por Leonardo Tavani
INTRODUCCIÓN
Si bien los
vampiros habían revoloteado antes por las páginas de la literatura gótica
inglesa (The Vampire, 1821, de John William Polidori / Melmoth
the Wanderer, 1820, de Charles Robert Maturin / Varney the Vampire, or the Feast
of Blood, 1847, de John Malcolm Rymer / Carmilla, 1871, de Joseph
Sheridan Le Fanu), no sería sino hasta la publicación de Drácula —en 1897— que los
no-muertos alcanzarían el status de íconos de la cultura popular occidental que
hasta hoy ostentan. Su autor, el irlandés Abraham “Bram” Stoker (1847-1912)
—esoterista e iniciado en la Hermetic
Order of the Golden Dawn (Orden Hermética del Amanecer Dorado)— se inspiró
en la figura del Voivoda (similar o equivalente a “príncipe”) Vlad Tepes (o
Tsepesch), alias Vlad Drakul y Vlad “el empalador”, quien ocupó por tres veces
el trono de Valaquia durante el último tercio del siglo XV y combatió
ferozmente a los turcos hasta el final de su vida. Sus peculiares hábitos,
entre ellos el de beber la sangre de sus enemigos recientemente ejecutados
—fruto, sin dudas, de prácticas mágicas (nigromancia y necromancia) en las que
estaba iniciado— unido a su proverbial ferocidad en batalla, lo hicieron el
candidato ideal para encarnar al príncipe de los vampiros. Stoker utilizó un
amplio material de estudio que le proveyó su amigo personal y “hermano” en la Orden, el profesor
Arminius de la Universidad de Copenhague, al que se permite nombrar dos veces
en la novela, haciéndolo pasar como colega del ficticio Dr. Van Helsing. Los
detalles acerca de su creación son por demás jugosos, pero deberán quedar para
un blog que trate exclusivamente de literatura; nosotros, de aquí en más, nos
abocaremos a su traspaso a la gran pantalla. ¡A cuidar las carótidas!
EL CHUPASANGRE LLEGA AL CINE
Nuestra historia principia con un
filme singular que, sin embargo, no portaba en ningún lado el nombre “Drácula”.
Nosferatu:
Eine Symphonie des Grauens (Alemania, 1921), la obra maestra de Friedrich
Wilhelm Murnau, adaptaba muy libremente el trabajo de Stoker debido a que la
viuda del escritor se negó de plano a venderle los derechos al director
germano. Por ello el vampiro pasó a llamarse conde Graf Orlok y toda la trama,
insistimos, resultó pura invención. Pero este verdadero monumento expresionista
al arte cinematográfico alemán anterior al fascismo, genuina perla del período
silente, nos servirá como referencia tanto estilística como histórica. El film
de Murnau (Der Knabe in Blau, 1919/ Sunrise, 1927) abrió una puerta
hasta entonces casi inédita (inédita, de hecho: habrá que esperar hasta 1932
—un año después de la versión de Drácula
con Bela Lugosi en EE UU— para que ese enorme genio y pionero del cine danés
que fue Carl Theodor Dreyer (1889-1968), rodara (en coproducción entre Alemania
y Francia) Vampyr, bellísimo y estilizado film basado muy libremente en Carmilla,
de Le Fanu), marcando el camino a todos los cineastas que trataron a posteriori
(y ya en el sonoro, como la citada Vampyr) el tema del vampiro y, en
especial, al personaje de Stoker. Nosferatu se conoce en varias
versiones, de acuerdo a los distintos positivos que se han ido encontrando a
través de las décadas. Lo cierto es que cualquier copia con su duración
original, cercana a las tres horas, se encuentra perdida hasta hoy. El autor no
está al tanto de nuevos descubrimientos posteriores a 2002, año en que se
hallaron significativos fragmentos rescatables que se añadieron a una edición
posterior en DVD.
Antes de continuar, resulta
imperativo citar un filme genial y escalofriante que se da el lujo de
homenajear no sólo al clásico de Murnau, sino —de hecho— a la historia misma de
su rodaje. Shadow of the Vampire (La
Sombra del Vampiro, 2000), obra maestra escrita, coproducida y dirigida por
E. Elias Mehrige, narra de manera magistral una versión alternativa del rodaje
de dicho clásico. En su hipnótica trama,
Murnau —en búsqueda del más profundo realismo— da en plena Europa oriental con
un vampiro real. Pacta con él para que finja llamarse Max Schreck (tal como el
actor real que lo interpretó en la pantalla), actúe su papel y reciba a
posteriori su premio. Que no será otro que cenarse
a la actriz Greta Schroeder, quien en el filme genuino interpretó a Ellen. El
monstruo, en la piel de un sensacional e irreconocible Willem Dafoe (de
actuación antológica) se maravilla con esa extraña tecnología que le permite
algo tan simple como ver el sol y no morir por ello. En fin, podríamos seguir
hasta el infinito hablando de esta joya del séptimo arte, pero deseamos que
baste con citarla para que nuestros lectores se interesen por ella. Así que prosigamos. Como se desprende de lo ya dicho
—entonces— la novela de Stoker no se adaptaría al cine con su propio nombre
sino hasta la llegada del cine sonoro, y ello no ocurriría en Inglaterra,
tierra natal de la obra: sería en Hollywood, de la mano del entonces joven
estudio Universal, el hogar de los monstruos clásicos por antonomasia.
Dracula (recuerden que el nombre no
lleva acento en inglés, sólo en castellano, así que aquí aparecerá
—alternativamente— en ambas formas) se estrenó a mediados de 1931 en el
Pantage de Los Ángeles, causando una verdadera sensación. Estaba
dirigida por un artesano que tuvo grandes dificultades en Hollywood, Tod
Browning, un director con ideas propias que apenas al año siguiente lograría
presentar uno de los mejores filmes bizarros y malditos de todo los tiempos;
mitad drama pasional, mitad policial negro con toques de horror, Freaks
(Fenómenos, 1932) mostraba
impiadosamente a seres con deformaciones y/o alteraciones genéticas de
nacimiento (todos ellos crudamente reales) que eran cruelmente explotados en un
circo abominable. La cinta, polémica y censurada con fiereza, experimentó
cortes, prohibiciones, decomisos de las copias y toda clase de persecuciones
que la dejaron arrumbada en el desván polvoriento de los historiadores del
cine. En los años ‘80s fue rescatada, remasterizada y —afortunadamente—
restaurada en su metraje original. Pero volvamos al conde transilvano. Para el
personaje central hacía falta un actor que le aportara un estilo tan original
como distintivo, y sería Carl Laemmle —el mandamás del estudio— quien sugeriría
(tratándose de Laemmle es difícil pensar en una “sugerencia”) el nombre de Bela
Lugosi. Nacido en Lugos, Hungría, el 20 de octubre de 1882 (de donde adaptó su
apellido artístico, ya que se llamaba en verdad Béla Blasko), era hijo de un
banquero muy bien posicionado y estudió desde muy joven en la Academia de Arte
Dramático de Budapest. Ya en 1901 era parte de la escena teatral de dicha
capital y en 1915 debutaba en el cine, utilizando el seudónimo de Arisztid Olt.
En 1918, cuando la monarquía húngara colapsa y se establece el partido
comunista local, Béla se involucra en política y funda un sindicato de actores.
En 1919 la izquierda es derrotada y ante el temor de que se desatase una
cacería de brujas, Béla abandona su país recalando en Alemania, donde
trabajaría tanto en teatro como en un par de filmes. Emigra hacia EE UU en 1921
y rápidamente se afianza como actor de carácter en los escenarios, además de contar
con algunas esporádicas apariciones en la gran pantalla. En 1927 y luego de
haberla presentado en Broadway, emprende una gira de 2 años con la obra teatral
“Dracula”, escrita por Hamilton Deane
y John Balderston (en la cual se basaría el filme posterior). Alguien cercano a
Laemmle vio al actor en dicha gira y se lo recomendó vivamente, de modo que al
cabo de una única entrevista el rol quedaría en sus manos. En cuanto a la
película en sí hay que decir que el tiempo no ha sido muy benévolo con ella. La
parte inicial, con la llegada de Harker (David Manners) al castillo en
Transilvania es sencillamente perfecta. Los decorados de Charles D. Hall son
una orgía de talento; los interiores —espaciosos, desolados, polvorientos—
envuelven al espectador y lo transportan a la olvidada tierra de los Cárpatos.
La enorme y abierta escalera fue una genuina obra maestra de concepción
espacio-lumínica, un trabajo realizado a dúo con el operador Karl Freund (ese
monstruo de la cámara —luego director— nacido en Koeniginhof, Bohemia, el 16 de
enero de 1890), de modo que todo el campo visual contenido en el cuadro se
vuelve una fiesta para los sentidos. Esa escalera sería “homenajeada” por
Kenneth Brannagh en su filme de 1994, Mary Shelley’s Frankenstein, en la
que el diseñador Tim Harvey presenta una imponente réplica descomunal, la que
domina toda la sala central de la mansión Frankenstein. Volviendo a la cinta
que nos ocupa, el formato 1:33.1 parece concebido para esos espacios (aunque es
al revés, claro), y para cuando el conde se regocija del aullido de los lobos,
diciéndole a Harker que se trata de la “música de los hijos de la noche”, la
platea queda literalmente hipnotizada. Lamentablemente, apenas la acción se
traslada a Londres, las cosas cambian y la narración se torna lenta, morosa,
poco interesante y —en definitiva— decepcionante.
Pero si el filme aun amerita
interés es por el inconfundible “estilo” que deja instaurado desde entonces.
Lugosi, que ya hablaba inglés con fluidez, se regodea en arrastrar las sílabas,
alargar las palabras y engolar la garganta a la hora de profundizar su acento
magiar. Su forma, única en verdad, de decir “i---am---Dráaa----cuuu----laa”
se volvió antológica. Su mirada, penetrante y lasciva, fue copiada hasta el
cansancio; y por supuesto, el magnífico vestuario, decididamente pre-victoriano
para el conde, con su levita impecable y su majestuosa (y mil veces imitada)
capa, marca de fábrica para la posteridad. Cuando Lugosi se inclina sobre la
cama en que duerme Lucy Weston (Frances Dade), aprestándose a hacerla su
víctima, la imagen es tan poderosa que queda grabada en la retina. Como solía
pasar en los ‘30s, algunos filmes se rodaban también en versión castellana, con
actores y técnicos mexicanos en su mayoría, destinadas al mercado sudamericano,
y este Drácula no sería la excepción. Con dirección de George Melford
y protagónico de Carlos Villarías, la mencionamos porque los historiadores del
cine están universalmente de acuerdo en que la versión latina, que se rodaba a
partir de las 19:00 hs y hasta casi la madrugada en los mismos sets, resultó
más vívida, menos estática e incluso más aterradora que la “oficial”.
UNA NUEVA ETAPA: LOS AÑOS’40s y ‘50s
El siniestro conde desaparecería de
las pantallas hasta 1943, cuando retornaría en otra producción de la Universal,
The
Son of Dracula, de Robert Siodmak (The Killers, 1946). Protagonizada
por Lon Chaney Jr., hijo del gran intérprete del terror durante el mudo (The
Phantom of the Opera, 1925/ The Hunchback of Notre Dame, 1923/ The
Monster, 1925), presentaba a un refinado conde llamado Alucard (obvio,
Drácula al revés) que se mudaba al sur profundo de EE UU para hacer de las
suyas. Por esas cosas del sistema de producción de la época, el filme se
presentó con un título idiota —ya que se trata del conde mismo, no de un
hipotético hijo— y una campaña de publicidad deficiente, lo que petardeó sus
posibilidades comerciales. Sin embargo, se mantiene como una obra mayor,
notablemente superior a su antecesora, de rico ambiente y sutil atmósfera. Vale
la pena rescatarla. Al siguiente año, 1944, Jonn Carradine (padre de los
también actores David —“Kung Fu”— Keith, Robert y Bruce) se puso en la piel del
vampiro en House of Frankenstein (Erle C. Kenton), curiosa película basada
en el relato The Devil’s Brood de
Curt Siodmak (hermano de Robert, citado más arriba), en la que se mezclaban
varios de los personajes clásicos del horror. Cuasi episódica y despareja, la
cinta contaba con el conde en la primera parte, considerada la mejor,
fundamentalmente por la muy destacada performance del protagonista. De allí en
más la cosa iría cuesta abajo, al menos en lo que a seriedad concierne: House
of Dracula (1945, E. C. Kenton) ponía otra vez al veterano Carradine en
la piel del chupasangre, pero ahora incluso con menos consistencia dramática
que su antecesora. Y si eso resultó malo, bueno, no quieran saber lo que vino
después. Que no fue otra cosa que el esperado regreso de Bela Lugosi a su tan
amado rol, aunque en condiciones poco menos que deshonrosas: Abbott
& Costello meet Frankenstein (1948, Charles Barton) fue, sin duda
alguna, la mejor de la decena de
películas del dúo cómico integrado por los inolvidables Bud Abbott y Lou
Costello, “el Gordo y el Flaco”; pero
eso no quita que ver al vapuleado Lugosi —intentando transplantar el cerebro de
Costello en el cráneo de la criatura de Frankenstein— nos cause vergüenza
ajena. No tiene nada que ver con la calidad del filme, sino con el hecho de que
el actor no estaba para eso; y para colmo, ni el tono ni la estética de la
cinta permitían esto que hoy día nos resulta tan familiar, que actores célebres
y de carácter realicen una participación especial en comedias descerebradas. En
Fin...
Como decíamos, con los albores de la
década de los ‘50s el Príncipe de las Tinieblas abandonaría temporalmente las
pantallas de habla inglesa para mudarse a cinematografías como la italiana y la
española. Pero, de hecho, olviden que lo mencionamos: ignoren este párrafo.
Porque fueron un puñado de cintas producto del fernet en una tarde de verano en
Italia, y de tapas bien regadas con maderna en la tierra de Franco. Paul
Naschy, suerte de Nathán Pinzón hispánico pero con algo más de prestigio,
interpretó alguna de ellas, aunque su verdadera pasión era el “hombre lobo”, ya
que le permitía maquillarse él mismo, su verdadera especialidad. Las pelis
italianas, por su parte, no fueron otra cosa que antecesoras de sus primas de
los ‘70s, meras excusas para mostrar damiselas con las tetas al aire. Por lo
demás, hasta en Turquía recalaría nuestro conde, que haría de las suyas en Drakula
Istanbulda (1953), siendo allí personificado por el actor Atif Kaptan. (¡Encantado, mucho gusto...!) Que podemos
decir, fue una década para todos los gustos. En México, por caso, una comedieta
de terror dirigida por un tal Soler (vean, ni su nombre de pila conseguimos!!),
titulada El Castillo de Drácula (1957), presentaba a Germán Robles,
futuro actor de telenovelas, como el funesto vampiro. Ese mismo año nuestro
murciélago retornaría a EE UU con Blood of Dracula, mamotreto
soporífero supuestamente dirigido por Herbert L. Strock en el que un tal Jerry
Blaine encarnaba al personaje de marras. Al año siguiente (1958), clave en
nuestra historia, se estrena The Return of Dracula, con dirección
de Paul Landres y protagonizada por Francis Lederer. Todo seguía siendo un
negocio de clase ‘B’, en el que la
Universal apenas si cedía los derechos de su personaje más por cortesía que por
lucro; después de todo, muchas de esas productoras independientes veían
distribuidas sus cintas por el mismo Estudio, que así cerraba el círculo del
negocio. Pero decíamos antes que 1958 había sido un año clave para el monstruo
de Transilvania, y nada podría ser menos cierto. ¿Por qué?
LA HAMMER ABRE LA CRIPTA
Pues
porque ese año, a todo color y en 35 mm, Inglaterra se sacudía el polvo de la
modorra y de la mano de la inolvidable Hammer
Film Production estrenaba Dracula, retitulada para EE UU y
Latinoamérica como Horror of Dracula. Dirigida por el realizador estrella del
Estudio, el gran Terence Fisher (Londres, 23 de febrero de 1904 - 18 de junio
de 1980), el film no solo puso en el mapa a la compañía de Michael Carreras y
Anthony Hinds (vean aquí nuestro artículo acerca de la Hammer), sino que renovó
por completo la estética, la gramática narrativa y la semántica misma del
género de terror cinematográfico. En cuanto a Drácula en sí, resultó una
auténtica revolución para el personaje. Clásica y moderna a la vez, explícita y
victoriana, directa pero sugerente, la película fue un auténtico triunfo que
dio la razón a los directivos de la empresa y a sus productores de confianza,
Anthony Nelson-Keys y Aida Young, entre otros. Con un impecable guión de Jimmy
Sangster, quien llegó a ser parte del inventario de la empresa —a la que se
unió casi desde sus inicios, en calidad de Asistente de Dirección— El
Horror de Drácula lanzaba por la borda la trama de la novela de Stoker
y se tomaba más de una bienvenida licencia. Primero de todo, geográfica: por
una misteriosa razón, la acción pasaba a transcurrir en Austria primero (la
tierra del conde) y Alemania después (donde viven Arthur Holmwood, su esposa y
su hija Lucy). Esta referencia geográfica —la del imperio Austro-Húngaro al
final del siglo XIX como hogar del vampiro— se mantendrá a lo largo de toda la
historia posterior de la Hammer; y no sólo para las cintas del personaje, sino
para todas las otras que presentaron diferentes vampiros, tales como Kiss
of the Vampire (1963, Don Sharp) o Twins of Evil (1972, John Hough).
Segundo, la profunda libertad temático-moral de su trama. El vampiro (un
impecable y aterrador Christopher Lee), ahora todo un caballero victoriano,
seductor y sofisticado, se transforma —sin embargo— en un monstruo lascivo y
feroz, un animal capaz de todo por su presa. Inteligente y perspicaz, ya en
Karlsbad les tiende una trampa a Van Helsing y Holmwood digna de la
inteligencia de Holmes. En cuanto a su némesis, la llegada del enorme e
inolvidable Peter Cushing a la Hammer fue uno de los aciertos más grandes de la
historia del cine. Aplomado, con enorme e indudable autoridad en pantalla, se
adueña por completo del personaje de Van Helsing, al que brinda convicción,
sobriedad y un cierto encanto que lo convierte casi en el dueño exclusivo del
show, incluso en desmedro del personaje del título. James Bernard, músico fijo
del estudio —junto a Philip Martell— compuso un score maravilloso y
electrizante, la iluminación y la fotografía de Jack Asher resultaron
sencillamente perfectas, y los decorados de Bernard Robinson —otra gema de la
Hammer— le brindaron al filme un ambiente único e irrepetible. En términos
futboleros, un golazo olímpico difícil de repetir.
A partir de aquí, la historia del
personaje estaría indefectiblemente asociada a la compañía británica. En
nuestro artículo ya mencionado evitamos profundizar en las cintas acerca de
Drácula precisamente porque ya planeábamos este trabajo y no deseábamos
repetirnos. Así entonces, luego de Horror of Drácula, la
empresa le daría un inesperado descanso al conde —embarcada como estaba en una
catarata de filmes de género, incluyendo al mejor Holmes de todos los tiempos, The
Hound of the Baskervilles (1959, Terence Fisher)— quien no retornaría a
la pantalla sino hasta 1966 en Dracula, Prince of Darkness, también
de Fisher y sin el concurso de Cushing. El filme se rodó en pantalla ancha (TechniScope)
y con una producción muy sólida, pero lo que realmente importa son esos
momentos únicos que tan sólo la Hammer sabía y podía proveer, tales como la
resurrección de Drácula, una secuencia escalofriante y creativa que si hubiera
contado, además, con la perfección en F/X de hoy día hubiera dejado
escalofriada y con insomnio a media Europa. Los personajes, como siempre, son
ricos en matices y observaciones sociales, pero las palmas se las lleva el
fraile del actor Andrew Kier, clérigo de armas tomar que conoce muy bien el
poder del enemigo.
Pero claro, una vez que la Hammer
lanzó la botella al mar ya no hubo vuelta atrás. Tuvimos Draculines y
Draculones para todos los gustos: desde el propio Lee tomándose el pelo en una
comedia italiana, Tempi Duri per i Vampiri (1959, G. Steno), hasta un filme
coreano titulado Ahkea Khots (1961, Y. Lee) en la que Drácula era interpretado
por Yechoon Lee; pasando luego por la norteamericana Billy The Kid vs Dracula
(1966, William Beaudine), con el veterano Carradine nuevamente en la piel del
conde, hasta una bazofia clase Z titulada
The
Worst Crime of All (1966, Lamb), presentando a un ignoto actorzuelo
llamado Pluto Fleix encarnando a nuestro transilvano favorito. De aquí en más
la lista es larga y sólo puede aburrir; valga —por mera diversión— citar los
casos más bizarros, tales como la mexicana El Vampiro y el Sexo (1968, René
Cardona) con Aldo Monti como el conde, o la coproducción hispano-alemana Vampiros
Lesbos (1970, Franco Monera), con Dennis Price en el rol de marras. De
idéntica nacionalidad provenía Nachst, Wenn Dracula Erwacht (1970,
Jesús Franco) que presentaba a Christopher Lee en su papel más querido (esos
sí, horriblemente doblado tanto al alemán como al español); así como de Japón
llegaba Chi o Su Me (1972, Michio Yamamoto) con Mori Kisluda como el
temido vampiro; y otra vez de España arribaba el mítico Paul Naschy con El
Gran Amor del Conde Drácula (1972, Javier Aguirre), mientras que León
Klimowsky dirigía a nuestro recordado Narciso Ibáñez Menta en La
saga de los Drácula (España, 1972); y así podríamos seguir hasta casi
el infinito. Y esto apenas en cuanto al personaje en cuestión, ya que la ola de
filmes sobre vampiros que se desató durante los años ‘60s y ‘70s fue realmente imparable.
Pero volvamos a los filmes que valen
la pena reseñar. En 1968 la Hammer expulsaba nuevamente de su tumba al fúnebre
conde para presentarlo en Dracula Has Risen From The Grave, de
Freddie Francis. Drácula Vuelve de la
Tumba puede considerarse sin pudor alguno la mejor de toda la saga, incluso
más que la joyita de 1958 que lo empezó todo. Con el pulso de un director de
fuste, de quien ya nos ocupamos ampliamente en nuestro citado artículo sobre la
Hammer, el filme destaca por la inteligencia y el correcto balance de los
ingredientes del guión, un trabajo sencillamente perfecto de John Elder. Incluso
se permite presentar a un clérigo cobarde cuya voluntad es abducida por el
maléfico Drácula, quien lo utiliza para ejecutar su venganza hacia María, la
sobrina del Monseñor que exorcizó y
bendijo su castillo. El estudio de personajes es quizás el más rico de la saga
y contiene, además, algunos momentos ciertamente escalofriantes. Elder
mostraría idéntico interés en el estudio de las ambiguas personalidades de sus
criaturas en el siguiente filme, que también escribió, Taste The Blood of Drácula
(1970, Peter Sasdy). Aunque menos perfecto y con algunas lagunas en cuanto al
sostenimiento de los climas, Prueba la
Sangre de Drácula es, sin embargo, feroz en su pintura de cierta moral pos
victoriana en la clase alta inglesa. Geoffrey Keen encarna a un agresivo,
machista y puritano jefe de familia, capaz de anatemizar a su hija por tan sólo
saludar a un muchacho en el patio de la iglesia, quien —amparado en la excusa
de una obra mensual de caridad— acude al más selecto y privado burdel de
Londres en busca de sexo, drogas y degradación. Lo hace en compañía de sus dos
mejores amigos, a los que en público finge despreciar, también ellos acomodados
miembros de la alta sociedad. En el burdel se topan con un noble venido a
menos, un practicante de las artes oscuras que les promete —a cambio de dinero—
una experiencia sensorial inigualable. El ritual, que en realidad es una treta
de Lord Courtley para revivir a Drácula, sale mal en apariencia y los
complotados lo asesinan a bastonazos, así como se lee. Claro, los tres se
comprometen a no decir una palabra y huyen de la capilla abandonada sin saber
que en realidad el conde logra volver a la vida. Este se vengará de ellos por
haber eliminado a su sirviente de ultratumba en sus hijas e hijos.
Sinceramente, el filme hubiera sido mucho mejor sin Lee como el conde, ya que
todo lo anterior se sostiene mucho mejor sin la necesidad de introducir al
personaje de Stoker. Con esta, que aunque despareja sigue siendo —insistimos—
una muy buena cinta, concluye la etapa más fértil para Drácula. Los años ‘70s
serán los de la desaparición de la productora
Hammer y el cine internacional irá mutando tanto en estilos como en
modas, generando una transición hacia nuevos horizontes. Vayamos a su
encuentro.
DRÁCULA Y LA MODERNIDAD BEATNIK
Las nuevas tendencias, entre ellas
el hippismo con su apertura hacia las minorías étnicas y sexuales, indujeron al
cine a explorar caminos poco o nada transitados. En la línea del blacksplotation,
el movimiento de filmes de y para la comunidad negra americana —usualmente
policiales descarnados y con altas dosis de sexo, de entre los que destacó Shaft
(1971, Gordon Parks Sr.)— surgió una película producida por la abominable American Internacional Pictures de
Samuel Z. Arkoff, Blacula (1972, William Crain), cinta que mencionamos puesto que
se abre con el mismísimo conde (Charles MacCauley) recibiendo en Transilvania
al rey africano Mamawalde (William Marshall), quien acude a protestar por la
práctica de la cacería de esclavos (¡!).
Claro que el vampiro se burla de él y lo maldice convirtiéndolo en un
no-muerto, no sin antes cenarse a su bella esposa y reina. El filme tuvo una
secuela, pero la pobre calidad de ambas apenas si permite mencionarlas a modo
de curiosidad socio-cultural, una radiografía de su tiempo y las vicisitudes
políticas que le eran propias. La primera producción de la década (por fuera de
las de la Hammer, se entiende) contó con el sello del artista plástico y figura
pop Andy Warhol —quien por entonces produjo, dirigió y auspició una serie de
filmes enmarcados en una estética voyeurística y extrema del Cinéma Vèrité— titulado (según el país) Andy
Warhol’s Dracula, Blood from Dracula o Young
Dracula. Coproducción franco italiana de 1974 dirigida por Paul
Morrissey (personaje ecléctico que incluso llegó a ser, durante un tiempo, manager
del grupo The Velvet Underground),
la cinta cuenta con un jovencísimo Udo Kier (en su segundo filme) en la piel de
un Drácula al borde de la muerte, dado que para sobrevivir debe beber sangre de
vírgenes y nadie en su Transilvania natal se acerca siquiera a su castillo (ni
mucho menos quedan vírgenes!). Su sirviente humano cree que siendo Italia una
nación ultra católica allí podrá hallar jovencitas de familias nobles todavía
puras. Se equivoca de cabo a rabo. Apenas arribados a la tierra de Dante, con
la vida del Conde pendiendo de un hilo, son recibidos en la mansión de un
aristócrata venido a menos por su ludopatía (genial Vittorio de Sica), quien
cuenta con tres hijas solteras a cual más peculiar. Dos son unas degeneradas
que se acuestan con el único empleado de la familia (un fanático comunista que
con cada coito cree estar vengando al proletariado de las humillaciones
sufridas por parte de la oligarquía) y también entre ellas, cómo no!!! La
tercera, una reprimida que esconde una locura importante, asiste en silencio a
la degradación cada vez más marcada de su familia. Si bien no tiene sustos, la
parte final está impregnada del mejor gore bizarro, a puro miembro amputado
chorreando sangre a borbotones; pero lo interesante es cómo este monstruo impío
—con intenciones todavía más abominables— resulta apenas un títere en medio de
un drama acerca de la inexorable decadencia cultural y política de una sociedad
dividida. Las alegorías ideológicas resultan evidentes y se disfrutan mucho,
pero lo cierto es que el filme podría haber funcionado igual con un vampiro
diferente, mientras que la icónica presencia de nuestro célebre personaje
genera expectativas que la cinta no puede satisfacer.
De Inglaterra llegaba en 1974 Vampira
(en EE UU Old Dracula), comedia de horror dirigida por Clive Donner en la
que un ya envejecido David Niven (The Pink Panther, 1964/ Stairway
to Heaven, 1946) interpretaba al conde de marras. El tipo de humor de
la cinta evidenciaba el por qué una parte importante de la audiencia comenzaba
a darle la espalda a los productos de la Hammer; los tiempos estaban cambiando
rápidamente y la juventud buscaba caminos alternativos a todo lo que tuviera la
firma cultural de sus mayores. Fue una generación que —entre porros y sexo
libre (¡Que envidia!)— leyó a
Bukowski, Vonnegut, Pinter o Arden, y su concepto de revolución (recuerden que
el Mayo Francés ya había pasado hacía rato) tenía menos que ver con la
dialéctica clásica de “izquierdas-derechas”
que con una nueva mirada holística, centrada en la transformación de las
conciencias como condición a priori para el cambio social. Pero continuemos. En
EE UU la década de los ‘70s también mostró una cara seria y para nada bizarra
respecto de nuestro personaje fetiche; nos referimos a Dracula (1973), la
perlita producida y dirigida por el talentosísimo Dan Curtis, creador de
clásicos como la serie Dark Shadows o The Night Strangler
(1972), en la que presentaba a su personaje Kolchack (Darren McGavin), un periodista
que se topaba con lo oculto y que luego contaría con una breve serie propia. Filme
pensado para tevé, afortunadamente acabó estrenándose en cines gracias a la
presión de su productor y director. Escrita por el novelista Richard Matheson
(guionista, entre otras, de Dr. Terror´s House of Horrors, 1965/
Torture
Garden, 1968 / The Skull, 1965), la cinta
presentaba a Jack Palance en el rol principal, brindando una actuación perfecta
como un monstruo cruel pero cuasi patético —una víctima del destino— quien en
realidad parece vengarse de la fatalidad con cada crimen. De hecho, su punto de
partida (el conde reencuentra a una mujer idéntica a su amada cruelmente muerta
hace siglos, una premisa totalmente original de Matheson) fue literalmente
clonada por el indigno James V. Hart para el sobre valorado filme de Coppola de
1992, sobre el que ya nos explayaremos.
Dicha performance, insistimos, se unía
a una ambientación magnífica, arropada con una fotografía excepcional —rica en
toques góticos— y una dirección igualmente impecable. Pero sería un oasis en medio del desierto. Ya antes, en
1971, se presentaba otra comedia de terror, Dracula vs Frankenstein
(Al Adamson), cuyo único interés consistía en contar con las respectivas
últimas actuaciones de dos muy buenos actores maltratados por la industria, J.
Carroll Naish y Lon Chaney Jr. Y de vuelta con la Hammer, hallamos que el mítico
estudio estrenaba en 1970 Scars of Drácula (Roy Ward Baker)
—mismo año de Taste the Blood of...., ya comentada más arriba— filme
entretenido pero desparejo, con buenos momentos y un notable clima, que sin
embargo sufre ya de cierto inexorable agotamiento creativo. Sin embargo, es un
producto muy disfrutable que contiene una perlita extra cinematográfica, la
actuación de Patrick Troughton (actor fijo de la empresa), quien interpretó
nada menos que al segundo Doctor, el sucesor del original William Hartnell en
la mítica serie de la BBC Dr. Who. La Hammer, decíamos, vende
sus estudios de Bran a causa del acuerdo comercial (y parcial fusión) con EMI,
ABC y —en menor medida— con la Rank Organization, ,por lo que deja así de ser
un Estudio propiamente dicho para tornarse sólo una compañía productora, y una
que ya no distribuía sus propios filmes en territorio británico, lo que la
debilitó de cara a la merma de recaudación en taquilla. Pero dieron pelea, y
esa batalla los motivó a una andanada final que no siempre estuvo a la altura
de los nuevos vientos. En 1972 llegaría Dracula A. D. 1972, un intento por
transplantar al conde y su némesis al siglo XX. Dirigida por Alan Gibson y con
un equipo técnico renovado, proveniente de la nueva división para tevé de la empresa,
el filme ha sido injustamente denostado en su tiempo. Tiene un prólogo muy
extraño, ubicado a finales del siglo XIX, que justificará tanto la resurrección
del transilvano en plena Londres de 1972 como la permanencia del linaje Van
Helsing. Con el regreso de Peter Cushing luego de ausentarse en las dos cintas
previas de la serie, la escena de la fiesta beatnik —con banda de rock
progresivo, sexo a espuertas y drogas aquí y allá— fue un claro ejemplo del
signo de los tiempos: o Drácula volvía a sus raíces literarias o corría el
riesgo de tornarse apenas una careta para Halloween. Con altibajos, pero
también con un par de aciertos que la dignifican, resultó un intento híbrido
que debió concluir con la saga, pero no fue así. Al siguiente año (1973), la Hammer
ofrece The Satanic Rites of Dracula (en EE UU Count Dracula and his Vampire Bride), otra vez con Gibson detrás de
cámara y con un guión definitivamente mediocre. Ubicada de nuevo en la
actualidad y con ambos protagonistas evidentemente agotados de exprimir la
misma naranja, la copia disponible en la web (en versión BDRip 1080p) presenta la totalidad de su metraje
original y el correcto orden de montaje —lo que no sucedía con la edición en DVD—
y eso la mejora sensiblemente; pero aun así permanece como un ejercicio fútil
de salvataje sin red.
La década se despediría a ambos
lados del Atlántico con más humor y ningún rumbo claro definido. Amor
al Primer Mordisco (Love at First
Bite, 1979, Stan Dragoti) fue una cinta que reverdeció la carrera de George
Hamilton en la piel de un Drácula que hacía reír con ganas. Hoy ha envejecido
terriblemente, pero en su momento fue una comedia tonta pero muy efectiva, muy
superior a su sucesora en el tiempo, el primer gran fiasco del querido Mel
Brooks: Drácula, Muerto Pero Feliz (Dracula:
Dead and Living It, 1995), pobre comedia sin gracia en la que dos grandes
actores como Leslie Nielsen y Peter MacNicol naufragaban sin remedio. Por
cierto, la despedida de los años ‘70s resultaría tan desconcertante como
sorpresiva, ya que el estreno de Dracula, en 1979, pondría las cosas
en su lugar: dirigida con pulso ejemplar por el inglés John Badham (Cortocircuito,
1986/ Fiebre de Sábado por la Noche, 1977/ Juegos de Guerra, 1983),
la película sigue siendo hoy día una obra maestra de indudable buen gusto,
espíritu victoriano, actuaciones perfectas y ambientación sobrecogedora. Basada
en la obra teatral de Broadway que en Argentina adaptó, protagonizó y dirigió
el recordado Sergio Renán, la cinta recupera con fortuna el espíritu de los
primeros filmes históricos del personaje, y para ello cuenta con el arma
secreta de la soberbia actuación de Frank Langella como Drácula —quien llevaba
más de dos años interpretándolo en Broadway, de modo que lo conocía al dedillo—
y el portentoso trabajo de Albert Whitlock, responsable de la dirección de arte
y de las pinturas matté que completaron el aspecto siniestro de la Abadía de
Carfax.
grabado de Vlad Tepes
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Junto a Lord Lawrence Olivier, Donald Pleasense y Kate Nelligan,
Langella construye un personaje tridimensional, hipnótico y absorbente. La
recomendamos vivamente y a voz en cuello, ya que es, sin duda alguna, una de
las tres mejores versiones del personaje de toda la historia del cine. Por
oposición, el año anterior se lanzaba Nocturna (1978, Harry Tampa,
pseudónimo de Harry Hurwitz), bazofia irredenta que presentaba a un ya casi
agonizante John Carradine como el Conde, quien al ser acosado por el fisco
convierte su castillo en una disco para poder pagar los impuestos: ¡Dios,
perdónalos!!!!!! Cuando menos, el rumano Nastase rodaba en 1979 Vlad
Tepes, un filme que intentaba presentar la versión histórica real,
retratando toda la crueldad del personaje, a cargo —esta vez— del actor Stefan
Sileanu. Pero no podemos cerrar el capítulo de esta década sin mencionar Zoltan:
Hound of Dracula (o Dracula’s Dog,
1978; Albert Band), cinta bastante digna (basada en una novela publicada a
principios de los ‘70s) en la que el conde aparece brevemente en la piel de
Michael Pataki. Un poco antes, en 1976, Christopher Lee se prestaba para una
coproducción franco-alemana, suerte de comedia dramática de horror, titulada Dracula,
Pere et Fils, dirigida (es un decir) por Edouard Molinaro. También en
1979, como la citada versión Langella/Badham, Werner Herzog conducía a su actor
fetiche, Klaus Kinski, en la remake de Nosferatu The Vampyre (Alemania
Occidental), brillante adaptación de la novela de Stoker y superlativa revisión
del clásico de Murnau que encabezó nuestro trabajo. Dueña de unas imágenes de
poderosas y escalofriantes resonancias, tales como Londres invadida por las
ratas, y con actuaciones tan perfectas como las de Isabelle Adjani y Bruno
Ganz, ahora sí el personaje central pasaba a
llamarse Drácula, ya que para entonces se habían liberado los derechos
reservados de autor, que por acuerdo internacional perduran por 75 años desde
la publicación original de la obra, tiempo tras el cual pasan al dominio
público. Pero ahora, lamentablemente, los ‘80s se acercaban con muy poco para
dar en el universo del príncipe de los no-muertos-
DE LOS ‘80s A LOS ‘90s: LA FUENTE ESTÁ SECA
En EE UU nuestro bloodsucker preferido debutó en el
mismísimo año de 1980, con Dracula’s Last Rites (J. Paris),
protagonizada por el ignoto Gerald Fielding y carente de todo interés estético
o temático; de hecho, se trataba de un filme clase Z y media, tan olvidable como prescindible. En Grecia, el actor
Kostas Soumas se ponía en la piel del conde para Dracula Tam Exarchia
(1983) —de la que nada sabemos, por cierto— momento desde el cual se producirá
una enorme laguna que llegará hasta 1989, cuando se estrenen Nosferatu
in Venice (Augusto Caminito), secuela mediocre y oportunista con Kinski
otra vez en la piel de Drácula; To Die For (USA, Deran Sarafian),
ubicada en el tiempo presente y con un vampiro llamado Vlad Tepesh (o sea,
nuestro conocido chupasangre); y por último Dracula’s Widow, extraña
cinta dirigida por Christopher Coppola —sobrino de Francis Ford— en la que se
ve al conde apenas unos instantes antes de su deceso. En este decenio los
vampiros prosperaron en la gran pantalla con mayor o menor fortuna, pero
tratándose siempre de personajes diferentes, no del añejo conde transilvano.
Ejemplos hay a raudales, pero baste citar a Once Bitten (1985, Howard
Storm) en la que un ignoto Jim Carrey, adolescente de preparatoria, era
seducido y mordido por la sexy vampiro que interpretaba la talentosa Lauren
Hutton; o la genial Fright Night, la sensacional perlita de Tom Holland estrenada
ese mismo año y que ya reseñamos en nuestro blog.
La década de los ‘90s no tendría lugar
para nuestro vampiro en sus pantallas, al menos no con dignidad. Fue
precisamente Francis Ford Coppola, el tío del citado Christopher, quien traería
de regreso a nuestro no-muerto en una gran producción (en lo económico, claro) que
merece, sin dudas, unas cuantas líneas de comentario. Bram Stoker’s Dracula
(1992) fue una absoluta, total, completa e integral decepción. Un saco vacío con formato de película, un frustrante
alarde narcisista con pretensiones artísticas jamás satisfechas, un pastiche
kitsch obsoleto y desangelado, una locura cinematográfica sin sentido ni norte
—en fin— un desperdicio total e imperdonable de talento. Porque en potencia lo
había, quien puede negarlo, comenzando por un grupo de actores geniales (el
soberbio Richard E. Grant, el talentoso Anthony Hopkins, el gran Gary Oldman),
siguiendo por el director de El Padrino y Apocalypse Now, y
concluyendo con un equipo técnico de lujo (Michael Ballhaus en la fotografía,
Garrett Lewis en los decorados); pero la mayor tragedia del filme estribó en el
esperpéntico y atroz guión del asesino James V. Hart, un criminal que pulverizó
todas las fortalezas de la novela convirtiéndolas en debilidades, alteró las
personalidades de los personajes hasta límites intolerables (Harker es aquí un
debilucho moral y un pusilánime; Van Helsing se convierte en un maníaco
obsesivo-depresivo —un desquiciado más peligroso que el vampiro—; Mina es
mostrada como una putita lasciva amante del monstruo —para peor con serias
debilidades morales y de carácter, todo lo opuesto a la gran dama y heroína de
la novela—; el Dr. Seward es un drogadicto estrambótico, etc, etc.), y que además
—¡oh pecado supremo!— transformó al protagonista en un ser torturado por la
pérdida de su esposa, por cuyo amor se habría transformado en no-muerto,
convirtiendo a su maldad en una simple consecuencia de la traición de terceros.
La de Oldman fue una actuación muy buena —al menos en los términos que le pedía
el guión— y no es suya la culpa del resultado final; está claro que Coppola se
había fumado una cortina de baño enrollada y sus efectos lo llevaron a marcarle
una performance desquiciada, extrema, sobrecargada, acorde con el delirante
estilo visual y narrativo que le imprimió al filme, que apenas si cuenta con la
secuencia inicial en Transilvania (la batalla contra los turcos) como una
auténtica perla a rescatar. El problema por entonces fue la crítica, en nuestro
país representada por la polémica revista
El
Amante (que dirigía Quintín), un guetto ilustrado donde se escondía la
joven guardia de la crítica elitista, pedante, narcisista y auto referencial,
un grupo de cronistas practicantes del peor onanismo intelectual. Ellos fueron
la punta de lanza de un grupo de snobs que elogiaron y exaltaron los supuestos valores
de esta cinta fraudulenta, llena de efectos vacuos y repetitivos (los
constantes fundidos en objetos esféricos, los ojos sobreimpresos en carruajes,
vagones, etc., la niebla asfixiante, las tomas en plano inclinado, y siguen las
firmas), de actuaciones injustificadamente desmesuradas, y —finalmente— lo peor
de lo peor: que aun habiendo incluido a Stoker en el título, a fin de validar
el hecho de que esta sería supuestamente la primera adaptación fiel de la
novela, se hizo exactamente lo contrario, travestirla por completo hasta el
punto de presentar una trama absurda y confusa que ni siquiera se parecía en absoluto
a su fuente literaria. La cuestión de El Amante y el tipo de críticos que
por entonces estaba prohijando (y con ellos la inevitable influencia sobre las
políticas culturales que han tenido y tienen, cosa demostrada por los hechos y
la historia), nos es particularmente urticante porque ello tiene todo que ver
con las tempestades que estamos cosechando hoy día. Nuestro cine nacional
podría crecer tanto temática como estilísticamente sin los herederos de ese
estilo, quienes llevan años elogiando, apadrinando y acompañando a los
festivales internacionales (con el dinero de nuestros impuestos, claro está)
filmes soporíferos y anticinematográficos a los que se vende como la vanguardia
absoluta del séptimo arte. Ellos, en concordancia con las históricas malas
gestiones del INCAA, le impiden crecer a un cine que podría (y debería) ser a
la vez comercial, de género y de alta y constante calidad. Pero esto es tema
de otro artículo, que de seguro ya vendrá. Sigamos con Drácula.
DRÁCULA SIGLO XXI
Volviendo, pues, a la razón y la
ecuanimidad, hallamos que el recorrido de Drácula en el cine de los ‘90s llegó
apenas hasta la cinta ya analizada. En el resto del mundo siguieron realizándose
filmes con su nombre en el título, pero no fueron otra cosa que explotaciones
de marca, para así camuflar sátiras, cintas eróticas, comedias disparatadas y
tonterías por el estilo. La traición de Coppola sería por mucho tiempo la
última encarnación del vampiro de los Cárpatos. Y así entonces, dado que el
almanaque no perdona ni se detiene, llegamos al siglo XXI, la tierra de
promisión del vampirismo, sólo que esta vez eso quiere decir “vampirizar” ideas, argumentos y otros
filmes. Con una capacidad técnica inaudita, que permite tornar creíble
cualquier cosa que se pretenda plasmar en pantalla, nuestra época —sin embargo—
carece de ideas propias, creatividad o siquiera profundidad temática. El undead
más célebre del mundo no podía escapar a estos tiempos líquidos, y su retorno
al cine contemporáneo no se ha retrasado por pudor creativo ni por una cierta
carencia de ideas. La cuestión es más sencilla: Drácula no permite —cuando
menos a priori— un despliegue de F/X
digitales dignos de El Señor de los Anillos o los filmes de Marvel Studios. Pero
claro está, si se le inyectan algunas variaciones temáticas ciertamente
peligrosas, el personaje permite la incorporación de estos convidados de piedra
llamados CGI, aserto que demostró
sin pudores el bueno de Stephen Sommers
(The
Mummy, 1999/ G.I.Joe, 2009), quien escribió y
dirigió la fallida Van Helsing (2004), adaptación del cómic homónimo de la empresa
Vértigo.
Exceptuando la introducción, una joyita rodada en blanco y negro que demuestra
que el director tiene talento y La Momia no le salió por azar, la
cinta desperdicia por completo a Drácula (personaje sin espesor alguno), a la
criatura de Frankenstein y —lo que es peor— a la mismísima Kate Beckinsale, la
británica más bella del mundo que es —a la vez— una gran actriz y que aquí
apenas si aporta su mirada profunda y su inigualable presencia en pantalla.
Pero sea cual haya sido el resultado, lo cierto es que esta producción marcó un
camino que dejó abierta una puerta para el conde y su reunión con el cine
pochoclo posmoderno.
Esa puerta la aprovechó el director Gary
Shore, quien en 2014 brindó Dracula Untold (Drácula Jamás Contado), extraño y muy
buen filme con guión de Matt Sazama y Burke Sharpless (los creadores,
productores y co autores de la reciente remake de Perdidos en el Espacio, Lost in Space 2018, reseñada ya en
este blog), que tuvo a Luke Evans en el rol principal. La trama presenta al
príncipe Vlad en términos realistas, como un señor feudal casado y amante de su
familia, esencialmente bueno y noble, que se verá contra la espada y la pared
cuando el sultán otomano le exija entregar a su primogénito como tributo para engrosar las tropas de los jenízaros,
cruel costumbre del Imperio Turco. De no obedecer, la población al cuidado de
Vlad será arrasada. Pero el noble valaco halla una salida, que es penetrar en
una cueva prohibida dónde se supone mora un ser maligno y ancestral. En efecto,
allí sobrevive un amo vampiro interpretado por el veterano Charles Dance (Pascali’s
Island, 1988/ Lord Lannister
en Games
of Thrones/ China Moon, 1994), quien pactará con el príncipe para convertirlo
en no-muerto (para así pelear con los poderes que ello le confiera) a cambio de
algo que no conviene revelar. De una duración sorprendentemente breve, con
buenas actuaciones y una trama disfrutable y bien en línea con una tradición
romántica casi olvidada, Dracula Untold utiliza sin pudores
la tecnología digital pero a cambio de entregar un relato mucho más digno y
rescatable. Unos años antes, en cambio (circa
2009), un ya anciano Darío Argento volvía a contar con su hija Asia —con la que
mantiene una tortuosa relación— para adaptar, nuevamente, la novela de Stoker.
La vimos en una copia en DVD no pirata, sino original, pero de tan mala calidad
que causaba vergüenza ajena; lo que no debe ocultar, de todos modos, que el
propio filme da vergüenza. Argento parece haber tomado altas dosis de
alprazolam a la hora de encarar el proyecto, y absolutamente todo en él luce
desarticulado, carente de clima o de siquiera mínima ambientación, falto de
organicidad y —fundamentalmente— desganado. Hay que saber retirarse a tiempo,
ciertamente.
Por lo demás, sin enumerar apenas un par de producciones que
contaron con el nombre y la marca, pero carentes de interés alguno, los 18 años
que llevamos transitados del nuevo siglo han entregado poco del conde; las
recién citadas —por cierto— más el nuevo chiche de los grandes Estudios, el
cine de animación digital. Nuestro otrora demoníaco monstruo ha pasado a
divertirse en filmes como Hotel Transilvania, sus secuelas y
demás yerbas, en las que los clásicos monstruos de la literatura gótica
decimonónica (más otros de diferente origen) se unen para deconstruir su propia mitología en pos de atraer audiencias más
cínicas, menos comprometidas y absolutamente carentes de paciencia. Sin
embargo, Drácula no ha dado las hurras.
Ha estado presente en todas las manifestaciones de la cultura pop occidental,
desde el cómic (por caso, era un personaje regular tanto en la versión light
como en la adulta de “Vampirella”), la radio (en los ‘30s
supo haber seriales radiofónicos con el personaje) y la televisión. Para los
nostálgicos de nuestra tele, les recordamos cómo Juan Carlos Calabró
interpretaba a Van Helsing en la adaptación cómica de la novela, que iba por
Canal 13 en su ciclo Calabromas (allá por principios de
los ‘80s). Continuaba en cada emisión y el Conde era interpretado por el actor Juan Díaz "Cuchuflito" (Jaimito Cohen posteriormente), quien se hacía pasar por el Sr. Ladracu, obvio anagrama “al vesre” típicamente porteño.
Sinceramente, el envío era realmente muy digno, tenía coherencia dramática y un
aséptico humor familiar, pero muy bueno y disfrutable. Pero en fin, hoy es
apenas una rémora de nostalgia. Además, hablábamos de cine, pero que le vamos a
hacer... para los que estamos al borde mismo de sumarle el número 5 a nuestro
calendario personal (y aunque los cyberlectores más jóvenes se enojen con este
cronista), “todo cine pasado fue mejor”. Claro, no
nos rendimos y siempre nos dejamos sorprender por algún que otro producto digno
y aceptable, pero la magia, la intensa emoción y el compromiso estético de
aquellos filmes inolvidables, los llevaremos siempre con nosotros hasta cerrar
los ojos por última vez. Bueno, ¿por última vez...?; si acaso este blog sigue
activo más allá de un cierto tiempo prudencial, les aconsejamos llevar siempre
encima un espejito: si nuestro nombre en pantalla no se refleja en él, en fin,
ya sabrán que hacer. Buenas criptas.
Perdón, buenas noches.-
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