antes cenarse a su bella esposa y reina. El filme tuvo una secuela, pero la pobre calidad de ambas apenas si permite mencionarlas a modo de curiosidad socio-cultural, una radiografía de su tiempo y las vicisitudes políticas que le eran propias. La primera producción de la década (por fuera de las de la Hammer, se entiende) contó con el sello del artista plástico y figura pop Andy Warhol —quien por entonces produjo, dirigió y auspició una serie de filmes enmarcados en una estética voyeurística y extrema del Cinéma Vèrité— titulado (según el país) Andy Warhol’s Dracula, Blood from Dracula o Young Dracula. Coproducción franco italiana de 1974 dirigida por Paul Morrissey (personaje ecléctico que incluso llegó a ser, durante un tiempo, manager del grupo The Velvet Underground), la cinta cuenta con un jovencísimo Udo Kier (en su segundo filme) en la piel de un Drácula al borde de la muerte, dado que para sobrevivir debe beber sangre de vírgenes y nadie en su Transilvania natal se acerca siquiera a su castillo (ni mucho menos quedan vírgenes!). Su sirviente humano cree que siendo Italia una nación ultra católica allí podrá hallar jovencitas de familias nobles todavía puras. Se equivoca de cabo a rabo. Apenas arribados a la tierra de Dante, con la vida del Conde pendiendo de un hilo, son recibidos en la mansión de un aristócrata venido a menos por su ludopatía (genial Vittorio de Sica), quien cuenta con tres hijas solteras a cual más peculiar. Dos son unas degeneradas que se acuestan con el único empleado de la familia (un fanático comunista que con cada coito cree estar vengando al proletariado de las humillaciones sufridas por parte de la oligarquía) y también entre ellas, cómo no!!! La tercera, una reprimida que esconde una locura importante, asiste en silencio a la degradación cada vez más marcada de su familia. Si bien no tiene sustos, la parte final está impregnada del mejor gore bizarro, a puro miembro amputado chorreando sangre a borbotones; pero lo interesante es cómo este monstruo impío —con intenciones todavía más abominables— resulta apenas un títere en medio de un drama acerca de la inexorable decadencia cultural y política de una sociedad dividida. Las alegorías ideológicas resultan evidentes y se disfrutan mucho, pero lo cierto es que el filme podría haber funcionado igual con un vampiro diferente, mientras que la icónica presencia de nuestro célebre personaje genera expectativas que la cinta no puede satisfacer.

            De Inglaterra llegaba en 1974 Vampira (en EE UU Old Dracula), comedia de horror dirigida por Clive Donner en la que un ya envejecido David Niven (The Pink Panther, 1964/ Stairway to Heaven, 1946) interpretaba al conde de marras. El tipo de humor de la cinta evidenciaba el por qué una parte importante de la audiencia comenzaba a darle la espalda a los productos de la Hammer; los tiempos estaban cambiando rápidamente y la juventud buscaba caminos alternativos a todo lo que tuviera la firma cultural de sus mayores. Fue una generación que —entre porros y sexo libre (¡Que envidia!)— leyó a Bukowski, Vonnegut, Pinter o Arden, y su concepto de revolución (recuerden que el Mayo Francés ya había pasado hacía rato) tenía menos que ver con la dialéctica clásica de “izquierdas-derechas” que con una nueva mirada holística, centrada en la transformación de las conciencias como condición a priori para el cambio social. Pero continuemos. En EE UU la década de los ‘70s también mostró una cara seria y para nada bizarra respecto de nuestro personaje fetiche; nos referimos a Dracula (1973), la perlita producida y dirigida por el talentosísimo Dan Curtis, creador de clásicos como la serie Dark Shadows o The Night Strangler (1972), en la que presentaba a su personaje Kolchack (Darren McGavin), un periodista que se topaba con lo oculto y que luego contaría con una breve serie propia. Filme pensado para tevé, afortunadamente acabó estrenándose en cines gracias a la presión de su productor y director. Escrita por el novelista Richard Matheson (guionista, entre otras, de Dr. Terror´s House of Horrors, 1965/ Torture Garden, 1968 / The Skull, 1965), la cinta presentaba a Jack Palance en el rol principal, brindando una actuación perfecta como un monstruo cruel pero cuasi patético —una víctima del destino— quien en realidad parece vengarse de la fatalidad con cada crimen. De hecho, su punto de partida (el conde reencuentra a una mujer idéntica a su amada cruelmente muerta hace siglos, una premisa totalmente original de Matheson) fue literalmente clonada por el indigno James V. Hart para el sobre valorado filme de Coppola de 1992, sobre el que ya nos explayaremos.
Dicha performance, insistimos, se unía a una ambientación magnífica, arropada con una fotografía excepcional —rica en toques góticos— y una dirección igualmente impecable. Pero sería  un oasis en medio del desierto. Ya antes, en 1971, se presentaba otra comedia de terror, Dracula vs Frankenstein (Al Adamson), cuyo único interés consistía en contar con las respectivas últimas actuaciones de dos muy buenos actores maltratados por la industria, J. Carroll Naish y Lon Chaney Jr. Y de vuelta con la Hammer, hallamos que el mítico estudio estrenaba en 1970 Scars of Drácula (Roy Ward Baker) —mismo año de Taste the Blood of...., ya comentada más arriba— filme entretenido pero desparejo, con buenos momentos y un notable clima, que sin embargo sufre ya de cierto inexorable agotamiento creativo. Sin embargo, es un producto muy disfrutable que contiene una perlita extra cinematográfica, la actuación de Patrick Troughton (actor fijo de la empresa), quien interpretó nada menos que al segundo Doctor, el sucesor del original William Hartnell en la mítica serie de la BBC Dr. Who. La Hammer, decíamos, vende sus estudios de Bran a causa del acuerdo comercial (y parcial fusión) con EMI, ABC y —en menor medida— con la Rank Organization, ,por lo que deja así de ser un Estudio propiamente dicho para tornarse sólo una compañía productora, y una que ya no distribuía sus propios filmes en territorio británico, lo que la debilitó de cara a la merma de recaudación en taquilla. Pero dieron pelea, y esa batalla los motivó a una andanada final que no siempre estuvo a la altura de los nuevos vientos. En 1972 llegaría Dracula A. D. 1972, un intento por transplantar al conde y su némesis al siglo XX. Dirigida por Alan Gibson y con un equipo técnico renovado, proveniente de la nueva división para tevé de la empresa, el filme ha sido injustamente denostado en su tiempo. Tiene un prólogo muy extraño, ubicado a finales del siglo XIX, que justificará tanto la resurrección del transilvano en plena Londres de 1972 como la permanencia del linaje Van Helsing. Con el regreso de Peter Cushing luego de ausentarse en las dos cintas previas de la serie, la escena de la fiesta beatnik —con banda de rock progresivo, sexo a espuertas y drogas aquí y allá— fue un claro ejemplo del signo de los tiempos: o Drácula volvía a sus raíces literarias o corría el riesgo de tornarse apenas una careta para Halloween. Con altibajos, pero también con un par de aciertos que la dignifican, resultó un intento híbrido que debió concluir con la saga, pero no fue así. Al siguiente año (1973), la Hammer ofrece The Satanic Rites of Dracula (en EE UU Count Dracula and his Vampire Bride), otra vez con Gibson detrás de cámara y con un guión definitivamente mediocre. Ubicada de nuevo en la actualidad y con ambos protagonistas evidentemente agotados de exprimir la misma naranja, la copia disponible en la web (en versión BDRip  1080p) presenta la totalidad de su metraje original y el correcto orden de montaje —lo que no sucedía con la edición en DVD— y eso la mejora sensiblemente; pero aun así permanece como un ejercicio fútil de salvataje sin red.

            La década se despediría a ambos lados del Atlántico con más humor y ningún rumbo claro definido. Amor al Primer Mordisco (Love at First Bite, 1979, Stan Dragoti) fue una cinta que reverdeció la carrera de George Hamilton en la piel de un Drácula que hacía reír con ganas. Hoy ha envejecido terriblemente, pero en su momento fue una comedia tonta pero muy efectiva, muy superior a su sucesora en el tiempo, el primer gran fiasco del querido Mel Brooks: Drácula, Muerto Pero Feliz (Dracula: Dead and Living It, 1995), pobre comedia sin gracia en la que dos grandes actores como Leslie Nielsen y Peter MacNicol naufragaban sin remedio. Por cierto, la despedida de los años ‘70s resultaría tan desconcertante como sorpresiva, ya que el estreno de Dracula, en 1979, pondría las cosas en su lugar: dirigida con pulso ejemplar por el inglés John Badham (Cortocircuito, 1986/ Fiebre de Sábado por la Noche, 1977/ Juegos de Guerra, 1983), la película sigue siendo hoy día una obra maestra de indudable buen gusto, espíritu victoriano, actuaciones perfectas y ambientación sobrecogedora. Basada en la obra teatral de Broadway que en Argentina adaptó, protagonizó y dirigió el recordado Sergio Renán, la cinta recupera con fortuna el espíritu de los primeros filmes históricos del personaje, y para ello cuenta con el arma secreta de la soberbia actuación de Frank Langella como Drácula —quien llevaba más de dos años interpretándolo en Broadway, de modo que lo conocía al dedillo— y el portentoso trabajo de Albert Whitlock, responsable de la dirección de arte y de las pinturas matté que completaron el aspecto siniestro de la Abadía de Carfax.
grabado de Vlad Tepes
Junto a Lord Lawrence Olivier, Donald Pleasense y Kate Nelligan, Langella construye un personaje tridimensional, hipnótico y absorbente. La recomendamos vivamente y a voz en cuello, ya que es, sin duda alguna, una de las tres mejores versiones del personaje de toda la historia del cine. Por oposición, el año anterior se lanzaba Nocturna (1978, Harry Tampa, pseudónimo de Harry Hurwitz), bazofia irredenta que presentaba a un ya casi agonizante John Carradine como el Conde, quien al ser acosado por el fisco convierte su castillo en una disco para poder pagar los impuestos: ¡Dios, perdónalos!!!!!! Cuando menos, el rumano Nastase rodaba en 1979 Vlad Tepes, un filme que intentaba presentar la versión histórica real, retratando toda la crueldad del personaje, a cargo —esta vez— del actor Stefan Sileanu. Pero no podemos cerrar el capítulo de esta década sin mencionar Zoltan: Hound of Dracula (o Dracula’s Dog, 1978; Albert Band), cinta bastante digna (basada en una novela publicada a principios de los ‘70s) en la que el conde aparece brevemente en la piel de Michael Pataki. Un poco antes, en 1976, Christopher Lee se prestaba para una coproducción franco-alemana, suerte de comedia dramática de horror, titulada Dracula, Pere et Fils, dirigida (es un decir) por Edouard Molinaro. También en 1979, como la citada versión Langella/Badham, Werner Herzog conducía a su actor fetiche, Klaus Kinski, en la remake de Nosferatu The Vampyre (Alemania Occidental), brillante adaptación de la novela de Stoker y superlativa revisión del clásico de Murnau que encabezó nuestro trabajo. Dueña de unas imágenes de poderosas y escalofriantes resonancias, tales como Londres invadida por las ratas, y con actuaciones tan perfectas como las de Isabelle Adjani y Bruno Ganz, ahora sí el personaje central pasaba a  llamarse Drácula, ya que para entonces se habían liberado los derechos reservados de autor, que por acuerdo internacional perduran por 75 años desde la publicación original de la obra, tiempo tras el cual pasan al dominio público. Pero ahora, lamentablemente, los ‘80s se acercaban con muy poco para dar en el universo del príncipe de los no-muertos-

DE LOS ‘80s A LOS ‘90s: LA FUENTE ESTÁ SECA

            En EE UU nuestro bloodsucker preferido debutó en el mismísimo año de 1980, con Dracula’s Last Rites (J. Paris), protagonizada por el ignoto Gerald Fielding y carente de todo interés estético o temático; de hecho, se trataba de un filme clase Z y media, tan olvidable como prescindible. En Grecia, el actor Kostas Soumas se ponía en la piel del conde para Dracula Tam Exarchia (1983) —de la que nada sabemos, por cierto— momento desde el cual se producirá una enorme laguna que llegará hasta 1989, cuando se estrenen Nosferatu in Venice (Augusto Caminito), secuela mediocre y oportunista con Kinski otra vez en la piel de Drácula; To Die For (USA, Deran Sarafian), ubicada en el tiempo presente y con un vampiro llamado Vlad Tepesh (o sea, nuestro conocido chupasangre); y por último Dracula’s Widow, extraña cinta dirigida por Christopher Coppola —sobrino de Francis Ford— en la que se ve al conde apenas unos instantes antes de su deceso. En este decenio los vampiros prosperaron en la gran pantalla con mayor o menor fortuna, pero tratándose siempre de personajes diferentes, no del añejo conde transilvano. Ejemplos hay a raudales, pero baste citar a Once Bitten (1985, Howard Storm) en la que un ignoto Jim Carrey, adolescente de preparatoria, era seducido y mordido por la sexy vampiro que interpretaba la talentosa Lauren Hutton; o la genial Fright Night, la sensacional perlita de Tom Holland estrenada ese mismo año y que ya reseñamos en nuestro blog.

            La década de los ‘90s no tendría lugar para nuestro vampiro en sus pantallas, al menos no con dignidad. Fue precisamente Francis Ford Coppola, el tío del citado Christopher, quien traería de regreso a nuestro no-muerto en una gran producción (en lo económico, claro) que merece, sin dudas, unas cuantas líneas de comentario. Bram Stoker’s Dracula (1992) fue una absoluta, total, completa e integral decepción. Un saco vacío con formato de película, un frustrante alarde narcisista con pretensiones artísticas jamás satisfechas, un pastiche kitsch obsoleto y desangelado, una locura cinematográfica sin sentido ni norte —en fin— un desperdicio total e imperdonable de talento. Porque en potencia lo había, quien puede negarlo, comenzando por un grupo de actores geniales (el soberbio Richard E. Grant, el talentoso Anthony Hopkins, el gran Gary Oldman), siguiendo por el director de El Padrino y Apocalypse Now, y concluyendo con un equipo técnico de lujo (Michael Ballhaus en la fotografía, Garrett Lewis en los decorados); pero la mayor tragedia del filme estribó en el esperpéntico y atroz guión del asesino James V. Hart, un criminal que pulverizó todas las fortalezas de la novela convirtiéndolas en debilidades, alteró las personalidades de los personajes hasta límites intolerables (Harker es aquí un debilucho moral y un pusilánime; Van Helsing se convierte en un maníaco obsesivo-depresivo —un desquiciado más peligroso que el vampiro—; Mina es mostrada como una putita lasciva amante del monstruo —para peor con serias debilidades morales y de carácter, todo lo opuesto a la gran dama y heroína de la novela—; el Dr. Seward es un drogadicto estrambótico, etc, etc.), y que además —¡oh pecado supremo!— transformó al protagonista en un ser torturado por la pérdida de su esposa, por cuyo amor se habría transformado en no-muerto, convirtiendo a su maldad en una simple consecuencia de la traición de terceros. La de Oldman fue una actuación muy buena —al menos en los términos que le pedía el guión— y no es suya la culpa del resultado final; está claro que Coppola se había fumado una cortina de baño enrollada y sus efectos lo llevaron a marcarle una performance desquiciada, extrema, sobrecargada, acorde con el delirante estilo visual y narrativo que le imprimió al filme, que apenas si cuenta con la secuencia inicial en Transilvania (la batalla contra los turcos) como una auténtica perla a rescatar. El problema por entonces fue la crítica, en nuestro país representada por la  polémica revista El Amante (que dirigía Quintín), un guetto ilustrado donde se escondía la joven guardia de la crítica elitista, pedante, narcisista y auto referencial, un grupo de cronistas practicantes del peor onanismo intelectual. Ellos fueron la punta de lanza de un grupo de snobs que elogiaron y exaltaron los supuestos valores de esta cinta fraudulenta, llena de efectos vacuos y repetitivos (los constantes fundidos en objetos esféricos, los ojos sobreimpresos en carruajes, vagones, etc., la niebla asfixiante, las tomas en plano inclinado, y siguen las firmas), de actuaciones injustificadamente desmesuradas, y —finalmente— lo peor de lo peor: que aun habiendo incluido a Stoker en el título, a fin de validar el hecho de que esta sería supuestamente la primera adaptación fiel de la novela, se hizo exactamente lo contrario, travestirla por completo hasta el punto de presentar una trama absurda y confusa que ni siquiera se parecía en absoluto a su fuente literaria. La cuestión de El Amante y el tipo de críticos que por entonces estaba prohijando (y con ellos la inevitable influencia sobre las políticas culturales que han tenido y tienen, cosa demostrada por los hechos y la historia), nos es particularmente urticante porque ello tiene todo que ver con las tempestades que estamos cosechando hoy día. Nuestro cine nacional podría crecer tanto temática como estilísticamente sin los herederos de ese estilo, quienes llevan años elogiando, apadrinando y acompañando a los festivales internacionales (con el dinero de nuestros impuestos, claro está) filmes soporíferos y anticinematográficos a los que se vende como la vanguardia absoluta del séptimo arte. Ellos, en concordancia con las históricas malas gestiones del INCAA, le impiden crecer a un cine que podría (y debería) ser a la vez comercial, de género y de alta y constante calidad. Pero esto es tema de otro artículo, que de seguro ya vendrá. Sigamos con Drácula.

DRÁCULA SIGLO XXI

            Volviendo, pues, a la razón y la ecuanimidad, hallamos que el recorrido de Drácula en el cine de los ‘90s llegó apenas hasta la cinta ya analizada. En el resto del mundo siguieron realizándose filmes con su nombre en el título, pero no fueron otra cosa que explotaciones de marca, para así camuflar sátiras, cintas eróticas, comedias disparatadas y tonterías por el estilo. La traición de Coppola sería por mucho tiempo la última encarnación del vampiro de los Cárpatos. Y así entonces, dado que el almanaque no perdona ni se detiene, llegamos al siglo XXI, la tierra de promisión del vampirismo, sólo que esta vez eso quiere decir “vampirizar” ideas, argumentos y otros filmes. Con una capacidad técnica inaudita, que permite tornar creíble cualquier cosa que se pretenda plasmar en pantalla, nuestra época —sin embargo— carece de ideas propias, creatividad o siquiera profundidad temática. El undead más célebre del mundo no podía escapar a estos tiempos líquidos, y su retorno al cine contemporáneo no se ha retrasado por pudor creativo ni por una cierta carencia de ideas. La cuestión es más sencilla: Drácula no permite —cuando menos a priori— un despliegue de F/X digitales dignos de El Señor de los Anillos o los filmes de Marvel Studios. Pero claro está, si se le inyectan algunas variaciones temáticas ciertamente peligrosas, el personaje permite la incorporación de estos convidados de piedra llamados CGI, aserto que demostró sin pudores el bueno de Stephen Sommers (The Mummy, 1999/ G.I.Joe, 2009), quien escribió y dirigió la fallida Van Helsing (2004), adaptación del cómic homónimo de la empresa Vértigo. Exceptuando la introducción, una joyita rodada en blanco y negro que demuestra que el director tiene talento y La Momia no le salió por azar, la cinta desperdicia por completo a Drácula (personaje sin espesor alguno), a la criatura de Frankenstein y —lo que es peor— a la mismísima Kate Beckinsale, la británica más bella del mundo que es —a la vez— una gran actriz y que aquí apenas si aporta su mirada profunda y su inigualable presencia en pantalla. Pero sea cual haya sido el resultado, lo cierto es que esta producción marcó un camino que dejó abierta una puerta para el conde y su reunión con el cine pochoclo posmoderno.  


            Esa puerta la aprovechó el director Gary Shore, quien en 2014 brindó Dracula Untold (Drácula Jamás Contado), extraño y muy buen filme con guión de Matt Sazama y Burke Sharpless (los creadores, productores y co autores de la reciente remake de Perdidos en el Espacio, Lost in Space 2018, reseñada ya en este blog), que tuvo a Luke Evans en el rol principal. La trama presenta al príncipe Vlad en términos realistas, como un señor feudal casado y amante de su familia, esencialmente bueno y noble, que se verá contra la espada y la pared cuando el sultán otomano le exija entregar a su primogénito como tributo  para engrosar las tropas de los jenízaros, cruel costumbre del Imperio Turco. De no obedecer, la población al cuidado de Vlad será arrasada. Pero el noble valaco halla una salida, que es penetrar en una cueva prohibida dónde se supone mora un ser maligno y ancestral. En efecto, allí sobrevive un amo vampiro interpretado por el veterano Charles Dance (Pascali’s Island, 1988/ Lord Lannister en Games of Thrones/ China Moon, 1994), quien pactará con el príncipe para convertirlo en no-muerto (para así pelear con los poderes que ello le confiera) a cambio de algo que no conviene revelar. De una duración sorprendentemente breve, con buenas actuaciones y una trama disfrutable y bien en línea con una tradición romántica casi olvidada, Dracula Untold utiliza sin pudores la tecnología digital pero a cambio de entregar un relato mucho más digno y rescatable. Unos años antes, en cambio (circa 2009), un ya anciano Darío Argento volvía a contar con su hija Asia —con la que mantiene una tortuosa relación— para adaptar, nuevamente, la novela de Stoker. La vimos en una copia en DVD no pirata, sino original, pero de tan mala calidad que causaba vergüenza ajena; lo que no debe ocultar, de todos modos, que el propio filme da vergüenza. Argento parece haber tomado altas dosis de alprazolam a la hora de encarar el proyecto, y absolutamente todo en él luce desarticulado, carente de clima o de siquiera mínima ambientación, falto de organicidad y —fundamentalmente— desganado. Hay que saber retirarse a tiempo, ciertamente.
Por lo demás, sin enumerar apenas un par de producciones que contaron con el nombre y la marca, pero carentes de interés alguno, los 18 años que llevamos transitados del nuevo siglo han entregado poco del conde; las recién citadas —por cierto— más el nuevo chiche de los grandes Estudios, el cine de animación digital. Nuestro otrora demoníaco monstruo ha pasado a divertirse en filmes como Hotel Transilvania, sus secuelas y demás yerbas, en las que los clásicos monstruos de la literatura gótica decimonónica (más otros de diferente origen) se unen para deconstruir su propia mitología en pos de atraer audiencias más cínicas, menos comprometidas y absolutamente carentes de paciencia. Sin embargo, Drácula no ha dado las hurras. Ha estado presente en todas las manifestaciones de la cultura pop occidental, desde el cómic (por caso, era un personaje regular tanto en la versión light como en la adulta de “Vampirella”), la radio (en los ‘30s supo haber seriales radiofónicos con el personaje) y la televisión. Para los nostálgicos de nuestra tele, les recordamos cómo Juan Carlos Calabró interpretaba a Van Helsing en la adaptación cómica de la novela, que iba por Canal 13 en su ciclo Calabromas (allá por principios de los ‘80s). Continuaba en cada emisión y el Conde era interpretado por el actor Juan Díaz "Cuchuflito" (Jaimito Cohen posteriormente), quien se hacía pasar por el Sr. Ladracu, obvio anagrama “al vesre” típicamente porteño. Sinceramente, el envío era realmente muy digno, tenía coherencia dramática y un aséptico humor familiar, pero muy bueno y disfrutable. Pero en fin, hoy es apenas una rémora de nostalgia. Además, hablábamos de cine, pero que le vamos a hacer... para los que estamos al borde mismo de sumarle el número 5 a nuestro calendario personal (y aunque los cyberlectores más jóvenes se enojen con este cronista), “todo cine pasado fue mejor”. Claro, no nos rendimos y siempre nos dejamos sorprender por algún que otro producto digno y aceptable, pero la magia, la intensa emoción y el compromiso estético de aquellos filmes inolvidables, los llevaremos siempre con nosotros hasta cerrar los ojos por última vez. Bueno, ¿por última vez...?; si acaso este blog sigue activo más allá de un cierto tiempo prudencial, les aconsejamos llevar siempre encima un espejito: si nuestro nombre en pantalla no se refleja en él, en fin, ya sabrán que hacer. Buenas criptas. Perdón, buenas noches.-


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