Por
Leonardo L. Tavani
Calificación: Muy Buena ★★★★
A Good Year (Un Buen Año) Inglaterra, Francia; 2006.
Dirección: Ridley Scott – Guón: Marc
Klein- Elenco: Russell Crowe -
Albert Finney – Abbie Cornish – Marion Cotillard – Didier Bourdon – Tom
Hollander . – Fox y Scott Free
Productions, 117 min.-
En la pared de la
aséptica oficina se halla un impresionante cuadro de Van Gogh. Luce real. Max
pregunta cuánto costó y su jefe y mentor le responde, “u$s 200.000; es una réplica,
claro. No creerás que tendría el original aquí, ¿no? Ese está en mi bóveda
privada.” Horas después, de vuelta en esa oficina para entregar una
respuesta definitoria acerca de su futuro empresarial, Max volverá a formular
una pregunta. Con los ojos fijos en el cuadro, inquirirá: “¿Cuántas veces lo ves, Nigel?
¿Cómo cuántas veces bajas a tu bóveda…?”. Esta secuencia, que en
realidad pertenece a los minutos finales del filme, encierra la maravillosa
sabiduría que se halla esparcida, aquí y allá, por las casi 2 horas de metraje
de esta película para disfrutar con todos los sentidos. Y una que vale la pena,
por cierto, porque —casi sin quererlo— parece tener el secreto de la vida. Que incluye la ‘felicidad’, ciertamente, pero que es algo mucho más profundo que
ella; porque tal vez, luego de muchas vendimias transcurridas, hayamos olvidado
cómo vivirla. Cómo saborearla. En fin, esta peli estaba allí desde 2006 pero se
nos había escapado por completo, ni siquiera sabíamos de su existencia; y
ahora, cuando la descubrimos por accidente, nos hizo un poco más felices: nos
dejó una pista más acerca de cómo jugar este mágico juego que se acaba
demasiado pronto, pero que siempre vale la pena. La vida es como el vino, y el
vino es como el hombre que lo hace. Así es Un Buen Año / A Good Year, y por ello los invitamos a sumergirse en ella. Será
toda una celebración.
El
autor de este blog jamás hubiera imaginado que Ridley Scott pudiera producir y
dirigir un film como este, cuando menos no luego de los últimos 20 o 25 años de
su carrera, llenos de productos épicos de tono grave y dramático (Los
Duelistas [1977]; Gladiador; Robin Hood [2010]; etc.),
ciencia ficción oscura (Alien, 1979; Blade Runner, 1982;), o
policiales tensos y de alta densidad (Someone to Watch Over Me, 1987; Black
Rain, 1989). Pero el cine es así, y los cineastas también, y la
capacidad de asombro nunca se acaba. Algo habrá pasado por el espíritu de este
director, de este británico sin dudas acostumbrado a ocultar sus pasiones bajo
el ropaje del buen gusto y los modales (como es típico de su sociedad), ya que
la manera en que abraza esta historia resulta fascinante y la torna contagiosa,
imprimiéndole una sensación de vitalidad y profunda pasión que embriaga tanto
como el mejor de los vinos. ¡Y vaya si el vino tiene mucho que ver aquí! La
peli se abre con un magnífico flashback encabezado por la siguiente leyenda: “A Few
Vintages Ago…”, o sea, “unas pocas vendimias atrás”, y de inmediato nos
topamos con una espléndida villa en Francia, en la que el tío Henry
(inolvidable Albert Finney, quien acaba de dejarnos) intenta contrabandearle
alguna lección de vida a su sobrino Max mientras juega al ajedrez con él, que
hace trampa porque “ganar no lo es todo, es lo único”. El pequeño Maximilian ha
quedado huérfano y suele pasar todos los veranos en el Chateau La Siroque, la
soñada finca viñatera de su tío, un solterón empedernido que jamás pudo amar a
una mujer por mucho tiempo ni de a una por vez, un hombre lleno de misterios y
pequeños secretos. “Amaba Inglaterra pero vivía en Francia”, dirá el adulto Max
rememorando una de sus muchas contradicciones. Pero de pronto, “varias vendimias después”, nos hallamos
ante Max ya bien crecidito, que en la piel de Russell Crowe se ha convertido en
un operador de bolsa feroz y despiadado, siempre al límite de las reglas y
capaz de todo por una Libra o un Dólar más. De inmediato nos damos cuenta de la
situación: Max, este Max, ya no es aquél niño que disfrutaba de las lecciones
pícaras de su tío. Este Max, dicho con sus propias palabras, se ha convertido
en un bastardo. No exento de encanto, pero bastardo al fin. Pero llega una
carta de Francia y la realidad golpeará a la cara del yuppie londinense: su
tío, al que no ve ni visita desde hace diez años, ha muerto. No dejó
testamento, y siendo Max su único pariente directo, de acuerdo a las leyes
galas la finca es suya. Así que tendrá que viajar a la Provence para firmar
algunos papeles y proceder a la venta inmediata del Chateau, ya que como él
mismo dice, “su vida está en Londres”.
Así
comienza, entonces, esta maravillosa historia de descubrimiento, o más bien
—deberíamos decir— de redescubrimiento, porque Max, apenas llegue, se irá
topando con imágenes que —a modo de instantáneas— evocarán en su memoria esos
sutiles momentos con su tío, iguales a todos los otros momentos que solemos
ignorar, los que sin embargo guardaban profundas lecciones y pequeñas semillas
para sembrar a futuro. Este hombre lleno de dinero y muy pagado de sí mismo,
feroz en los negocios y frío como una navaja, comienza, casi inopinadamente, a
experimentar extrañas y sorpresivas dudas, momentos de lucidez que le indican
que al fin de cuentas jamás sembró aquellas ‘semillas’ que le legó Henry. El
Chateau La Siroque le habla, lo hace de múltiples y misteriosas maneras, y
aunque él no quiera oírlo, su música comienza a hacer algo de efecto. Filme
acerca de la identidad, y de cómo la disfrazamos maquillándola con todo aquello
que en realidad no necesitamos, A Good Year nos propone un viaje
fascinante al único lugar que merece la pena ir, nuestro corazón. Es cierto que
esa finca maravillosa deja sin habla y uno quiere venderle el alma al diablo
para poder vivir allí; es cierto, también, que no todos podemos permitirnos un
estándar de vida como el de estos personajes; pero el cine, precisamente, es
esto: una ventana hechicera a otra vida y otras posibilidades, un vistazo
clandestino sobre destinos y universos tan distintos a los nuestros que
—paradójicamente— se nos parecen.
Quizás no en cuanto a lo abultado de nuestras
billeteras, pero sí en cuanto a las dudas, los temores y las agachadas que
experimentamos y hacemos. Porque ellos, de ese lado del espejo, y nosotros, de
este, compartimos una única cualidad. La humanidad. Y Un Buen Año es una cinta
profunda e imperfectamente humana. Lo que la hace perfecta.
Pues bien, la “identidad” (tema
central, como ya dijimos) suele estar escondida, enterrada, bajo capas y capas
de superficialidad, ideas equivocadas y búsquedas insensatas. Max no se ha dado
cuenta de ello. No todavía. Todo llega. Igual que llega el amor, al que solemos
descubrir demasiado tarde. A Max le llegará tan de improviso que ni siquiera lo
verá: jamás se enterará que por intentar tomar el celular, que se le ha caído
al piso del coche, casi lo atropella sin más. O más bien, “la” atropella; a ella, Fanny, que con los ojos hechiceros de Marion
Cotillard (La Piaff; The Dark Knight Rises) es capaz de
revivir a los muertos. Fanny Chenal es tan francesa que eriza la piel; es
celosa, apasionada, exigente, voluble y caprichosa; y bella, tan bella como
esta actriz de recursos infinitos, a los que despliega con una sencillez tan
sorprendente que parece que no estuviera actuando. Ya la habíamos visto antes,
incluso recientemente, pero ahora —desde hace seis noches y por medio de un
filme que ya tiene 13 años— estamos perdidamente enamorados de ella. Como
Max/Crowe, claro está, ¿o acaso alguien podría resistírsele? Pero bueno,
ensoñaciones aparte, lo que igualmente engalana a esta sorprendente película
son sus pequeñas y sutiles secuencias, en ocasiones apenas uno o dos planos,
los que están preñados de interpretaciones y brindan más lecciones que un
púlpito afiebrado. Por ejemplo, ver a la señora Duflot, la esposa del eterno
viñatero de la finca, limpiar la casa mientras menea sus generosas caderas al
ritmo de los discos de rumba del fallecido Henry. Max la observa, y junto a él,
nosotros también advertimos la manera tan peculiar con que la dama encara la
vida. Limpia, cocina y trabaja para otros con más dinero, pero jamás renuncia a
su humanidad. O a su alegría. Ni a su optimismo, que aquí no es ingenuidad,
sino una posición ante el propio destino. Duflot mismo es todo un personaje, un
hombre apasionado que ama esa tierra que siente propia, a esos viñedos a los
que le ha dado la vida, tan simple en apariencia que de pronto nos sorprenderá
sobremanera descubrir las complejas sutilezas de su personalidad. Max y
nosotros, gradualmente, nos vamos embebiendo del misterio que se halla
escondido en estos seres y su entorno, y Ridley Scott se asegura de conducirnos
por ese camino con una sobriedad algo pícara, levantisca, que resulta como un
sabor escondido en el vino, ese que llega a inundar los sentidos mucho después
del primer sorbo.
A
Good Year cuenta con una carta de triunfo que la eleva por encima del
promedio: no se trata —ni lo intenta— de un panfleto ‘new age’ o un manual bien adornado para el buen vivir. Nada más
alejado de eso. El filme no pontifica jamás, no baja línea, no pretende
‘educar’ ni se asume como ‘ejemplo’ de vida. Simplemente, sencillamente, como
la existencia misma, su narrativa nos presenta a una serie de personas ‘reales’
que están ancladas en una forma de ver las cosas, de percibirlas y (a veces)
dejarlas pasar, incluso. Y estas personas se encuentran, se miran profundamente
a través del cristal de una copa con vino, y ese prisma aparentemente
deformante les pondrá las figuras en su lugar. Abajo es arriba, y viceversa.
Finalmente, Max tomará un par de decisiones que requerirán de no poca valentía,
pero el guión de esta bella cinta nos conduce a ello con naturalidad y
organicidad. Max podría tomar otras
opciones, podría optar por un
hipotético pie en ambos mundos, pero lo que decidirá se fundará —finalmente— en
una única razón: el amor que ahora comprende que Henry le tenía, y el que él
mismo le guardaba, aunque sepultado por capas y capas geológicas de hipocresía high-tech. No estamos adelantando nada,
por cierto, pero ocurre que resulta fácil adivinar que esta historia acerca de
la identidad y el descubrimiento no puede tener un final pesimista; aquí
importa el viaje, el cómo se llega a comprender que —incluso si se tiene una
vida exitosa y con dinero a montones— se ha hecho un estropicio con ella. La
magia del cine, que esperamos jamás se extinga, consiste en que nos permite
soñar con la posibilidad del cambio. La vida real, por mucho que se le parezca,
no siempre nos permite salir airosos del desafío. Ahora bien, el camino no será
del todo llano, por cierto. Habrá baches. Muy rápido aparecerá una hija no
reconocida de Henry (hermosa y muy contenida actuación de Abby Cornish), una
californiana hermosa e inteligente criada en un viñedo de Tampa, con la que Maximilian
establecerá una ambigua relación. Refiriéndose a su tío, dirá: “Ahora
que lo he recuperado, no estoy muy seguro de querer compartirlo”. Pero
le durará poco la duda. Algunas señales le demostrarán que lo que se comparte
se multiplica; ni más ni menos.
A
Good Year posee un guión absolutamente perfecto de Marc Klein, basado
en la novela de Peter Mayle, y ese es precisamente el gran mérito de esta
producción. Si Ridley Scott, como lo venimos apuntando, ha hecho un trabajo
fabuloso (atípico para su filmografía habitual), lo cierto es que este script
es casi a prueba de balas, inoxidable, uno de esos argumentos que sólo un
director con demencia senil podría arruinar. Pero ha pasado antes, ¡qué va!, y
bien podría haber ocurrido aquí. Pero no, porque Un Buen Año esconde sus
virtudes como el misterioso vino bueno que Max halla por accidente, ese de
elaboración clandestina, cuyos méritos se descubren de a poco y con paciencia.
Y de entre sus muchas virtudes, por cierto, las técnicas no son en modo alguno
las menores: con la sabiduría que indudablemente posee, Scott encomendó la
iluminación y fotografía al francés Philippe Le Sourd, quien aporta unas
texturas en tonos pasteles, resaltando el misticismo de esa Provence de
ensueño, más unos tonos dorados apagados (para la finca) que brindan una
permanente sensación de magia e irrealidad, como si los recuerdos de Max se
fundieran con las gastadas paredes del Chateau. Sonja Klaus, por su parte,
entrega un diseño de arte sencillamente perfecto, algo que se patentiza
precisamente en una cinta como esta, rodada casi íntegramente en escenarios
naturales; porque estos —además de tener que ser necesariamente evocativos y
adecuados al sentido dramático de la historia— deben ser minuciosamente
retocados, alterados y “maquillados”
para que, incluida la forma en que serán iluminados y fotografiados, se obtenga
el efecto pictórico y emotivo que un locación debe proveer al cuento. ¡Y vaya
si esto se consigue en este filme! Por último, a destacar la infecciosa
partitura de Marc Streitenfeld, simplemente perfecta, la que además —asistida
por una brillante elección de temas tradicionales— consigue evocar un clima
definitivamente maravilloso. Por todo esto, para pasar más que un buen rato,
para mirarnos al espejo de nuestras elecciones personales, bien vale la pena
arrimarse un poquito a su magia. Se titula, insistimos, A Good Year, y tal vez no
nos ilumine por tanto tiempo, pero indudablemente lo hará por un par de horas.
Nunca será poco.-
No hay comentarios.:
Publicar un comentario