Roger Corman Y Edgar Allan Poe – Un Encuentro que Redefinió el Terror


Por Leonardo L. Tavani   
  Un buen día, casi inopinadamente, dos mundos muy diferentes se encontraron acaso por casualidad. ‘Acaso’, decimos, porque lo cierto es que estaban inexorablemente destinados el uno para el otro. Se trataba de un cineasta independiente a punto de cumplir 40 años, uno de esos momentos definitorios para la vida de cada hombre, y la obra literaria de uno de los autores más torturados del siglo XIX, el creador de una clase de horror metafísico que haría escuela. Estaban marcados para cruzarse, habrían de colisionar sin remedio y con resultados tan felices para el séptimo arte, que aun hoy late algo del estilo que definieron con su unión, todavía pervive la magia macabra que dieron a luz. Se trataba de Roger Corman y Edgar Allan Poe, tan distintos, tan separados por el tiempo y la muerte… pero tan unidos como si pudieran verse a través de un espectral espejo. Emprendamos un viaje a sus mundos en colisión.
          
Corman a sus 70 años
Roger Corman nació el 5 de abril de 1926 en Los Ángeles, California, aunque muchos sitios web le erren fiero y apunten que ello sucedió en Detroit. Ocurre que su padre, ingeniero mecánico, trabajaba para una de las más importantes automotrices de dicha “capital del automóvil” y llevaba un tiempo radicado allí. Pero su madre, a punto de parir y con ciertas cuestiones familiares que resolver, había vuelto a Los Ángeles por algunas semanas y acabó por tener a su hijo allí, retornando a Detroit un par de meses después, cuando el bebé ya estaba en condiciones de soportar el viaje. La Gran Depresión lo tomó de muy pequeño, y su infancia —transcurrida en un hogar con sólidos ingresos— resultó un universo pletórico de cómics, novelas ‘pulp’ e interminables maratones de matinées cinematográficas. De todos modos, y quizás para satisfacer a sus padres, se graduaría en ingeniería por la Universidad de Stanford y más tarde, en Inglaterra, obtendría su diploma en Lengua y Literatura Inglesa en el prestigioso Balliol College de la Universidad de Oxford. El joven Roger era un muchacho educado y de gustos sofisticados, que encajaba muy bien en la elitista sociedad británica, pero su prematura pasión por el cine lo llevaría a retornar a América, ya que la industria británica —en la que le costaba hacer pie— sólo podía ofrecerle la dudosa seguridad de los Estudios Ealing, que ya estaban encaminándose a su desaparición, o intentar abrirse camino en el azaroso mundo del cine independiente. Pero Corman no quería hacer nada de eso, puesto que estaba firmemente convencido de las posibilidades comerciales del cine de horror y ciencia ficción así como de la necesidad de producir y distribuir por fuera de los grandes Estudios, generando de tal modo ganancias más y mejor repartidas y no debiendo atarse a fórmulas estancas. La balsámica irrupción en dichos géneros de la Hammer Film Production lo tomó cuando ya llevaba un tiempo de regreso en California, trabajando decididamente en la industria.
El joven Corman junto a Vincen price en un alto del rodaje de El Cuervo
            Roger Corman fue dueño de un olfato comercial admirable, al que unió su magnífica intuición artística, gracias a la cual sabía cuándo debía iniciar ciertos proyectos y cuándo archivarlos hasta mejor oportunidad. Con la inolvidable La Tiendita del Horror (The Little Shop of Horrors, 1960), por ejemplo, se puede entender cabalmente lo que queremos decir. Esa fascinante comedia de terror y ciencia ficción, realizada con tres pesos y que hoy es un clásico de culto, estaba en las gateras de Corman desde 1954, año en que debutó como productor y guionista con Highway Dragnet (Nathan Juran) y The Fast and the Furious (John Ireland & Edward Sampson), cuando el guionista Charles B. Griffith desarrolló el script primario de “La Tiendita…” a pedido de su colega. Pero aunque la American Releasing Corporation (luego American International Pictures) le ofreció producirla en ese momento, Corman entendió que el público estaba algo “verde” para tal mixtura de géneros e ideas y aguardó hasta el momento que creyó más oportuno. No se equivocó. Ocurre que el cineasta había desarrollado una muy especial intuición —y un astuto poder de observación— desde sus mismísimos inicios en Hollywood, allá por finales de 1947, cuando comenzó como mensajero. Poco después obtendría el cargo de asistente y revisor de guiones; de allí al departamento de Producción Ejecutiva habría un mínimo paso, y gracias a sus muchos contactos lograría a poco ser aceptado en la posteriormente rebautizada AIP. American International Pictures, de hecho, era una empresa de modestos recursos y limitadas ambiciones, que había irrumpido primero como distribuidora y que pasó a reconvertirse en productora precisamente para la época del arribo de Corman a la misma.  Él y James H. Nicholson, cofundador de la compañía, se entendieron a la perfección y se convirtieron en un tándem imbatible. Nicholson, socio del ‘rey’ de la chapucería, Samuel Z. Arkoff, era el verdadero cerebro del Estudio, y gracias a su colaboración con Roger Corman lo posicionaría en el top ten de los más rentables en apenas 5 años. Tiempo después, al filo de los años ‘70s, cuando el ejecutivo abandona la empresa por serios motivos de salud, Arkoff transformará AIP en una abominable factoría de bazofias, tirando por la borda el prestigio que habían cimentado sus asociados en los ‘60s, cuando contaban con guionistas de la envergadura de Richard Matheson, precisamente el “coequiper” de Corman en gran parte de la serie de filmes que nos ocupa.

            Roger Corman aun ostenta el récord de contar con más de 200 filmes en su haber —tanto como productor, guionista o director— de los cuales 90 resultaron éxitos imbatibles de taquilla, mientras que 25 de ellos se consideran hoy clásicos de culto. Experto en desarrollar proyectos de bajo presupuesto, íntegramente rodados en estudios, logró que todas las empresas que lo patrocinaron —además de la citada AIP, trabajó con Allied Artists, ITC, Republic Pictures y algunas más— le adelantaran fondos para uno o dos proyectos posteriores al que se estaba por distribuir. El tema era que Corman siempre cumplía, respetaba los plazos de rodaje con disciplina espartana (incluso los despachaba con excesiva antelación), e invariablemente obtenía ganancias muy por encima de la inversión en las primeras semanas de exhibición. Todos los historiadores cinematográficos coinciden en que para 1955 (cuando debuta como director) su fórmula para el éxito estaba ya escrita en piedra: personajes femeninos de fuerte presencia, héroes torturados, argumentos no convencionales que se permiten ciertos comentarios sociales, inteligente uso de los efectos especiales, diseños de set económicos pero de enorme impacto visual, brillante uso del color y la iluminación, contratación de técnicos de primera y, por sobre todo, la facturación integral de sus filmes con presupuestos que nunca superaban los u$s 100.000 (o incluso costaban menos que eso). Con esta fórmula realizó westerns, policiales negros, filmes de ciencia ficción y terror, e incluso alguno que otro de denuncia social. Además de la citada, y célebre, “Tiendita del Horror”, Corman presentaría filmes tan dispares como Swamp Women (1955, Corman), Machine-Gun Kelly (1958, Corman), Attack of the Crab Monster (1957, Corman), Day the World Ended (1956, Corman) y tantas y tantas otras. También daría trabajo —y su primera oportunidad— a una serie de jóvenes talentos que aun hoy reconocen públicamente deberle sus carreras, entre los que se encuentran nada menos que Jonathan Demme (recientemente fallecido), Martin Scorsese, Joe Dante, Francis Ford Coppola, John Sayles, James Cameron y Jack Nicholson. Tras una incursión en el drama histórico con El barón rojo (Von Richtofen and Brown, 1971; acerca de la rivalidad entre el as de la aviación alemana de la I Guerra Mundial Manfred von Richthofen y el canadiense Roy Brown), Corman dejó de dirigir concentrándose en la producción a través de sus compañías New World y New Horizon. Su esperado regreso a la dirección con Frankenstein Unbound (Frankenstein Desencadenado, 1990) resultó ser una decepción para muchos, aunque no carente de ciertos aciertos formales. Pero mucho antes de esto, una de las pasiones literarias de su niñez tomaría forma en su mente con la persistencia de un mandato: tenía que trasladar su universo al lenguaje del cine, debía reinterpretarlo hasta volverlo masivo y atractivo para el público. Y por qué no rentable, por supuesto, que lo cortés no quita lo valiente…! Así pues, a principios de 1960, Roger Corman abrazaría —por fin— el mundo oscuro e inimitable de Edgar Allan Poe (1809-1849), ese trágico bostoniano cuyas pesadillas se volverían celuloide para gozo y deleite de todos los amantes del Séptimo Arte. El resultado de este feliz encuentro fue un puñado de clásicos inoxidables que no han envejecido un solo día y todavía provocan escalofríos. Vamos a por ellos.
Matheson, ya mayor, y la portada de su novela más célebre
            Richard Matheson (1926-1913), novelista, guionista de cine y tevé, productor y ensayista, trataba de probar suerte en Hollywood desde antes de 1957, pero ese año resultaría clave para él puesto que el inimitable Jack Arnold lo contrataría para escribir el guión —basado en su propia novela— de The Incredible Shrinking Man (El Increíble Hombre Menguante, 1957; Arnold). Filme de gran presupuesto y con sorprendentes efectos visuales para la época, posicionaría a su autor como una apuesta segura en el ámbito de la ciencia ficción y el horror, los dos géneros en que mejor se desempeñaba. Corman, que ya lo conocía, pensó en él de inmediato para encarar su primera adaptación de Poe, y puede decirse con bastante seguridad que no fue una idea totalmente original, ya que el polifacético cineasta era amigo personal de Milton Subotsky, el fundador —en sociedad con Max J. Rosenberg— de Amicus Productions, compañía radicada en Inglaterra que (a veces en soledad, otras en sociedad con la Hammer) realizaría perlitas tales como The Skull (1965, Freddie Francis), Dr. Who and the Daleks (1965, Gordon Flemyng), Dr. Terror’s House of Horrors (1965, Francis), Torture Garden (1968, Francis) o Scream and Scream Again (1970, Gordon Hessler). Subotsky admiraba a Robert Bloch (el autor de la novela Psycho, en la que se basó el filme de Hitchcock de 1960), y luego de mucho insistir logró que este escribiera el guión de varios de los filmes de la compañía, generalmente los que adaptaron sus propios relatos, tales como el citado Torture Garden. Corman pensó que esta era una buena idea, y que nadie mejor que un novelista del género para reinterpretar a Poe, así que convocó a Matheson para la tarea. El productor eligió uno de sus relatos favoritos del malogrado escritor (y favorito del autor de este artículo, también), La Caída de la Casa Usher, quizás uno de los más complejos, enigmáticos y metafísicos de su obra integral. El desafío era supremo, porque esta retorcida historia de incesto, necrofilia y derrumbe moral casi no presenta acción física alguna y se basa íntegramente en las agudas observaciones del narrador, el único amigo de Roderick Usher, quien tiene la malhadada idea de ir a visitarlo en el momento menos oportuno. Si bien Corman nunca lo confirmó, gran parte de la estructura del guión es suya, mientras que Matheson le dio forma, contenido y unos diálogos brillantes. Así entonces, en Febrero de 1960 se estrenaba House of Usher, luego rebautizada Fall of the House of Usher (Excelente ★★★★★), la primera de las 8 adaptaciones de Corman sobre relatos de Edgar Allan Poe.

            Si hay un acierto seminal en House of Usher, este consiste en la convocatoria de un actor inimitable como lo fue Vincent Price (1911-1993), hoy día felizmente revalorizado y un verdadero maestro del terror y la comedia negra. El tour-de-force que realiza en la piel de Roderick Usher resulta impagable. Sus miradas, el tono melifluo y variable de su voz, la capacidad de transmitir físicamente la tortura espiritual de su personaje, todo ello lo posiciona en el sitial de honor por sobre otras actuaciones para el género. Parafraseando a Leonard Maltin, cuando el joven Winthrop (Mark Damon) llama a la puerta de la mansión Usher, esta se abre y el horror comienza. Apenas han transcurrido 30 segundos de acción y ya se experimenta un nudo en la garganta. El prometido de Lady Madeline Usher llega desde Boston, en dónde la conoció meses antes, para pedir formalmente su mano. Pero sólo consigue evasivas, conductas misteriosas y una cierta certeza de que su amada está en peligro. Y no se equivoca. El filme, que utiliza brillantemente el formato CinemaScope y el color, dosifica de forma magistral el suspenso, el clima opresivo, los momentos de tensión y la sensación permanente de pesadilla. Resulta como la puerta hacia un agujero negro del terror, del que no se puede escapar sino hasta su conclusión, y consigue inquietar incluso al espectador siglo XXI, acostumbrado a las salvajadas más despiadadas que le vienen inoculando desde Saw, Hostel y todas esas porquerías. Como director, Corman triunfa a todo lo largo de la cinta, dominando cada aspecto de ella e imprimiéndole un timing ominoso que abruma por su efectividad. Recaudó tanto dinero que hasta un alienígena adivinaría que se vendrían muchas más, y eso es lo que pasó. 

La segunda adaptación de Poe sería El Pozo y el Péndulo (1961, The Pit and the Pendulum; Corman) (Excelente ★★★★★), aterradora y asfixiante historia ambientada durante la Inquisición Española, en la que Nicholas Medina —otra actuación sobresaliente de Vincent Price— cree ser poseído por el espíritu de su padre fallecido, un severo torturador al servicio de la siniestra institución Católica. Con otro guión sin fisuras de Richard Matheson, y el propio Corman inspirado como nunca, el filme todo parece una enorme pesadilla acerca de la culpa, los pecados de nuestros padres y sus efectos sobre nosotros, y la cultura en que se vive como medio (o herramienta siniestra) para la opresión y la manipulación. Para la historia ha quedado el enorme y aterrador péndulo afilado que se cierne sobre sus víctimas, un símbolo de la castración fálica que tal vez ni el propio Corman lo haya pensado así, pero cuyo simbolismo repta insidioso hasta la conciencia del espectador. John Kerr y Barbara Steele están perfectos en sus papeles y la impecable fotografía de Floyd Crosby sirve para enseñar a los estudiantes cómo iluminar y encuadrar magistralmente en Panavisión y aun así obtener resultados claustrofóbicos y asfixiantes. Segundo golazo.

            Estamos ahora en 1962 y AIP estrena The Premature Burial (El Entierro Prematuro, Corman) (Buena ★★★), tercera en la serie de adaptaciones de Poe, y lamentablemente la primera en mostrar signos de agotamiento. No llega de ningún modo a ser un mal filme, e incluso tiene una estructura tan exuberante en cuanto al horror como sus predecesoras, pero esta historia, basada en uno de los relatos más minimalistas y psicológicos de su autor, requería de un trabajo más elaborado y una preproducción más minuciosa. Tres años desde la anterior, como mínimo, hubiera sido lo correcto para entregar un producto perfecto y afiatado, pero el típico apuro por seguir explotando el filón les jugó en contra. Primera de la saga, también, en no contar con Price como protagonista, cuyo lugar quedó en manos del talentoso Ray Milland (The Lost Weekend, 1945; Billy Wilder), secundado aquí por Hazel Court (The Curse of Frankenstein, 1967; Terence Fisher). Sigue siendo una cinta competente y se deja ver del mismo modo que las menos afortunadas de la Hammer, pero aun así no le hace justicia ni al autor ni a los anteriores palmareses del tándem Corman-Matheson, el que esta vez entregó la pólvora algo humedecida.

            Algo debió pasar en (y por) la cabeza de Roger Corman después de ver terminada la cinta anterior, porque sin esperar más que tres meses se lanzó a la producción de Tales of Terror (1962, Corman) (Muy Buena ★★★★), con la que se sumó a la moda —tan de los ‘60s— de los filmes en episodios, presentando 4 cuentos de Poe adaptados por Matheson en 3 segmentos. El Tonel de Amontillado y Morella son los relatos que más se lucen en esta excelente película, para la cual Corman volvió a contar con el inimitable Vincent Price —quien actúa en los tres relatos— más la inestimable colaboración del infatigable Peter Lorre (M, el vampiro de Düsseldorf; Fritz Lang, 1931/ Casablanca; Richard Curtiz, 1942), en la piel de un airado Montresor, fatalmente dispuesto a vengarse de Fortunato por cortejar a su esposa. La cohesión de las tres partes de la cinta es más que correcta, la utilización del humor negro resulta perfecta y tanto la fotografía como la edición (el montaje) se lucen en partes iguales. No es perfecta, pero vuelve a transitar por el camino de la calidad.

            Un año después, en 1963, llegaría The Haunted Palace (Corman) (Buena ★★★), a la que muchos críticos rechazan como parte del ciclo Poe —dado que está ‘remotamente’ basada en El Caso de Charles Dexter Ward, de Howard Philip Lovecraft— pero la que, sin embargo, lleva el título de uno de los más bellos y evocativos poemas de Poe. Corman en persona proclamaba su estricta pertenencia a la serie, así que… ¿quiénes somos nosotros para refutarlo? Pero veamos, un hombre arriba al pueblo de Nueva Inglaterra para reclamar sus derechos de herencia sobre la mansión familiar, pero pronto descubrirá que la misma está bajo los efectos de un ancestral y maligno hechizo, el que también ha afectado al pueblo, cuyos habitantes se han convertido en diabólicos mutantes. Interesante premisa, gran fotografía en Panavisión (como todas las anteriores), otra excelente performance de Price, quien aquí encarna dos roles distintos, más una brillante partitura de Ronald Stein, componen los puntos más destacados de esta correctísima película escrita por Charles Beaumont (Chicago, 1930 – Los Ángeles, 1967), un más que prometedor guionista de cómics y películas que moriría a causa de una meningitis espinal —arrastrada desde su adolescencia por causa de una curación deficiente—, dejando tras de sí apenas 9 guiones, todos ellos más que competentes y de gran calidad. Cultor de la ciencia ficción y el terror desde su infancia, este prematuro talento escribió filmes de enorme potencial, tales como 7 Faces of Dr. Lao (1964, George Pal) —la “afanosa” inspiración de Terry Gilliam para su "El Imaginario del Dr. Parnassus" — The Wonderful Worl of the Brothers Grimm (1962, Enry Irving & George Pal) o la británica Night of the Eagle /en EE UU retitulada Burn, Witch, Burn! (1962, Sidney Hayers). En definitiva, filme con buen clima y mejor suspenso, muy inteligente en su propuesta, pero en definitiva poco de Poe, como no sea su espíritu tan irredento como errante.
 The Raven (El Cuervo, 1963) (Muy Buena ★★★★), comedia negra de gran calidad, sería la siguiente en la lista. Tal como su predecesora, toma su título del célebre poema homónimo del bostoniano para construir una genial fantasía, divertidísima, pícara y   llena de sorpresas. Vincent Price —se le nota— goza como un puerco con los magníficos parlamentos que le escribiera Matheson en esta ocasión, regresado pues al rol de guionista. Ambientada en la Edad Media, esta genial sátira negra presenta al Dr. Erasmus Craven (Price), quien —mientras se lamenta por la pérdida de su esposa— descubre que el cuervo parlante que se le aparece en la ventana no es otro que su colega, el Dr. Adolphus Bedlo (genial Peter Lorre), hechizado para convertirse en tal pajarraco por el malísimo Dr. Scarabus (un divertido Boris Karloff). El dúo de hechiceros fracasados deberá ir al castillo del villano Scarabus para tratar de quitarle los poderes que ha robado, así como a la esposa del pobre Craven, quien al parecer no estaba muerta, sino retozando en el lecho del malvado brujo. Una vez más el trío protagónico se luce hasta cotas inenarrables de placer, y el espectador no hace otra cosa que disfrutar de cabo a rabo, no pudiendo creer las metidas de pata del dúo central. Por momentos parece una cinta de Abbott y Costello con mejor presupuesto, pero que esto no se entienda como una objeción, más bien todo lo contrario: la comedia negra, para funcionar, requiere de elementos delirantes y absurdos correctamente imbricados en su trama. Y esta los tiene. Tal vez, para una parte más cínica del público actual pueda parecer algo ingenua, pero precisamente allí radica su encanto. Plenamente disfrutable. Y una perlita: atención a un jovencísimo Jack Nicholson en un papel que se las trae.

            Y ahora llega la absoluta obra maestra de este ciclo inolvidable, la increíblemente perfecta The Masque of the Red Death / La Máscara de la Muerte Roja (1964, Corman) (Excelente ★★★★★), film soberbio y superior, absolutamente deudor del estilo del gran Ingmar Bergman —con lo que Corman se permitía demostrar cuánto sabía de cine con ‘mayúsculas’— una estilizada fantasía de horror que atrapa al espectador desde el primer instante. Basada tanto en el cuento del título como en “Hop-Frog”, que está desarrollado como una subtrama de la cinta, el filme presenta al maligno príncipe Próspero —otra actuación de antología de Vincent Price— quien se refugia hedonísticamente en la seguridad y confort de su castillo, rodeado por un corrillo de adulones y diletantes a los que gusta de humillar hasta la náusea, mientras que en la villa circundante —su feudo— la “muerte roja” (o sea, la peste) cobra su fatal peaje. La despiadada crueldad de próspero, las aterradoras escenas en el villorrio, la fascinante fotografía del inglés Nicolas Roeg (para esta, la única cinta de la serie rodada íntegramente en Gran Bretaña), así como el perfecto guión de Charles Beaumont (asistido por R. Wright Campbell a causa de algunos problemas en su salud durante su escritura), conforman no ya la mejor película de todo el ciclo, sino —casi sin duda alguna— la mejor de toda la carrera de Corman. Y si alguien duda de nuestro aserto, no tiene más que descargarla y verla: no ha envejecido un solo día, causa pavor y todavía perturba hasta lo más profundo. Para enseñar cine en las academias (…que a más de uno le vendría bien!!!).

            Y por fin llegamos a inicios de 1965, cuando Roger Corman presentaba la última de sus adaptaciones de Edgar Allan Poe, la exquisita The Tomb of Ligeia (La Tumba de Ligeia; Corman) (Muy Buena ★★★★), brindándole así una dignísima despedida a este ciclo inolvidable, desarrollado en apenas 5 años consecutivos y con resultados estéticos y argumentales que todavía hoy influyen en numerosísimos cineastas. Contando —una vez más— con la inestimable colaboración del invaluable Price, la trama nos presenta a Verden Fell, un hombre torturado por lo que cree son las manifestaciones de ultratumba de su recientemente fallecida esposa, Lady Ligeia Fell (Elizabeth Shepherd). Desde su gato, que por momentos parece conducir los efluvios del espíritu de la muerta, hasta la gótica mansión, que manifiesta en sus frías paredes idénticas influencias, Verden siente cómo su cordura se hunde en las miasmas de la perturbación. Cuendo Fell despose a una nueva mujer, Lady Rowena, esta caerá  irremisiblemente bajo la posesión del espíritu de la occisa, y todo ello para horror y desesperación del pobre viudo enamorado. Quizás no tan a la altura de su predecesora inmediata, pero aun así se trata de una cinta preñada de simbolismos, grandes aciertos y una realización integral verdaderamente ejemplar. También rodada en Inglaterra, The Tomb of Ligeia contó con un sólido guión de Robert Towne (Pomona, 1936), un gran productor, guionista y director que cuenta en su filmografía con cintas tales como Personal Best (1982), Tequila Sunrise (1988) o —aquí sólo como guionista— Shampoo (1975, Hal Ashby). A destacar la cinematografía de Arthur Grant y la partitura original de Ken Jones. Intensa, sugerente, climática, la película representa una dignísima despedida del universo de Poe, tanto como todo el ciclo implica una radiografía cabal de los métodos de producción en los años ‘60s, cuando toda esta verdadera proeza artística podía estrenarse en una catarata consecutiva sin apenas resentir la calidad de cada producto.
 
Edgar Allan Poe
Nótese cómo en Inglaterra, en idéntico período, Harry Saltzman y Albert R. Broccoli estrenaron los 4 primeros filmes de la saga “James Bond 007” (los mejores, sin duda) de a uno por año, en el segmento que va de 1962 (Dr. No; Terence Young) hasta 1965 (Thunderball; Terence Young). Hoy día, con herramientas tecnológicas sorprendentes y medios económicos infinitamente superiores, ni siquiera nos es posible pedir que una saga como esta última sostenga un promedio aceptable de calidad entre sus recientes entregas. Y Corman, por cierto, no sólo produjo y dirigió estos 8 filmes imprescindibles, sino que en ese reducido período estrenó la friolera de otras 14 películas, de las cuales apenas en una se abstuvo de sentarse en la silla del director. ¿Perturbador, no…?
            En fin, productos testigos de una época y representantes cabales de un modo infalible de producción (quizás irremediablemente perdido), estos 8 filmes geniales siguen tan vigentes como entonces y permiten echar un vistazo a los particulares universos de un cineasta inquieto y un autor maldito, cuyas fantasmagorías todavía sobresaltan el sueño de cualquiera que se atreva a ingresar en su mundo de tinieblas. A darles a ambos una chance, queridos amigos, que nada se los impida… y mucho menos un cuervo que golpetee vuestra ventana en una noche tormentosa, cuando de su pico parezca brotar una voz humana. Seguramente será cosa de la imaginación… ¿O no…?   



                 

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