por Leonardo L. Tavani
Como estamos viviendo un enero
caluroso y extra lluvioso, que no da para artículos sesudos ni complejos,
optaremos por un camino que no habíamos transitado todavía: el del multicomentario. Y como las vacaciones
resultan perfectas para ver series, nos ocuparemos de varias a la vez por el
precio de una. Allá vamos.
Comenzamos por The
Kominski Method (Excelente ★★★★★), absoluta genialidad pergeñada por
el talentoso Chuck Lorre, la que nos presenta a Sandy Kominski (Michael
Douglas), actor otrora muy famoso que se ha convertido en un maestro de
actuación sobresaliente, quien ha patentado el método que lleva su nombre y que
—claro está— resulta una obvia referencia al “Método Strassberg”. Esta comedia dramática de apenas 8 episodios de
22 minutos cada uno, bucea con sarcasmo (pero también con mucho cariño y
piedad) en las vidas de este actor sin empleo, su cascarrabias agente a punto
de enviudar, y todos los seres que los rodean. La vejez y cómo llegamos a ella,
cuan sólidos han sido los lazos que tejimos hasta el momento y la frágil
ecuación acerca del narcisismo versus generosidad filial, todos estos temas
–más otros muchos brillantemente tratados aquí— revolotean por The
Kominski Method con admirable equilibrio, un humor ácidamente realista
y una sorprendente capacidad de empatizar con el espectador. Michael Douglas
compone a un Sandy profundamente humano (sin exagerar podríamos decir que este
es su mejor papel hasta la fecha), dueño de múltiples dudas acerca de su
carrera, su vida hasta el presente y su paternidad, pero también un poquitín
ególatra (¿qué actor no lo es?) y bastante egoísta. Hay una sola cosa que sabe
hacer bien, y esa es enseñar actuación. Su contraparte es nuestro amado y
venerado Alan Arkin, actorazo por dónde se lo mire (conviene verlo en dos
magníficos roles contemporáneos, los de Pequeña Miss Sunshine, 2009, y Stand
up Guys/3 Tipos Duros, 2012),
quien brinda 8 lecciones de actuación como Norman, su agente y amigo, un hombre
que pierde a su esposa y con ella a su norte, su guía y su razón de existir.
Los vaivenes entre ambos veteranos y la manera en que van sorteando los golpes
de la vida, a la vez que redefinen los roles a que su añeja amistad los
enfrenta ahora, resultan una delicia para el espectador. Habrá que agradecer,
además, el rescate de intérpretes que estaban virtualmente desaparecidos, caso
Nancy Travis (Casada con la Mafia, 1988/ Fluke, 1995) o la balsámica aparición
de ese mito viviente que es Ann-Margret (Conocimiento Carnal, 1971/ Tommy,
1975/ The Cincinnati Kid, 1965). Imposible dejarla pasar. Recomendada
para todo ser que todavía respire. (Netflix).
En segundo lugar
comentaremos The Good Place (Muy Buena ★★★★) serie creada por Michael Schur,
la que nos ha causado una gratísima impresión. Protagonizada por la excelente
comediante Kristen Bell y secundada por ese monstruo de Ted Danson (Body
Heat, 1981/ Tres Hombres y un Biberón, 1987/ Cousins, 1989), esta
serie de tres temporadas nos narra las desventuras de una mujer que acaba de
abrir los ojos en el más allá, concretamente en el “Buen Lugar”, un sitio a donde van a parar los humanos que han hecho
los suficientes puntos (traducción de sus buenas obras y buena fe) como para
merecer el solaz eterno. Pero ocurre que nuestra protagonista es perfectamente
consciente de ser una mala persona, o cuando menos de no haber tratado jamás de
mejorar. Así entonces, ¿Qué hace allí? ¿Cómo es posible que ‘el más allá’ se
equivoque? ¿Está dónde cree estar? Todas estas preguntas irán obteniendo
respuesta a medida que el espectador se sumerja en este mundo surrealista y
maravillosamente hipnótico, un imaginario (e imaginativo) vistazo al improbable
después de la vida, un lugar que
servirá para que cuatro personas tan diferentes entre sí como sea posible
serlo, descubran que siempre es posible dar vuelta la página y comenzar a
cambiar, a interesarse por los demás y a darle una chance al amor.
Absolutamente creativa y siempre sorprendente, The Good Place juega
astutamente con nuestros temores y ansiedades acerca de la muerte para
proponernos una fantasía identificadora que hace diana en el lugar preciso. Que
es nuestro corazón, por supuesto, y también nuestra razón. Con un humor
descarnado, zumbón (y no pocas veces agresivo), el producto nos enfrenta sin
complejos a nuestras miserias más íntimas, y a través de ellas —magnificándolas
y poniéndolas en primer plano— nos obliga a reflexionar acerca de sus obsoletas
y estúpidas permanencias en nuestra conducta. Pero por supuesto, siempre con
mucho humor y por medio de un espíritu lúdico y juguetón, que incluso en
ocasiones se permite darle espacio a la emoción y la lágrima. Especialmente
cuando nuestra anti heroína vaya descubriendo aquellas cosas que la movieron a
ocuparse egoístamente de sí misma, ignorando a los demás. Su proceso de
transformación, que Kristen Bell ilustra como nadie, conmueve y golpea en los
sentimientos del espectador. Por otro lado, el Michael de Ted Danson resulta un
festín para los sentidos. Melifluo y condescendiente al principio, pícaramente
maligno poco después, firmemente convencido del valor de la humanidad al final,
su espléndido personaje (develarlo sería un spoiler) transita por una delicada
cornisa que el actor sortea con un oficio y un talento únicos. Ser inmortal con
más de una contradicción, su criatura lo hará todo —y lo entregará todo— por el
bien de 4 almas que han llegado a importarle por una sencilla razón: cada una
de ellas reconoció, a su turno, su otredad. Pero si algo tiene para
destacar esta sorprendente comedia fantástica, es su camaleónica capacidad para
reinventarse en cada temporada: cuando parece que el cuento no da ya para más,
cuando corre el riesgo de repetirse y acabar en más de lo mismo, es entonces
cuando la serie pega un volantazo y sorprende con nuevas vueltas de tuerca que
enriquecen el cuento y le permiten expandir su tesis, que la tiene, no vayan a
dudarlo. Como siempre pasa con la comedia, ese arte tan precioso como preciso,
es en su seno que se acaba por descubrir más acerca de nosotros mismos que con
el drama puro y duro. En definitiva, sorprendente e intrigante, picante y dulce
a la vez, sugestiva y conmovedora, The Good Place merece más que una
chance; merece arrojarse a sus brazos sin más. Nadie saldrá defraudado. (Netflix).
Ahora llega el turno de
un extraño producto estrenado en la parte final del año anterior, la ambigua American
Gods (Mala ★), serie basada en la novela homónima de Neil Gainman y
recreada para tevé por el propio autor y Bryan Fuller. Por supuesto que los
fans y demás admiradores intentarán masacrarnos por la calificación que le
estamos brindando, pero téngannos un poco de paciencia y atiendan a nuestras
meditadas razones. Las extenuantes 8 horas que componen su primer envío
resultan un agobiante y claustrofóbico ejercicio pseudo metafísico que ostenta
un único objetivo, ensalzar las virtudes de la fe religiosa y motivar a los
espectadores a regresar a sus fuentes espirituales, sean estas cuales sean.
Atrevido y osado, el panfleto teológico que representa esta producción abruma
hasta la náusea, brindando imágenes perturbadoras acerca de la muerte y el más
allá, motivándonos a sentir un sacro pavor que nos devuelva al camino de la
superstición. Esta verdadera basura ideológica, pastiche intragable sin lógica
ni hilo conductor alguno (aunque pretenda tenerlo), se esfuerza en advertir
acerca de los espeluznantes peligros de entregarnos a los brazos adoratrices
del universo informático-tecnológico, en detrimento del “sano temor de dios” y la muy ilógica esclavitud
religioso-institucional. Muertos que no mueren, vivos que no viven, dioses que
se lanzan a la carretera, pascuas que esconden otros fines, Anubis que colectan
almas, en fin, todo es posible en la desbocada imaginación del autor, la que
sin embargo esconde el más absoluto vacío intelectual que este crítico haya
advertido jamás. Porque este, y ahora sí que nos acusarán de elitistas, es un
producto pensado y dirigido para personas poco instruidas, o mejor dicho, para
quienes sólo leen libros de su propia secta, religión, ideología, partido o lo
que sea, y desprecian o ignoran todo el vasto universo de pensamiento que hay
más allá de sus estrechas miras. Sí, esto hay que decirlo aunque nos acusen a
nosotros de snobs o soberbios, porque American Gods le dora la píldora a
los que leen, por caso, “Nietzche Para Tontos” (en nuestro
país dicha colección se titula diferente, ignorando el ‘dummies’ del original inglés; no vaya a ser cosa que el lector
patrio se enoje porque lo llaman ‘tonto’), para convencerlo luego de la suprema
calidad intelectual del producto que nos está imponiendo. Y parece que en parte
lo han logrado, ya que los espectadores de este engendro teocrático se
comportan como una secta de alucinados, convencidos hasta la extenuación de que
han visto no una serie mediocre, sino el Nirvana de la suprema virtud. Este
producto es un claro travesti ideológico, que dispara críticas aparentemente
serias hacia ciertas paradojas culturales americanas (como en el insidioso
episodio acerca del pueblo de los amantes de las armas), para en verdad
advertirnos que esas aberraciones han sido posibles por “nuestra” desviación y abandono del “camino del Señor”; y ‘atenti’,
que tampoco se trata de cualquier dios, ni mucho menos. Disfrazándolo con su
apelación a los dioses del paganismo, esta abominable serie pretende
instruirnos acerca de la necesidad de retornar a la ‘adoración’ del ser supremo a que originalmente se encomendó
América, el del cristianismo protestante, obviamente. Claro que sus dos
primeros episodios resultan narrativamente brillantes (¡vaya paradoja!), claro
que tiene momentos incluso conmovedores, claro que algunas actuaciones lucen perfectas
(Peter Stormare murió apenas concluida su acojonante actuación en los episodios
3 y 4, dejando una lección actoral para la posteridad), pero lo cierto es que
este pastiche no es otra cosa que una muestra de infiltración ideológica ultra
conservadora en otro gobierno norteamericano ídem. Durante la administración
Bush Jr. apareció Lost, una mierda destinada a convencernos de que dios y el
purgatorio existen y de que es mejor andar con pie de plomo en este mundo para
no caer en sus ponzoñosas garras, y ahora, con otro fanático en el Salón Oval,
Gainman nos trae su alocada y MANIQUEA
imaginería para advertirnos cuan malo es darle la espalda a dios y pretender vivir
según nuestra voluntad y libre albedrío. ¿A quién se le ocurre vivir sin las
inmundas muletas de la religión? ¿Republicanismo, libertad de elección y
libertad de conciencias? ¡Por favor! ¡A otro perro con esos huesos! ¡Que las
religiones, las sectas y las ideologías os mantengan bien ataditos, calladitos
y sumisos, Hermanos!!! ¡Amén! ¡Y a su nombre!.... Bien, no se me ocurre
otra respuesta que esta: ¡¡¡Puaj!!!.
Serie a evitar por el bien de todos.
Para concluir con un
tono más alto, nada mejor que dar un breve repaso a la 11va temporada (de la
segunda época iniciada en 2005, se entiende) de nuestra amada Dr.
Who, la inmortal creación de Sidney Newman para la BBC, que ya se
acerca a los increíbles 60 años de existencia y permanencia en el aire (Muy
Buena ★★★★). Esta vez la cosa pintaba peliaguda, ya que después de más de una
década en el cargo abandonaba el puesto de showrunner y guionista Steven Moffat
(Sherlock),
quien dejó su impronta grabada a fuego en la serie, y en segundo lugar
ocurriría el evento que jamás nadie habría de imaginar, que el Doc se
transmutara en mujer. En casi seis décadas de aventuras, el fugitivo en su
T.A.R.D.I.S. siempre tuvo rostro masculino, y representaba más que un reto aguardar
tanto la respuesta del público como la performance de la actriz que cargara con
tal reto. La elegida, Jodie Whitaker, merece todos los aplausos posibles. No
solo salió airosa del desafío, sino que evitó que el impresionante peso de la
historia la abrumara y lastrara su interpretación. Lo cierto es que nuestro
venerado TimeLord está allí, en ella, y es perfectamente reconocible. Mira al
mundo (y al universo) con ojos renovados —es cierto— ya que como lo dice en uno
de los primeros episodios hace “demasiado”
tiempo que no se encarnaba en una mujer, pero a la vez resulta perfectamente
reconocible. La cuestión es que los primeros episodios carecen del punch y la
excelencia a que Moffat nos tenía acostumbrados, sin embargo la cosa remonta y
el capítulo 7 (‘WitchFinders’) representa el despegue definitivo de la
temporada, con un saludable regreso a los estándares usuales. El problema, sin
embargo, consiste en la cantidad de compañeros para el Doctor (¿cómo decirlo en
castellano?), ya que en tren de ser sinceros, dos personajes sobran, mientras
que el Graham de Tosin Cole resulta el escolta perfecto, ya que es un ser
tridimensional, querible y actuado como los dioses, cosa que no puede
sorprender tratándose de actores británicos. No develaremos nada más acerca de
ninguna trama, pero alcanzará con decir que el reto y el desafío han sido
superados, y que si bien no llega a la perfección de otros envíos previos,
mantiene una sobria relación entre calidad, impacto y sorpresa. Y por supuesto,
el Especial de Navidad, que esta vez lo fue de ‘Año Nuevo’ (rompiendo otra añeja tradición), resultó una joyita que
compensa con creces cualquier pequeña laguna de la temporada. Después de todo,
no hay Doctor si no hay Daleks ¡¡¡Exterminateeee!!! (BBC América).-
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