“The White Orchid”, Un Thriller que Reconcilia con el Género y con el Cine Mismo



Por Leonardo L. Tavani
Calificación: Muy Buena ★★★★
The White Orchid (La Orquídea Blanca)
Año: 2018. -País: Estados Unidos. -Duración: 89 min.
Santana Pictures e Industry Standar films Productions.-
Director y Guión: Steve Anderson. .-Fotografía: Patrick Meade Jones. - Música: Enis Rotthoff.-Diseño de Producción: Aaron Osborne. – Vestuario: Ed Brooks. -Reparto: Olivia Thirlby – John Carroll Lynch – Nichelle Nichols – Rachael Taylor – Janina Gavankar.-

La gente mata por razones sólidas. La frase, lacónicamente perfecta, pertenece a ese monstruo de la novela negra que fue Raymond Chandler, creador del inmortal detective Philip Marlowe. Tenía razón. E idéntica verdad se aplica para el robo. ¿No fueron bien sólidas, acaso, las razones del cajero Fendrich para ejecutar el robo más comentado del siglo? Que no podamos penetrar en el misterio de un alma, de la psique profunda de un ser humano y descubrir qué lo motiva, no significa que debamos adjudicarle liviandad de motivos para sus actos más definitorios. Pues bien, si la gente mata —y roba, estafa, trafica…— por móviles bien inducidos (incluso cuando parezcan ser incapaces de tales acciones), eso quiere decir que hay algo malo con un determinado concepto que solemos dar por sentado; o cuando menos, algo que no teníamos en cuenta acerca de él. Se trata del concepto de identidad. Nos han enseñado que es una roca sólida que proviene del primer instante en que vemos la luz. Que tan sólo hay que trabajarlo, construirlo, afianzarlo. No es cierto. Es tan lábil, tan moldeable como el deseo. Es mutable. Y transferible. Hasta, quizás, contagiosa. La identidad, queremos decir, por supuesto. Se puede ser uno mismo y se puede ser otro a la vez, y ambos pueden completar la ruta de nuestra existencia. ¿Demasiado…? Esperen y decidan.

            Ella —menuda, silenciosa, aparentemente gris— es una investigadora independiente para Servicios Sociales. No quiere atarse a la burocracia ni a la disciplina de una oficina pública, así que trabaja free lance. Cuando alguien muere sin identificar, o tan sólo se conoce su nombre pero ningún otro dato certero, allí va ella, una persona capaz de ingresar a la casa de ese alguien que ya no está y, por medio de ínfimos datos, mínimas pistas, inferir toda su vida, descubrir sus posibles secretos. Ella parece como los profundos acantilados de San Luis Obispo, esa tierra californiana bañada por un océano que todo lo cubre y todo se lo lleva. Seis meses atrás hubo un crimen. Una mujer descuartizada, imposible de identificar. Nadie parece haberla conocido. Llegó un buen día de la nada, alquiló la casa más lujosa y apartada que pudo, y muy pronto comenzaron a desfilar hombres, mujeres y secretos bajo la luna. No dejó fotos, ni datos ni nada. Ella no quiere el caso. Sabe que el comisario le pondrá trabas y le impedirá trabajar con la libertad que necesita. Al cabo accede. Y allí va, dispuesta a ingresar a esa casa llena de susurros, dispuesta a dejarse guiar por la intuición y la experiencia. Por cierto que algo va a pasar, ciertamente algo la conmoverá; algo le hablará más profundamente que nunca antes; alguien parece comunicarse con ella desde el otro lado de la muerte, y sin necesidad de tableros ouija o rituales espiritistas. La identidad es múltiple, es poliforme, es dinámica… y altamente sensitiva… casi clarividente…

            Claire Decker comienza así, inopinadamente, un extraño y fascinante camino de autodescubrimiento, una ruta hacia otros puertos de su personalidad, hacia diferentes facetas de su “identidad”. Las muchas pelucas de la occisa, gran metáfora acerca de esa mítica construcción que damos por sentada, son lo primero que llama la atención de Claire. No el arsenal de juguetes eróticos que hay por allí, que le resultan indiferentes, sino esos otros detalles tan pero tan íntimos, tales como ese lipstick rojísimo que de improviso va a probarse, casi como si esa textura sobre sus labios pudiera conectarla con la muerta; o acaso como lucir su despampanante ropa interior, otro desafío a sus estándares de conducta. Algo hay de sugestivo en esa casa, en ese ambiente, en el lujo desproporcionado que no parece encajar con alguien que tenía una licencia de conducir con foto falsa, tal su deseo de no existir, de no ser detectada. En su crimen le dieron el gusto, por cierto, ya que le cercenaron cabeza y manos, los que jamás se encontraron. Pero este misterio sin nombre parece influir en Claire, parece como si ambas se conocieran, se esperaran. Como si jugaran un ajedrez urgente que las uniría más allá de los brumosos límites entre la vida y el hades. Así es, entonces, el punto de partida de este sorprendente filme ultra independiente, de presupuesto acotadísimo y recursos limitados, el que sin embargo luce como la mejor de las producciones de un Estudio ‘Major’, ya que posee una atmósfera ultra concentrada, sibilinamente erótica, profundamente adictiva. Veamos por qué.

            La Orquídea Blanca propone, desde un lugar novedoso y con un tipo de personaje protagónico inusual —impensable en los años ‘40s y ‘50s, época del reinado de la novela negra y de Chandler en particular— un tipo de trama que es altamente deudora del gran autor de El Sueño Eterno y Adiós Muñeca. Una vez que se llega al final y se descubre la complejísima madeja, se entiende cabalmente cuan heredero resulta este guión de La Dama en el Lago (Lady in the Lake, 1943), una de las más perfectas novelas del escritor y guionista nacido en Chicago en 1888. Pero a no confundirse, que los argumentos de ambas son radicalmente diferentes y no resultan para nada intercambiables, sólo que ciertos mecanismos del ‘plot’ (y unos muy importantes) son altamente parecidos a los de la obra de Chandler. Y esto es un elogio, que nadie interprete lo contrario. Hay una bella intertextualidad entre ambas obras que las enriquece y hermana en el tiempo. Ahora, para llegar a su resolución, la película construye previamente una admirable ingeniería narrativa, compuesta de secuencias altamente atmosféricas y preñadas de sub lecturas, logradas por medio de encuadres milimétricamente pensados y una inteligente iluminación en High Definition, que si en algunos otros casos puede lucir algo chata o directa, aquí resulta impecable. Fundamentalmente porque “ambienta” y “sugiere” sin que el espectador lo advierta hasta mucho después, y cuando lo hace, ¡vaya si lo agradece! Precisamente, en el cine negro clásico (ver nuestro artículo acerca del Film Noir) estos recursos se estructuraban a partir de elementos pictóricos herederos de la plástica y las artes visuales en general, tales como efectos profundos con la oscuridad, las sombras y los claroscuros, sofisticadas puestas en escena realizadas en el set, altamente controladas y de compleja ejecución, etc. Pero en esta magnífica obra posmoderna que nos ocupa, los mismos efectos —que a la larga dejan huella en el espectador— parecen obtenerse casi desde su misma negación, como si no existieran… pero no es así, y por ello esas sugestivas tomas de los abruptos y salvajes acantilados de la California costera poseen significado propio, se acoplan al viaje interior de la protagonista; o como la luz en la alcoba de la muerta, especialmente por la noche —cuando la investigadora se deja poseer por el fantasma de “esa mujer”— que subraya perfectamente los contornos del rostro ahora eróticamente maquillado de la actriz Olivia Thirlby, logrando que parezca otra y ella misma a la vez, o de igual modo en que acaricia su cuerpo apenas cubierto por un sugestivo y erótico conjunto de ropa interior, propiedad de aquella que parece ya no estar.

            Para poner las cosas en su lugar, antes que nada debemos adjudicarle el mérito de esta sorprendente película a su director y autor del guión, Steve Anderson, quien hace gala no sólo de un buen gusto admirable y una contención perfecta (ya que es el tipo de historia que habilita el exceso y el desmadre), sino que indaga con inteligencia en el mundo íntimo de un par de mujeres con auténtica sensibilidad, sin subrayados propios de fantasías onanísticas masculinas ni de las usuales y parciales miradas que nuestro género le dedica al poliforme misterio femenino. Primero está Claire Decker, por supuesto, un personaje absolutamente fascinante, hipnótico, que bien pronto se descubre portador de misteriosas facetas, como capas de una cebolla que se desprenden sólo si un disparador específico lo habilita. Claire está construida, inteligentemente, desde dentro y por fuera: su ropa austera, poco reveladora, impersonal; su cara lavada, apenas enmarcada en sus ordinarios anteojos; su mirada lánguida y penetrante a la vez… Pero de pronto, cuando comienza su indagación del caso, la personalidad de la ignota víctima influirá metafísicamente en ella de modo que disparará resortes que (claramente) siempre estuvieron en ella, los que por raro que parezca advertimos que no niega ni reprime, sino que opta por reservarse para sí misma, a los que dejará salir cuando las circunstancias le sean propicias. Olivia Thirlby realiza un trabajo brillante, de esos que ganan premios si no se tratara de un filme tan outsider, entrega miradas de una profundidad y una carga semántica que abruman, actúa con todo su cuerpo cuando es necesario y, en otros momentos, resulta capaz de transmitir una eléctrica alteración de su conducta con apenas lucir unos anteojos de sol de la muerta, con la simple forma en que permite que le reconstruyan todo su aspecto facial. Por otra parte, resulta una grata sorpresa la aparición de Nichelle Nichols, nuestra amada Teniente Uhura de Star Trek (la serie clásica), quien entrega —en sus tres apariciones— un rol definitorio en la trama, a pesar de no parecerlo en un principio, ya que es la única de la zona que conoció a la ignota mujer, logró algo de su confianza, y ahora establecerá idéntica relación con Claire, quizás porque en su parcial ceguera ella sea capaz de ver lo que los demás (y nosotros, al principio del filme) no acertamos a descubrir de ella. Sabia, por años y oficio, Nichols lo hace todo fácil: tono de voz, carga emotiva y postura física, le alcanzan para pintar a su criatura con tres trazos y total efectividad. Y luego viene, a no dudarlo, la occisa investigada, quien no sólo está presente en la trama con una ‘carnalidad’ asombrosa, sino que —al ir revelándose todo aquello que tenemos prohibido ‘espoilearles’— demostrará cabalmente que se puede ser muchas y una a la vez. ¿Intrigante? Ya verán.

            El filme dura apenas 88 minutos y sin embargo tiene todo en su lugar, otro mérito del director Anderson, quien nos hace desear más y nos deja con las ganas al final; final que aunque cierra perfectamente la historia, permite una sutil derivación que nos deja algo frustrados por su conclusión. A principios del año pasado, por ejemplo, vimos The Hangman, thriller protagonizado por Al Pacino y Karl Urban, y como de costumbre, la decepción fue directamente proporcional a la enorme expectativa que la cinta generaba. Puro efectismo climático, todos clichés gastados y obvios, todo calculado para el impacto pero sin alma ni personalidad… The White Orchid, para nuestro gozo, hace todo bien y resulta lo opuesto a este ejemplo, ya que define desde un principio sus propias reglas, las sigue con lealtad hacia el espectador —al que toma por adulto inteligente— y obtiene resultados que se miden en el único modo que el cine debería permitir: las cantidades de placer; placer y sugestión, por cierto. Resulta asombroso comprobar cómo todavía es posible sugerir todo el misterioso mundo interior de un personaje con apenas unas pocas pinceladas, desmintiendo la frustrante impotencia que ostenta el Hollywood híper mercantilizado de hoy día. Para ilustrarlo basta con una pequeñísima secuencia de este filme perfecto, aquella en que Claire —luciendo significativamente un erótico conjunto que ha tomado del clóset de la occisa— acude a una gala de piano de su amiga más cercana. Desde su butaca observa el cuello, los hombros sexualmente descubiertos de una rubia que se adivina bellísima, y de pronto todo el mundo de Claire se subyuga al influjo erótico que emana de esa mujer. Adivinamos más de ella durante dicha escena que en diez secuencias inútiles e innecesariamente alargadas, como es usual en el cine ‘mainstream’. En definitiva, película vibrante y contenida a la vez, significativa y profunda, The White Orchid —desde el universo más independiente de la cinematografía— permite reconciliarse con el buen cine, ese que obliga a poner mucho de uno mismo para gozar de una experiencia significativa, de las que dejan un gusto tan atractivo en la boca que nos mueve a pedir más. Hoy día no es poco.-


 

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