por Leonardo L. Tavani
Green
Book (Muy Buena ★★★★) es una película deliciosa, ajustadísima,
que sabe perfectamente qué cuento pretende contar y —para fortuna de todos—
cómo hacerlo bien. Separado por vez primera de su hermano Peter, con quien
codirigió filmes tan disímiles como la abominable Tonto y ReTonto (Dumb and Dumber, 1994), la magnífica Loco
por Mary (1997) o la excelente Amor en Juego (Fever Pitch, 2004), Bobby Farrelly echa mano de la más clásica
tradición del cine norteamericano y se lanza a la carretera para conducir esta
suerte de Road Movie embebida en la más tradicional comedia dramática. En ella,
Anthony Vallelonga, alias Tony Lip, un italoamericano rudo y oportunista que
oficia de patovica en el Copacabana, se queda temporalmente sin empleo. Estamos
en el Bronx, ciudad de Nueva York, en el año 1962. Tony tiene esposa y dos
hijos y hace cualquier cosa para conseguir el dinero de la renta, aunque no
literalmente hablando. Es capaz de apostar por quién se come más hot-dogs y
ganar 50 dólares luego de tragarse 26 de ellos, pero absolutamente incapaz de
cargar las maletas de la persona que lo contrata como chófer. Cuando su mujer les
sirva un vaso de limonada a dos gasistas de piel negra, Tony irá luego a la
cocina y arrojará los vasos a la basura. Su racismo es de buena ley, como lo es
el de toda su familia italiana. Pero de pronto irrumpirá en su vida el “Dr.”
Donald Shirley, un eximio pianista clásico motivado por su disquera a explorar
los caminos del jazz. Shirley es negro, aunque vive como un blanco excéntrico y
millonario, extremadamente culto, excesivamente refinado y verdaderamente
obsesionado por las reglas. Todo tipo de reglas. Si alguien arroja un papelito
por la ventanilla del auto Shirley entra en pánico. Como se ve, nada ni nadie
podría ser más diferente al doctor que Tony Lip, un tipo que fuerza las normas
para que se ajusten a sus necesidades, que es esencialmente grosero y poco
amigo de las más básicas reglas de urbanismo. Pero esto es Hollywood, factoría
que no se amilana ni siquiera ante las limitaciones de una historia verídica
(sin dudas algo edulcorada, pero real al fin), y el camino que ambos emprenden
redundará, a la larga, en una mutua transformación que los enriquecerá de
formas inesperadas.
Green Book divierte y emociona
mientras nos pasea por el Sur profundo de los EE UU, hogar del racismo más
agrio y feroz. Pero (¡y hay un “pero”…!),
de ningún modo es un filme con el grado de sutileza, profundidad y pretensión
artísticas necesarias para merecer la dorada presea anual. Lo es en tanto y en
cuanto el cine hecho en América del Norte ha entrado en una espiral descendente
que aterra, de modo que un filme como este —que 25 años atrás no pasaría de
‘simpático’— bien puede lograr lo que otrora le hubiera sido imposible. La
cinta está manejada con nervio y buen gusto, tiene un humor destacable y logra
empatizar con el espectador de manera perfecta; pero sus pergaminos,
lamentablemente, apenas alcanzan para esta versión “Costa Pobre” de los antaño más deseados premios de la
cinematografía mundial. Pero, y aquí tenemos otro “pero”, la gran injusticia del pasado domingo consistió en negarle
la estatuilla a Viggo Mortensen, quien entrega una actuación de antología,
sencillamente perfecto en la piel de este Tony más obeso por causa de los
prejuicios que por los fideos con tuco de su esposa. Si ya había conmovido años
atrás con Promesas del Este, si había shockeado con Una Historia Violenta,
esta sincera y apasionada performance merecía —sin dudarlo un segundo— el Oscar
a Mejor Actor Principal. Pero claro, la Academia sigue cayendo en este garrafal
error de criterio que consiste en premiar interpretaciones de destacados personajes
reales, vivos o muertos, siempre y cuando se trate de personalidades
rutilantes, claro está. El auténtico Tony Lip no tuvo en vida ni el glamour ni
la importancia necesarias como para que los votantes de la Academia se hagan
pis encima apenas ven a un actor lleno de prótesis plásticas y portando capas
geológicas de maquillaje. Churchill, Dick Chenney, Freddie Mercury y tantos
otros, son caracterizaciones siempre desafiantes para un actor, y vale la pena
encararlas, pero el genuino reto del intérprete consiste en transformar en un
ser de carne y hueso, que vive, respira y sufre, al absolutamente ficticio ‘personaje’ que se halla en potencia en
la letra muerta del guión (o de la obra teatral). ¿Ejemplos? Bien, aquí va uno
que jamás le haría ganar un Oscar a su protagonista (y nunca lo ganó, de
hecho), ya que se trata de cine-espectáculo, pero al que todos tenemos presente
como si fuera real: Marty McFly, de la trilogía Volver al Futuro (Back to the Future, Robert Zemeckis;
1985). Nada ni nadie nos podrá convencer de que Michael J. Fox no es Marty,
nadie nos persuadirá de que no surca el tiempo en un DeLorean transformado en
una “time machine”. Cuando la edición
aniversario del año 2000 (en DVD) rescató por vez primera las tomas y
secuencias que había rodado originalmente Eric Stoltz (un gran actor, pueden
creerlo), pudimos apreciar cabalmente cómo un rol en las manos equivocadas
puede desembocar en una absoluta catástrofe.
Stoltz como Marty: el actor que no fue |
El talento de Stoltz era, en esa
ocasión, más un escollo que una virtud; y cuando Zemeckis —horrorizado con las
pruebas de cámara de cada jornada— acude a Spielberg (el productor) para pedir
socorro y ver cómo desembarazarse del actor sin agraviarlo ni generar un
conflicto legal por su contrato, el propio intérprete decide renunciar porque sentía
que no comprendía a su criatura. Cuando llega Fox, que estaba en plena
grabación de su sit-com Family Ties (1982-’89), todo se
coloca en su lugar y se hace la luz: acostumbrado a la rapidez y escasez de
ensayo de la tevé, el muchacho se hace con el personaje con una simpleza y una
naturalidad que dejó a todos con la boca abierta. En su primera toma oficial ya
era el Marty McFly definitivo, y ni el apocalipsis puede quitarle hoy día ese
lugar de privilegio. En esto consiste el arte de la actuación cinematográfica,
e interpretar a personalidades reales se vuelve algo más bien problemático,
porque siempre se tendrá la tentación de imitar, de asemejarse desde el
exterior y no desde el interior. La Marilyn Monroe de Michelle Williams para Mi
Semana con Marilyn (2013) resultó sencillamente perfecta, precisamente
porque la actriz de Oz, el Poderoso, El Gran Showman y Venom
evitó toda imitación y se metió bajo la piel de los traumas y las inseguridades
del gran mito femenino del siglo XX.
Así pues, tenemos por un lado un
filme de fórmula, muy bien realizado y aun mejor actuado, que no reinventa nada
pero deja un sabor dulce en la boca; y por el otro nos hallamos con una
producción tal vez excesivamente calculada, una cinta que debería mostrar más
corazón y sentimiento en vez de tanto recurso estilístico frío, pero que de
todos modos es muy buena —y hasta quizás mejor que su competidora— la cual,
empero, fue víctima de una guerra feroz en el corazón mismo de la industria.
Steven Spielberg es el portavoz oficial del bando “tradicionalista”, que le
reclama a Netflix algo no carente de razón: la compañía de ‘streaming’ produce cine para su
plataforma, lo que en un principio está okay
(e incluso se anima a presentar productos rupturistas, poco ortodoxos y muy
arriesgados, lo que está aun más okay!),
pero se niega de plano a distribuirlos de manera estándar. Esto quiere decir liberar
sus derechos de exhibición, contratar una empresa distribuidora (suelen ser
dos: una para el mercado interno y otra para el mundial), y recaudar dinero
como todas las demás mayors lo hacen.
Pero a Netflix eso no le importa, ya que su objetivo es difundir sus filmes de
manera que estos le redunden más y más abonados, los que a su vez generen
dividendos por publicidad y acuerdos tipo PNT (publicidad no
tradicional), por ello forzó los reglamentos
de la Academia alquilando unas pocas salas de manera privada para estrenar Roma
de manera harto limitada y sin suficiente difusión. ¿Y esto qué tiene de malo?
Pues que las compañías cinematográficas REALMENTE arriesgan gran parte de su
supervivencia empresarial con el lanzamiento de cada película: pagan la
producción del filme, pagan la monumental y costosísima campaña de publicidad, pagan
por el derecho de distribución, pagan todos los impuestos locales y/o globales;
y por toda compensación reciben únicamente su parte proporcional de la taquilla.
Nada más. Por eso hoy vivimos la edad de oro de los superhéroes, porque las
empresas deben ir sobre seguro para tratar de seducir al público y lograr que
efectivamente se movilice hasta una sala de cine y pague por su ticket.
Netflix, en cambio, tiene su propia difusión asegurada, no arriesga nada, y
para colmo de males le retacea a la gente la experiencia de vivir el film en
una sala adecuada para ello. Aunque parezca lo contrario, no tomamos posición
por ninguna de las partes, sólo hacemos notar que los reclamos a la empresa “on-demand”
resultan sensatos y no carentes de lógica. Hay una evidente desigualdad entre
las partes, y esta disparidad se acentúa con la negativa por parte de Netflix a
distribuir sus largometrajes en las salas correspondientes, lo que además de
injusto para la contraparte, bien puede significar la palada final para
enterrar la experiencia de exhibición en teatros. Si eso se verifica, no sólo nos
encontraremos con la desaparición total del séptimo arte como tal, sino con la
pérdida de millares de puestos de trabajo y cierres de complejos
cinematográficos.
La Academia, entonces, tomó partido
por una película que simboliza la supervivencia de una industria más o menos
como la conocíamos hasta ahora, relegando no ya a su competidora per se, sino al novedoso método de
producción y exhibición que ella implica. Y en cuanto a si se hizo justicia,
cuestión que nos preguntábamos al inicio, la respuesta es la misma desde hace
casi un siglo: ningún premio es implícitamente “justo”, ya que en su
otorgamiento se hallan elementos tan subjetivos y disímiles como los intereses
de parte, los gustos personales, los disímiles métodos de preselección y tantos
otros más. Cuando África Mía (Out of Africa,
1985; Sidney Pollack) se quedó con el Oscar a mejor película, se lo arrebató
nada menos que a El Color Púrpura (The
Color Purple, 1985; Steven Spielberg) y a El Beso de la Mujer Araña
(Kiss of the Spider Woman, 1985;
Héctor Babenco), peliculones que muy bien podrían haber merecido la estatuilla.
Pero es que para eso existen las “nominaciones”,
para demostrar que hay un puñado de filmes que superan la medianía y merecen
una consideración especial. La ganadora anual no es nunca ni mejor ni peor que
sus competidoras, apenas si recauda más votos en una urna (¡o vaya uno a saber
dónde!). Pero entre 1985 y 2019 existe un abismo aterrador de degradación,
decadencia y mediocridad —y uno del que ni siquiera nos hacemos plenamente
conscientes— tanto como para que Green Book (con tan, pero tan
poquito…) sea la mejorcita de este año. Lo que nos lleva a esta triste
conclusión, que no hizo falta “hacer
justicia” ni nada que se le parezca: porque ‘en el país de los ciegos, el
tuerto es rey’.-
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